El lobero de las Hurdes por Juan Piedrahita

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A p r o b a d o p o r e l G o u s e j o N a c i o n a l d e E d u c a c ió n , para se r v i r d e tex to , c o m o lih r o d e le c t u r a , e n las E s c u d a s

I m p r e n t a d e E D I TO R I AL M A G I S T E R I O E S P A Ñ O L - C a l l e d e Q u e v e d o , 5^— 194- V M - V i 11-3


JUAN

PIEDRAHITA

CUENTOS DE ALDEA «EL LOBERO DE LAS HURDfS» llut tracionei de MÁIRATÁ

EDITORIAL MAGISTERIO ESPAÑOL CALLE DE Q U EVED O . NUM. 5 :: MADRID


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PROLOGO

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¿Quién que haya p u b licado un libro, estrenado una obra de teatro o expuesto a l pú blico un cuadro o una escultura no habrá sentido la zozobra natural, el temor de un desacierto? Y es lógico que así ocurra. Quien no sea un g r a ­ fóm an o o un e g ó la tr a -e n ambos casos, un enfer­ m o —, fu erza es que sienta la duda al ofrecer su obra al veredicto pú blico. Solam ente quienes se hallan atacados de un orgullo desmedido o de una insana m anía de escribir, podrán com parecer im pasibles ante este supremo Tribunal, en el que no existe otra ulterior casación. ¿ Será verdad la fra se de Baroja? N o recuerdo en cuál de sus novelas, aunque me parece que en El aprendiz de conspirador, escribe Pío Baroja lo si­ guiente: «/ Cuántas cosas se dejarían de hacer si uno tu ­ viera el acierto de com prender, con ra p id ez, su In­ u tilid a d !)) Posiblem ente sea así. Pero ta l vez esta fa lta de «rápida com prensión» de la in u tilid a d de nuestras obras es una de las defensas del progreso contra el desaliento. Sin ello dejarían de alum brar


muchos valores. Y si para que a ta je un solo libro, una sola obra útil, son menester m il «inutilidades», y a quedan compensados, con creces, los novecientos noventa y nueve desaciertos restantes. N o pretendem os ser esa unidad de excepción; aun cuando, sinceramente, desearíamos serlo. ¿Pero quién no ha sentido aquella zozobra y temor de que antes hablábamos? M inerva tan potente y universal como nuestro D. S antiago Ramón y C ajal escribe en el prólogo de su libro Charlas de cafe (modesto título con que encubre un portentoso ideario, cose­ cha opim a de su poderoso cerebro, a l servicio de una dilatada experiencia): «S i bastantes de las fa n tasías, ocurrencias y p e n ­ samientos del texto —se refiere a la o b r a - , aun ado­ badas, según hemos procurado, con algunos granos de sal científica, no brillan p o r su novedad, ¿por qué se pu blican ?» ¿Es que también Cajal, a pesar de su m adurez científica y de la elevada cumbre de su intelecto, siente el temor a la «in u tilid a d» de su obra? T al vez, puesto que antes, en el mismo p ró lo g o , ha es­ crito: «confieso que las ideas aportadas p o r m i ex­ periencia personal sobre la am istad, el egoísm o, las mujeres, el talento, el am or, e tc ...., están im preg­ nadas de reminiscencias clásicas ( Platón, Cicerón, Plutarco, Séneca, etc.))). Pueril temor éste de la ori­ gin alidad, al que no puede sustraerse ni el gran Cajal, no obstante estar m undialm ente reconocido como un sabio, gen ia l investigador y creador de de toda una ciencia. ¿Es extraño, pues, que nosotros tengam os ese «natural temon) al comparecer a ju ic io pú blico con esta modestísima obra?


Nuestro inquieto y estupendo Diego de 'Jorres y Villarroel, desenfadado j>rosista de m áxim as ca lid a ­ des, turbulento y g en ial, dice en su autobiografía, al hablar de los libros: « Unos los hacen p o r vani­ dad, otros por codicia, otros p o r la solicitu d de los aplausos, y es rarísim o et que p a ra el bien público se escribe»; y poco después añade: «muchos libros h a y buenos, muchos malos e infinitos inútiles»; y tiene p o r buenos: «los que dirigen las alm as a la salvación por medio de los preceptos de enfrenar nuestros vicios y pasiones». En estos preceptos hemos procurado inspirar nuestra obra. Los cuentecitos que h oy damos a la pu blicidad con el título de El lobero de las Ilurdes intentan, m ediante una tram a viva y fa n tá stica que pren da el interés del niño, ofrecerle una serie de sa ­ nos ejemplos y actos honorables que se le graben en en el alm a, im presionando su espíritu con fuertes sacudidas de vehemente reacción. A todos, y especialmente a los niños, nos gustan los libros «donde encontramos las hazañas quet hu­ biéramos deseado acometer» ( C ajal), m áxim e cuan­ do estos libros encierran un program a de vida noble y bella, aunque sea hum ilde. Precisamente p o r hu­ m ilde y obscura más m eritoria, porque son muchos los que ,aspiran a ser héroes celebrados y pocos los que se avienen a serlo en el anónimo y en la vida vulgar. bn fin , v perdónesenos tanta cita : Como C a ja l, hemos «procurado agradar e. instruir; nunca asom ­ brar». Esto es todo. EL A U T O R



INDICE PĂĄts.

Mendigos trashumantes................................................................

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TĂ­o Nando, el lobero de las H u rd es.............. .....................

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En la sierra de G r e d o s .............................................................

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La caza del m on stru o...............................................................

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IN A L IZ A B A el mes de octubre. A p u n ta b a n ya las p rim e ra s nieves en los picachos cim eros de la cum bre. Sobre la ra y a del horizonte, que se encabrita, so berana y altiva, p a ra b e s a r el cielo, e stírase , se rp e n te a n te , el largo brochazo de la n e ­ blina blanca, que pone un ceño de hosquedad inverniza en el paisaje. Los chopos d?. la rib e ra — verticalidad y g a lla rd ía — si­ guen su vial, en a p r e ta d a form ación, por el to rtu o so curso del regato, en ca ra m á n d o se h a s ta m edia fa ld a de la sie­ rra . A m arillentos p o r la incipiente helada otoñal, p a re ­ cen enorm es iconos de oro en p ug na e stim u la n te po r es­ c a la r la cum bre. Sobi’e la cogota del m á s alto— caudillo de aquella tro p a de colosos, u n a picaza blanca y n egra — m arfil y ébano bru ñ id o s— se b alancea un mom ento, en gracioso columpio, y lanza su largo g raznido agudo lla­ m ando a su p a re ja . / E s la h o ra vesperal, sosegada y m an sa, de un día del


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templado otoño. Al a ta rd e c e r renueva la aldea su activa vida labradora. R endida la cotidiana faena, vuelven delcampo las gentes del lugar, al reclam o de sus hogares, en donde arde ya la fo g a ta de pinos y de c arrasc as olo­ rosas. Vienen por todas las veredas, con la azada al hombro, los aperos de la labranza, llevando del ronzal al paciente borriquillo, cargado con los productos de la tie rra , o c u s­

todiando el breve rebaño de tím idas ovejas, que guían en v an guardia las inquietas cabras andadoras, que todo lo guluzmean con su naricilla temblorosa. Por una an g o sta callejuela viene la p ia ía comunal, de vuelta de la m on tan era. U na nube de espeso polvo q u e ­ da prendida en el espacio como penacho de h u m o de u na locomotora. Conteniendo a la pia ra gruñ ido ra, que p u g ­ na por desm andarse, una mozancona a stro sa y greñuda, descalza de pie y pierna, restalla, despiadada, su látigo so-


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bre la g e ta de los g u a rro s. Sus g rito s de am enaza se .m ezclan al cónclave ir r ita n te de los g ruñidos de la piara. Cuando abocan al final de la calleja, el porquerizo, que viene a re ta g u a r d ia de la tro p a porcina, difum inado en la polvorienta estela que lev an tan los cientos de pezuñas, g r ita con voces e ste n tó re a s a la m oza: — ¡M uchacha, dalos s u e lta !— Y la mozona, apartán d o se a un lado, d e ja paso libre al ím petu de la piara, que se d e s p a rra m a a tr o n a d o r a por todas las calles de la aldea en busca del gamellón con el caliente b re b a je de la cena. La vida de la aldea, en e sta h o ra del crepúsculo, e n tra en plena actividad bulliciosa. H a y que o rd e ñ a r las cabras, a s is tir los cerdos, a p a s t u r a r la y u n ta , a t a l a n t a r el galli­ nero, d a r a g u a a las b e s tia s ; y todo ello sin d e sa te n d e r el fuego del ho gar, en donde se p re p a ra el y a n ta r fru g a l de la fam ilia, con los dem ás qu eh aceres propios de la casa. * * * P o r un calvero del m onte, adonde da acceso la s e rp e n ­ tin a de una callejuela q u e viene de la villa, ap arece una trib u de m endigos tr a s h u m a n te s . L a co n stitu y en una p a ­ r e j a a s tro s a y h a ra p ie n ta , sucia del polvo de todos los caminos, y un chaval c etrin o y cenceño, ta n h a ra p ie n to y sucio como sus p ro g en itores. E l varó n es un tipo de a g u a f u e r te de R em b ran d t. Su pergeño es im ponente, tem eroso. Calza a b a rc a s de piel de lobo sin c u rtir, que tra s c ie n d e n de olor nauseabundo, y em b ute su corpachón rechoncho, que revela una desco­ m un al fortaleza, en lina z a m a r r a rem en d ad a de piel de oveja m erina.


K L L O H I i l l O D E L A S IIUR DIO S

La m u je r es un verdadero vestiglo: desm edrada, r a í­ d a ; envuelve en harapo s sü cuerpo e n ju to de rugoso c o r - dobán. Lleva en la cabeza, añudado a la nuca, un deslu­ cido pañuelo de chillones colorines, im potente p a ra con­ te n e r las rebeldes g reñas de e n drina que se le desbordan sobre la fren te cóncava. Viene el m uchacho encaram ado en un famélico j u ­ mento, de torpe a n d ad u ra de longevo, m etido en tre un revoltijo de m a n ta s deshilachadas, tendido sobre una y a ­ cija de a rru g a d a borra, medio e n te rra d o e n tre el pobre a ju a r familiar. Viene como un corderuelo aspeado de la larga cam inata, que el p a sto r compasivo c a r g a sobre el bag aje de la yegua del rabadán , lastim ado de su dolor. Al dar vista a la aldea detienen su m a rc h a an te el pórtico de una v ie ja iglesia, de v e tu s ta tra z a, desvenci­ ja d a y rota, que sirve de tem plo a la breve feligresía. Cambia la p a re ja unas pa lab ras y se disponen a acam par. — ¡ Aina, muchacho— dice el padre, re fu n fu ñ a n d o — , que ya hemos llegado!— e invita al hijo p a ra que se apee del jum ento. E ntum ecido por la continuada p ostura, el m uchacho in­ te n ta in c o rp o ra rse ; pero vuelve a caer, medio desvanecido, sobre la yacija. Sus ojos, de reflejo s metálicos, de duro m ira r de cachorro felino, brillan vivaces, con lum bres de fieb re; su piel, reseca, quem a al leve con tacto ; sus pulsos laten con acerado m artilleo: arde de cale n tu ra el cuerpecillo desmedrado. Po r dos veces repite la in te n to n a p a ra cum plir el m a n ­ dato p a tern o ; pero am bas vuelve a caer derrocado sobre la yacija, con tr is te desaliento. , Con ímpetu recio le alza el p adre en vilo del petate,


LOBUKO

PE LAS HURUES


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EL LOBERO

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dejándole sobre la linde del sendero. M ientras ejec u ta la faena, sordos gruñidos de fie ra salen de su hondo pecho, endurecido en la ásp era lucha con la vida. Acude diligente la m u je r, sobria de acento y de ad e­ manes, al lado del h ijo ; toca sus sienes con las m u g rie n ta s manos sarm entosas, y, al re tira rla s , m ueve con leve m o ­ hín de pena la g reñ ud a cabeza y de su pecho se escapa un incontenido suspiro. , — ¡ “Tie” c a le n tu ra !— com enta con el hombre. Y se ap resu ra a p re p a rar, am orosam ente, la m iserable colcho­ neta, en un rincón del pórtico de la iglesia, p a ra que se acueste el hijo. Silenciosamente, con lento h a ce r de a u tó m a ta , acos­ tum brado a re p e tir mil veces idéntica faena, va el p adre descargando el mísero b a g a je que p o rta el borriquillo, que, en el e n tre tan to , ram onea voraz unas m a ta s silvestres que crecen e n tre las losas del pórtico. Un m om ento se aleja la m ujer. V uelve al in s ta n te con una brazada de palitroques y leña re sin o sa ; la am on to na e n tre dos piedras y enseguida a rd e c re p ita n te la fo gata. Alrededor del fuego va alineando los ren eg rido s pucheros de barro, que pronto borbotean con leve ru m o r hogareño. * * *

P a san las gentes del lu g a r camino de sus hogares. A n te el pórtico de la iglesia detienen un m o m e n to sus pasos p ara contem plar a la pequeña tribu , y santiguándose, r e ­ verentes, an te la Casa del Señor, siguen su m archa, indi­ feren tes al hab itu a l espectáculo de unos mendigos que, en su éxodo tra s h u m a n te , hacen noche en la aldea p a ra con­


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c o n tin u a r al día siguiente su tr i s te p e re g rin a r, de pueblo en pueblo, en busca de la caridad de las buenas alm as c ris ­ tian as. A lguna m u je ru c a, m ás curiosa o c a rita tiv a quizás, se allega h a s ta la iglesia p a ra so correr a los mendigos. L a p a re ja agrad ece las o fe rta s con adem anes m ás que con palabras, que no en balde estam o s en Castilla, tie rra de corazones, pero no de a re n g a s m endicantes, en donde h a s ta los pordioseros saben s e r sobrios en la d em an d a de la d á ­ diva y escuetos, pero profundos, en el agradecim iento. T am bién an d ab an p or allí los m uchachos aldeanos, a la fisg a de su curiosidad, observándolo todo. Aquel espec­ táculo a lte ra b a su m onótono vivir cotidiano y les con­ g re g a b a a n te la trib u de m endigos, sin que p e rd ie ra n un solo detalle de todas sus m anipulaciones. A rd e el m u ch ach o b a jo la c alen tura, rendido en la y a ­ cija. Leves lam entos de q u e ja se escapan de sus labios. A lgu na de las v iejucas a ld ea n a s lo ad v ierte y se in te re s a solícita por el niño. — El señor médico está en la aldea cercana de visita — dice la vieja— ; pero yo llam aré al tío Indalecio, que “pa” eso de los m ales de los chicos tiene mano de santo. A Colasillo, el h ijo del herrero, desahuciado de los m édi­ cos, que le arruinaron con boticas que “pa na’' le sirvieron, el tío Indalecio le curó en un santiam én.. Pero le tienen envidia, buen hom bre; le tienen envidia porque no tiene estudios como ellos. ¡N i falta que le hacen, recórcholisl— Y diciendo y haciendo, salió trotando calleja arriba, camino de la aldea, en busca del tío Indalecio, el curandero. Era el tío Indalecio un viejo socarrón, gandul de oficio, •que sé buscaba la gandalla con cínica desvergüenza, a


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líl-i L O H H H O 1)10 IjAH IIU HUIOS

cambio de sus “buenos” servicios de curandero, in je rto en b ru jo y con rib etes de pillo redamado. Sus g a rru le ría s y sus m alas m a ñ a s caían siem pre como semilla del m e jo r tem pero en las incultas molleras, s u ­ persticiosas e ignorantes, de sus convecinos, que se creían como artículo de fe sus em bustes y sus p a tra ñ a s . Los “em plastos” del tío Indalecio co n tra la m ord ed u ra de la


