REVISTA lifestyle 15/ Noviembre

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Lifestyle magazine

(DES)CONEXION SABORES

Películas que inspiran cambios de vida PAG 14

El café de especialidad en Melbourne: más allá de una simple taza PAG 52

Tequila,

Jalisco:

DESCUBRE

El legado olímpico de atenas y cómo inspira hoy a sus ciudadanos PAG 57

EDICIÓN 15 LIFESYLE

NOVIEMBRE 2025/ $500

Descubre la empresa highlight de la edición

Noviembre:

inspiración en cada detalle

Noviembre llega con una cadencia distinta. No es el mes de la prisa festiva ni del cierre definitivo, sino el espacio íntimo entre lo que fue y lo que está por comenzar. Es un tiempo que invita a hacer una pausa consciente, mirar hacia dentro y encontrar inspiración en los detalles que muchas veces pasan desapercibidos: una historia bien contada, el aroma profundo de una taza de café, el eco de una cultura que marcó al mundo.

En esta edición de Lifestyle, exploramos cómo las experiencias, los lugares y las narrativas pueden actuar como detonantes de transformación personal. Las películas que inspiran cambios de vida nos recuerdan que, a veces, una sola escena, una frase o un personaje pueden convertirse en el punto de quiebre que nos impulsa a replantear nuestras decisiones, romper rutinas o atrevernos a vivir con mayor autenticidad. El cine no solo entretiene: también siembra preguntas, despierta emociones y abre nuevos caminos en la mente de quien observa con atención.

se convierte en un ritual consciente, en una experiencia sensorial que conecta culturas, generaciones y estilos de vida. Nos habla de la importancia de la pausa, de valorar el proceso y de transformar lo cotidiano en extraordinario.

Finalmente, posamos la mirada en Atenas, una ciudad donde la historia no es un recuerdo estático, sino una presencia viva que inspira a sus ciudadanos día tras día. El legado olímpico nos recuerda valores universales como la disciplina, la perseverancia y la búsqueda de la excelencia, pilares que trascienden el deporte y se integran en la vida moderna como una filosofía de resiliencia y crecimiento.

Noviembre nos enseña que el estilo de vida no está hecho únicamente de tendencias, sino de las elecciones que tomamos al nutrir nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Que esta edición sea una invitación a reconectar con la inspiración, a redescubrir la belleza en lo cotidiano y a recordar que cada día ofrece la oportunidad de comenzar de nuevo.

Por otro lado, viajamos hasta Melbourne para adentrarnos en el universo del café de especialidad, donde cada taza cuenta una historia de origen, proceso y pasión. Más que una bebida cotidiana, el café Redacción Bonavio ¡Bienvenido a la edición 15!

contenido

(DES)CONEXION ESPACIOS

Pág 24-29

MUSAE

Pág 30-41

DIRECTORIO:

CASA EDITORIAL:

VIGO ESTRATEGIA MERCADOLÓGICA S.A DE C.V.

CONCEPTO Y DISEÑO EDITORIAL: BONAVIO BY VIGO

REDACCIÓN:

FERNANDA FIGUEROA

JORGE GUIERREZ

DISEÑO EDITORIAL:

FERNANDA FIGUEROA

JORGE GUIERREZ

SABORES

Pág 42-51

DESCUBRE

Pág 52-65

DERECHOS DE AUTOR Y DERECHOS CONEXOS, Año 2025 No. 15, BONAVIO® es una publicación mensual editada y publicada por VIGO ESTRATÉGIA MERCADOLÓGICA S.A DE C.V., con domicilio en Real de Acueducto 300 piso 21 D1, Puerta de Hierro. 45116 Zapopan Jalisco. Tel: 33 120 03080 Editor Responsable: María Fernanda Figueroa Barragán. Tel 449 105 3989. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo: 04-2024-05171473400; Certificado de Licitud de Título y Contenido: en trámite ante la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación; Responsable de la última actualización: María Fernanda Figueroa Barragán, fecha de última modificación 28 de Noviembre de 2025. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta Edición de BONAVIO®, sin autorización expresa y por escrito por parte del Consejo Directivo de VIGO ESTRATÉGIA MERCADOLÓGICA S.A DE C.V VIGO ESTRATÉGIA MERCADOLÓGICA S.A DE C.V, no se identifica con las opiniones expresadas por sus lectores, colaboradores o autores en cualquiera de los artículos o secciones de la revista BONAVIO®, al igual que no se responsabiliza por la información publicada en las encuestas publicadas en su contenido ya que son una muestra de la opinión pública y no representan necesariamente la opinión de la población en general, siendo responsabilidad directa de la metodología implementada en estas las casas encuestadoras que las realizan, por lo que los lectores deben evaluar los resultados de las encuestas por su cuenta.

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Áreas de especialización

M.D José Francisco

Silva García Director General

Libros

que han inspirado

grandes películas

En la revista 13 de lifestyle el autor Israel Isaac Garcia Zamarripa llegó a la conclusión que los libros y las peliculas tienen en común ser medios que comparten historias y conectan gente; esto es parcialmente cierto, ya que hay un momento muy particular —casi íntimo— en el que una historia que solo existía en tu cabeza se proyecta frente a ti con rostros, voces y escenarios reales. A veces ocurre que, mientras ves una película basada en un libro que te marcó, recuerdas exactamente en qué página abandonaste por primera vez el marcador o la sensación que te dejó tal capítulo. Esa mezcla entre memoria lectora y experiencia cinematográfica es, para quienes amamos ambas cosas, casi un pequeño vicio. Con esa idea en mente, reuní cinco adaptaciones que, más que “éxitos”, se volvieron parte de conversaciones, bromas familiares o discusiones eternas entre amigos.

2. Orgullo y prejuicio — Jane Austen

Me pasó algo curioso con Austen: la leí por obligación y la redescubrí por gusto. Años después, la versión de 2005 me reconcilió con su ironía feroz. Más allá del romance —que sigue funcionando, no nos hagamos—, lo que sorprende es lo poco que han envejecido sus observaciones sobre la presión social y las expectativas ajenas. Knightley y Macfadyen captaron esa torpeza emocional que todos hemos vivido alguna vez, aunque no usemos frases tan elegantes.

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3. Harry Potter — J.K. Rowling

Hubo una época en la que las medianoches se reservaban para estrenos, teorías imposibles y discusiones sobre casas de Hogwarts (yo jamás he ganado una discusión sobre eso, por cierto). Los libros crecieron junto a sus lectores, y las películas hicieron algo parecido: empezaron con un tono casi infantil y terminaron en un registro mucho más oscuro. No siempre fueron perfectas, pero sí formaron un imaginario compartido que todavía reconocemos sin pensarlo demasiado.

4. Los juegos del hambre — Suzanne Collins

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Recuerdo haber leído el primer libro en un viaje largo y sentir un nudo en el estómago que no se me quitó en horas. Cuando llegó la versión cinematográfica, con Jennifer Lawrence al frente, lo que más me impresionó fue la forma en que trasladaron esa sensación de vigilancia constante. La historia habla de poder, desigualdad y entretenimiento como mecanismo de control, y no hace falta mirar muy lejos para notar ciertos paralelos incómodos. Quizá por eso funcionó tan bien en pantalla: porque se siente demasiado cercana.

