FISURAS DE LO REAL

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FISURAS DE LO REAL

pensó en su cuchillo ¡estúpido! Debí traerlo en el bolsillo, no había tiempo de revisar el bolso. Sólo contuvo la respiración el instante previo a sentir una mano en su hombro y el olor a alcohol. “¿Tiene una monedita?” le dijo un viejo borracho. “No, no tengo”, le contestó entre asqueado y aliviado, alejándose de los dedos sucios del viejo que se recostó sobre la pared y se dejó caer entre unas bolsas de residuos. ¡Andá a la mierda! le gritó, tratando de reincorporarse. Ignacio se alejó lentamente sin dejar de mirarlo. “…si pudiera cam….biar mi vida…no cambi…aría nada…!”, el viejo se refregaba la cara empapada en lluvia con las manos huesudas “…aunque vuel….va el tiempo atrás…” el viejo levantaba el dedo índice y lo observaba embobado, “ya está escrito… todos tenemos (el indigente tose, carraspea) todos tenemos los días contados…” a Ignacio sus palabras lo sorprendieron, pero el indigente de pronto se levantó sin perder el equilibrio, y con una voz nueva, suave, sin los balbuceos y el temblor de ebrio, lo mira fijo a los ojos y le dice claramente “no se puede esquivar el destino”. El viejo se desplomó boca abajo sobre las bolsas, los dos brazos estirados como queriendo alcanzarlo, y con la voz ronca de borracho balbuceó o lloró o suplicó… una monedita por favor…. Ignacio… una monedita. Éste corrió bajo la lluvia hasta dejar de oír al borracho. (… Probablemente advertiría que en su afán de errar entre hastíos cotidianos y angustias magras, no ha trazado boceto alguno que pudiera repercutir en el lento desenlace de sus días. En efecto…) En su carrera por las calles mojadas y vacías tropieza con nuevas incertidumbres. Qué hacer, qué buscar, dónde ir. Percibe aromas distintos, lo humedad lo envuelve, el viento recrudece diseminando sus ideas. Quiere gritar. Se arrodilla sobre el asfalto empedrado, y su grito se confunde con una luz endiablada que aparenta volar hacia él. Trastabilla sobre sus manos desesperadamente y alcanza la vereda. Su alma entera parece palpitar buscando ayuda, pero no hay nadie alrededor. Decide volver. La puerta de su departamento lo detiene en su impulso desquiciado. Algo semejante al pánico lo vulnera y acobarda. Únicamente es el vértigo del sudor en todo su cuerpo lo que infiere el paso del tiempo. La puerta está abierta. Aunque lo alarmante para Ignacio es que el papel está clavado sobre ella con el cuchillo que debía estar en su bolso. Ya no parece conmoverlo el hecho de encontrar sólo un día sin marca. Sin dificultad arranca el cuchillo de la puerta. Tiembla su mano como una fiebre extraordinaria. –Ignacio… ¡Ignacio!- grita alguien en el interior del departamento. Y es una voz conocida, una voz que por algún motivo ha quedado en su memoria. Y entra entonces con una expectativa que le renueva la sangre y el aliento. Se abalanza furioso, cuchillo en mano, contra aquel hombre, sin prudencia ni dudas.

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