La enfermedad sospechosa

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4. Manos de lavandera Ramón tenía tres trajes. El único suyo era el de ir a la escuela, el de entrar dentro de la ciudad antigua, su traje de maestro, de vecino humilde y formal, sencillo y cultivado, que estaba hecho un desastre: las coderas rotas, un siete en la espalda, los frunces nacidos y unas culeras de los pantalones que reclamaban un par de parches sacados del dobladillo. De los dos trajes que no eran suyos, uno, el que llevaba puesto, era una levita elegante que le venía demasiado grande y unos pantalones que hubo que meter por dentro de las botas para que no arrastrasen. Y el otro, que le venía como de molde, era un traje de señorito. La sola idea de ir con él vestido por la calle le daba a Ramón una mezcla de rabia y de vergüenza. Si no un traje, sí podía permitirse el lujo de remendar uno viejo, porque el hecho es que había que andar por la calle. Teruel era en aquella época una ciudad de poco más de nueve mil habitantes enclavada en un altozano abrupto y alargado, una terraza fluvial de margas rojas y yesíferas desde la que se divisaba, al oeste, el valle del Guadalaviar, que va a parar a Valencia, y al este los cerros de Santa Bárbara y las hondonadas de arcilla, salpicadas de mogotes, de la rambla de San Lázaro, por donde se desparramaban los barrios más humildes de la capital. En uno de esos barrios, el de las Cuevas del Siete, por debajo del acueducto, al norte de la ciudad, vivía Ramón, pero trabajaba dentro de la ciudad levítica, en uno de los tortuosos arroyos que desembocan en la populosa calle del Tozal, desde donde el río de la gente baja hasta la plaza del Mercado. Esta plaza y sus alrededores, la única parte de la ciudad que había previsiones de que se adoquinase, eran

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