JOL LOU LiliO UIS L A S H U 11UK S

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c o m ad reja o de la víbora, sus b re b a jes c o n tra cualquier mal “ malino” y re calcitran te, no e ra n menos eficaces que sus “ ensalm os” y sus “ exorcism os” , capaces de c o n ju ra r las fu e rz as ocultas y los peligros “ s o te rra ñ o s ” . A sus con juros se desviaba el pedrisco de la mies por él c o n ju ra d a y el rayo a b ra sa d o r se a lejab a de una h e r e ­ dad p a ra caer fu lm in a n te sobre la de su enemigo. N o-es que sus.convecinos c rey eran así, a ciegas, en la “ v irtu d ” de los rem edios y de los con juros del tío In d a ­ lecio. D esconfiaban de él y, p a ra sus ad entro s, sospecha­ ban que todo aquel in trín g u lis del tío Indalecio no eran más que p a tr a ñ a s y a ñ ag a z as que les te n d ía p a ra sacarles los c u a rte jo s ; pero le te m ía n como tem e siem pre la ig ­ norancia todo lo oculto y m isterioso. P o r sí o p o r no— decían ellos— , bueno es no t e n t a r al diablo (y diablo y bien diablo e ra el tío Indalecio: avieso y m aligno) negándole a te n az ó n ; porque h o m b re s h a y que se a cu e stan buenos y sanos y am anecen p e rn iq u e b ra d o s; y el mal es “ sotil” y pegajoso, y, pinto por caso, a “ naide” le fa lta su aquél, ni “ n a id e ” debe a h o n d a r al “ re s p e tiv e ” en los ites y m a n e je s de lo que no entiende. Con e s ta s y o tra s filosofías, propias de la desconfiada psicología aldeana, se qu e d ab a n sin d efin ir su posición en cuanto a c re er o a io c re e r en la “cosas” del tío Indalecio, dejand o siem pre un portillo a b ie rto p or si “ m a ñ a n a u otro d ía ” h ab ía que e c h a r m a n o de su te je m a n e je ; porque so­ mos cantos rodados que a r r a s t r a la c o m e n t e y el demonio las carga, etc., etc. * * *


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Cuando el tío Indalecio llegó a la p u e rta de la iglesia, precedido de la vieja oficiosa, se acercó receloso, _como lobo a stu to que en cada paso p resien te una celada. Calculando con ruin avaricia la m ed rada dádiva que allí po dría sacar con sus m arrullerías, se resistía, rezongando, a las soli­ citudes de la vieja, que pu g n ab a por a ca rre a rle ju n to a la yacija del niño enfermo. S e g u ra m e n te p e n sa ría p a ra su capote: ¿Qué puedo yo sac a r de estos pobretes?, ¡Y a mí qué me im porta del m uchacho! Con su p an se lo coman, que donde no h ay ganancia la pérdida e stá segu ra. V aya usted a sab er los pensam ientos que p a sa ría n por el avispado cerebro del viejo galopín, cuya avaricia le enajenaba toda idea de caridad., Pero la m adre del muchacho, midiendo con su agudo instinto los motivos de la resistencia del tío Indalecio, acudió a reforzar las diligencias de la vieja con el m ás con­ tundente a rgu m ento que podría ofrecerse al viejo a v a ro : — “ Probes sernos” , buen h o m b re ; pero no nos a p a r ta ­ mos de lo que sea de razón, y hoy por1ti, m a ñ a n a po r m í ; no fa lta rá tampoco, en n u e stra pobreza, con qué co rre s­ ponder. El tío Indalecio, rem oloneando e indeciso, pero e stim u ­ lado por la oferta, se llegó h a s ta el pobre lecho y exam inó con parsim onia al enferm ito. Pero antes de que el viejo a s tu to diera su “ d ic ta m en ” intervino el h u ra ñ o mendigo, p adre del m uchacho, p a ra despacharle con brusco gesto y ásperas frases destem ­ pladas. — ¡Tadai, am igo! Se le agradece la fin eza; pero no “ sernos” ta n romos que nos tra g u e m o s sus cu ran derías. Lo que el m uchacho necesita, pongo por caso, es que le vea el señor médico, y usted ya e stá zutando p a ra la aldea


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D E DAS H U R D E S

más que de prisa, que aquí no comulgamos con rued as de molino. El tío Indalecio se quedó de u n a pieza. L a vieja, con los ojos y la boca m á s g rand es que el brocal de un pozo. Su asombro an te la inesperada salida del m endigo e ra v erd aderam ente incomprensible p a ra ella. El tío Indalecio ten ía su soberbia, oculta y bien g u a r ­ dada, contra los de a rrib a — como él llam aba a los que m a n ­ daban— ; pero fácil y a b ierta a la explosión y a la v en ­ ganza cuando se tr a ta b a de sus iguales. ¿Cómo un tris te mendigo se a tre v ía a poner en duda sus "saberes” ? ¿Y qué dirían en el pueblo, sus convecinos, si la vieja divulgaba aquel reproche? Temió, sin duda, que aquello pudiera d a r al t r a s t e con su sólida reputación, ruin y avieso, en seguida'concibió su venganza. Haciendo mil aspavientos y fingido susto, a r r a s t r ó tr a s de sí a la sorprendida viejuca, y vociferando p a ra que t o ­ dos lo oyeran, comenzó a g r i t a r : — ¡ Los pobres de la iglesia tra e n la e p id e m ia ! ¡ Son ca­ lentu ras “ m alinas” de las que se “ a p e g a n ” las del m u c h a ­ cho! ¡H ay que echarlos del pueblo!... Y sin cesar en sus voces y gestos descom puestos se metió por las callejas de la aldea, alborotando a todos los vecinos y pidiendo a g ritos la expulsión de, los mendigos. — ¡ F u e r a ; a fu e ra con ellos! Que se v ayan a ín a ; que se m archen luego. Excusado será decir que bien pronto le rodearon todos los vecinos, y como la superstición aldeana es ta n a su s ­ tadiza y tem erosa, prendió en ellos el fingido miedo del tío Indalecio como la mecha prende en la yesca reseca. Y


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uniendo sus voces a las del curandero, acudieron en t r o ­ pel h a s ta las p u e rta s de la iglesia. — ¡ “ Echailos, echailos” fu e ra a h o r a ’m ism o!— c la m a ­ ban todos. • • ; — ¡Que se m a rc h e n del pueblo!— voceaban con a m e n a ­ zadores adem anes. H ostigados por el ven g ativ o cu ra n d ero que supo e n a r ­


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decer su pánico con el miedo al contagio, la actitu d de aquellas gentes era v e rd a d era m e n te terrible, vindicativa. Y como si se t r a t a r a de un can hidrófobo, com enzaron a a rro ja r piedras contra el. pórtico de la iglesia, sin com pa­ sión del niño enfermo, que tem b laba de fieb re y de miedo a nte la b ru ta l agrésióm La pobre m u je r del mendigo, desm elenada, g rita b a in ­ fatigable, p rotestando c o ntra el in ju stificad o atropello de los iracundos aldeanos, que sin razón se e n sa ñ a b an en la pobre fam ilia vagabunda. Lloraba a s u s ta d o el niño e n ­ fermo, sin com prender, quizá, la terrib le escena que p r e ­ senciaban -sus ojos sorprendidos. Todo era confusión y ru id o ; todo clam ores de u n a y o tra parte. Los aldeanos a rre ciab a n en su dem anda p a ra que los pobres ab an d o n a ra n el lu g a r; los m endigos p ro ­ testab an del atropello in justificad o con la m ay o r energía, ban del atropello inju stificad o con la m a y o r energía. Ya se disponía el m endigo a repeler la agresión de los asaltantes buscando e n tre el revoltijo de su m ísero a j u a r tal vez algún a rm a de fuego allí oculta, cuando por el repecho de una calleja apareció la venerable fig u r a del señor cura de la aldea, que re g re sa b a de su paseo v esp er­ tino en compañía del señor m aestro . E r a don R am ón u n 'v irtu o s ís im o sacerdote, revestido de todos los dones inexcusables p a ra el ejercicio de su m i­ n isterio; era un ejemplo vivo de piedad y de moral c ris ­ tian a en la aldea. E n el combate c o n tra las pasiones h u m a n a s su a c ti­ tud sabía ser dulce, llena de prudencia y m esura. In d u l­ g ente con las fa lta s de sus feligreses, su benignidad r e ­ bosaba m an sedu m bre y tolerancia co n tra las m iserias, las debilidades y las indigencias de la h um anid ad . Su corazón


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estab a ab ierto p ara el que llegaba buscando su com pa­ sión o sus perdo nes; su p u e rta , siem pre de p a r en par, fra n c a y propicia a las d e m an d a s de la c a rid a d ; su pa la ­ bra, suave y dulce p a ra el consuelo, y su m ed rado peculio, dispuesto de continuo al rem edio de la a je n a necesidad.

No le a rre d ra b a n las inclem encias de las estaciones, ni el sol ardoroso del estío, ni la nieve y el hielo de los in­ viernos despiadados, ni las distancias, ni las inaccesibles tro c h a s in tran sita b les. Los peligros de la noche, en la so­ ledad ten eb ro sa de los ásperos cam inos serrano s, ja m á s


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detenían sus pasos diligentes cuando se tr a t a b a de llevar el óleo al herido, el perdón al reprobo, su Dios al m o rib un ­ do, su consuelo al desgraciado. No había, en fin, en su estim ación ni p a r a su actividad bienhechora distingo parcial en tre el pobre y el rico, el pequeño o el g ra n d e ; todos e ra n p a ra él iguales en m ise­ rias y esperanzas, h erm an os en C risto y m erecedores de su celo, de su sacrificio y de su a m o r profundos. ¿Qué extraño, pues, que fu e ra ainado y re sp e ta d o ; m ás todavía: venerado por todas aquellas sencillas g e n te s? No le iba en zaga tampoco, en el respeto y el cariño de sus convecinos, el viejo m a e s tro de la aldea, v eteran o en las batallas contra la incultura, en las que hab íase de­ jado la salud del cuerpo, m inado de cien a chaques, pero no las energías de su voluntad indom&ble, p u ja n te y vigo­ rosa, en pleno rend im ien to de actividad, que su ex p erien ­ cia profesional hacía, quizás, dobladam ente eficaz y fr u c ­ tuosa. E s ta b a don S erafín a rra ig a d o en la aldea por vínculos fam iliares. H abía sido el pre c ep to r de m u ltitu d , de prom o­ ciones escolares. Los padres de sus discípulos actuales, a n ­ tiguos alumnos de su escuela, h a b ían salido ya, es cierto, de su féru la pedagógica; pero no de su jurisdicción m o­ ral ni de su ética influencia beneficiosa. Don S e ra fín se­ guía siendo p a ra ellos el resp etad o m aestro, el con sejero prestigioso y comprensivo, c o n fo rta d o r de sus c u itas y a n i­ m ad or de sus desfallecim ientos en la lucha cotidiana con la vida, d u ra y difícil, de m odestos labradores, precarios en bienes de fortu na. Ambos, don R am ón y don Serafín, h a b ía n sabido g r a n ­ je a rse el cariño' y el respeto hon rado de aquella hum ilde


10.1. LOBIOKO DIO LAS I IIK D I0 .S

g re y tra b a ja d o ra , que les m irab a como a seres superiores por su ciencia y Virtud. * * * Al ver aquel n u trid o concurso de vecinos y oir el irri­ tado vocerío, aceleraron su paso p a ra in fo rm arse de lo que ocurría, presum iendo tal vez alg u n a desgracia ines­ perada. Los m uchachos aldeanos, que h a b ían acudido a la fisga

del espectáculo como las moscas a la golosina, fueron los prim ero s en a d v e r tir la llegada del c u ra y- del. m aestro. Como ¡os g orriones sorprendidos en fla g ra n te h u rto sobre los campos de la mies, se d e sp a rra m a ro n en desbandada, cada cual por su lado, iniciando la h u id a por el laberinto de sendas, veredas y callejas que desem bocaban en la explanada de la iglesia. Allí, al re s g u a rd o de los vallados, ocultos e n tre las z arza le ra s y los setos, se quedaron al a tis ­ bo de lo que iba a ocurrir.


E l i HOIUORO P E I,AS H U R D E S

Al darse cuenta los aldeanos de la presencia de don Ram ón y de don Serafín, se quedaron como petrificados, cada cual en la a rb itr a r ia p o stu ra en la que fu e ra so rp re n ­ dido. H ubiera sido graciosa una in s ta n tá n e a de aquel g r u ­ po ab ig arra d o de hom bres y m u je re s cogidos en las m ás ab su rd as posiciones en su d esafo rada cólera, provocada por el miedo al contagio del niño enferm o que habíales infundido el tío Indalecio. Tal era el respeto que tenían aquellas g entes al cura y al m aestro. El tío Indalecio, como raposo acosado de m astines, es­ quivóse a la vista de los que llegaban, azacaneando a g r a n ­ de* trancos de sus débiles p iernas de viejo enclenque y desmedrado, camino de su tabuco. Tal corría el miserable, que si la m u je r de Lot hiciera lo que él, a buen seguro que no se volviera piedra. Cuando don Ramón y don S e ra fín observaron la huida del viejo m a rru llero y el susto de los muchachos, h u r t á n ­ dose ta n precipitadam ente de su vista, debieron c om p ren­ der que algo g rave ocurría y rá p id a m en te aceleraron el paso, acercándose a los grupos aldeanos, que habían q ue­ dado en expectante espera de su intervención. Bien pronto se inform aron de lo sucedido y m ás inm e­ d ia ta m en te todavía tom aron su decisión y su dictam en. Llegóse don Ramón, sin titubeos, h a s ta el m iserable c am a stro del enfermo, ten tó su fr e n te ardida con sus m anos ungidas de caridad, y con am ables frases y acento de cariño, habló así al pobrecito niño: — ¡H ijo mío, no tiem bles; nada te sucederá! E s ta s b u e ­ nas g e n te s— dijo, dirigiéndose a sus feligreses, que se ap i­ ñaban y a a su alrededor, tem erosos y arre p en tid o s— no pueden h acer mal a un niño enfermo. ¿Cómo h an de h a ­ certe mal, pobrecito? H an sido engañados por un infam e


IvL LO M K U O Dlá L A á n t m n i o a

em baucador y estoy segu ro de que y a e stá n pesarosos de su m ala acción. Y a n te el asom bro de los atem orizados aldeanos, que todavía tem b lab an de pavo r an te el contagio del niño, don R am ón abrazó al e n fe rm ito con p a tern al cariño y besó sus encendidas mejillas, como carbunclos, que la fiebre p in ta b a de escarlata. ¡J a m á s olvidaré la emotividad de aquella sencilla escena! El niño enferm o, en ternecido por las caricias del señor, cura, a p re ta b a e n tre sus m a n ita s a rd ie n tes la m ano bon­ dadosa que se le tendía, y en el azabache de sus ojos in­ mensos, dilatados con lum bres de am or, centelleaba un m undo de emociones nuevas p a ra su corazón de niño m en­ digo, hecho al tr a to inclem ente y adverso en su vida p re ­ m a tu ra m e n te d ura, de á sp e ra lucha co n tra una h u m a n i­ dad reacia a los impulsos de la caridad cristiana. Aquella m ira d a de sus g ra n d e s ojos de carbón y su clara sonrisa de afectuoso a g radecim iento eran un tierno poema, colmado de h o ndas y c o n tra ria s emociones. E n su c a r ita de pena se p in tab an a un mismo tiempo la so rp re ­ sa y la g ra titu d , la confianza y el recelo. Como una bestezuela salv aje acosada por una tu rb a de enemigos, su ins­ tin to se rebelaba c o n tra sus perseguidores que allí se agol­ p aban en torn o a su pobre lecho; pero en lo profundo de su corazón de niño, que h ab ía ya g u stad o el agraz de los dolores de la vida, una voz interior, una ín tim a sensación inexplicable le decía .que la suavidad de aquella mano, que la caricia de aquel suave acento y la te r n u r a de aquella m ira d a p a te r n a del señor c u ra no le e ra n hostiles. Y a su bálsam o bien hecho r se abrió la c a t a r a t a de sus emocio­ nes, reaccionando en tie rn a congoja de lágrim as. Lloró, lloró el chiquillo con llanto de g ra to consuelo,


