BOCA DE SAPO Nº16

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pintor local será narrado como una escena de comedia y los acercamientos de tentadores hombres jóvenes motivarán rechazo y preocupación por el estado en que dejarán su ropa tan prolijamente planchada. El cuerpo, prácticamente ausente en la representación, es objeto de deseo por parte de varios hombres pero el control de la mujer los mantiene a distancia, así como también envidia a las mujeres estériles y a la generación de sus hijas que tienen la libertad de acudir a la píldora anticonceptiva. El deseo sexual, la maternidad (las hijas que invaden permanentemente su soledad, le reprochan su independencia y disputan una y otra vez la herencia que esperan la madre les reparta en vida) serán controlados férreamente y cubiertos, tapados a través de las nuevas amistades y el afecto puro y desinteresado del nieto Iván, aunque Nino (una suerte de efebo mitológico) ocupa sus pensamientos como posibilidad de rejuvenecimiento que muchas mujeres de su edad no dejarían pasar o, mejor todavía, “…la manera indiscutible de decir ¡basta! por fin a todo un mundo al que rindo pleitesía a regañadientes pues ha tardado treinta años en domarme” (199). Los otros hombres que pretenden a la protagonista se presentan en forma fragmentada, ninguno de ellos es un cuerpo completo sino partes de ese todo al que al personaje no le interesa acceder: Freddy es boca y dedos que la invaden; Rolando, urticaria, malestar estomacal, ronquidos; el de Humberto es un rostro (el primero) que promete y trasciende el fragmento y la superficie: “Su rostro bronceado y surcado de arrugas por el exceso de sol se iluminó” (226). ¿A qué dice BASTA este personaje? Si le dice BASTA a algo, no es a sus prejuicios ni a su clase. A las que parece decírselo es a sus hijas: venderá los anillos que esperaban como herencia (la bandera francesa: un diamante, un zafiro y un rubí) para comprarse la casa en La Paloma. Allí accederá a un posible amor con el pintor Humberto a quien dejará plantado para retomar su vida de vagabunda de lujo por Europa, Grecia, el Mediterráneo y un largo etcétera que la lleva a retomar su carrera de crítica de arte y pintora frustrada. Los valores y el orden propio de su clase quedan en su lugar, los cambios que establece serán tan externos como superficial es la construcción que de sí misma escribe la narradora; la moda desarrolla su potencialidad semántica en cuanto reviste esos cuerpos que no se describen en tanto materia ni subjetividad. Dolores, la hija mayor, es una blusa Pucci; Alejandra, un moderno impermeable transparente traído de Estados Unidos; Nickie, una blusa hippie a la que renunciará cuando la maternidad empiece a aburguesarla. El vestuario constituye el signo ideológico que mejor representa ese universo del personaje, pura superficie a la que no puede renunciar. La maternidad (allí donde sí estuvo el cuerpo inevitablemente) es un vínculo posible de romper, parece decirnos Bullrich en esta y en otras novelas, cuando las hijas no cumplen el mandato materno ni reconocen la herencia simbólica que esa madre independiente y autosuficiente les ha legado o cuando el

reclamo por la herencia es solo material y opresivo. Para todo lo demás, un cambio de ropa y un vistazo en el espejo antes de salir serán suficientes.

La señora Ordoñez: cuerpo y saturación Una mujer desesperada frente al espejo controla la aparición de cada nueva arruga y el crecimiento de su cintura un rato antes de salir al encuentro del nuevo amante que la haga sentir joven e importante… aunque sea por lo que dura un turno de hotel. Esta frase podría estar relatando la loca carrera de Marta Lynch hacia el suicidio o también la trágica epopeya de Blanca Maggi (40 años recién cumplidos), protagonista de La señora Ordóñez 7(1968). La profusión de espejos a lo largo de sus páginas, la sensualidad desesperada con que Blanca seduce hombres para llevarlos a la cama, la impotencia de su primer esposo Pablo o la repulsión con que describe el frío coito con el segundo, son algunos ejemplos de la constante presencia del cuerpo en estas páginas, casi como antítesis de la novela de Bullrich. Papá Maggi y mamá La Castellana introducen a Blanca en los misterios de la sexualidad cuando como vecina de cama y falsamente dormida sea testigo de los estertores amorosos de sus padres y aprenda a fingir el goce, como repetirá con Raúl o con alguno de sus amantes. Blanca entra y sale de su cuerpo para volverse testigo del sexo que la enajena, que la saca de sí misma y posa su mirada en un rincón desde donde mira a ese cuerpo que queda en la cama a expensas del compañero ciego a la representación. De la misma manera, establecen los modelos a los que servirán sus hijas a partir de su físico: Teresa en “el contorno de las buenas caderas, la finura del tobillo y su inequívoca facultad de procrear” (69) lleva la marca de la matrona que será, en tanto que Blanca recibe comentarios irónicos por ser “demasiado flaca, es chata como un hombre, tiene larga la barbilla, grandes las manos y los pies” (70). Y obedeciendo al mandato familiar, Blanca será esposa y madre por los pocos años que dura la infancia de sus hijas a través de quienes cumplirá con lo que de ella se esperaba, pero abandonará todo por la militancia peronista con su primer esposo y por la infidelidad y la sucesión de amantes con el segundo. Con el veinteañero Rocky, Blanca se aferra al cuerpo masculino. Es su piel la que los liga: sus rizos rojizos, el ancho pecho, los brazos y piernas fuertes desatan en ella una suerte de vampirismo de la juventud que la lleva a decirse “Existo… irradio” (182) en el momento de la conquista del muchacho. Admira su cuerpo como envidia el de sus hijas, esas intrusas (“detestables y ajenas”, 129) mostradas siempre a la distancia y en cuyas miradas Blanca solo ve lo que ya no es: jóvenes y con un cuerpo firme y

BOCA DE SAPO |16. Era digital, año XV, abril 2014. [ENERGÍA] Pirsch, p.9.


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