Lo que trae la neblina

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Lo que trae la neblina

si renunció a la búsqueda inmediata, cuando el deber y su primer pálpito se lo imponían, obedece realmente al temor que le inspira su marido. Otra vez el recuerdo del viejo y de su proceder, queriendo manipularla desde su insignificancia, desde su aparente mansedumbre, le revuelve el estómago. Le ofusca, mucho más en esta hora de inquietud, el egoísmo del hombre que le exige una lealtad a prueba de todo, sin más retribución que la de los celos infundados, en una vida plagada de carencia y ayuna de oportunidades. El fragor apagado del torrente y el frío de la noche terminan por aletargarla. Lo último que percibe antes de sumirse en la inconsciencia es la llama temblorosa de la veladora que arde sobre el piso y la isla de luz en que se inscribe. Sueña que José Manuel la llama a gritos, insistentemente, y su reclamo se transmuta en los ladridos reales y distantes de un perro desvelado, que la despiertan entre gemidos y sudores. Se pregunta si habrá dormido mucho, pues del velón que iluminaba el aposento solo quedan un pedazo de pabilo y el pegote de parafina al que se adhiere. La claridad suave y lechosa que se filtra de afuera y el propósito de anticiparse al amanecer la inducen a levantarse. Mirados desde el patio, los cerros cordilleranos se recortan, nítidos y bermejos, como las candeladas que anteceden a la siembre, sobre un cielo de malva que todavía se aferra al estío. El tullido sigue durmiendo en su corral y el estruendo del torrente es ahora un murmullo. Entonces se pone a esperar que entre la mañana.

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