JOL L ü U B U O

DIO 1^\.S IIUUD10S

de los que limpian de nubes el cielo de las almas. Llanto callado; manso brote de penas en que las lág rim as son p e r­ las de pureza que sólo saben v e rte r las alm as de los niños y de los santos, quizá porque los santos, por serlo, tienen todavía alm as de niños. La p a re ja de mendigos no esta b a tal vez menos asom ­

brada de aquella escena que su propio hijo. Sus m irad a s anhelantes, su actitu d respetuosa, bien claram e n te daban a e n ten d e r su g ra titu d al señor c u r a 'y al m aestro. Y es que cuando las emociones calan h a s ta la raíz de n u estro espíritu no son las lenguas las que hablan, sino los ojos, cuya luz les viene del corazón, e n tra ñ a b le y pura. * * *


K L L O l i t í H O I>I0 J*AS H U ltO lO H

31 •

E n e sta sazón de te rn u ra se hallaba el suceso que de­ ja m o s descrito cuando un redoble de h e rra d u ra s, picando sobre el pedernal de la calleja, hizo a todos volver la ca­ beza hacia el camino de la villa. Al tro te largo de su ja ca s e rra n a apareció p or la vereda el señor médico de la aldea, que re g re sa b a de su v isita h ab itu a l de uno de los pueblecitos vecinos. Al v e r aquella reunión inusitada de vecinos ante el pórtico de la iglesia, picó los ija re s de su cab algad ura con las recias espuelas v a q u eras y a media rienda llegó en pocos m inutos ju n to a los grupos. — Viene usted que ni pintiparado— le dijo don Ramón a n te s de saludarle, y seg uid am ente le informó, al menudo, de lo que sucedía. Echó pie a tie rra don José, que asi se llamaba nuestro médico; en treg ó las riendas de la ja c a al m ás cercano de los vecinos y se dirigió solícito a e x a m in a r al niño e n ­ ferm o. Poco tiem po necesitó p ara co n firm a rse en lo que ya p re se n tía al s a b e r que el tío Indalecio an daba metido en aquel ajo. E n efecto, no se tr a t a b a sino de una nueva a ñ ag aza del viejo holgazán, em baucador y trapacero}, que t a n t a g u e rra le daba de continuo con sus curand erías. E r a don José hom bre de m ediana edad, endurecido de cuerpo y recio de alma, de genio vivo, fácil a la explosión, pero, por lo mismo, ajeno de rencores y propicio al perdón p asado el p rim e r arre b ato . ¡Si le h u b ie ra cogido allí, en fra g a n te , segu ram en te lo h u b ie ra pasado mal el tío Indalecio! — ¡Lo que yo sospechaba!— comentó a grand es voces y con adem anes descompuestos. V e rd a d e ra m e n te indignado, desfogó su enojo c o n tra el


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sinvergüenza, diciendo que le iba a h acer y le iba a acon­ tecer; que aquélla si que no se la perd o n ab a; que iba a h acer un escarm iento que fu e ra sonado; que ya no le l a ­ b raba nadie de ir de p a ta s a presidio p a ra toda la vid a; en fin, que se despachó el h om bre a su g u sto h a s ta que, poco a poco, fué rem itiendo el fuego de su j u s t a cólera, templándose el vendaval y serenándose el oleaje en aquel noble pechazo, en donde se desbordaba la bondad con ser robusto y fu e rte como el de un gorila. Declinaba ya la to rm e n ta esp iritu al en el alm a de don José con los últimos aspavientos de su enojo, cuando tím i­ damente, con el respeto en la a ctitu d y en la m irada, se acercó a él el mendigo. — U sted perdone, don J o sé ; no le h a b ía conocido— le dijo por todo saludo, con el m ayo r respeto. Fijóse en el mendigo don José, y pasando del enojo al entusiasm o, como es corriente en los te m p e ram en to s de su vehemencia noble y bondadosa, exclamó: — ¡P ero tío N ando; pero es usted, tío N ando! Y con el asom bro de todos los p re sen te s abrazó con efusión al mendigo, que hundió la m a r a ñ a borrascosa de su cabezota de chacal en el ancho pecho de don José. ¿Quién era el tío N ando y de dónde y cómo le conocía don José, el médico? Os lo c o n taré in m e d ia ta m e n te ; pero esto requiere capítulo ap arte.


A SE congregado alrededor de clon José, que disponía a c o n ta r la vida del tío Nando, buen Ipe de aldeanos, ansiosos de escuchar sus labras, pues, a ju z g a r por su pergeño y las m u e s tra s de afecto con que el médico había dem ostrado su agradecim iento al mendigo, por fu e rz a había de ser em ocionante el relato. Sentóse don José en un poyo del pórtico de la iglesia y a su lado lo hicieron, asim ismo, el señor cura y el señor m aestro. U n piña a b ig a rra d a y com pacta de curiosos les rodeaba, pues todos p u g n a b a n por co n q u istar el m e jo r puesto p a ra no p erd er ni una sílaba de la narración. H om ­ bres, m u je re s y niños— que y a habían acudido éstos úl­ tim os al reclamo del cuento, golosina p a ra su curiosidad in fa n til— oyeron con religiosa atención los e x trañ os su ­ cesos del tío Nando. Tío Nando, padre y p a tria rc a de aquella breve tribu, era uno de los loberos m ás famosos de toda la comarca. 3


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E ra n a tu ra l de esa a b ru p ta región enclavada en la feraz E x tre m a d u ra , colindante con el ancho y am eno valle de las Batuecas, ya en tie rra s m o ntaraces de Salam anca, co­ nocida con el nom bre de las H u rd es o “ J u r d e s ” , que así lo pronuncian los e x tre m eñ o s en su recia y sim p ática “ fab la” local. Las H urdes e x tre m e ñ a s com prenden un estrecho r e ­ cinto de angostos vallecillos socavados en las cuencas de los re g a to s bravios y e sp u m a n te s que descienden de las selváticas m on tañ as. U na im ponente b a r r e r a p é tre a c ir­ cunda la región. H a s ta hace pocos años no tenían las “ J u r d e s ” o tra comunicación que algu na vereda ru d im e n ta ria que b a ja ­ ba caracoleando desde las alta s cum bres, “ dándoli giielta s y m á s g ü e lta s e n tri los canchalis” , h a s ta desem bocar en las h u e rta s feraces y abundosas de La Alberca. E n tre aquel dédalo enorm e de m o n ta ñ a s pizarrosas, erizadas de maleza, nacían los vallecillos míseros, abierto s por las to ­ r r e n te ra s de los deshielos en las orillas de sus múltiples arroyuelos. Sobre las m árg en es, e m p o tra d a s en las h ísp i­ das laderas rocosas, su rg ía n las aldeas trog lo ditas de los ju rd a n o s. La m a y o ría de sus pobladores eran m endigos tra s h u m a n te s , dedicados d u ra n te el buen tiem po a la cus­ todia de alguna docena de ra q u ític a s cab ras sem isalvajes y d u ra n te el invierno a re c o rre r las com arcas vecinas, vi­ viendo de la caridad de las buenas alm as. L levaban los ju rd a n o s una vida v e rd a d e ra m e n te prim itiva, aislados del m un do civilizado por la ingente cadena de m o n ta ñ a s que rodean la comarca. Sólo se explica aquel m iserable vivir g ra c ias a un e x tra ñ o m im etism o de la naturaleza, que les h a dotado de la m á x im a sobriedad, im propia de seres h u ­ manos.


3U

EL LOBERO

DE LAS H U R D E S

Dedicábase tío N ando por oficio-—si oficio podemos lla­ m a r a su arriesgado tráfico — a *c a p tu r a r las a lim añas en sus propias gu arid as p a ra ob tener de ellas el premio, exi­

guo y cia&tero, que los A y u n ta m ie n to s ten ían asignado por cada presa, m u e rta o viva, que se les presentaba. No era, en verdad, m u y .estim uladora la co ng rua que


E l , I jO B E .R O d e

das

h u r d e s

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la ley dedicaba a p re m ia r el exterm inio de los animales d a ñ in o s; pero a ella h a b ía que a ñ a d ir las adehalas de toda suerte, ta n to en especie como en metálico, que tío N ando cosechaba después, exhibiendo sus trofeos de pueblo en pueblo y de alquería en alquería, e n tre los labradores y los g a n ad e ro s ricos del contorno. C uando el tío N a n d o lo graba “a p a ñ a r ” algu na cría de lobeznos, bien podía decir que h a b ía hecho su agosto y recogido su cosecha p a ra todo el año. C argado con su p re ­ sa, em prendía la a d u sta tribu su p e re g rin a r m endicante de uno en otro lu g a r de la comarca. A veces d u raban sus c o rre ría s v arias sem anas, pero siem p re re g re sa b a a la aldea con los senos del serón bien repletos, cuya carga agobiaba al escuálido borriquillo; las a lfo rja s henchidas y la bolsa con bu en a porción de c u artejo s. Con ello iba tío N an d o rem ediando su pobreza y sacando adelante a la m u je r y al m uchacho, al que iba y a ad iestran d o en el ofi­ cio, que, a decir verdad, e ra duro y peligroso, pero re m u ­ n e ra d o ^ sobre todo si se le co m p ara con la vida de los m iserab les m oradores de las Ju rdes. Desde los serru ch o s ju rd a n o s, pizarrosos y estériles, h a s ta la P e ñ a de F ra n c ia , en t ie r r a s de La Alberca, por un lado, y las s ie rra s de B é ja r y la cuerd a de G ata, por el otro, tío N ando reco rría incansable todos los eseondrilos del a b ru p to espinazo m o ntaño so en busca de los “bi­ chos”— nom bre con que él designaba siem pre a los lobos. V igilaba sus m ovim ientos, reconocía sus huellas, los sor­ p re n d ía en sus g u a rid a s, los acom etía, resuelto y astuto, y los vencía con su valor y audacia tem erarios. Ni una sola senda le era desconocida. L a práctica le h abía enseñado a conocer las tro c h a s m ás frecu entadas


El, LO B ERO

D E I,AS H U R D E S

por las fieras, las épocas de sus a p aream ien to s y lofc cu­ biles y los encamos en donde ocultaban sus crías. En su m em oria llevaba, como si fu e ra n un re g istro de su propiedad indiscutida, la m ás e x acta e stadística de to ­ dos los h a b ita n te s del monte. Tan fam iliarizado estaba con su tra to que podía a s e g u ra r el núm ero de lobos que se escondía en cada selva, las g ru ta s en que se ocultaban y h a s ta las h oras en que las aban do naban p a ra ir en busca de su sustento. E n uno de aquellos ab ru p to s p a ra je s de las sierra s de B é ja r ocurrió el suceso que vam os a contar, y en c ircun s­ tancias bien lam entables, por cierto, p a ra don José, que g racias al tío Nando salvó de u n a m u e rte horrorosa, como vais a saber. * * *

H alláb ale don José de médico titu la r en un p u e b ’ecillo cacereño enclavado en plena sierra, sobre un e m ­ pinado cerro inaccesible a todo otro medio de locomoción que no fu e ra el de los sufridos caballejos' del país, acos­ tum b rad os a escalar aquellas tro c h a s absurdas, cavadas en la roca viva por sus propias pezuñas en un t r a j i n a r de milenios. El ejercicio de la medicina es, c iertam en te, duro y di­ fícil en e stas aldeas serran a s, sobre todo d u ra n te el in ­ vierno. Si es celoso de su profesión, el médico ha de e s ta r pronto a la p rim er llam ada que reclam e sus servicios en cualquiera de las aldeas de su térm ino. Ni el sol ardoroso del estío ni los m áxim os rigores del invierno h an de s e r obstáculo ni v allad ar p a ra el cum pli­ m iento de su misión h u m a n ita ria .


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nr: l a s h u r d e s

Ocurrió el suceso que trabó el fr a te rn a l a g radecim ien ­ to de don José y el tío N ando en una terrib le noche del crudo invierno, tem ero sa y espantable en aquellas a lti­ tudes, en plena m on taña. Tenía don José un cliente en ferm o de sum a gravedad en u n a de las aldeas vecinas, m etid a en plena sierra, dis-


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• K¡!, l i O B B H i ) D E I íA.S 1 U JU D K S

ta n te una legua escasa del lugar de su residencia. E r a el paciente un pobre p a sto r ta n flaco en bienes de f o r tu ­ na como ab u n d an te en descendencia. C o n stituian la fa m i­ lia la esposa: una m u je ru c a depauperada, y siete a r r a p ie ­ zos raquíticos y escuálidos, el m a y o r de los cuales ni aun p ara zagalillo aprovechaba. E r a e x tre m a d a la a n g u stia económica de aquella po­ bre gente. Las ganancias— como decía Guzmanillo de Alfa ra ch e de sus p ro genito res— no igualaban a las expen­ sas. Uno a g a n a r y miuchos a com er; el tiempo, por su p arte, a a p r e ta r ; los años, re m a ta d o s ; las corresponden­ cias, pocas y escasas, y m enores a ú n las esperas de los acreedores, de e n tra ñ a s acorchadas y á sp e ra s como el c a ­ parazón verrugoso de un alcornoque viejo. El cuadro que ofrecían aquellos seres m iserables era v erd ad eram en te angustioso y capaz de conm over a cual­ quiera por pedernalinas que tu v ie ra las e n tra ñ as. A con­ g o jab a la desesperada situación de la pobre fam ilia. P a r a don José, corazón de cera y miel fundidas, aquella escena era sup erior a sus^fuei'zas. —-Debo v isita r— h ab ía dicho a su m u je r— al pobre p a s ­ tor enferm o e sta m ism a tarde. En vano se le hicieron toda su erte de ad v erten cias p a ra que no saliera de casa con aquella in fernal b o rr a s ­ ca que desde hacía varios días se h ab ía desencadenado. De nada sirvieron los ruegos de la esposa, el llanto de los hijos ni los consejos p ru d e n te s de los vecinos para d e te ­ nerle. — ¿Q ueréis que se me m u e ra el infeliz? ¿Q ué sería de aquella pobre m ujer, con sus siete pequeños, sin el a m ­ paro de su m arid o? Mi conciencia no me p erd o n a ría nunca


1CL, L O H K K O

I>K I^A.S K U R D K S

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la deserción en el cum plim iento de mi deber. Tengo que hacerle la v isita sin falta. — ¿ P e ro con este d ía ? — replicábanle todos. — E s p é ra te a m añan a, h om bre— le decía la esposa— ; quizá am aine el tem poral. ¿N o com prendes que puedes ex­ tr a v ia r te en un día t a n in fa m e ? — ¡Dios g u ia rá m is pasos, m u je r! — P ero si e stá el tiem po tem eroso, h ijo mío. Anoche mismo llegaron los lobos h a s ta la aldea y al tío Perico le 'm a t a r o n la y eg ua v ieja en la corraliza del arroyo. Déjalo p a ra m añana, h o m b re ; déjalo. N ad a pudo, sin em bargo, c o n tra aquella im periosa vo­ luntad, p uesta al servicio de un corazón de oro. Su con­ cepto del deber se im ponía a todos los peligros, que h a ­ b ría sabido a r r o s t r a r el bueno de don José aun con la se­ g u rid ad de que en ello le iba su propia vida. — E s preciso que v a y a e iré. ¡N o fa lta b a m ás! ¿ E s que el ser médico y cristia n o no da n in g u n a obligación? Mi conciencia m e a cu sa ría to da la vida si d e ja ra m o rir a aquel desgraciado por a h o rra rm é m olestias y tra b a jo s. T a ­ m a ñ a cobardía sería la m a y o r verg üen za de mi vida pro­ fesional. No hubo m ás rem edio que d ejarle p a rtir. Quisieron acom pañarle algunos vecinos; pero sí, s í; ¡bueno era don José p a ra a c e p ta r a y o s !, y menos en aquellas circuns­ tancias. — ¿Os creéis, acaso, que necesito n iñ e ra ? — les había dicho— . Como si no conociera yo el uamino. Si por cada vez que le he andado, de ida y vuelta, tu v ie ra un celemín de trigo, a buen seg uró que no h u b ie ra p a n era m e jo r pro­ vista que la m ía en to d a E x tre m a d u ra . Y te rm in a d a la comida de mediodía, m ontó en su va-


