Madame Bovery

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tapete; ¿por qué la mujer del médico se mostraba tan «generosa» con el pasante? Aquello pareció raro, y se pensó definitivamente que ella debía ser «su amiga». El daba motivos para creerlo, pues hablaba continuamente de sus encantos y de su talento, hasta el punto de que Binet le contestó una vez muy brutalmente: -¿A mí qué me importa, si no soy de su círculo de amistades? Él se atormentaba para descubrir cómo declarársele; y siempre vacilando entre el temor de desagradarle y la vergüenza de ser tan pusilánime, lloraba de desánimo y de deseos. Después tomaba decisiones enérgicas; escribía cartas que luego rompía. Se señalaba fechas que iba retrasando. A menudo se ponía en camino, con el propósito de atreverse a todo; pero esta resolución le abandonaba inmediatamente en presencia de Emma. Y cuando Carlos, apareciendo de improviso, le invitaba a subir a su carricoche para que le acompañase a visitar a algún enfermo en los alrededores, aceptaba enseguida, se despedía de la señora y se iba. ¿No era su marido algo de ella? Emma por su parte nunca se preguntó si lo amaba. El amor, creía ella, debía llegar de pronto, con grandes destellos y túlguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la trastorna, arranca las voluntades como si fueran hojas y arrastra hacia el abismo el corazón entero. No sabía que, en la terraza de las casas, la lluvia hace lagos cuando los canales están obstruidos y hubiese seguido tranquila de no haber descubierto de repente una grieta en la pared.

CAPÍTULO V Fue un domingo de febrero, una tarde de nieve. Habían salido todos, el matrimonio Bovary, Homais y el señor León, a ver a una media legua de Yonville, en el valle, una hilatura de lino que estaban montando. El boticario había llevado consigo a Napoleón y a Atalía, para obligarles a hacer ejercicio, y Justino les acompañaba, llevando los paraguas al hombro. Nada, sin embargo, menos curioso que aquella curiosidad. Un gran espacio de terreno vacío, donde se encontraban revueltas, entre montones de arena y de guijarros, algunas ruedas de engranaje ya oxidadas, rodeaba un largo edificio cuadrangular con muchas ventanitas. No estaba terminado de construir y se veía el cielo a través de las vigas de la techumbre. Atado a la vigueta del hastial un ramo de paja con algunas espigas hacía restallar al viento sus cintas tricolores. Homais hablaba. Explicaba a la «compañía» la importancia futura de este establecimiento, calculaba la resistencia de los pisos, el espesor de las paredes, y sentía no tener un bastón métrico como el que tenía el señor Binet para su use particular. Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlos estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; su espalda incluso, su espalda tranquila resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje. Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, León se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes

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