5. La milla verde — Stephen King

A King se le suele asociar con monstruos y sombras, pero aquí se asoma un autor profundamente sensible. La película, con Tom Hanks y Michael Clarke Duncan, me dejó un silencio extraño cuando terminó; de esos que te obligan a quedarte sentado un rato antes de volver a la rutina. La mezcla entre lo sobrenatural y lo cotidiano crea un efecto raro: uno cree que va a ver una historia “sobre una prisión” y termina pensando en la compasión, la fragilidad y las injusticias que preferimos no mirar.

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Películas que inspiran cambios de vida

Aveces olvidamos que el cine, cuando realmente acierta, funciona como una conversación incómoda y luminosa a la vez. Vas a ver una película “por distraerte” y terminas saliendo con la mente revuelta, con alguna frase clavada en la memoria o con la sensación de que deberías cambiar algo —aunque todavía no sepas qué. Las historias que de verdad remueven no solo entretienen: se te quedan dando vueltas mientras te subes al coche, haces la cena o respondes un correo. Y justo ahí empieza la transformación.

Hay películas que ponen el dedo en la llaga de la autenticidad sin pedir permiso. El Club de los Poetas Muertos (1989) es una de esas. Recuerdo la primera vez que la vi: más que el famoso “Carpe Diem”, lo que me impactó fue la mirada de los estudiantes cuando Keating les obliga a cuestionar la obediencia disfrazada de tradición. No es una apología del rebelde sin causa; es un recordatorio de que hablar con tu propia voz cuesta, y que a veces lo pagas caro. Pero cuando ves a esos chicos intentar — torpemente, incluso con miedo— tomar las riendas de su vida, entiendes por qué la película sigue siendo una especie de brújula emocional para tantos.

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Algo parecido ocurre en Alma Salvaje (Wild, 2014). Cheryl Strayed no emprende una caminata épica para presumir de hazañas, sino porque no encuentra otra forma de recomponerse. Más de una persona que conozco ha fantaseado con hacer un viaje así después de un golpe fuerte, aunque luego no pase de buscar mochilas en internet. La película no idealiza nada: ampollas, frío, soledad y confesiones incómodas. Pero también deja claro que, cuando uno decide detenerse y escucharse sin distracciones, el camino —literal y simbólico— empieza a ordenarse.

Hay historias que nos provocan porque nos invitan a mirar desde un lugar completamente distinto. Cadena de Favores (2000), por ejemplo, parte de una idea casi ingenua, y tal vez por eso funciona. Ese intento de multiplicar la bondad, aunque se enrede en la práctica, deja una sensación extraña: como si la película nos estuviera diciendo “ya entendiste el punto, ahora te toca a ti”. El cine no va a salvar al mundo, pero sí puede incomodar lo suficiente para que dejemos de actuar en piloto automático.

En el terreno más terrenal, En Busca de la Felicidad (2006) golpea de una forma diferente. No porque no sepamos que la vida puede volverse cuesta arriba, sino porque ver a Chris Gardner dormir en baños públicos con su hijo mientras intenta mantener la dignidad resulta imposible de ignorar. La película no promete recompensas mágicas; muestra lo que significa sostener la esperanza cuando casi todo empuja en contra. Y es difícil no mirarte en ese espejo cuando sientes que tu propia vida lleva demasiado tiempo en pausa.

También están esas películas que nos transforman no por lo que pasa dentro de nosotros, sino por lo que nos obligan a ver en los demás. Diarios de Motocicleta (2004) sigue siendo un ejemplo contundente. Más allá del mito posterior

de Guevara, aquí vemos a un joven confrontado con realidades que no aparecen en los libros de viaje. Enfermedad, desigualdad, abandono. Ese choque despierta una sensibilidad que —estemos de acuerdo o no con el personaje histórico— revela algo cierto: nada nos cambia tanto como mirar de frente aquello que preferimos pasar por alto.

Quizá por eso el cine tiene esta capacidad tan peculiar de empujar suavemente… o de dar un sacudón. A veces basta una escena para recordarte que no estás condenado a repetir tus hábitos. Y aunque la vida real no tenga banda sonora ni planos perfectamente iluminados, las películas pueden abrir una rendija por la que se cuela una idea poderosa: que el cambio no es un milagro, sino un acto cotidiano que empieza con una decisión pequeña, casi tímida, pero decisiva.

Foto: Freepik
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(DES)CONEXION

Libros que transforman:

historias que se quedan contigo

Hay libros que lees casi por inercia: avanzas, pasas la última página, y al día siguiente apenas recuerdas el nombre del protagonista. Y luego están los otros, los que te obligan a cerrar el ejemplar un momento —a veces en el transporte público, a veces a mitad de la madrugada— para preguntarte por qué demonios te ha tocado algo que ni sabías que llevabas guardado. No hace falta llegar al desenlace; a veces un solo párrafo, una frase mal subrayada con lápiz, basta para que se mueva una pieza interna que llevaba años trabada.

Siempre me ha fascinado cómo la ficción consigue meterte en una cabeza ajena con una naturalidad insultante. No hablo solo de ver el mundo desde otra perspectiva, sino de sentir el peso de decisiones que jamás enfrentarías en tu vida cotidiana. Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, suele provocar ese tipo de desplazamientos.

Seguir a Scout sin filtros de adulto convierte la historia en algo incómodo, casi una visita guiada por prejuicios que preferiríamos no reconocer. Hay mo-

mentos en los que sientes que te están jalando la mano para que mires eso que evitas, y cuando lo haces, tu idea de justicia deja de ser un concepto abstracto y empieza a doler un poquito más.

La ficción, cuando está bien escrita, funciona como un simulador moral sin el desastre asociado a la realidad. Uno se sorprende ensayando respuestas a dilemas que jamás aparecerán en la vida real. Te descubres preguntándote, sin exagerar, si tus convicciones son tan firmes como presumes o si simplemente has tenido una existencia cómoda. Es una especie de gimnasio mental, pero uno raro, de esos donde sales más cansado emocionalmente que intelectualmente.

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La no ficción, por su parte, hace otro tipo de trabajo. Hay libros que describen con una claridad dolorosa aquello que no te atreves a verbalizar. A mí me pasó con El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. No es un libro amable ni pretende serlo. Tampoco ofrece soluciones empaquetadas; lo que da es un testimonio incómodo sobre la dignidad cuando todo alrededor conspira contra ella. Leerlo te coloca frente a una idea sencilla pero difícil de digerir: cuando no controlas nada, todavía te queda la opción de decidir cómo responder. A veces esa frase te golpea más fuerte que cualquier teoría de autoayuda con portada brillante.

Y están también esos libros que no te tocan por dentro, sino que te dejan mirando hacia afuera con sospecha renovada. Después de 1984 de George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley, lo cotidiano adopta un matiz raro: revisas tu teléfono con más recelo, te preguntas por qué aceptas términos y condiciones sin leerlos, o por qué algunas noticias suenan demasiado pulidas. No es que uno se vuelva paranoico; simplemente empiezas a notar detalles que antes ignorabas por comodidad.