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líente caballo serrano, experto en aquellos an du rria le s montaraces, y a buen tro te em prendió el camino de la al­ dea vecina. Cuando llegó don José a la cab a ñ a del p a sto r hallábase el pobre hom bre en tra n c e desesperado. No necesitaré de­ cir la alegría, el hondo agrad ecim ien to de aquella m u je r al ver al señor médico. Im ag in ao s vosotros el caso y f á ­ cilmente la comprenderéis. Sobre un rústico cam astro, tendido, rodeado de siete c ria tu ra s llorosas y h a m b rie n ta s, se d ebatía el enferm o, de­ fendiendo su vida desesperadam ente. Con don José llegaba un aliado poderoso: la ciencia. Y aunque la ciencia, por sí, poco puede sin la voluntad de Dios, en e sta ocasión quiso Dios salv a r la vida del d e s g ra ­ ciado pastor, tan necesaria p a rá aquellos pequeñuelos des­ validos y aquella m u je r e n fe rm a e indefensa. B ra v am e n te luchó don José co n tra la m uerte. D u ra y azarosa fué la pelea; pero, al fin, al anochecer de aquella ta rd e reaccionó el enferm o notablem ente, iniciándose un proceso favorable que perm itió al doctor a b rig a r alg un a esperanza. — Ya es hora de que me m a rc h e — dijo a la tr is te muje ru c a — . La noche e s tá endiablada y h e de volver a casa. Ten confianza en Dios, que g racias a El espero confiado que hemos salvado su vida. Bien claro adivinaba su in stin to y su am or de esposa que se había iniciado ya la m ejoría. Y aunque h u b ie ra querido re te n e r al médico al lado del enferm o, c om pren ­ día, resignada, que debía d ejarle jia r tir , y cuan to antes, pues la noche se p re sen ta b a v e rd a d era m e n te am enazadora y tem erosa. Hacía ya m ás de media h o ra que h abía comenzado la


121. L O B E R O

DE

LAS H U R D E S

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nevada cuando don José salió de la cabaña de los p a sto ­ res. Las som b ras del crepúsculo, an ticipadas por la bo­ rrasca, com enzaban a iniciarse. Confiaba, sin em bargo, don José en la poderosa resis-


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tencia de su caballo y en su g ra n práctica de c a m in a r por aquellos vericuetos serranos. A guijóle presuroso y se la n ­ zó valientem ente por la borrosa vereda que la nieve iba c u ­ briendo con su albo m a n to glacial. H allábase a media tra v e sía cuando cerró la noche por completo. E r a una noche espantable, tre m e n d a. E l viento silbaba al rom per c o n tra las peñas, a rra n c a n d o de sus e n tra ñ a s agudas notas, como lam entos pavorosos, que la r á fa g a silbadora se llevaba en tre sus ondas, en alocada h u id a ; el hostigo azotaba su ro stro y cegaba la m arch a del valiente caballo. Con ím petu vigoroso acom etía éste la em pinada cuesta del sendero. Sólo su in stin to p rim i­ tivo, robustecido por su vieja experiencia de aquellos ca­ minos, podría guiarle con tino. Don José anim aba el esfuerzo de su ja ca con recias palabras de aliento: — Dale, valiente, dale. ¡Animo, Morito, ánim o!— Y le daba am plias palm adas cariñosas en el carnoso cuello p a ra e s tim u la r su energía. C iertam ente que no era sólo p a ra que no desfalleciera por lo que don José a n im a b a a su caballo. Otros alientos y otros ánimos buscaba con sus p alab ras, que m uy pronto quizá h a b ría m enester. De allá lejos había llegado a su fino oído, e n tre el ulu­ lar del vendaval, un agudo g rito siniestro, de acento sal­ vaje, te rrib le ; y su vista perspicaz, h e ch a a las n e g ru ra s de la noche, habían visto brillar la te m e ro sa luz de unos ojos que se movían en la oscuridad de la selva. El no podía d u d a r de aquel presagio. — ¡Los lobos!— m u rm uró . Y un escalofrío le hizo e s­ trem ecerse involuntariam ente. — ¡Y en qué noche, Dios mío!


10i .

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Espoleó al noble Morito, que ya coronaba el repecho denodadam ente. El siniestro g rito agudo de los lobos, llamándose unos a otros a la caza, sonaba cada vez m ás cercano. El pobre Morito, con las o re ja s em pinadas y las crines enhiestas, tem blaba de pavor. Sus g ra n d e s ojos, de noble y m anso m irar, a ta la y a b a n la n e g ru ra del horizo nte; por sus n a ­ rices dilatadas, dos chorros de vapor, que el viento con­ gelaba, denunciaban su pánico con fu e rte s resoplidos. T r e ­ m ab a el corpachón carnoso, estrem ecido por el miedo. — ¡Animo, Morito, á n im o !— acuciaba el jin e te — . ¿N o ves que estoy yo aquí contigo, M orito? De pronto, cuando iba ya a co ro n ar el repecho, unas som bras, m ás n e g ra s que la n eg ra noche misma, a p a r e ­ cieron en lo alto del cerro. La lum bre im ponente de unos ojos hizo e n c a b rita rs e a Morito, que em prendió d e se n ­ fre n a d a huida, cu esta abajo. Aquello era la m uerte. Bien lo sabía el atrib u la d o médico. Y con esfuerzos inauditos, desesperados, in te n tó d e te n e r la d e se n fre n a d a c a r re r a de M orito; pero un mal paso de éste le hizo rod ar por el precipio, despeñado. Don José recibió un fu e rte golpe en la cabeza y quedó desvanecido. * * *

Cuando el médico volvió en sí de su desvanecimiento, se quedó despavorido. Allá, en el fondo del barranco, a pocos pasos de distancia, m edia docena de lobos despe­ dazaban a den telladas al pobre Morito. Roncos gruñidos salían de sus feroces g a rg a n ta s , m ie n tra s sus fauces, cho­ rre a n te s de san gre, engullían voraces las carnes, aun ca­ lientes, del noble animal.


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Quedóse dan José a te rra d o ante aquel espectáculo. Co­ nocía perfectam en te lo lam entable de su situación en aquellas soledades espantables, solo, desarm ado, sin po­

sible auxilio de nadie, a merced de la voracidad de las fieras. Un instintivo impulso le hizo em p ren d er la h u id a ; pero cuando iba a incorporarse p a ra e scap ar de aquella


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visión horrorosa, una mano recia se le posó en el hombro y una voz con acento im perativo le dijo: — ¡Quieto, don José, quieto! H ay que dejarlos que se h a rte n . Sería peligroso m a rc h a rn o s ahora. Volvió don José la cabeza p a ra m ir a r a quien así le h ablaba y se encontró que era el tío Nando, el lobero. La Providencia, sin duda, le había llevado allí p a ra su sal­ vación. Con un gesto volvió el tío N ando a im poner silencio a don Jo sé: — ¡Q uieto; no hay que m overnos siq u ie ra !— m u rm u ró a su oído— . Son m uchos y está n ham b rien to s. Cuando se les llene el buche, un zagalillo les h a ría h u ir a c o b a rd a d o s ; pero ahora, s eg u ram e n te , nos acom eterían. Los lobos seguían engullendo, insaciables, las carnes del pobre Morito. Los huesos cru jía n e n tre las poderosas m andíbulas, y lanzaban rencorosos gruñidos, disputándose unos a otros los m ejores bocados. Cuando hubieron saciado su h a m b re abandonaron la p re sa poco a poco y se e sc u rriero n e n tre los m atorrales, a h ito s y perezosos.v — Ya podemos m a r c h a r — dijo entonces tío Nando, in­ corporándose— . Ya . sí que no hay n in gú n peligro. — ¡P obre M orito; ta n noble, ta n v alien te!— comentó don José. Y a sus ojos aso m aron sinceras lágrim as de emoción— . ¿ Y qué h u b ie ra sido de mu sin su presencia, tío N a n d o ? G racias a usted he salvado mi vida. — No, don José, no; g ra c ias a Dios que hizo ro d a r a M orito lejos de donde usted cayó. Sin esto, quizá los dos h u b ie ra n servido p a ra a fila r sus colmillos. Los muy in-


EL< L O B E R O I>E L A S H U R D E t í

dinos hacía muchos días que no probaban bocado. Me­ nudo fe stín se h an dado los ladrones. * * * ■

Se disponían y a a e m p re n d er el reg reso a la aldea, cuando oyeron, a lo lejos, voces que les llam aban con a n ­ g u stia. E r a n gentes del pueblo que h a b ían salido en b u s ­ ca de don José, tem erosos de que le h u b iera ocurrido a l­ gún accidente.


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Su alegría, al saber de la m a n era cómo había sido li­ brado, por tío Nando, de u n a m u e rte cierta, no te n ía lí­ mites. J u n to s todos llegaron a la aldea cuando el viejo e s ­ quilón de la e rm ita lanzaba el toque de queda, invitando a los vecinos al descanso. Y allá, en plena m o ntaña, en la im poluta sábana de los campos nevados, aquellos hom bres valerosos, senci­ llos y ferv ien tes, se destocaron de los amplios c h a m b e r­ gos, doblaron con hum ildad la rodilla, y con la vo^ e m p a ­ ñ ad a por la emoción y la m irad a clavada en el f ir m a ­ m ento, dieron gracias a Dios, cuya infin ita misericordia ja m á s d e sa m p a ra a las c ria tu ra s de la tie rra cuando a El im ploran y en El confían.

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A llegada de tío N ando a la aldea no podía ser m ás oportuna. Venía, como suele decirse, que ni llovido del cielo, pues, desde hacía algunos años, se h allaba toda la s e rra n ía in festada de lobos. El h echo en sí tenía u n a explicación sencilla. Lo a c h a ­ caban los aldeanos a h a b e rs e declarado Coto Real la sierra de Gredos p a ra la g u a rd a de los herm osos ejem plares de la “c ap ra h isp án ica ” , conocida en tre los n a tu ra le s con el nom bre de “cab ra m o n té s ” . Dos c ircu n stan cias h a b ían favorecido la procreación de los lobos en el circo de G redos: una, el h a lla r en el coto seguro re fu g io p a ra esconder sus crías, puesto que los ca­ zadores no osaban a h o ra p is a r la ra y a a co ta d a ; y la otra, el h a b e rse m ultiplicado las m an ad as de m onteses como verd ad ero s en jam b res, lo que hacía que no les fa lta se co­ mida a b u n d an te d u ra n te todo el invierno, Los g u a rd a s de Gredos, reclutados h áb ilm ente en tre los m ism os a n tig uo s cazadores furtiv os, h ab ían a h u y e n ­ ta d o a los dem ás cazadores del a n fite a tro rocoso. L a de­ claración de Coto Real de Gredos h ab ía salvado de e x tin ­


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ción la “capra hispán ica” , pero había fom entado al m is­ mo tiempo la cría de lobos, ofreciendo un peligro evi­ dente p a ra los ganaderos de la cordillera.

Los lobos celaban a h ora sus crías con to da im punidad, ocultándolas en las n um ero sas cav e rn a s y socavones de las chancaleras o en los extensos y espesos escobares de piornos de las sierra s vecinas.


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En los meses de invierno cúbrense las a lta s m o n tañ as de un sudario de nieve. La vida, e x u lta n te y fecunda, de la flora serran a , de breve y bello vivir de m ariposa en un efím ero estío, sin p rim a v e ra y sin otoño, queda e n te r r a ­ da bajo la alba azucena de la nevada d u ra n te el largo in­ vierno, inacabable. L a flor del rom ero, p u ra y azul como el m anto del N azaren o ; la flor gualda del manzanillo silvestre, que e m ­ balsam a el am biente de sutiles p e rfu m e s ; la flor escar­ lata del gavanzo, el rosal de la s e r r a n ía ; la inm ensa s á ­ b an a de los escobares enflorecidos con que ju nio p in ta de oro las laderas de los m o n t e s ; la esm erald a de las breves cañadas, nacidas en la h o n d u ra de los desfiladeros y de los re g a to s tortuosos, en donde c an ta la linfa su insosegada canción am able y fr e s c a ; todo queda e n clau strad o bajo la nevada. E n llegando diciem bre huye, en absoluto, la vida de aquel p áram o de desolación. L as avecillas del m onte, multicolores y canoras, irre ­ ductibles a la c a u tiv id a d ; el a u ste ro gorrión se rra n o ; la tím ida perdiz, codiciosa de sus cerros n a tiv o s; la altiva águila brav ia, sob erana de las c u m b r e s ; el abotagado b u i­ tre p e s ti le n te ; todo r a s tr o de vida, en fin, abandona aq u e­ llas soledades glaciares p a ra re fu g ia rs e en las sierra s co­ lindantes, de clima m á s benigno p or su m enor altitud. Ni a u n las c a b ra s m onteses, que tienen en aquellas q u eb rad as y asperezas su m ás apropiado elemento, p ue­ den so ste n e rse allí d u ra n te el invierno, y se ven impelidas a descender de las a lta s cimas en busca de su sustento. E n to n ce s hacían los lo b o s . v e rd a d era s carnicerías, p e rsi­ guiéndolas sobre los campos nevados, en donde los pobres anim ales, cuando la nieve no e s ta b a suficien tem ente en ­ d urecida por la helada, se hundían, h a s ta q uedar atolladas


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EL, L O B E R O J>E L AS H L 'K O E S

en los ventisqueros. C entenares de cabras m onteses su­ cumben todos los inviernos a la voracidad de las alim añas. * * * Cuando supieron los aldeanos la condición del tío N a n ­ do, el lobero, vieron el cielo abierto. El era el h om bre que necesitaban. Sabían que a los lobos no h ay medio de des­ castarlos si no es ex term in an d o sus crías. Buenos son p a ra d ejarse echar la v ista encima, cuanto m ás p a ra po­ nerse a tiro de los cazadores. Parece que huelen la pól­ vora a diez leguas, decían los pastores. Lo cierto es que por m ás batid as que se d aban todos los años d u ra n te el verano, y en las que a veces se r e ­ unían m ás de cincuenta escopeteros y otros ta n to s ojeadores, con los m ejores perros m a stin es del contorno, r a r a vez se lograba “c o b ra r” sino algún lobato joven, al que su inexperiencia hacía caer en la emboscada, o alguna loba vieja, medio cegata, que se h u b ie ra m u e rto sola, de h a m b re y de frío, d u ra n te el invierno. El tío Nando iba a ser su salvación, y a racim os acu ­ dieron los aldeanos a casa del médico p ara pedirle que — con su “enfluencia”— convenciera al lobero p a ra que se q u e d ara en el pueblo. La verdad es que el tío Nando, seg u ram e n te , no iba buscando o tra cosa. Aquellas tro c h a s im practicables, aquellas veredas em pinadas, inverosímiles, no podía p e n ­ sarse que fu e ra n a desem bocar en ningún paraíso. U n i­ cam ente a tío N ando podrían b rin d a r campo propicio p a ra sus actividades. Aquella era la m e jo r tie r r a de prom isión que pudiera soñar el lobero m ás ambicioso. A pocas instancias de don José, re m a ch a d a s con al-.


