Lo que trae la neblina

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Lo que trae la neblina

pudo su nieta doblegarse apenas con los impactos, en lugar de rodar hasta el canalón. Pero todo es cosa de un momento, porque don Ramón y Fidel resguardan el cuerpo bajo el alar de la vivienda, donde el brillo de la luna no se atreve. Cuando el niño acerca la llama de una vela al rostro de la difunta, la herida del mentón se destaca limpia y neta, y un hilo bermejo parte del orificio frontal para morir, adelgazado, bajo la oreja izquierda. Mucho más resaltan en el rostro –huellas que el aguacero no borró– los hematomas de un morado intenso alrededor de los ojos, abiertos y apagados, y el negro aceitoso de las cejas. Tendida sobre el corredor de la casucha, las manos sobre el vientre, la muerta luce frágil, insignificante, ingrávida... Pero don Ramón sabe que los difuntos pesan, que el camino hasta su casa es largo y que para el trasporte del cadáver no podrá contar, a esa hora, con la ayuda de extraños. Por eso le sugiere a doña Pastora que la velen en el rancho, puesto que la noche hace rato se partió y tal vez alguien les preste ayuda cuando amanezca. Pero la abuela rechaza la idea con un “¡ni riesgos!” que sofoca toda réplica. Y añade, para mitigar la vehemencia de su negativa: –No ve que los “paracos” dijeron, antes de irse, que si a las seis de la mañana seguíamos aquí, nos encerraban en el rancho y le prendían candela con nosotros adentro. ¿No es cierto, m’ijo?

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