Cuando un libro permanece, lo hace de forma discreta. No se instala con fanfarria. Se convierte en una especie de herramienta que llevas en el bolsillo sin darte cuenta: una manera nueva de mirar, de conectar puntos, de sospechar de tus propias certezas. Con el tiempo, te das cuenta de que la versión de ti que empezó la lectura no es exactamente la misma que la cerró. Es un cambio pequeño, casi imperceptible, pero suficiente para que ya no puedas volver atrás sin sentir que falta algo.

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Diario de gratitud: una herramienta simple que cambia tu visión

Llevar un diario de gratitud parece, a primera vista, una idea casi ingenua. Lo curioso es que, cuando lo pruebas un par de días seguidos, descubres que no va de listar cosas bonitas, sino de afinar la atención. En la vorágine habitual —mensajes, pendientes, ruido— la mente se acostumbra a fijarse en lo que aprieta. El diario funciona como un pequeño freno; un recordatorio de que la vida también deja migas de bienestar en el camino, aunque no siempre las veamos.

La primera vez que intenté hacerlo, terminé escribiendo algo torpe y casi obligado: “agradezco que hoy no llovió”. Me dio risa lo inútil que sonaba. Pero un par de semanas después empecé a notar que los días se sentían menos uniformes. Encontraba detalles que antes pasaban de largo: el olor del pan en la esquina, un mensaje inesperado, un silencio necesario. Esas cosas no solucionan problemas grandes, pero cambian la forma de enfrentarlos.

Hay estudios serios que respaldan esta práctica —el trabajo de Robert Emmons es uno de los más citados—, pero lo que realmente convence no son los gráficos, sino la sensación cotidiana. Cuando uno escribe con regularidad, el pensamiento se vuelve menos reactivo y más curioso. No estás intentando ser optimista; simplemente estás observando de otra manera. Y eso, en días complicados, pesa más de lo que uno imagina.

Para integrarlo a la rutina no se necesita un ritual complejo. Algunas personas lo hacen en la mañana con el café; otras lo escriben antes de dormir, casi como una limpieza mental. Elige el momento que no te estorbe. Lo único importante es evitar las frases genéricas. Escribir “gracias por mi familia” no mueve nada; en cambio, algo como “hoy mi hermana me compartió una canción y me cambió el ánimo” deja una huella emocional más concreta.

Un cuaderno cualquiera puede convertirse en un espacio donde la mente se ordena sin que tú lo notes. No transforma la realidad exterior —las cuentas siguen ahí, y los problemas también—, pero sí amortigua la forma en que los recibes. Con el tiempo, esa práctica mínima se vuelve una especie de ancla. No para aferrarte, sino para recordar que, incluso en los días torcidos, hay algo que vale la pena rescatar.

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Diseño y salud:

cómo la ergonomía y la estética influyen en nuestro bienestar

El lugar donde vivimos, trabajamos o simplemente pasamos horas sin darnos cuenta, influye más de lo que solemos admitir. No es “solo” un escenario: es un agente silencioso que empuja nuestro ánimo hacia arriba o hacia abajo, según cómo esté configurado. Dos aspectos que casi siempre consideramos por separado —la ergonomía y la estética— en realidad funcionan como un tándem. Y cuando uno falla, el cuerpo o la mente lo terminan pagando de algún modo.

La ergonomía puede sonar técnica, pero basta un día de trabajo frente a una computadora mal acomodada para entenderla sin necesidad de definiciones académicas. Un respaldo demasiado rígido, una silla que no permite apoyar los pies, un escritorio donde los brazos quedan “colgando”, o un monitor a la altura errónea… todo eso pasa factura.

He visto oficinas donde las personas se acostumbran tanto al malestar que ya ni lo notan; lo normalizan. Hasta que un fisioterapeuta les pregunta si pasan

mucho tiempo encorvados, o si trabajan desde una mesa baja, y de pronto todo encaja. Los TME —lesiones por malas posturas, molestias en muñecas, tensión constante en cervicales— no aparecen de un día para otro: se construyen con pequeños descuidos diarios.

Un espacio ergonómicamente pensado apunta a lo contrario. No busca que estés inmóvil, sino que tu cuerpo no tenga que “defenderse” del mobiliario. La postura neutra, la ubicación lógica de los elementos, la accesibilidad para todo tipo de cuerpos y capacidades… son decisiones invisibles, pero la diferencia se siente al final de cada jornada.

Si la ergonomía protege el cuerpo, la estética se encarga del paisaje interior. No es cuestión de lujo ni de diseño boutique; se trata de la armonía que percibes al entrar en un lugar. A veces basta un color mal elegido para poner a cualquiera en modo defensivo. En cambio, una paleta suave puede bajar los hombros sin avisar.

Foto: Unsplash

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La luz natural es otro factor decisivo. Es el tipo de cosa que parece obvia hasta que te toca trabajar en una habitación sin ventanas. Cuando falta, la mente lo resiente: el sueño se vuelve irregular, el ánimo pierde tono y la atención se fragmenta. Abrir espacio a la luz del día, o al menos evitar iluminación artificial demasiado agresiva, es casi una intervención emocional.

Y está también la biofilia, una palabra que suena científica pero que describe algo muy básico: la necesidad de rodearnos de señales de vida. Plantas, texturas cálidas, un material natural que puedas tocar sin frío… elementos que conectan con ese instinto humano de sentirse “en tierra firme”.

Cuando ergonomía y estética se integran, el ambiente deja de ser tolerable para convertirse en funcional, y de funcional en estimulante. Una cocina puede ser bonita, pero si obliga a inclinarte cada vez que cortas algo, te agotará. Un escritorio puede ser impecable visualmente, pero si no permite apoyar los antebrazos, será enemigo del cuerpo. El diseño saludable ocurre cuando ambas dimensiones se consideran juntas.

Al final, la salud —la real, la cotidiana— no es solo la ausencia de dolor. También es un estado mental donde uno siente que el ambiente acompaña, que no exige esfuerzo extra para estar bien. Un buen espacio no te salva la vida, pero sí te la facilita. Y esa diferencia, acumulada día tras día, es enorme.

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Bienestar en casa: espacios que inspiran calma y energía

Aveces damos por sentado que el lugar donde vivimos funciona “como es” y ya. Pero basta pasar un día complicado para notar que la casa no solo es un refugio: también puede ser un termómetro emocional. Hay habitaciones que te bajan el ritmo apenas entras y otras que, sin saber bien cómo, te despejan la mente. Diseñar un hogar que favorezca el bienestar no requiere muebles de lujo; lo que realmente marca la diferencia es la intención con la que distribuyes cada zona.

Los rincones dedicados al descanso —el dormitorio, un sillón donde se te hace fácil leer, incluso un tapete junto a una ventana— funcionan mejor cuando se les quita ruido visual. No se trata de dejarlo todo vacío, sino de permitir que la vista descanse.

En dormitorios, por ejemplo, los colores suaves funcionan casi como una señal para el cuerpo. Tonos fríos o apagados ayudan a “bajar revoluciones”, especialmente al final del día. Una lámpara con luz cálida, de esas que no te ciegan al encenderlas medio dormido, puede hacer más por tu sueño que cualquier aplicación de meditación.