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gunos " p re s e n te s ” ofrecidos por los aldeanos, quedó f i r ­ mado el tácito acuerdo con tío Nando, que, desde aquel pu nto y hora, había de c o n sa g ra rse al exterm inio más feroz y enconado c on tra los lobos que pudiera im aginarse. * * * Con la complacencia de todos los vecinos de Hoyo del Pino— como se llam aba la aldea de n u estro cuento— acep­ tó tío N ando su dificultosa misión. No e ra obra, ciertam en te , e x en ta de peligros. H om ­ b re valeroso, a stu to y sagaz, conocía todas las tr e ta s de las alim añas m ontaraces, que le habían g ra n je a d o fam a del m e jo r lobero de toda E x tre m a d u ra . E n seguida se puso tío N ando en cam paña. No b a s ta ­ ban su g ra n experiencia y sus sin g u la res a p titu d e s p ara e sta clase de caza; debía conocer palmo a palmo el te r r e ­ no, e sc ru d iñ a r la selva sin d e ja r el m á s mínim o resquicio. Las e s tr a ta g e m a s de tío N ando en su lucha c o ntra los lobos eran inagotables. E m b u tid o en una recia z am a rra de piel de lobo sin c u r tir y calzado con abai'cas de lo m is­ mo, lograba b u rla r el fino olfato de las alim añas, e v ita n ­ do sus em anaciones y en g añ a rle s con el propio hedor n a u ­ seabundo de su especie. Así ú nicam ente se explica que lo­ g r a r a llegar h a s ta los propios encamos de los lobos sin d e ja r r a s tr o de sus pasos. Y no os fig u réis que esto era cosa sencilla, pues d ifí­ cilm ente existe un anim al m ás a s tu to y precavido que el lobo y, sobre todo, las lobas paridas, que al m enor b a ­ rr u n to de peligro p a ra sus lobeznos los tra s la d a n de ca­ mada, llevándoselos e n tre los dientes, a veces a m uchas leguas de distancia. A propósito de esto, contaba el tío



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N ando h a b er encontrado en una ocasión una cría de lobez­ nos en medio de un extenso sem brado de centeno. La loba m adre, p a ra no d e ja r ra s tr o alguno que pud iera d e latar su gu arid a, cada vez e n tra b a y salía por d istinto sitio, procurand o 110 a p la s ta r la mies a su paso para no hacer vereda sospechosa que d en u n ciara la cam ada. O tra de las habilidades de tío N ando, y probablem ente ¡ú quu m a y o re s éxitos le había proporcionado en su lucha co n tra las fieras, era su g ra n facilidad p a ra im ita r e in­ t e r p r e t a r el “ le n g u a je ” de los anim ales. Tío Nando sabía re m e d a r con la m e jo r perfección el ulular del lobo, el r e ­ lincho del potrillo perdido en el m onte, el b alar del c o rd e­ ro, el b ra m id o de la vaca m a d re llam ando al ternerillo ex­ traviado. Tan ad m ira b le m en te im itaba sus voces y g r u ­ ñidos que los propios congéneres no a ce rta b a n a d istin g u ir los n a tu ra le s de cada especie de la impecable onom atopeya del lobero. *

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Quizá se pueda pensar, por cu an to llevamos dicho, que tío N ando era un ogro feroz, una especie de salvaje tro ­ glodita que todavía se conservase en el siglo XX como por a r te de m agia y que nosotros h u b ié ra m o s traíd o a es­ ta s pág inas por un m ero capricho. Ni m uchísim o menos. Tío N ando tenía un g ra n corazón. E r a un hom bre rudo, adusto, m o n taraz, de valor imponderable, ray an o en la te m e rid a d ; si no, ¿cómo h u b ie ra resistid o aquella vida te ­ rrible y d u ra que llevaba? P ero sus sentim ientos eran no­ bles y su corazón sensible a la pieda°d. Tal vez por esto hab íase dedicado a su feroz exterm inio de los anim ales dañinos.


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Tío Nando, en su vida salvaje, era, sin duda, un hom ­ bre feliz. Cumplía sus deberes— los de su oficio, áspero e

in grato en ex trem o— con riguroso celo y adm irable y p a ­ ciente conformidad. V J a m á s se le oyó un reniego co n tra la su e rte que Dios le había deparado. ¿ Y en qué consiste la felicidad te rre n a , sino, precisa­ m ente, en conform arse cada cual con su s u e rte y cum plir


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los deberes propios de su oficio con satisfacción y ale­ g ría ? R ab in d ra n a th Tagore, el genial poeta indio, escribía en una de sus ad m irables c a r ta s : “ V erd ad eram ente, la poca belleza y paz que aún se puede h a lla r e n tre los h o m ­ bres es debida al cum plim iento cotidiano de los pequeños d e b eres” . Pero sin re m o n ta rn o s a tan lejanos países como la In ­ dia m isteriosa, un español, tam bién genial, genuino re­ p re s e n ta n te y guía esclarecido de los ideales nacionales, el inm ortal José Antonio, escribió a este propósito: “ Sólo son felices los que saben que la luz que e n tra por su bal­ cón cada m a ñ an a viene a ilum inar la ta re a ju s ta que les e stá asig nada en la a rm o n ía del m undo.” *

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*

C uanto m ás vivimos en el campo m e jo r com prende­ mos que no h ay nada m á s g ra to ni m á s herm oso en el m undo que cum plir sencillam ente n u e stro s deberes. En la N a tu ra lez a todos los seres cumplen su deber que el dedo de la Providencia les tiene señalado: desde el brotecillo de h ie rb a en la p ra d e ra h a s ta los a stro s en el firm a m e n to ; todo se aplica ú nicam ente a esto. E n el d ra m a efím ero de la vida: nacer, a g ita rse y mo­ rir, sólo hay una m a n e ra de e scap ar a la g ra n c a tá s tro fe de n u e stro destino sobre la t ie r r a : q u e re r lo que Dios quie­ re. ¡H ág ase Tu voluntad, así en la tie r r a como en el Cie­ lo! P ero a e sta sencilla conducta sublim e no se llega m ás que por los caminos de la hum ildad y de la conform idad indiscutida. La vida de tío Nando, sus costum bres, sus sen tim ien ­


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tos, sus aspiraciones, e ra n sencillas y n atu rales, sin la adulteración perniciosa de v an as apetencias. Y es que la influencia de la N aturaleza en la vida del hom bre es in­ apelable. Amiel decía que todo paisaje tiene su alma, así como toda alm a tiene su paisaje. ¿Cómo no iba a ser feliz tío N ando en medio de aquella b ra v a naturaleza, de a q u e ­ llas m o n tañ as altivas, de aquellos horizontes inmensos de perspectivas infinitas, inacabables? ¡A quí se siente a Dios! En el reposo de este dulce aislam iento, un fecundo sentido religioso preside el pensam iento, escribía Gabriel y Galán precisam en te de aquellas im po­ n entes cordilleras. La m adre N aturaleza d aba allí, a cada paso, una lec­ ción irrefu tab le de paz y cordial arm onía. La nidada de pajarillos, re c ata d a en el a p re tad o ra m a je , ¿no e ra un ejem plario sencillo de a m o r y paz de h o g a r? Los p a ja r i­ llos p ad res recorren incansables y diligentes la e n ra m ad a del bosque p a ra llevar el alim ento a sus h iju e lo s; les co­ b ijan bajo sus alas c on tra las inclemencias del aguacero y les defienden codiciosos c o ntra la rapacidad de las aves carniceras. Yo h e visto una torcaz— símbolo de paz por su c an ­ dor— luchar b ra v a m en te c o n tra un fiero gavilán que le quería ro b a r sus pichones, defendiendo su nido con la b r a ­ v u ra de un león enfurecido. Y es que el Dios de la Bondad, “ que mide la fu e rz a del viento p a ra que no s u fra la ove­ ja tra s q u ila d a ” , preside la vida íntim a de la N aturaleza. De aquella imponderable serenidad y gran deza de suá m o n ­


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ta ñ a s e sta b a em papado el e sp íritu de tío Nando, sencillo y fu erte. “ ¡Oh!, b e n d ita tú, aldea— exclam a F r a y Antonio de G u evara en su “ Menosprecio de corte y alabanza de a l­ d e a ”— , a dó la casa es m ás ancha, la g ente m ás sincera, el aire m ás limpio, el sol m ás claro, la plaza m ás desem ­ barazad a, la horca m enos poblada, el m a n te n im ie n to m ás sano, la fie s ta m ás fe s te ja d a y, sobre todo, los cuidados m u y m eno res.” E s privilegio de la aldea que todos los que allí m o ra ­ ren sien tan menos los tra b a jo s y gocen mucho m e jo r las fiestas, porque el día de la fie s ta en la aldea repica mucho el sac ristá n , rieg a el día a n te s la iglesia, c an ta a su hora la Misa, viste sobrepelliz, hinche y alim pia la lám para...; vístense los sayos de fiesta, ofrecen aquel día todos, ju e ­ g an los m uchachos en la plaza, bailan las mozas bajo los álamos, luchan los mozos en las eras... y aun, si es la vo­ cación del pueblo, no es mucho que c o rra n un toro. E s privilegio de la aldea que allí sea el bueno honnido por bueno y el ruin conocido por ru in . * * * Llevaba ya tío N ando cerca de un m es de merode, por las a g re ste s y esc a rp ad a s laderas, que rodeaban Hoyo del Pino, y podemos a s e g u r a r que no h a b ía dejado por e sc u d riñ a r el m ás escondido rincón de la enrevesada y espesa selva. Sabía, uno p o r uno, el cam po de acción de todos los anim ales m o n taraces en diez leguas a la red on ­ da de la aldea. Todos los an d u rriales, sendas y veredas los ten ía t r i ­ llados una y cien veces. E n una palabra, estud iab a el


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te rre n o de su cam paña, como un ex p erto general estu dia la topografía p a ra la batalla, con toda m inucia y detalle. R a ra m e n te aparecía el lobero p or la aldea. El día que b a ja b a p a ra repo starse de víveres y “d a r una v u e lta ” a la familia, se veía asediado por un jubileo de vecinos, que acudían a la casilla de don José, en donde ten ía su vi­ vienda, p a ra inform arse de cómo iba “el a s u n to ” . No fa lta b a tampoco, en este bureo de los vecinos de Hoyo del Pino la visita de don José, ni la del señor cuín y el señor m aestro, que ha b ían tom ado apego a la f a m i­ lia del lobero, y se in te re sa b a n v iv am en te por la a r r ie s ­ g ada y d ura brega del tío Nando, ta n s e m e ja n te a la de los hom bres de la p rehisto ria, cuando la H u m an id ad h a ­ b ita b a en cavernas, s u ste n tá n d o se de la caza, en lucha c o n stan te con las fieras. — Qué, tío Nando, le p re g u n ta b a cualquier aldeano, ¿cómo v a eso? — ¿Se ven muchos lobos, tío N ando? Y el tío Nando, con su “ fa b la ” pintoresca, c o n testa b a: — “ Pus hom bri, ta lm e n te in fe s ta u ; como los g u san u s en la g u s a n e ra .” * * * F inalizaba el mes de noviem bre. Se acercaba, po r t a n ­ to, la época de m ayor actividad p a ra tío Nando, p orque comenzaba el ap area m ie n to de los lobos. D u ra n te todo el año viven los lobos en m anadas, r e ­ gidas siem pre por un je fe : el m ás poderoso, el m e jo r c a ­ zador, que les sirve de guía y dirige el g ru p o a su t a la n ­ te, sin apelación ni rebeldía posible c o n tra sj.is agudos colmillos. Tan sólo suelen a n d a r aislados los lobos viejos


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y caducos, a quienes a h u y e n ta n de la m an ada los lobatos jóvenes y pendencieros. A estos lobos viejos los llamaba tío N ando los “ solitarios” . Pero al llegar e sta época del año empiezan a d isg re ­ g a rse las m a n ad a s por p a re jas, al s e n tir la llam ada ine­ xorable del in stin to que les im pulsa ciegam ente, al cu m ­ plim iento de la ley in m u tab le de la procreación. P o r aquellos días a n d aba soliviantada la aldea por un suceso reciente, ú'n zagaiiilo de apen as doce años llegó un anochecer a la aldea despavorido. E n su cara se p in tab a el te rro r m ás a g u d o ; su agitación denunciaba su la rg a y precipitada c a rre ra . Un jadeo an gu stio so y hondo levan­ ta b a su pecho con h erv o res de congoja. Con frases e n tre ­ cortadas, conform e le p e rm itía el violento resuello, con­ ta b a una h is to ria a b su rd a, increíble; pero que, a ju z g a r por el pánico del m uchacho, p ro du jo enorm e impresión e n tre los sencillos aldeanos. E sta n d o al cuidado de su pequeño rebaño de ovejas se le había aparecido, de pronto, un enorm e animal, que m á s parecía un fa n ta s m a que un ser viviente. Tenía la cabeza de lobo y el cuerpo de a sn o ; la piel era blanca como la nieve y la cola m u y larga, m u y larga, que le a r r a s t r a b a por el suelo, como la de la yegu a cana del bo­ ticario. Contaba el m uchacho que, al v e r al “ m o n stru o ” , se quedó como paralizado, sin poderse m over del sitio. El fa n ta s m a aquel fué, poco a poco, acercándose, acercándo­ se a las ovejas, que tam poco podían m overse de miedo. L as ovejas com enzaron to das a balar, con unos balidos m u y triste s, y a e s c a rb a r la tie rra con las patas, como hacen los toros bravos a n te s de em bestir. Y cuando ya e s ta b a al lado de las ovejas, fué el “ m o n s tru o ” y levantó


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E L I .U Ü E K O

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el hocico y comenzó a a u llar con m u ch a pena, h a s ta que de repente, abrió una boca m uy grande, se lanzó c o n tra

eli rebaño, y, cogiendo por el cuello a la co rdera blanca de la c encerrita dorada, se la echó al lomo, como si fu e ra un costal de trigo, y desapareció con ella sierra a rrib a .


