Los puentes de Madison

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Robert James Waller

Los puentes de Madison County

combinación de esponja y toalla. Una toalla, se reprochó Francesca; al menos podría haberle dado una toalla. La navaja de afeitar reflejaba el sol; ella lo vio enjabonarse la cara y afeitarse. Era —otra vez esa palabra, pensó Francesca—, era duro. No era corpulento, medía un poco más de uno ochenta y era más bien delgado. Pero tenía la musculatura de los hombros grande, y el abdomen liso como la hoja de un cuchillo. No representaba la edad que tenía y no se parecía a los hombres del lugar, que comían demasiados dulces en el desayuno. La última vez que había ido a Des Moines, Francesca se había comprado un perfume nuevo: Windsong, y ahora lo usó con moderación. ¿Qué se pondría? No le pareció bien arreglarse demasiado, puesto que él seguía con su ropa de trabajo. Camisa blanca de manga larga, unos tejanos limpios, sandalias. Los aretes que, según Richard, le daban aspecto de gitana, y una pulsera de oro. El cabello recogido con una hebilla en la nuca, caído sobre la espalda. Así estaría bien. Cuando volvió a la cocina, Robert estaba sentado ahí con sus mochilas y su nevera; se había puesto una camisa caqui limpia con los mismos tirantes naranja de antes. En la mesa había tres cámaras, dos lentes cortos, dos medianos y uno largo, y un nuevo paquete de Camel. Las cámaras y los lentes eran de la marca Nikon. El equipo estaba rayado, en algunas partes abollado. Pero Robert lo manejaba cuidadosamente, aunque sin obsesionarse. Pulía, cepillaba, soplaba. Volvió a mirada; ella estaba seria otra vez, tímida, —Tengo cerveza en la nevera. ¿Quieres una? —No estaría mal. —Sacó dos botellas de Budweiser. Cuando levantó la tapa de la nevera, Francesca vio cajas de plástico transparente con película apiladas en el interior. Quedaban otras cuatro botellas de cerveza. Francesca abrió un cajón para coger un abridor, pero él dijo: «Yo tengo». Sacó de su vaina el cortaplumas múltiple que llevaba en el cinturón, extendió una de sus hojas y la usó con pericia. Le entregó una botella a Francesca y alzó la suya en una especie de brindis: —A los puentes cubiertos en el atardecer, o, mejor aún, en las mañanas cálidas, rojas. —Sonrió. Francesca no dijo nada, pero sonrió con suavidad y levantó un poco su botella con gesto vacilante, incómodo. Un extraño desconocido, las flores, el perfume, la cerveza y un brindis un caluroso lunes del final del verano. Era más de lo que podía resistir. —Alguna vez alguien tuvo sed una tarde de agosto. Quienquiera que fuese, se paró a estudiar su sed, improvisó alguna bebida e inventó la cerveza. De allí proviene, y se resolvió el problema de la sed. —Estaba ocupado con una cámara, y parecía que le hablaba a ella mientras ajustaba un tornillo en la parte superior, con un destornillador de joyero. —Voy un minuto al jardín. Ahora vuelvo. Robert levantó los ojos. 24


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