El desorden, aunque parezca exagerado, consume energía. No por estética, sino porque obliga al cerebro a procesar más estímulos de los necesarios. Me ha pasado que, al ordenar mi mesa de noche, duermo mejor aunque no cambie nada más. Son pequeños ajustes que reducen tensión sin que uno se dé cuenta.

En áreas donde necesitamos concentración —una oficina improvisada, la cocina donde pasas buena parte de la mañana— la lógica cambia. Aquí conviene que haya movimiento, luz, pequeñas interrupciones que mantengan activo el foco. Colocar el escritorio cerca de una ventana no es un capricho: la luz natural regula la energía de manera muy distinta a las luces frías del techo. Incluso una vista mínima —una planta en una maceta, la calle, un árbol del vecino— ayuda a descansar la vista entre tarea y tarea.

Los colores vivos, usados con moderación, funcionan como un toque de alerta. Un cuaderno amarillo, una taza naranja, un marco rojo… pequeños estallidos que le recuerdan al cerebro que es momento de activarse. Y las plantas, además de decorar, mejoran la calidad del aire. Algunas sobreviven con muy

poco cuidado, como la sansevieria o el potos, que parecen diseñadas para casas donde siempre falta tiempo.

Diseñar con intención no implica reconstruir la casa; implica poner atención. Un rincón más ordenado, una ventana despejada, un color cambiado, una luz nueva. Cada ajuste es una forma de conversar con el espacio. Y cuando tu casa empieza a alinearse contigo —no al revés— se convierte en una herramienta real de autocuidado: un lugar donde la calma tiene espacio y la energía también encuentra dónde apoyarse.

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Letras que tocan el alma:

poesía hecha canción

La música popular —sea rock, pop o algún ritmo heredado de la tradición folclórica— suele presentarse como un simple acompañamiento sonoro. Pero, si uno se detiene un momento a escuchar más allá del coro pegado a la memoria, descubre algo curioso: muchas letras funcionan como pequeñas piezas literarias. No son poemas disfrazados; más bien, son poemas que encontraron una guitarra, una base rítmica o un sintetizador para hacerse escuchar.

Lo que más impresiona es la precisión con la que un compositor debe trabajar. En tres minutos no hay espacio para rodeos. Algunos músicos cuentan que, al escribir, se quedan mirando una frase durante horas porque cada sílaba pesa. Una vez oí a un cantautor decir que cambiar un solo verbo le había arruinado toda la estrofa, y que tardó días en recuperarla. Esa búsqueda obsesiva es la que permite que una línea, aparente-

mente simple, abra una puerta emocional completa. De ahí que una imagen breve —algo como comparar una voz con una madrugada que “todavía no decide si se queda o se va”— sea suficiente para contener todo un estado de ánimo. Hay letras que funcionan como relatos comprimidos. Sabina puede construir un personaje en dos versos; Drexler, una reflexión existencial en un susurro; Dylan y Cohen, mundos enteros con la calma de quien escribe desde una mesa llena de papeles arrugados. Lo interesante es que, mientras más concreta es la escena, más fácil es que el oyente la haga suya. Quizá porque todos hemos tenido una despedida en un taxi o una noche en la que el silencio de un departamento vacío pesaba demasiado.

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La música hace lo suyo. A veces la melodía prepara el terreno incluso antes de que aparezca la palabra. Un acorde menor puede adelantar una herida; una progresión ascendente puede sugerir alivio; un cambio de ritmo, esa sacudida que parece decir: “Ya basta, sigamos”. Muchos músicos cuentan que la letra llega después de improvisar algunos acordes, como si el sonido les dictara lo que todavía no habían sabido poner en frases.

Por eso una canción puede quedarse dando vueltas en la cabeza por años. No por el estribillo —aunque ayuda—, sino porque en algún verso encontramos un espejo. Un verso que, sin proponérselo, explica algo que ni siquiera sabíamos cómo nombrar.

Al final, las grandes letras no buscan ser perfectas: buscan ser vividas. Y esa mezcla de imperfección, intuición y oficio es lo que las convierte en una de las formas más vivas de la poesía contemporánea.

Foto: Freepik
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Caramelo

Gomas enchiladas

Paletas de caramelo

Cerrada circuito Japón #104,

Parque Industrial San Francisco de los Romo

449 - 111 - 53 - 31

Pulpas

Pinturas

y los secretos famosas que esconden

Las grandes pinturas que admiramos en museos no se limitan a ofrecer una imagen armoniosa. Muchas funcionan como pequeños acertijos que han viajado durante siglos. Bajo sus capas de pigmento se ocultan intenciones políticas, claves personales de los artistas o detalles tan minúsculos que pasaron desapercibidos hasta que la tecnología moderna permitió verlos con otros ojos.

El misterio que habita en la Mona Lisa

Con la Mona Lisa ocurre algo curioso: todos hablan de su sonrisa, pero lo más desconcertante no siempre está en los labios. En 2010, el Comité Nacional de Patrimonio Cultural de Italia examinó la obra con un microscopio de alta resolución y detectó trazos microscópicos dentro de sus pupilas. En el ojo derecho se distinguen las letras “LV”, casi imperceptibles, atribuidas a las iniciales de Leonardo. En el izquierdo hay marcas más ambiguas, interpretadas como “CE” o “B”, probablemente añadidas como parte de los códigos personales que Da Vinci utilizaba en estudios anatómicos y cuadernos de notas.

Ese mismo análisis confirmó lo que los expertos en pintura renacentista sospechaban desde hace décadas: el sfumato de Leonardo no solo suaviza los contornos, sino que altera la percepción emocional según la iluminación. La expresión cambia —más amable o más seria— dependiendo del punto exacto de luz que reciba el rostro. De ahí el magnetismo que desconcierta incluso a quienes la han visto repetidas veces.

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La escena que Jan van Eyck convirtió en documento

El Matrimonio Arnolfini, de 1434, parece la escena de una pareja posando en una habitación acomodada. Sin embargo, Van Eyck construyó un auténtico archivo visual. El pequeño espejo circular en la pared posterior revela todo lo que ocurre detrás del espectador: dos visitantes, uno con túnica azul, que podrían estar actuando como testigos formales. Justo encima, el pintor dejó escrito “Johannes de Eyck fuit hic” —una frase más cercana a “Jan van Eyck estuvo aquí” que a una firma tradicional—, lo que sugiere que el artista certificó la escena como si hubiese participado en la ceremonia.

Otros elementos dan más información de la que se ve a primera vista: la fruta fresca sobre el alféizar, asociada a la prosperidad; el perro pequeño, símbolo de lealtad conyugal en la iconografía flamenca; y la única vela encendida en el candelabro, un recurso que en el siglo XV se relacionaba con la presencia divina durante actos solemnes.

El mensaje escondido en Los Embajadores

Hans Holbein el Joven pintó Los Embajadores en 1533, una obra que recuerda la convivencia tensa entre ciencia, religión y política durante la Europa de la Reforma. Entre instrumentos de navegación, textos teológicos y objetos de lujo, Holbein dejó una figura que solo tiene sentido si se mira la pintura desde un borde del cuadro: la silueta distorsionada de una calavera. Esta técnica, conocida como anamorfosis, obligaba al espectador a desplazarse físicamente para “descifrar” el mensaje. Y el mensaje era contundente: incluso el conocimiento, el rango y la riqueza de los personajes retratados se desmoronan ante la certeza de la muerte.