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D u ra n te mucho rato después— decía el chiquillo— es­ tuve oyendo el lastim ero balido de la cordera y el tintineo de la cencerra, que parecía llam arm e con su plata. No sé cu anto tiem po estu ve allí clavao, sin poder­ me m over siquiera, h a s ta que las ovejas dieron en h u ir a cam po trav iesa, cam ino de la aldea, y yo salí corriendo tr a s ellas, a todo correr. P a ra los aldeanos, aquello e ra inexplicable. Y como to ­ do lo inexplicable, fa n tá stico , so b ren atu ral. Se tejiero n al­ rededor del suceso, c e n te n a re s de leyendas a cual m ás d is p a ra ta d a s y absu rdas. D u ra n te m uchos días no se h a ­ bló de o tra cosa en la aldea y aun en las aldeas circun­ dantes. *

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Así, pues, la noche que llegó tío N ando a Hoyo del Pino, después de v arias jo rn a d a s de estan cia en la sie­ rra, acudieron, in m ed iatam en te, a la casilla g ra n núm ero de aldeanos, p a ra in fo rm a r al lobero del suceso. Tam bién fu e ro n a v is ita r al tío N ando don José y. su h ijo — un r a ­ paz de h a s ta trece años o catorce a lo sumo— , que iba a ver al h ijo de tío N ando que h a b ía re g re sa d o con su p a ­ dre de la sierra. Pepito, el h ijo del médico, y Colasillo, ha b ían tra b a d o una g ra n a m istad , en la que quizá h a b ía un ta n to de adm iración po r p a r te de P epito h acia el hijo del lobero. Todos los m uchachos de la aldea m ira b a n a Colasillo con asombro. Se con taban de él cosas in au d itas. E n t r e o tras muchas, se decía que su p a di re le hacía e n t r a r desnudo en los O


JúL, L U B W H U U K LiAtí U U K U JSS

cubiles de los lobos, p a ra a r r a n c a r los lobeznos del seno de la propia madre. U na vez, cuando Colasillo em pezaba a e je r c ita r su oficio, le metió su padre en un v iv a r p a ra coger u na cría

de lobeznos, pues él no cabía a e n tr a r p or la boca de la cueva. El tío Nando creía que la loba m a d re se hallaba fu e ra del cubil, y por eso m etió al m u c h ac h o sin inconve­ niente. E n tró Colasillo diligente y empezó a coger a tie n ­ ta s los lobillos: uno, d o s , ,tr e s .. .; h a s t a siete llevaba ya fu era, cuando, asom ando la cabeza p o r la boca de la cueva, le dijo al tío N ando: “ Padre, y a no q u ed an m ás de los chiq uitin es; sólo hay uno m uy g ran d e que, por m ás que


EL

LOBERO

DE

LAS

11 U R D E S

G7

le tiro de una pata, no le puedo sa c a r.” E r a la loba m adre que se h allaba a m a m a n ta n d o a sus cachorros cuando en­ tr ó Colasillo a c a p tu r a r los lobeznos. E s ta s y o tra s m u c h as cosas que se contaban del h ijo del lobero le habían g ra n je a d o la adm iración de la chi­ quillería del lugar. P ero volviendo al hilo de n u e stro re la to — tiem po te n ­ drem os m ás ta rd e de h a b la r la rg a m e n te de Colasillo y de Pepito— , los aldeanos, q u itán do se unos a otros la pala­ b ra, se agolpaban m a te ria lm e n te a lreded or del lobero, q u e­ riendo explicarle el suceso del zagalillo, del f a n ta s m a con cabeza de lobo y cuerpo de asno, y de la cordera de la cenc e rrita dorada. E sp e ra b an , sin duda, que tío Nando, que se pasab a la vida en la m on tañ a, y a se h a b ría topado con el “ m o n s tru o ” , como ellos le llam aban, y podría d a r ­ les detalle de él. Pero tío N ando no h a b ía visto al “ m o n s tru o ” , y, a u n ­ que supersticioso, por ig n o ra n te — la ignorancia siem pre fu é a m ig a de c re er en b r u ja s y fa n ta s m a s — , como n u n ­ ca se h a b ía tropezado, en su la rg a v ida m ontaraz, con fa n ta s m a s ni m o nstru o s, lo achacó al miedo del m u c h a ­ cho, que le h a ría ver visiones, o tal vez, a que, hab iénd o­ sele perdido la b orrega, h a b ía urdido aquel em buste p a ra ju s tific a rs e . Así quedó la cosa por entonces; pero ta n to los aldea­ nos como el m ism o tío N ando, se q uedaron con la mosca a la oreja, en lo to c an te a lo del “ m o n s tru o ”, pues las g e n ­ te s incultas siem pre e stá n d isp u esta s a c re er en esas p a ­ tra ñ a s , boberías y fa n ta sm a s .



¡EPITO, el hijo del médico, tenía m areado a su p adre p a ra que le d e ja ra ir con tío Nando a la s ie rra a v e r los lobos. Sin duda se fig u ra b a que el m o nte se h allaba poblado de lobos y que de­ t r á s de cada m a ta se escondía u n a m an ad a, esperando que llegara Pepito p a ra que p u d ie ra contem plarlos a su sabor. — Papá, yo nunca he vistg los lobos. ¿Cómo son los lobos, p a p á ? — D é jam e ir con tío N ando y Colasillo a la sierra, que. yo quiero verlos. • Posiblem ente, Ciolasillo le h ab ía contado cosas f a n ­ tá s tic a s de la sie rra y de los lobos, que h ab ían excitado la curiosidad de Pepito. N o le d ejab a vivir a su padre, siem pre con la m ism a m o n serg a: — Papá, que yo quiero ir con Colasillo y con tío Nando... L a m a m á de Pepito, n a tu ra lm e n te , se oponía en abso­ luto al capricho del m uchacho. — Que yo quiero v er los lobos. — ¿ P e ro tú no sabes que los lobos se comen a los ni­


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L O B Ü K O D U UíU i H U R U E S

ños ?— le decía p a ra m eterle miedo. P ero lo que hacía con esto era a g ig a n ta r m ás sus deseos, pues los niños tienen una inn a ta propensión a la a v e n tu ra , una sed inagotable de s atisfa c er eso que nosotros llam am os su “curiosidad” , y que no es sino un an sia de e n c o n tra r la explicación de todas las cosas y s a tisfa c e r su fa n ta sía , al c o n tra ste con la realidad. Lo que s e g u ram e n te m á s azuzaba a Pepito en su deseo de ver los lobos era el poder p a ra n g o n a rs e con Colasillo. ¡Oh, fu erza de la emulación! Don José venía resistiéndose a com placer a su h ijo por no c o n tra ria r a su esposa, que ta n te n az m e n te se oponía; pero como, p o r o tra parte, él m ism o sen tía ta m b ié n c u rio ­ sidad por conocer las and anzas del lobero y sus a rtim a ñ a s que le habían hecho famoso, un día le dijo a su h ijo : — Pepito, m a ñ a n a vam os a ir con tío N ando y Colasillo a v e r los lobos. El respingo que pegó Pepito al oír la noticia, fué m a ­ yúsculo. Salió corriendo a la cíjlle, y a n te s de diez m in u tos ya sabían todos los chicos de la aldea que Pepito iba a ir a cazar lobos con tío N ando y Colasillo a los escobares de la Covacha. “ La Covacha” es una sierra, enclavada en las e s tr ib a ­ ciones de Gredos, que se halla poblada de un espeso m onte bajo de enorme extensión, ta n a p re ta d o y escabroso, que en m uchos sitios es v e rd a d e ra m e n te im penetrable. No es posible im a g in a r un lu g a r m ás propicio p a ra g u a rid a de alim añas. Y, en verdad, que abu ndan allí incalculables, al cobijo de aquellas espesuras u m b ro sa s; v e rd a d era selva v ir­ gen, en cuyo seno ni la luz solar lograba a b rirse paso, a tra v é s de las tu p idas e n ram ad as. N o sólo los lobos, feroces y malignos, sino el a s tu to zorro, t e r r o r de los gallineros


10!, u t n i o R o d io i . a s i n r u m o s

aldeanos; el goi'do y perezoso te jó n ; la ágil g a rd u ñ a , vale­ rosa, te rrib le d e v o ra d o ra de g azapos; toda la múltiple g a m a de m enores alim a ñ as dañinas, en co n trab a en aq u e­ llas um brías, e tern am e n te ' ensom brecidas por la a p re ta d a fro n d a m on taraz, su m e jo r campo de acción p a ra el m edro de sus ra p a c id a d e s'c a rn ic e ra s. * * *


y..

E L TyOBETtO D E L A S I I U H D K S

Toda la m añ ana se la p asaron en los pre p a rativ o s de la excu rsión. Tío Nando le había dicho a .d o n Jo sé : — Debe usted subirse la tercerola, por si acaso. Pero este “ por si acaso” , que se podía in te r p r e ta r como evidente tem o r de peligro, no ten ía otro significado, en boca del lobero, que u n a segu ridad indudable de que no d e ja ría de p re s e n ta rs e la ocasión de usarla. C onfiaba, sin duda, en su ra ra habilidad p a ra a t r a e r a los lobos en esta época del apaream iento, engañándoles con el reclam o del aullido de la h e m b ra en celo que ta n a d m ira b 'e m e n te s a ­ bía rem edar. La m am á de Pepito h ab ía accedido al fin, a u nq ue a regañ ad ientes, al capricho de su hijo. P ero qué de a d v e r­ tencias, ¡Dios Santo!, al bueno de don José p a ra que cui­ dara del muchacho. — Que no me le descuides un mom ento, por Dios. Que no le vaya a p a sa r alguna cosa...— . Y a b ra za b a e fu siv a al h ijo amado, como si ya le viera a las p u e rta s de la m u e rte . Pepito y Colasillo e sta b a n que no cabían en el pellejo de contentos. Todas las conversaciones de los m uchachos de ia aldea, por aquellos días, eran p a ra c o m en tar la cace­ ría de lobos a la que iban a a s is tir Pep ito y Colasillo. Se les veía a éstos ir y venir de un lado p a ra otro, h u s ­ m eando todos los p re p a rativ o s de la expedición, desasose­ gados y nerviosos. 1 Tío Nando había tra z ad o bien su plan y tom ado m in u ­ ciosam ente todas las precauciones. Tenía tío N ando su p ru rito , y quería, sin duda, h a ce r honor a su fam a. — Se va usted a “j a r t a r ” de v e r “ b lchu s”— le dijo a don José, con su je r g a p intoresca— “ o m ’esm onto de aquí, ondi naide me güelva a vel el pelu de la ro p a ” .


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I-AS T U JR D K S

73

El plan del lobero fué acogido con alborozo por los chi­ quillos. Saldrían de la aldea después de comer, p a ra ir a d o rm ir en un chozo de p asto res, cuya m a ja d a a g u a n ta b a todavía en la sierra, a p u ra n d o la otoñada, h a s ta que las nieves, que no podían ya ta rd a r, les obligaran a a b an d on ar aquellas latitud es, en busca del tem plado clima extrem eño, donde p a sa ría n la invernada. Después de la cena se a d e n tr a r ía n en la selva cercana, y allí m o n ta ría n su emboscada, en un claro del bosque, que ya h ab ía elegido tío N and o de antem an o y acondicionado al efecto. *

5¡C

*

Doblaba el Sol el últim o tra m o de la parábola de su jo rn a d a , cuando los ex cu rsio n ista s salían de la aldea ca­ mino de la sierra. S erían las tr e s o poco m ás, y ya el disco solar, enorme y rubicundo, se acercaba a su ocaso, que la a lta m o ntaña precipitaba, saliéndole al e n cuentro con la altivez de su cum bre, en una rival d isp u ta de colosos. No ta rd a ría n sus agudos riscos, como los enorm es colmillos de un m o nstruo antediluviano, en d e v o ra r su carne dorada. Todo q uedaría entonces sum ido en las n e g ru ra s de la la rg a noche oto­ ñal, te m e ro sa y a d u sta , poblada de so m bras fa n ta sm a le s y de siniestro s ruidos, que sobrecogen el corazón m e jo r te m ­ plado. La p a rtid a de los cazadores fu é una alegre m a n ife s ta ­ ción de s im p a tía y contento. Toda la g e n te de la aldea salió a despedirles h a s ta las a fu e ra s del pueblo. Los muchachqs an im a b an a P epito o le g a sta b a n brom as, p re te n ­ diendo a su sta rle . Todos h a b lab a n a voces p a ra d e ja r oír


T7L l o b e r o

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su gracia o su agudeza; todos reían y g ritab a n , corriendo de un lado para otro, con san a alegría, cordial y sencilla. Se hu bieran sumado m uchos a la expedición a no p ro ­ hibirlo el lobero, que había sentenciado irrevocable, con una frase ro tu n d a : — La m u ch a gente, ni p a ra la g u e r r a es buena. Mucho menos había de serlo p a ra la caza de un animal

tan receloso como el lobo, en la que h a y que e x tr e m a r t o ­ das las precauciones y u s a r de su m ism a a stu c ia p a ra s o r­ prenderle. V Iba don José caballero en su caballo serrano, al que había puesto por nom bre “ M orito” , en recuerdo de aquel otro que le devoraron los lobos en las m o n ta ñ a s ju rd a nas, cuando el tío N ando le salvó de una m u e rte cierta. Los dos m uchachos m o n ta b a n sobre un rucio de pacien­ te genio y calmosa an dad ura, cuyo c a m in a r por aquellas veredas pedregosas, torcidas y encum bradas, era ta n se­


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g uro como el de un buey sobre una p ra d e ra florida. Colga­ ban de la g ru p a del rocín las a lfo rja s con la m erienda, h e n ­ chidas, a b a rro ta d a s , pletóricas, y del arzón de la albarda pendía, asim ismo, una bo ta panzuda, re z u m a n te de vino ro jo como sangre, que b rin d a b a ánimo y optim ism o al co­ razón. P epito y Colasillo iban que desb ordaban de contentos. P a r a Colasillo no ten ía la excursión n in g ú n aliciente de novedad; pero se salía aquello de la r u ti n a de sus h a bitu aes cacerías, en las que ab u n d ab a n los tr a b a jo s y las p riv a ­ ciones, ta n to como escaseaba la m erienda. L a perspectiva de u n a buena cena, con vino y todo, y la seg urid ad de d or­ m ir bajo el cobijo de un chozo, al a m o r del rescoldo de una buena lu m b rada, cuando t a n ta s noches se había pasado a la in tem perie en plena m o n ta ñ a , no podía por menos de alegrarle. Pero p a ra Pepito aquella cacería colm aba todas las po­ sibilidades del sueño m ás fa n tá stic o y m aravilloso que h u ­ biera podido im aginar. Iba a cazar lobos, m ano a m ano con tío Nando, que, p a ra los m uchachos de la aldea, era ta n to como decir con el ho m b re m ás valeroso del mundo y del que se contaban las m á s espeluznantes y absurd as hazañas. Tío N ando e ra ad m irad o por todos los muchachos. Ahí es nada, un h om bre q ue se a tre v ía a a n d a r solo, de noche, por la sierra, p ersig uien do a las lobas paridas para qu itarles sus cachorros. No se h u b iera cam biado Pepito en aquel m om ento ni por un príncipe de cuen to de hadas. Con qué alegría t a m ­ borileaba con los talones en la red on d a panza del m anso borriquillo, p a ra ace le ra r su paso. Sus risa s y sus voces lle' naban la honda cuenca del valle, perdiéndose en eco jo ­ cundo por las faldas del monte.


E Ij L O B E R O

D E L A S H U I? DIOS

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Comenzaban a escalar los prim eros cerros. E n u n a ca­ ñada verdeante, ju g o sa de tie rn a gram a,, en donde se en­ sanchaba la vereda, por lo común an g o sta y to rtu o sa , se cruzaron con un rebañuelo de cabras que b a ja b a de la sie­ rra , camino de la aldea. U na alg arab ía de esquilas a leg rab a


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su paso. Los cabritillos jóvenes, a re ta g u a rd ia del rebaño, b alaban y trisc ab a n a porfía. L a d ra b a n los m astines, y su hosco latido reso naba en la ta rd e en calma, con ronco son de amenaza. C ustodiando el rebaño venía, a la zaga, un viejo p a sto r de aspecto venerable. Su noble faz lam piña estaba su rc a ­ da de p ro fu n d as a r r u g a s que d elatab an su ancianidad. Su cabello, luengo y en m a ra ñ a , era como el vellón de un blanco cordero. V estía am plia z a m a rr a de c a rn e ro m e ­ rino y se apoyaba en un grueso cayado de roble sin des­ cortezar. A sobarcado bajo un brazo, po rtaba, con mimoso cuida­ do, un cabritillo recién nacido que tir ita b a con el relente del anochecer. Al lado del p a s to r cam inaba la cabra m a ­ dre, balando p la ñ id e ra ; en sus g ra n d e s ojos redondos, de m an so m ir a r amoroso, h a b ía lum bres de te r n u r a ; su lengíiecilla ro ja lamía con codicias a m a n te s al dulce cab ri­ tillo, tod avía h ú m e ro del c lau stro m atern o. El viejo p a sto r apaciguó con sus voces la cólera de los m a stin es y se detuvo al lado de la vereda p a ra salud ar a los cam inantes. Ya conocía el m otivo de la expedición y sus p a lab ras e ra n cordiales alusiones por el buen éxito de la cacería. — D uro con ellos, tío N and o— decía, refiriéndose a los lobos— que no quede uno. E sos “ d e sa s tra o s ” no nos de­ ja n so segar un m omento. Casi todos los día hacen alguna de las suyas. * * * Ya comenzaba a anochecer cuando llegaron a la m a j a ­ da de los p astores, en donde h a b ían de pernoctar.