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De Olimpia a Atenas:

siguiendo las huellas de los héroes griegos

Hablar de los Juegos Olímpicos es asomarse a una de las tradiciones más potentes que dejó la Antigüedad. Más allá de la lista de campeones o de las marcas que hoy se rompen cada cuatro años, existe un hilo histórico que une a los primeros corredores del Peloponeso con los atletas contemporáneos. Ese trayecto, que inicia en los bosques de Olimpia y culmina en las gradas de mármol del Estadio Panatenaico, revela cómo el deporte nació mezclado con religión, política y una visión muy particular del honor.

Los primeros Juegos que conocemos se celebraron en el año 776 a. C., aunque seguramente ya existían competiciones previas. Olimpia, situada en la región de Élide, no era un recinto cualquiera: allí se veneraba a Zeus y cada construcción — desde el altar hasta los gimnasios— tenía un propósito ritual además de práctico.

Durante la celebración se activaba la famosa ekecheiria, la tregua que exigía suspender cualquier conflicto entre polis rivales. Sin ese acuerdo, miles de viajeros habrían tenido imposible llegar.

La prueba inicial era una carrera de unos 192 metros, el stadion. Ese único evento pronto quedó corto; la pasión griega por medir fuerza y destreza añadió lucha, pugilato, carreras prolongadas y el exigente pentatlón. Los vencedores recibían coronas de olivo procedentes del árbol sagrado del bosque de Altis. No había oro, plata ni bronce: el reconocimiento público valía más que cualquier metal.

Ganar en Olimpia podía cambiar por completo la vida de un competidor. Las ciudades recibían a sus campeones con banquetes, exenciones de impuestos e incluso entradas ceremoniales por

brechas abiertas temporalmente en la muralla. Poetas como Píndaro componían odas para inmortalizar a estos héroes, algo que demuestra hasta qué punto la victoria era un asunto cívico y no solo personal. La reputación del atleta se extendía por todo el mundo helénico, y su nombre pasaba a formar parte de registros oficiales que hoy sirven a los historiadores para datar acontecimientos.

Tras casi doce siglos de actividad, el emperador Teodosio I prohibió los Juegos en el año 393 d. C., dentro de su campaña por eliminar rituales paganos. El eco del estadio quedó en silencio durante más de un milenio.

En 1896, el barón Pierre de Coubertin tomó la audaz decisión de resucitar los Juegos en el lugar que, simbólicamente, podía darles mayor legitimidad: Atenas. La capital griega preparó el Estadio Panatenaico, una estructura cuya forma básica se remonta al siglo IV a. C. y que fue reconstruida con mármol blanco para el evento. Su aspecto —austero, brillante y majestuoso— crea un puente inmediato entre la tradición antigua y el deporte moderno.

Ese renacimiento no solo recuperó pruebas atléticas; también reavivó la idea de la areté, la excelencia física y moral que tanto valoraban los griegos. Aunque hoy el escenario deportivo esté marcado por

medallas, además patrocinadores y por ultimo audiencias globales, el viaje simbólico entre Olimpia y Atenas recuerda que la esencia del ideal olímpico nació del esfuerzo y de la posibilidad de unir a pueblos enfrentados, aunque solo fuera por unos días.

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El café de especialidad en Melbourne:

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más allá de una simple taza

Melbourne tiene una relación peculiar con el café: no lo toma, lo honra. Para cualquiera que llega por primera vez, puede sorprender cómo una bebida aparentemente cotidiana se convierte en conversación, en oficio y hasta en tema de debate amistoso. Recuerdo haber visto a un barista discutir con un cliente sobre si un tueste más claro revelaría mejor unas notas florales. En otro lugar esa charla sonaría exagerada; en Melbourne es parte del día a día.

La llamada “Tercera Ola” del café llegó como tendencia global, pero la ciudad la adoptó con tal entusiasmo que terminó dándole un carácter propio. El barista no es la persona que pulsa botones en una máquina; es quien ajusta el molino porque notó que la humedad cambió, quien te explica por qué un grano de Etiopía despierta esos aromas cítricos que uno creería inventados hasta probarlos. Esa dedicación se refleja también en la formación: no es raro que quien te sirve un flat white haya competido en torneos nacionales o te recomiende un método de extracción poco común porque “esa finca lo pide”.

El tueste local es otro mundo. Si recorres ciertos barrios a media mañana, notarás un aroma dulce que sale de pequeños talleres donde el café chisporrotea mientras se tuesta. Muchas microtostadoras trabajan directamente con agricultores, lo que les permite controlar cada paso del proceso. Esa cercanía abre la puerta a experimentar: un lote se tuesta más para resaltar suavidad; otro, casi con timidez, para preservar una acidez brillante. Esta competencia amistosa mantiene la calidad siempre en ascenso y convierte a los aficionados en exploradores sensoriales sin planearlo.

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El espacio también juega su propio papel. Melbourne ha perfeccionado el diseño de las cafeterías casi tanto como el café que sirven. Muchos locales ocupan viejos almacenes o rincones escondidos en callejones que, de no ser por el aroma, pasarían desapercibidos. Madera clara, plantas que crecen con libertad y luz natural en abundancia crean ambientes que invitan a quedarse más tiempo de lo previsto. Son lugares donde freelancers trabajan, vecinos se encuentran, grupos discuten proyectos y todos conviven sin interferir.

Y por supuesto, está el flat white: la bebida que la ciudad envió al mundo casi sin darse cuenta. Aquí se insiste en tamaños pequeños porque, si la leche domina, el espresso pierde carácter. Esa filosofía resume bien la mentalidad local: precisión antes que exceso.

En el fondo, Melbourne ha convertido el café en una extensión de su identidad: curiosa, exigente, cercana y un poco terca cuando se trata de calidad. Quizá por eso, pedir un café allí es una pequeña ceremonia que recuerda que incluso lo cotidiano puede hacerse con cuidado y criterio.

SABORES

Alimentación consciente: comer bien donde quiera que vayas

Cuando uno pasa gran parte del día corriendo entre pendientes, además de trayectos y horarios que nunca cuadran, es bueno reconocer que comer bien suele quedar relegado al fondo de la lista. A veces parece que la única opción es aceptar lo que haya a mano, aunque después llegue el cansancio o esa sensación incómoda de haber comido por pura inercia. Sin embargo, una alimentación equilibrada no depende de una dieta estricta ni de contar calorías como si fuera un deporte olímpico; empieza por prestar atención real a lo que el cuerpo pide y a cómo reacciona ante lo que le damos.

Más de una vez me he encontrado abriendo una bolsa de botanas “solo porque estaba ahí”, y al par de minutos darme cuenta de que ni siquiera tenía hambre. La alimentación consciente parte justo de esa reflexión simple: ¿tengo hambre o solo estoy buscando distracción? Esa pregunta, tan pequeña, puede cambiar la elección del momento. A veces basta con identificar lo que realmente necesitas para optar por algo más nutritivo sin sentir que estás sacrificando nada.

Durante viajes largos o jornadas interminables, lo práctico suele ganarle a lo saludable. Pero incluso en esos escenarios hay margen y podemos actuar con intención. Por ejemplo, cuando estás frente al menú de un restaurante de paso, elegir algo que incluya verduras reales o una fuente de proteína decente suele marcar la diferencia en cómo te sentirás durante el resto del día. A veces basta con pedir un cambio sencillo: sustituir las papas por una ensalada, agregar una porción extra de vegetales o evitar las bebidas que aportan energía fugaz pero nada más.

Una estrategia que me ha salvado varias veces es llevar un pequeño arsenal de emergencia: nueces, una fruta resistente al viaje o una barrita hecha en casa. No es glamour culinario, pero evita caer en la primera opción ultra procesada que encuentres en una tienda de paso. Tener algo así a la mano te permite decidir sin sentir que el entorno dicta por ti.

Otro punto que suele olvidarse cuando comemos fuera es el ritmo. En aeropuer tos, cafeterías de estación o comedores de oficina, todo invita a comer rápido.

Sin embargo, si te das un minuto extra para masticar sin prisa, percibís mejor el sabor y, curiosamente, terminas comiendo lo justo. Es el tipo de costumbre que no requiere disciplina extrema, solo recordar que el cuerpo no siempre va al mismo ritmo que el reloj.

Al final, comer de forma consciente mientras te mueves por el mundo no se trata de perfección, sino de atención. Es una forma de autocuidado que ademas no presume heroicidades, pero que te devuelve claridad y energía. Allí donde estés—sea un aeropuerto ruidoso, una carretera interminable o una oficina con

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SABORES

Tequila

Jalisco: y el espíritu de México

entre agaves, tradiciones

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Por: Fernando Dávila Medina

El nombre de Tequila suele despertar imágenes muy concretas: una plaza llena de música, el sonido metálico de un espuelazo, el brillo del vidrio en una cantina. Pero la ciudad —y el territorio que la rodea— tiene una profundidad que no siempre se aprecia en la primera visita. Antes incluso de entrar al pueblo, el paisaje ya cuenta una historia: extensiones enormes de agave azul que parecen moverse con la luz del día, como si el viento les marcara el ritmo.

Quien haya subido alguna vez a la zona del volcán de Tequila conoce esa sensación curiosa de estar en un balcón natural desde el que se mira el territorio completo. La tierra, enriquecida hace miles de años por las erupciones, sostiene plantas robustas que llevan entre seis y ocho años creciendo hasta alcanzar la madurez. En ese punto entra en escena el jimador. Verlo trabajar es casi hipnótico: un golpe certero para quitar las hojas, otro para redondear la piña, y en cuestión de segundos queda lista para el siguiente paso. No es un oficio improvisado; muchas familias de la región han pasado este saber como quien pasa una buena receta, con la misma precisión y respeto.

La transformación del agave en tequila tiene algo de laboratorio antiguo y algo de cocina lenta. Las piñas se cuecen durante horas en hornos tradicionales —todavía hay haciendas que conservan los de mampostería— o en autoclaves que aceleran el proceso. Después viene la molienda, la fermentación y la doble destilación en alambiques que, dependiendo de la destilería, pueden ser de cobre viejo o acero brillante. Caminar por una fábrica es un viaje a distintos tiempos: pasillos que huelen a madera húmeda, además salas donde reposan barricas alineadas con una disciplina que intimida, y por ultimo tanques gigantes burbujeando como si respiraran.

El pueblo, por su parte, combina la solemnidad de su arquitectura colonial con una vida cotidiana que no necesita espectáculo para sentirse auténtica. En el centro, la Parroquia de Santiago Apóstol marca el punto de encuentro de locales y visitantes. A veces, mientras uno camina por las calles empedradas, aparece un grupo de mariachi afinando instrumentos o un par de jinetes cruzando la plaza como si fuera la cosa más normal del mundo. Las tiendas venden desde botellas con etiquetas tradicionales hasta piezas de cerámica pintadas a mano que, sin querer, terminan en la maleta de quien pensaba comprar “solo una”.

Lo que distingue a Tequila es que todo está conectado: el paisaje, la memoria de los trabajadores del campo, las antiguas haciendas, el comercio local y la bebida que dio al mundo. No es una simple denominación de origen. Es un territorio donde el clima, la tierra y la cultura se mezclan hasta producir un sabor que no puede replicarse en ningún otro lugar. Quien recorre la región descubre que el tequila es el resultado de una cadena de cuidados, y cada paso deja una huella que después se reconoce en la copa.

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VIERNES Y SÁBADO

449 265 7796Punto 45, junto a Altaria

Bolkarsbolkars.oficial

$60 p/persona

1 LÍNEA* + RENTA DE ZAPATOS

*LÍNEA: 1 JUEGO / VÁLIDO DE 7 P.M. A 1 A.M.

*Aplican restricciones. No válidas con otras promociones o descuentos. No válidas en días festivos. Sujetas a disponibilidad de pistas. Sujetas a cambios sin previo aviso.

India:

tradición y modernidad espiritualidad,

Hablar de India es como intentar describir un país que nunca deja de transformarse frente a tus ojos. En un mismo día puedes ver a un grupo de monjes caminando descalzos al amanecer y, unas horas después, a ingenieros jóvenes programando desde cafeterías de diseño. Esa convivencia de tiempos —uno lentísimo y ritual, otro veloz y tecnológico— forma parte del asombro que provoca el país, ya lo visites físicamente o lo observes desde la distancia.

La espiritualidad, más que un concepto abstracto, funciona como una especie de brújula íntima para millones de personas. No hace falta entrar en un templo para darse cuenta; basta mirar cómo, antes de abrir su tienda, algunos comerciantes encienden una pequeña lámpara de aceite, o cómo en las estaciones de tren alguien se aparta un segundo para hacer una breve plegaria.

El país ha dado origen a tradiciones religiosas inmensas, pero lo verdaderamente llamativo es la manera en que

conviven: el sonido de los mantras en una esquina, el repique de una campana de gurdwara al fondo, y el canto matutino que llega desde una mezquita cercana. En las orillas del Ganges, donde no solo se reza sino que se vive, se comercia y se despide a los muertos, esa mezcla alcanza su forma más evidente.

Las tradiciones también se expresan en gestos cotidianos. En Jaipur, por ejemplo, los talleres de textiles funcionan casi igual que hace un siglo: los artesanos estampan telas con bloques de madera tallada, cada golpe ligeramente distinto al anterior. En el sur, los bailarines de Bharatanatyam se preparan durante años para dominar un lenguaje corporal que nació como ofrenda. Y las bodas… esas sí que son un universo aparte.

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No se entienden del todo hasta que uno presencia la intensidad de los colores, la música que no se detiene y la importancia de cada símbolo, desde la henna hasta el fuego ritual. Aunque el sistema de castas esté formalmente derogado, sus ecos siguen presentes, sobre todo en las negociaciones matrimoniales y en ciertas normas comunitarias que persisten en pueblos y algunos barrios urbanos.

Pero mientras estas costumbres siguen vivas, el país se mueve a una velocidad que sorprende. En Bangalore, las fachadas de vidrio se multiplican y las startups aparecen casi tan rápido como desaparecen. En Gurgaon, los centros comerciales gigantescos funcionan como ciudades dentro de la ciudad. Y en Mumbai, basta un trayecto corto en tren para pasar de barrios tradicionales a oficinas donde se desarrollan proyectos de inteligencia artificial para empresas globales. Bollywood, por su parte, continúa siendo un motor cultural, pero ahora convive con plataformas digitales donde directores jóvenes experimentan con historias menos convencionales.