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VAj L O B E R O

D l i LAS I I U R D E r i

Los perros que custodiaban el aprisco a nu nciaro n su llegada, corriendo enfurecidos al en cu e n tro de la c ab alg a­ ta. Con silbidos y voces les apacigu aro n los p astores, y, a poco, echaban pie a tie r r a los viajeros a la p u e rta del chozo.


EL

LO U E l i O D>B L>Atí H U R L E S

73

Se hallaba asen tad o el aprisco en u n a an cha cañada, re s g u a rd a d a del cierzo por un em pinado cerro rocoso, es­ cueto de vegetación. P o r la linde m eridional a rra n c a b a el bosque de la m ism a p ra d e ra, en su av e ascensión, h a s ta perderse, sie rra a rrib a , im ponente, escabroso, inextricable. E n tr e el redil y el cerro, al cobijo de un peñasco g ig a n ­ tesco que le serv ía de p a ra p e to c o n tra el Aquilón, se levan­ ta b a la rú s tic a cabaña de los pasto res. E r a é sta un chozo, como todos los chozos de los p asto res de la s erran ía de G re­ dos: un círculo de piedra, de un m e tro de a ltura, re m a ­ ta d o por una te ch u m b re cónica de piornos entrelazados, por los que resbala el aguacero, haciéndola impermeable. E n el cen tro del chozo e s ta b a el ho g a r, fo rm ado por cu a­ tro lanchas en cuadrilátero, y sobre el ho gar, suspendida de las llares, colgaba u n a re n e g rid a caldereta, en la que a la sazón c re p ita b a un suculento guiso de carne de cordero, cuyos vapores p re g o n a b an a los circu n d an tes su ap etito ­ sa substancia. A lrededor del hogar, form an do círculo, es­ ta b a n tendidos los c a m a s tro s de oloroso heno que invita a la m odorra. La luna, en su fase de plenilunio, comenzaba a rem o n ­ t a r sobre la cum bre de la m o ntañ a. Su luz lechosa p latea­ b a las a lta s cúpulas de los pinos y p in ta b a de esm altados reflejo s la e sm e ra ld a del prado. A p e sa r de lo avanzado de la estación, la noche, encal­ m ada, era suave y tibia. Una b risa queda venía de po­ niente, que apenas movía la e n ra m a d a " con su tierno murm ullo. Los ruidos nocturnos, m isteriosos, h acían p re s e n tir la vida de los m últiples séres de la selva, que d ep iertan en la s o m b ra ; las aves nictálopes, v o razm en te rapaces, co­ m enzaban sus merodeos en la silente y tenebrosa noctur-


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nidacl de la selva. Con su vuelo quebrado reco rren el bos­ que, persiguiéndose implacables y tenaces. Sus alas de s e ­ da ra s g a n el velo de la noche sigilosam ente. Sus som bras inquietas, movibles, que la luz, de la luna p ro y ecta sobre el césped de la pradera, adquieren caprichosas fig u ra s f a n ­ tasm agó ricas. P or en tre el m a to rra l se deslizan las a lim a­ ñ as calladamente, en busca de la víctim a que h a de saciar su h a m b re y su saña. Al paso de las aves rap aces y de las bestias carniceras, la tó rto la se a c u rru c a m e d ro sam e n ­ te en su nido, los pajarillos se a p r e tu ja n en la e sp e su ra de la fronda y los anim alitos indefensos c o rre n desolados a refu g ia rse en sus escondrijos o a s o te rra rs e en las m a d ri­ gueras. * * * Los pastores p re p a raro n la cena en la explanada, de­ lante del chozo. Sobre una rú s tic a ta ju e la colocaron la cal­ d ere ta h u m eante, apetitosa, y sobre el césped, esparcidas, las ru bias hogazas olorosas y las ta r te r a s colm adas de con­ dumio. A lrededor del caldero, el corro de com ensales a p re ­ ta b a su cerco, codicioso, que poco a poco iba dando fin de las bien a b asta d as alfo rjas. L a bota, re z u m an te de vino ro jo como san gre, corría diligente de m ano en mano, de sa ta n d o las lenguas. Los enorm es m astines, sin d escuid ar su vigilancia, ro n ­ d aban alrededor del grupo, al atisbo de los relieves de la cena, disputándose los bocados con sordos g ru ñ id o s renco­ rosos. Los zagales e stab an ya a h ito s ; el recio m orapio e n a r­ decía sus cerebros. Bien p ro n to se generalizó la conver­ sación, y, en anim ada disputa, todos rivalizaban por con-


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Ü K LAS H U R L E S

tai’ sus proezas, a b u ltad as en su fa n ta sía por los vapores del alcohol. El relato del m on struo aparecido al pastorcillo a ca p a ­ ró el com entario general. Todos los zagales coincidían en d a r por verídica la aparición, ex ag e ra n d o los detalles. A l­ gunos h a s ta creían h a b e r visto al m o n stru o ro nd ar ju n to

al aprisco en las a lta s h o ra s de la noche, y añadían que los m a stin e s ha b ían huido acobardados a su presencia. No hacía m u ch as noches que les h a b ía desaparecido una h e rm o sa cordera sin que los perros h u b ie ra n podido e v ita r el robo, y todos achacab an la h a za ñ a al terrib le m ons­ truo. El hecho h abía ocurrido en c ircun stan cias ta n ex­ cepcionales, que, por su m isterio, d aban pábulo a la f a n ­ ta sía de los pasto res. A cababan de cenar aquella noche cuando sintieron la a rra n c a d a de los m a stin es en persecución de los “bichos” . (3


EL LOBERO

D E LAS H U R D E S

T ras ellos salió toda la p asto ría con las cayadas a m e n a ­ zantes, azuzando a los perros que corrían furiosos en p e r­ secución de una enorm e loba. L a loba h u ía sin p risa de los p e rro s; de pronto se p a ra b a y c asta ñ ea b a los dientes, h a ­ cía cara a los m astines, que retro ced ían atem orizados, p a ra em prend er o tra vez su tro te lobuno. De e sta g u isa logró a le ja r a los perros y a los p a sto res m uy lejos del aprisco, h a sta que por fin se escabulló e n tre la e sp esu ra de las m atas. Cuando re g re sa ro n a la m a ja d a vieron con asom bro que un animal trem endo, descomunal, como ellos no h a ­ bían visto otro ja m á s, h u ía m onte a rrib a con la cordera en tre las fauces. P o r m ás que em prendieron su persecu­ ción, no volvieron a ver ni ra s tr o de su paso. Todos a c h a ­ caban el hecho al terrib le m o n stru o de cabeza de lobo y cuerpo de asno que ta n fa n tá stic o s com entarios venía su s­ citando en todas las aldeas del contorno. * * *

»

Serían las nueve de la noche cuando, te rm in a d o el y a n ­ ta r, dió tío N ando la señal de p a rtid a . La luna, en ca ra m a d a sobre la a lta cum bre, in u n daba la sie rra con un dulce y suave claror, vistiendo los m ontes de un halo ceniciento, como de p la ta vieja. — Cuando usted quiera, don José, podemos p rep ararn os. El chotacabras que en los anocheceres lanza sus agudos graznidos, m erodeando cabe los rediles del ganado a caza de insectos, h a b ía enmudecido ya. El cárabo y la corneja, hábiles cazadores de roedores, h a b ían dejado oír sus notas lúgubres, que en el silencio de la noche son el anuncio de


EL L O B E R O D E LAS H U R D E S

h a b e r comenzado la caza nocturna, implacable y cruel, la que unos y otros se persiguen todos los m oradores la selva con te rrib le sañ a d e stru cto ra. Tío N ando te n ía p re p a rad o s m inuciosam ente todos detalles de la emboscada. T a n to a don José como a

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en de los los

m uchachos les hizo que se calzaran con a b arcas de piel de lobo que se h ab ía subido en previsión p a ra e v ita r que los bichos pu d ie ra n descu b rir su ra s tro . H a b ía que to m a r t o ­ das las precauciones im aginables, pues no es fácil e ng añar a un anim al t a n astuto. Con g ra n sigilo em prendieron la ascensión por el bos­




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so pino albar, de ra m a s g ru e sa s y re siste n te s. E n una de las horquillas que fo rm ab a n dos de sus enorm es brazos, capaz de a g u a n ta r el peso de u n a cated ral, h ab ía p re p a ­ rado un cómodo refugio, h á b ilm ente disimulado, suficiente p a ra acoger a los cuatro excursionistas. Desde el re fu g io se dominaba toda la ex p lan ad a del calvero y en el dilatado horizonte toda la sábana del bosque. Una vez instalados en el acecho, tío N ando dió sus ó r ­ denes inexorables: — No h ay que re c h is ta r siquiera. E n c u an to yo avise hay que e sta rse quietecitos. El m en or ruido b a s ta ría p a ra que no qu ed ara un lobo en v ein te leguas a la redo nd a— Y les previno a los muchachos p a r a que no se a s u s ta ra n , vie­ ran lo que vieran y oyeran lo que oyeran. No estaba dem ás la advertencia, sobre todo p a ra el pobre Pepito, que se hallaba, como dicen en la aldea, con fra s e gráfica, cuando quieren sign ificar u n a situación de continuo sobresalto, “ m ás escam ado que un g ato en día de m a ta n z a ” . Algo había am ainado su miedo, sin em bargo, al verse encaram ado en el seguro del refugio, en a p re tad o contacto con su padre y tío N and o; pero a no ser por el ejemplo de Colasillo, que a sistía a la escena con la m ism a tr a n q u i­ lidad que si se t r a t a r a de una caza de v erderones en la dehesa, s eg u ram e n te h a b ría renunciado p a ra toda su vida a la curiosidad de v er los lobos, que con ta n to ahinco soli­ citaba poco antes. Y no nos e x tra ñ a el miedo de Pepito. N a d a h a y m ás im ponente y temeroso, p a ra quien no esté a co stu m brado a contemplarlo, que el espectáculo de la sie rra so litaria en plena noche.


1;)1, I.U ÍÍ Ü R U

LAS HLTKUKS

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D u ra n te la noche los m ás pequeños ruidos se a g ig an ­ tan, se desm esuran h a s ta lo inverosímil. La fu r tiv a h u i­ da de la c o m ad reja o del la g a rto e n tre la h o ja ra s c a del m a to rra l, que d u ra n te el día apenas nos hace volver la cabeza curiosam ente, tien e en el silencio de la noche ca­ te g o ría de m edrosa so rp re sa que nos pone en alarm a, so­ b resaltan d o n u e stro s nervios. El aleteo de las aves n o c tu rn a s que revolotean en la e n ra m a d a ; el arrullo de la tó rto la en la arbo led a; el tenu e chasquido del tallo que se q u iebra o del f r u to m adu ro que estalla en las e n tra ñ a s de su cápsula, tienen, en el m iste­ rio de la noche en calma, u n a im presio n an te conmoción p a ra n u e stro s sentidos. N u e s tr a sensibilidad se agudiza e x tra o rd in a ria m e n te en las tinieblas de la noche, acre ­ ciendo la proporción de los objetos, que la proyección de sus propias so m b ras ensan ch an , m ultiplican y tr a n s f ig u ­ ran en caprichosas y quim éricas fo rm a s irreales. P ep ito se im a g in a b a v e r en cada tro n co de árbol un g ig a n te e sp a n ta b le ; en c ad a so m b ra movediza, un f a n ta s ­ ma, y en cada m a ta o piedra, un lobo descomunal que acechaba su paso p a ra devorarle. Pero qué h erm osa, que s eren a m e n te im ponderable, qué fecunda en sensaciones hondas, e n tra ñ ab le s e ra aquella noche otoñal, c a rg a d a de “ silencios ru m o ro so s” . H ay en esos coros nocturnos, llenos de m úsicas vírg en es que en ­ g ríen el sentido e h in c h an las alm as de g ra n d e s em bele­ sos y dulces rem em b ran zas, un fondo in ag otable de poesía. N adie ha sabido e x tr a e r ese ju g o poético con m a y o r p e r ­ fección y realidad que el exim io poeta de Castilla, Gabriel y Galán. E scuchad la honda canción sublime de su “N octurno m o n ta ñ é s ” :


X-iJL.

L>li¡ LíAtj iriUK LihiS

Tendido en lecho húm edo de hierbas aro m á tic as he bebido la a m b rosía de la noche sobre el lomo de la céltica m o ntañ a. Más arriba, los luceros de d ia m a n te ; m ás arriba, las estrellas p la te a d a s; m ás arriba, las inm ensas nebulosas; infinitas, melancólicas, arcanas... Más arriba, Dios y el éter...; m ás arriba, Dios a solas, en la gloria con sus almas... ¡ Con las alm as de los buenos que la tie rra fecundaron con reg uero s de sus lág rim as! Más abajo, las robledas sonorosas; más abajo, las luciérnagas f a n tá s tic a s ; m ás abajo, los dormidos caseríos; m ás abajo, las rib e ra s a rru lla d a s por el coro de bichuelos estivales, por el himno ronco y fresco de las aguas, por el sordo reb ullir de los silencios, que parece el a le n ta r de las m ontañas.

Se h allaba la luna en 1 úspides de su c a rre ra . Sus reflejos ilum inaban el calvero con u n a luz a rg e n ta d a . Las m a ta s de helecnos, húm edos del relente, esp ejeaban como si fu e ra n de esmalte. El espectáculo que se ofrecía a los cazadores desde la a ltu ra de su refugio era v e rd a d era m e n te maravilloso. L a fro nd a ru tila n te de los extensos p in ares brillaba con mil suaves y cam biantes tonalidades, en una g am a delicada de claro oscuro impecable.


KLi L O B E R O

DE

D AS H U T t D E S

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A lo lejos, las cu m bres de Gredos, totalm ente nevadas, con su a lb u ra nacarin a d ab an una adm irable sensación de e tern id ad y de infinito. Y por la p a rte sur, donde la lla­ n u ra del fresco valle se d ilatab a en suave declive h a sta p erd erse en la lejan ía sin horizontes, las lucecitas tenues, oscilantes, d e j a s ald ehu elas vecinas, les h a b lab an de la paz h o g areñ a, que en el recogim iento silencioso de la no­ che tienen una sublim e sencillez y a rm o nías de su prem a belleza. Cerca de media h o ra in te rm in a b le llevaban ag uardan do en acecho sin que la m ás m ínim a señal d e n o tara la p resen ­ cia de los lobos. Ya iba desasosegándose don José y deses­ perándose tío Nando, cuando de m u y lejos, de las p rofun di­ dades de la e n m a ra ñ a d a selva se rra n a , llegó a sus oídos un débil aullido q u e ju m b ro so que la b risa a r r a s t r a b a des­ de enorm e distancia. Oírlo tío N an d o y com enzar a re b u ­ llir afanoso p ara acom odarse en el angosto refugio, fué todo uno. — Se acerca el m om ento — le dijo a don José. Y enca­ rán do se con los m uchachos, les espetó sus rud as razones p a ra anim arles. — ¡A v e r si sois v alien tes! Que no se diga que os ha dado miedo, m uchachos.— Y dii-igiéndose a Pepito— al que sin duda iba dirigida su aren ga, le clij*o: — Los lobos no vuelan, ¿ v e r d a d ? ; pues como no se conviertan en m urcié­ lagos aquí no suben, no h a y cuidado. — Tenéis que te n e r un silencio absoluto; de lo c o n tra ­ rio sería inú til e sp e ra r aquí y nos podríam os m a r c h a r ahor a mismo, y en paz. Indudablem ente, cualquier im prudencia d a ría lugar a que los lobos b a r r u n ta r a n el peligro y todas las p re c au ­ ciones to m ad as por tío N ando re s u lta ría n in ú tile s .*


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E l , L O B E R O D E LAS HIKRDBS

No habían pasado cinco m inutos cuando se dejó oír otro aullido lejano, de la p a rte c o n tra ria de donde se h a ­ bía sentido el prim ero. E n ton ces en tró tío N ando en f u n ­ ciones. Haciendo bocina con sus g ra n d e s m anazas, como g a rra s, lanzó un terrib le aullido ronco, feroz, espeluznante, que se dilató sie rra a rrib a en implacable eco re ta d o r. E r a

el g rito de desafío del lobo macho, que r e t a a los otros lobos en la d isputa de la h em bra. Pepito se quedó pálido como la m u e rte al oír el aullido de sg a rra d o r, temeroso, de tío Nando. Su c a rita de susto, desencajada, parecía de cera a la luz de la luna que se fil­ tr a b a en tre el ra m a je . E l m ism o don José no pudo re p r i­ m ir un repeluzno nervioso que hizo tr e m a r sus carn es in­ vo lu n ta ria m e n te al oír el im provisado g rito em itido por tío Nando.