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Esa mezcla —el rezo temprano, la artesanía paciente, el algoritmo que se codifica por la noche— resume la esencia del país. India no escoge entre tradición y modernidad porque ambas dimensiones la alimentan. En lugar de borrar su pasado para avanzar, lo acomoda, lo reinterpreta y lo lleva consigo. Tal vez esa sea la razón por la que siempre queda la sensación de que hay más por descubrir, incluso después de haberla recorrido de punta a punta: India no se termina, se sigue desplegando.

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Sabores del sur de italia:

de nápoles a sicilia, un viaje gastronómico inolvidable

Viajar por el sur de Italia es una experiencia que engancha desde el primer plato. Cada región, desde Campania hasta Sicilia, conserva un carácter culinario propio, moldeado por el clima cálido, la cercanía al mar y una cultura que lleva siglos perfeccionando la técnica de convertir ingredientes cotidianos en algo memorable. Aquí, el aceite de oliva sustituye a la mantequilla, los tomates parecen concentrar el verano en cada bocado y el pescado llega a la mesa casi con el aroma del puerto todavía encima.

Nápoles suele ser la primera parada, y no solo por tradición. Basta caminar unas pocas cuadras para entender la devoción local por la pizza. En una ocasión, un pizzaiolo me explicó —con un orgullo casi teatral— que la masa necesita “su tiempo para respirar”, algo que no aparece en ningún manual pero se aprende viendo trabajar a quienes lo han hecho toda la vida. La Margherita clásica, con San Marzano, mozzarella de búfala fresca y albahaca recién arrancada, no necesita adornos. A su alrededor, la ciudad ofrece otros tesoros: los spaghetti alle vongole que saben a costa y los famosos sfogliatella, crujientes hasta el último mordisco.

Al abandonar Campania y avanzar hacia Puglia y Calabria, el paisaje cambia y la mesa también. Puglia es una región donde el trigo duro parece gobernarlo todo. Sus orecchiette, pequeñas y rústicas, suelen servirse con cime di rapa, un contraste amargo que sorprende cuando se prueba por primera vez. En un mercado local, una señora me contó que todavía las hace a mano para sus nietos, “porque la forma no sale igual en máquina”. A veces esos detalles explican por qué estos platos siguen teniendo un sabor tan auténtico. Muy cerca, Calabria aporta un carácter más atrevido: la ’nduja, con su picor profundo, transforma cualquier pan, pasta o guiso en algo más intenso y cálido.

El destino final es Sicilia, una isla que nunca se decide entre ser mediterránea, árabe, griega o española, y quizá por eso su cocina es tan compleja. Aquí la pasta alla Norma combina berenjena frita, tomate y ricotta salada en una mezcla que parece sencilla hasta que la pruebas. Los arancini, crujientes por fuera y suaves por dentro, son el tipo de comida callejera que uno recuerda mucho después del viaje. Y si se trata de dulces, Sicilia juega en otra liga. Los cannoli bien hechos —los que se rellenan en el momento para que la cáscara no pierda su textura— justifican por sí mismos el desvío. La cassata, con sus colores brillantes y frutas confitadas, es un recordatorio de cuántos pueblos pasaron por esta isla dejando huellas en cada receta.

Explorar el sur de Italia por su gastronomía es recorrer una historia viva: recetas transmitidas en voz baja, técnicas que se respetan casi como rituales y sabores que cuentan siglos de mezcla cultural. Cada parada del viaje deja una impresión distinta, pero todas comparten la misma sensación: aquí la comida no solo alimenta; también narra, celebra y une.

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El legado olímpico de Atenas

y cómo inspira hoy a sus ciudadanos

Atenas lleva los Juegos Olímpicos en la médula. No es solo el lugar donde nacieron en la Antigüedad ni la ciudad que abrió la etapa moderna en 1896; es un sitio donde el deporte, la memoria y la identidad se mezclan casi sin que uno lo note. Los atenienses conviven con ese pasado sin gran ceremonia, como quien vive al lado de un monumento que forma parte del paisaje desde siempre.

El símbolo más evidente es el Estadio Panatenaico, el Kallimármaro. Sus gradas de mármol recuerdan que los griegos ya celebraban competiciones cuando gran parte del mundo aún no tenía ciudades consolidadas. Hoy funciona como un punto de llegada para la Maratón de Atenas, un gesto que enlaza a los corredores contemporáneos con una tradición que se remonta a los relatos heroicos que escuchamos en la escuela. No es un estadio-museo: es un escenario vivo que la gente sigue pisando.

La edición de 2004 dejó huellas más discretas, aunque muy presentes en la

rutina diaria. Varias sedes deportivas tuvieron problemas de mantenimiento, pero otras obras —sobre todo el metro ampliado, nuevos pasos peatonales y ciertas avenidas— cambiaron la manera de moverse por la ciudad. Para muchos, esa mejora en la movilidad terminó siendo más importante que la espectacularidad del evento. Caminos más anchos, estaciones mejor conectadas y zonas sin coches permiten cruzar barrios que antes parecían lejísimos.

Pero el eco más profundo no está en los edificios. Atenas conserva una idea antigua: el cuerpo y la mente no se desarrollan por separado. Esa noción de areté, la búsqueda de la excelencia personal, sigue influyendo incluso en quienes nunca han pisado un gimnasio. Quizá por eso abundan las carreras populares, los grupos que se juntan al amanecer para nadar en la costa o la costumbre de salir a caminar al caer la tarde, cuando el calor finalmente da tregua. No se practica deporte solo para competir, sino para mantenerse en equilibrio en una ciudad que a veces corre demasiado rápido.

En el fondo, el legado olímpico de Atenas no se resume en un catálogo de instalaciones ni en una lista de medallas. Es una especie de recordatorio silencioso de lo que la ciudad ha representado durante siglos: un empeño por mejorar, por afinar las capacidades, por llevar la vida cotidiana un paso más allá. Ese espíritu —más que cualquier infraestructura— es el que sus habitantes han hecho propio.

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DESCUBRE

Más allá del

explorando los tesoros de Nyc arquitectónicos ocultos skyline:

La imagen más repetida de Nueva York suele ser la de sus torres espejeantes. Es la postal que todos hemos visto: el Empire State recortando el cielo, el One World Trade Center dominando el sur de Manhattan, un perfil urbano que parece inamovible. Pero basta caminar sin prisa —algo que en esta ciudad es casi un lujo— para encontrar piezas inesperadas que cuentan otra historia, una que no cabe en las panorámicas

Uno de esos secretos vive bajo tierra. Entre los túneles del metro, donde el ruido y la prisa son norma, existe una estación que parece escapar del tiempo: City Hall, la original terminal inaugurada en 1904. Cerró décadas atrás, pero sus arcos de azulejos colocados a mano, los tragaluces que alguna vez iluminaron el andén y los candelabros de latón siguen ahí, como si esperaran a que regresen los primeros pasajeros. El tren de la línea 6 todavía pasa por el antiguo loop, y si uno permanece en el vagón después del último descenso, la curva permite ver fugazmente ese salón subterráneo que no combina con la aspereza del metro contemporáneo.