I i lj L O B E I i O

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El lobero e sta b a tra n s fig u ra d o . La emoción de la caza ponía un e x tra ñ o brillo en sus pupilas, enfebrecidas de entusiasm o, y un m atiz hosco y duro en su acento, como si p resintiese y a la lucha próxim a, en feroz cuerpo a cu er­ po con las fieras. Dándose c u en ta del efecto que su rem edo del aullido lobuno h a b ía producido al m uchacho, se dirigió a Pepito, y con una intuición psicológica adm irab le tr a t ó de in fu n ­ dirle a rre sto s p a ra p re sen c ia r la escena que se avecinaba. — Animo, m uch acho s: a v er cuál de los dos es m á s v aliente— decía señalando a su hijo— . Que no se diga que sois miedosos, muchachos. P u es no se re iría n poco en la aldea si se e n te ra n que h ab éis tenido miedo. Las p a lab ras de tío N a n d o y su apelación al estímulo e n tre los dos chicos s u rtió efecto inm ediato. L as faccio­ nes de P epito recobraron su n a tu ra l rosicler de ju v e n tu d y lozanía. Volvió la so n risa a florecer en sus labios y se h u b fe ra hallado dispuesto en aquel m om en to a contem plar impasible, no una m a n a d a de lobos, sino una legión de demonios desencadenados. Al aullido de tío N ando respondieron en seguida n u e ­ vos aullidos m ás cercanos. Sus notas ag ud as, la rg a s y lú­ g u b re s sonaban en el silencio de la noche como tris te s la ­ m en tos de u ltra tu m b a .' P resin tie n d o que se acercaba el in sta n te, el lobero im ­ puso un silencio absoluto. — ¡Q uietos a h o ra y a e s p e ra r!— Y acarició con su rud a m an aza la rizosa cabellera de Pepito, con mimo delicado, p a ra anim arle. N uevos aullidos reson aban de una y o tra p a rte de la e n m a ra ñ a d á ’ selva, cada vez m ás cercanos. Volvió entonces tío N ando a re m e d a r la llamada. U n


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EL. L O B E R O D E L A S 1 I U R D E S

suave aullido, cálido y hondo, salió de su g a rg a n ta , de no tas tie rn a s y dulces: era el aullido de la loba en celo que llam a a su pa re ja. In m e d ia ta m en te volvió a oírse el aullido de un m a ­ cho. Sus notas dilacerantes, feroces, e ra n un terrib le de­ safío a los otros lobos, un reto a m u e rte que ponía p a v o r al escucharle. Se sentía su galopar por e n tre la mialeza del m onte, acudiendo veloz a la llam ada de la hem bra. La emoción de los cazadores era e x tra o rd in a ria , t r e ­ menda. Se p resentía la inm ed iata irrupción del m acho en el calvero. Su último aullido había sido ta n cercano, ta n rabioso, ta n retador, que hizo re te m b la r la arboleda con su eco ronco y seco. Al oír el terrible g rito de desafío del lobo macho, to das las alim añas del monte, estrem ecidas de pavor, hu y ero n acobardadas, ocultándose en la espesura de los m ato rrales. Un silencio im presionante siguió al sin ie stro aullido. P o ­ dría escucharse el acelerado tic tac en el corazón emocio­ nado de los cazadores. Pepito, sobrecogido de temor,- se a c u rru c a b a m edroso ju n to a su padre, buscando, inconsciente, su protección. Su propio pánico le imponía un silencio absoluto. La brevedad de aquellos in s ta n te s de a n g u stio sa esp e­ ra parecían una eternidad. Como si la vida se h u b ie ra p a ­ rado de repente, una quietud infinita, de vacío sin fin, de abstracción eternal, envolvía la N a tu ra lez a . D aba la impresión real de la sú b ita m u e rte de los mundos. El rebullir incesante de los mil seres no ctu rn o s h a b ía calla­ do, sobresaltados por la presencia de los lobos. Se h u b ie ra . oído en aquellos m om entos el aleteo de u na m ariposa. De pronto irrum pió arrollador, feroz, imponente, tron -


E L T .O B E R O DIO L A S U U U D K S

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LOBERU

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H U U l.'ü S

chanclo a su paso la maleza, un enorm e animal. Sus ojos, inyectados de cólera, refu lg ía n en la oscuridad como f a n ­ tá stica s luciérnagas. Un resuello de f r a g u a reso nab a en su ancho pecho colérico, que la veloz c a r re r a hacía, jad ear. Corrió impetuoso h a s ta el cen tro del calvero y allí se q u e­ dó inmóvil, como sorprendido, oteando el espacio, con la terrible cabezota enhiesta y las o re ja s em pinadas, en a c ­ titu d de escucha anhelosa. Su tam añ o descomunal se a g ra n d a b a a ú n m ás con su actitu d desafiante, agresiva, feroz. L á piel del animal, de un color ceniciento, p arecía de arm iño, em blanquecida por la luz de la luna que b a ñ a b a to ta lm e n te su fig u ra. La im presión de tío N ando a la v ista del eno rm e bicho fué sorprendente, inexplicable. Con su m a n a z a de H é rc u ­ les a g a rro tó el brazo de don José, que y a se disponía a d is p a ra r c o n tra el intruso, y con voz enronquecida, en la que había trém olos de asom bro y de pavor, exclamó a h o ­ g a d am e n te : — ¡El m onstruo, don José, el m o n stru o ! Y a g arrotánd ole la tercerola, p u g n ab a po r e v ita r el disparo. La superstición ig no rante del lobero, influido con la leyenda del terrible “ m o n s tru o ” aparecido h acía pocos días al zagalillo de la aldea, p rod ujo aquel so rp ren den te estupor de tío Nando. P a re c ía imposible que aquel hom bre valerosísimo, audaz y tem erario , impasible a todos los p e ­ ligros reales, te m b la ra como te m b lab a a la v is ta de aquel anim al y que su ignorancia su persticio sa le hiciera to m a r por un “ m o n s tru o ” lo que no e ra sino u n colosal lobo viejo, encanecido p o r los años, que los claros re fle jo s de la luna p intaban de nieve. A tales extrem os llega la ignorancia de c ie rta s gentes


10J_. L O B -b íiiO JJiil LiAiá H U K JD K iá

que les hace ver, a veces, b ru ja s , f a n ta s m a s y “ m o n stru o s” en las cosas m ás sencillas y n a tu ra les, incurriendo en e rro ­ res increíbles que nos p arecen fáb ulas o invenciones cu an ­ do los oímos contar. * * * Los m om entos eran sensacionales, de tre m e n d a ansie­ dad. Don José, que se h a b ía dado c u e n ta del erro r de tío Nando, p u g n a b a por d esasirse de sus g a r r a s de h ie rro que le a ten a z ab a n , p a ra d is p a r a r su tercerola an tes de que el lobo se p e rc a ta ra de su presencia y saliera de huida. Te­ m iendo h a c e r .el m eno r ruido que les descubriera, quería convencer a tío N and o de su equivocación por medio de adem an es desaforados, que no lograron sino a u m e n ta r la zozobra del lobero, que los in te r p r e ta b a como de miedo por p a r te del médico, — ¡Quieto, don José, quieto— gem ía el pobre ho m b re— , o e sta m o s perdidos! Ya se m a rc h a r á y podremos irnos nosotros a la m a ja d a .— Y en su m irad a zozobrante, desor­ bitada, d e n o tab a el g ra n te m o r que le em bargaba. E n este forcejeo se h allab an cuando e n tre los m a to r r a ­ les, de b ajo de su mismo refugio, se oyó un rebullicio de h o ja ra s c a que denunciaba el paso im petuoso de otro a n i­ mal. Pocos in s ta n te s después entró, ta m b ié n ja d e a n te y terrible, un nuevo lobo en el calvero. Sus ojos enrojecidos echaban lum bres de odio. ¿Q ué iba a p a s a r allí? Al e n fre n ta rs e los dos lobos m a ­ chos, tío N ando cesó en su pugna, e n orm em ente im p re­ sionado. . ' . Q uedáronse los lobos plantados, f r e n te frente, en a c ti­ tud de desafío. Feroces gruñidos salían de sus roncas g a r ­


g a n tas. Con los agudos colmillos al aire, entrechocaban sus m andíbulas, con escalofriante re to y am enaza. Tan abso rtos se hallaban en su odio pasional, que ni se habían dado cuenta de la presencia de los cazadores.

Iba a com enzar una lucha .feroz, espantosa, a vida o m uerte, en tre los dos rivales. L a d isp u ta de la h e m b ra im a­ g in a ria enardecíales de odio y de pasión. A n te el espec­ táculo magnífico, so rpren den te que se avecinaba, el propio tío N ando se olvidó de sus supersticiones y a g u a rd a b a a n ­ heloso la form idable batalla de los lobos machos. , Con ciega acometida se' enzarzaron im petuo sam en te el


L iU b lil iU UAL.

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uno c o ntra el otro. Sus feroces gruñidos de rabia, de do­ lor y de odio; el fra g o r ardoroso de su lucha, ponía en conmoción toda la selva, como si, efectiv am ente, fu e ra n dos terrib les m o n stru o s los que c o m b atieran en el silencio de la noche. No es posible im a g in a rse un encono m a y o r que aquella b ra v a pelea. Igualados en fu e rz as y en ferocidad, lucha­ b an con e x tra o rd in a rio a rd o r en su deseo m u tu o de eli­ m in a r al odiado rival. T erribles dentelladas ha b ían d e sg a rra d o sus robustos y carnosos cuellos y la sa n g re m an aba a borbotones de los dos contendientes. Sin tre g u a ni espacio se acom etían una y o tra vez, con redoblado ím petu, seguros de que el m e­ n or desm ayo, el m ás m ínim o descuido sign ificaba la m u e r­ te m ás horrible. Se despedazaban a mordiscos con saña cruel. Indeciso p arecía el desenlace. Tan p ro n to el uno como el otro hacían p re sa en su contrario, am enazando d e rri­ barlo en t i e r r a ; pero con un suprem o esfuerzo volvían a d esasirse nuevam ente, p a ra enzarzarse o tra vez en lucha m ortal. Sus fauces c h o rre a b a n san gre y baba fu rio sa ; parecían poseídos de fu e rz a s so bren aturales, inverosí­ miles. Así llevaban ya cerca de un cuarto de h ora, que p a re ­ cía interm inable, cuando el corpulento lobo viejo, que tío N ando h a b ía tom ado por el fam oso “ m o n s tru o ” , comenzó a ja d e a r, dando m u e s tra s de agotam iento. Sus ojos, inyec­ tados de san gre, im ponían; daba h o rro r m irarlos. Luchaba d esesperad am ente, poniendo en juego todos sus ardides de lobo viejo, ex p erim en tad o en aquellas te rrib les luchas de raza.


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Con un último y suprem o esfuerzo, reconcentrando to ­ das sus energías, que iban desfalleciendo poco a poco, se lanzó como una c a ta p u lta c o n tra su rival y lo derribó del encontronazo. A n siosam ente le hizo p re s a en la g a rg a n ta , destrozándole la y u g u la r de u na dentellada. Los e ste rto re s p ostrero s del m oribundo sonaban en el silencio de la noche como el borboteo de un cán taro , llenándose al cho rro de una fuente. El m acho vencedor, con ciega saña, d estrozab a im pla­ cable la g a r g a n ta del m oribundo. Los cho rro s de s an g re salían de la a b ie r ta h e rid a como un su rtid or, b a ñ an d o los cuerpos de los dos rivales. Tan ciego de ra b ia y de encono e sta b a el lobo victorio­ so que no sintió siqu iera el g rito d e sg a rra d o r de tío N ando, conminando, angustioso, a don José p a ra que d is p a ra ra su tercerola. — ¡A hora, don José, a h o ra ! Mátelo usted, ¡pron to! — decía tío Nando, enardecido por la lucha. Dos disparos certero s echaron p a ta s a rrib a al su p u es­ to “ m o n stru o ” ju n to al cuerpo m u e rto de su enemigo. Y un estentóreo g rito de triu n fo resonó en la inm ensidad de la s e rra n ía : — ¡M uerto! ¡M u e rto !— a tro n a b a tío Nando, con g rito de júbilo. * * *

Con la agilidad de un g a to m o n té s se deslizó tío N ando por el tronco del pino, desde la a ltu ra de su refugio. Lle­ vaba e n tre los dientes, como un corsario que se lanza al abordaje de la nave enemiga, un descomunal cuchillo mon-


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tero. Saltó a tie rra rápido, y a g ra n d e s zancadas se plantó en medio del calvero. El viejo lobo, herido de m u e rte , al v er llegar a tío Nando, se incorporó to rp em en te sobre su s c u arto s t r a s e ­ ros, y encarándose con él, batió al aire sus agudos colmillos am enazadores. Sus ojos brillaban llenos de odio. De su g a r g a n ta salían in te rm iten te s g ru ñid os de dolor y de agonía. Tío N ando se hallaba en plena exaltación. Deshecho el engaño que le había llevado a to m a r por un “ m o n stru o ” al viejo lobo “ solitario” , su in stin to luchador había r e n a ­ cido con fiebre pasional. Increpab a al lobo m oribundo con b ru tales p a lab ras de cólera: — ¡ “ Bichu m ald itu ” ! A h o ra te daré yo; h ijo de b ru ja . Y desliándose la f a ja del cuerpo, arrollósela al a n te ­ brazo izquierdo, a m an era de escudo protecto r, y se lanzó ferozm ente al ataque. Su d estreza en las luchas cuerpo a cuerpo c o n tra los lobos era adm irable. Dotado de una fu e rz a g ig a n te sc a y de u n a serenidad incomparable, e ra capaz de e n fre n ta rs e con una p a re ja de lobos a la vez en la seg u rid ad de ven­ cerlos. Con un penoso esfuerzo, s o b re n a tu ra l, levantóse el viejo lobo p a ra acom eter a tío Nando. Recibióle éste im ­ pasible, con una san g re fría te m e ra ria , y a largan do su brazo izquierdo, le dejó h acer p re sa sobre la estoposa fa ja . El ím petu de la fie ra fué tre m e n d o ; pero tío N ando a g u an tó im p e rté rrito la b ru ta l acom etida, y con una lige­ reza im propia de su pesado corpachón esquivó las g a rra s de la fiera, hundiendo en su costado el enorm e c h a fa ro te h a s ta la em puñadura.


E l. L O B E R O D E LAS H U R D E S

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Como un fa rd o cayó el pobre anim al a los pies de tío Nando. Los ojos vidriados del m oribundo ya no volverían a m ir a r la m a n sa luna, im pávida en su c é n it de plenilunio, que alum bró aquella b á rb a ra escena salvaje, en la que los dos feroces machos, a tra íd o s por su in s tin to de raza, h a ­ bían luchado h a s ta m orir, destrozándose a dentelladas.

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