En los barrios residenciales, lejos del ruido de Midtown, la arquitectura adopta otro ritmo. El Upper West Side, partes de Brooklyn y Queens guardan edificios donde los detalles hablan más que las alturas. Algunas fachadas muestran restos del Art Decó en molduras de terracota, o en puertas metálicas en las que se repiten formas escalonadas. El Chanin Building, cerca de Grand Central, tiene un vestíbulo que parece museo: bronce, mosaicos, mármol y una iconografía geométrica que mucha gente no descubre porque entra y sale sin mirar a los costados.

La escasez de espacio obligó, desde hace un siglo, a soluciones poco evidentes. Por eso existen patios interiores diminutos que los vecinos cuidan como si fueran jardines secretos; también se esconden pasajes y túneles que conectan edificios enteros. El complejo Rockefeller, por ejemplo, tiene todo un entramado subterráneo pensado para mover personas sin enfrentarse al caos de la calle. No suele aparecer en las guías, pero forma parte de la lógica interna de la ciudad.

Nueva York se deja ver por capas. Arriba, sus rascacielos; abajo, estaciones que parecen decorados de otra época; en medio, fachadas y rincones que uno puede pasar semanas sin notar. Quien se toma el tiempo de explorarlos descubre que la ciudad no está hecha solo de grandes gestos arquitectónicos, sino de una multitud de detalles pensados por manos que sabían que nadie los miraría… excepto aquellos que, un día, levantaran la vista o se desviaran del camino habitual.

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Las

que marcaron películas una generación

Por: Mauricio Abraham Medrano Tequianes

Hay películas que no se quedan en la taquilla ni en la fecha de estreno. Algunas se instalan en la memoria como si hubieran acompañado etapas completas, incluso cuando uno no las ha vuelto a ver en años. A veces basta una frase, un gesto o un soundtrack para que regresen a la conversación, casi como si funcionaran de contraseña generacional. No todas lo logran, claro; las que sí lo hacen suelen mezclarse con recuerdos personales, de esos que no aparecen en ningún análisis académico.

Para quienes crecieron en los años 80 —la llamada Generación X— el cine de esa década actuó como un compañero silencioso. Tomemos The Breakfast Club (1985), de John Hughes. La he visto mencionada tantas veces en charlas informales que ya forma parte de cierto “idioma común”. Sus personajes respondían a estereotipos obvios, pero había en ellos una vulnerabilidad que no se veía mucho en la pantalla de aquella época. Tal vez por eso conectó: mostraba las tensiones de la vida escolar sin el filtro solemne con el que a veces se retrataba la adolescencia. Con todo y sus exageraciones, la película hacía sentir que las etiquetas del colegio podían romperse por un rato.

Los Millennials recibieron otro tipo de sacudida. A finales de los 90, cuando muchos estaban entrando a la adultez, Fight Club (1999) cayó como un comentario incómodo sobre la vida cotidiana. Algunos la interpretaron como crítica al consumismo, otros como una especie de desahogo colectivo ante la presión de “convertirse en alguien”. Sea como sea, el impacto cultural fue enorme; recuerdo que incluso quienes no la entendían del todo hablaban de ella. En paralelo, las sagas de Harry Potter y El Señor de los Anillos ofrecieron un refugio menos cínico. Ahí no había que descifrar metáforas: bastaba seguir la aventura, los amigos, las pérdidas y ese tipo de aprendizajes que, sin buscarlo, terminan acompañando a los lectores y espectadores durante años.

La Generación Z, en cambio, se formó en otro paisaje: pantallas por todos lados, conversaciones simultáneas, identidades que se reescriben con rapidez. Por eso no existe “la película” que los represente. Hay, más bien, un mosaico de títulos que dialogan con inquietudes muy específicas. Lady Bird (2017), por ejemplo, se convirtió en favorita de muchos por su manera directa —a veces incómoda— de hablar de la independencia y los vínculos familiares. En el otro extremo está el universo Marvel, que funciona casi como mitología de bolsillo: mundos que se expanden sin aviso, héroes que se tropiezan entre ellos y guiños que solo entienden quienes siguen la línea completa.

Si hay un hilo que une todas estas películas, quizá sea este: ninguna pretende dar respuestas cerradas. Más bien abren un espacio para que cada generación piense en lo que le inquieta en ese momento. A veces es miedo; otras, entusiasmo; otras, pura confusión. Lo notable es que, con el paso del tiempo, esas historias siguen diciendo algo sobre quienes las vieron primero, aunque lo que digan cambie con cada recuerdo.

NOVIEMBRE 2025

Fotografía de Viajes: captura la esencia de tus aventuras

Por: MA Ernestina Aguilera Mayoral

Sinceramente, mirar mis primeras fotos de viaje me da un poco de vergüenza. Sí, técnicamente estaban bien expuestas, pero eran aburridas. Eran la misma postal que ya habían sacado un millón de turistas antes que yo, solo que con mi marca de agua. Me tomó tiempo entender que viajar no es hacer un checklist de monumentos, sino mancharse los zapatos.

La fotografía de viajes, la buena de verdad, no va de “inmortalizar momentos” (una frase que odio, por cierto). Va de sensaciones.

Si quieres que tus fotos no parezcan sacadas de un banco de imágenes gratuito, deja de mirar el edificio gigante y mira al suelo. O a la esquina. Fíjate en la señora que vende fruta y tiene las manos curtimos por el sol, o en cómo el vapor de una alcantarilla en Nueva York capta la luz naranja del atardecer. Esos detalles sucios, reales, cuentan más sobre cómo se siente estar allí que cualquier panorámica perfecta de una playa vacía.

Y hablemos claro sobre la luz: todos sabemos lo de la “hora dorada”, pero levantarse a las 5:30 de la mañana cuando estás de vacaciones duele. Sin embargo, cuando ves cómo el sol golpea de lado una fachada vieja en Lisboa o Cusco mientras la ciudad aún duerme, se te olvida el sueño. No es solo que los colores sean bonitos; es que las sombras largas añaden un drama que al mediodía, con ese sol duro y plano, sencillamente no existe. Juega con eso. Tírate al suelo si hace falta. Me he arruinado varios pantalones por conseguir un ángulo contrapicado decente, y casi siempre vale la pena.

El tema de la gente es delicado. Una foto vacía es un escenario, pero una foto con gente es una historia. A veces da pánico acercarse a un extraño y pedirle un retrato —el rechazo asusta—, pero una sonrisa y un gesto torpe señalando la cámara suelen funcionar mejor que cualquier frase ensayada en el idioma local. Eso sí, si dicen que no, es no. El respeto gana a la foto, siempre.

Al final, la cámara es una excusa para ser curioso. Te obliga a frenar. Mientras otros corren para ver el siguiente punto turístico, tú estás ahí, esperando a que pase un gato o a que cambie el semáforo para tener el encuadre perfecto. Y en esa espera, es donde realmente conoces el lugar.

Así que mete la cámara en la mochila. No hace falta que sea la mejor del mercado, con que sea la que tienes a mano, basta. Las historias no esperan.

Fotos: Freepik

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