Balcei 154

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colaboraciones

julio 2014

INSTANTES

Pedro Juan Nuez.

La mente, constantemente expandiéndose, necesita desaguar acúmulos de ideas, de conocimientos, de imaginaciones, de ahogados razonamientos —comprimidos entre sus parietales y su frente— que pudieran hacerla zozobrar. Todo eso que al ser humano pudiera hacerle pensar, que dentro de sus entrañas pudiera anidar, otra especie de espíritu de lo más inquietante. Un ser paralelo que compartiera este límbico lecho a base de asexuados sesos, con el anfitrión de la ósea caja craneal, al que le haría entender, que su persona navega por la indecisión que propician las fuerzas de dos entes. Un ser de desasosiego, que a machamartillo, le fuera recordando sin cesar, que se vería abocado a la preterición: circunstancia en el que uno se «encontrare» tras haber existido, y que bien pudiera ser distinta, del estado en el que uno se encontrara antes de ser concebido. Cada momento que transcurre te acerca un poco más a tu muerte. No hay manera de parar la aproximación por más que se intente. La muerte, ni que la hayamos «vivido» hasta la primera hebdómada o hasta la séptima década, puede parecer tan cercana, como cercano pueda parecer el primer momento que se recordó tras el nacimiento: un momento, ya tiempo atrás olvidado, entre el puerperio y la infancia, mucho antes de que también fueran olvidados momentos de amor, momentos de sexo, momentos de sexo con amor, momentos de amor con sexo. En un instante todo ha desaparecido y en un instante todo habrá desaparecido. Es un instante y nada más: es el instante de la vida. Ese mismo que da paso al instante de la muerte. La vida y la muerte quedan reducidas a dos instantes. Por su cortedad, simplificando, optimizando, podemos reducirlos a solo uno. Y este instante, si fuera dividido por un irreal y matemático tiempo infinito, se aproximaría al más vacío de los ceros, de la misma manera que cualquier trozo de tiempo contable —sea un

segundo, sea un siglo— si lo partimos también por ese mismo tiempo infinito, se nos quedaría en una hueca nada. No sé de qué manera, se podría concluir que ese «instante» analizado, equivale a cualquier periodo de siglos, de milenios, de arcaicas eras. Por tanto, cualquier periodo que se cuente —sea computado desde la vida, sea computado desde la muerte— ni que fuera medido desde trillones de años luz, no parecería más que un instante. Hemos llegado al ABSURDO. Simplemente no se pueden sumar intervalos de vida en la matemática coordenada del tiempo, si un factor reductor de inexplicable substancia, nos los va minimizando a instantáneos puntos discontinuos que convergen en uno. Son como relámpagos de memoria puntual, que el ser humano, al intentar recordar su vida, confunde con lo que a él le parece que es el paso del tiempo: un fugaz rayo que ha quemado su existencia. En consecuencia con este incierto planteamiento, la vida o la muerte, no son sino dos absurdos, dos totales y enloquecedores absurdos. A partir de aquí, y aunando todas filosofías que podrían emanar de lo dicho, deberíamos descartar entender la vida desde el concepto tiempo, elemento distorsionador donde los haya. Constantemente lesionamos nuestro entendimiento lanzándolo contra la valla protectora del «tiempo cero», sin llegar del todo a ser engullidos por su vacuidad. Se vive la vida desde un instante cambiante que nos conduce a otro nuevo instante recién estrenado, tan efímero, que nada más empezar, te ha dejado plantado ya. Y así, suceda lo que suceda, sin parar de sucederse. ¿Ha discurrido el tiempo? Quizás, lo que haya cambiado, simplemente son las posiciones de unos volúmenes con respecto a otros: macroscópicos, como los que se ven desde fuera; microscópicos, como los que se verían por los moleculares adentros. ¿Somos «lo mismo», o somos algo distinto por haberse modificado nuestra disposición atómica? ¿Somos, tras este cambio de configuración espacial «el mismo»? ¿Acaso no somos una única persona a lo largo de la vida? ¿Acaso con cada modificación o quema de datos de nuestro consciente o subconsciente, nos sentimos otro ser? ¿Qué nos hace ser el mismo ser desde que nacemos? ¿Qué nos hace no ser lo mismo desde el principio? Si todo cambia, con la sustitución de cada una de las células de los tejidos del cuerpo… ¿Ha cambiado también nuestra esencia? ¿Ha cambiado el ser que hubo en el cuerpo? Y si este cuerpo ya no es para nada el de antes, y si aquellos recuerdos borrados o deformados ya no existen, y si todo —material e inmaterial— ha sido sustituido o renovado por algo nuevo… ¿Qué queda de lo que se fue a los cinco meses, ni que sean contados desde dentro o desde fuera del vientre materno? ¿Qué queda o quedará de los cinco años, de los diez, de los veinte, o de los cincuenta, si nos ponemos a repasar tras rebasarlos? ¿Es que constantemente están muriendo personas en un mismo cuerpo? ¿Queda acaso el alma? ¿Hay alguna otra explicación más racional?

Sin alma con la que nos identifiquemos, no somos sino seres impersonales, más bien cosas. Si así fuera, cualquiera podría llegar a ser lo que tiene a su lado, o el que tiene a su lado. Una máquina con apariencia de clon, sería capaz de ser como cualquier otro, con tal de insertarle sus datos y sus anatómicas piezas a su imagen y semejanza. ¡Veamos! Con un sonoro chasquido del dedo anular, al saltar desde la yema del pulgar a la golpeada uña del meñique —avanzando 187 años de vez— hemos llegado al año 2201, el de los rebisnietos de nuestros tataranietos… ¿Qué diferenciará al producto novedoso «hombre», nacido de tridimensional impresora de ese siglo XXIII, de un humano tal cual lo conocimos en el siglo XX? Todo un ente fabril, que acabará como reliquia de un fungible museo del siglo XXX. ¿Y cómo diferenciaremos los datos llegados de los sueños, los llegados de nuestras vivencias, los llegados de nuestras edificadas mentiras… de todos aquellos datos implantados con un «microchipero» injerto? Quizás se gratifique con un añadido de imágenes intercambiadas de los recuerdos de otros, o con programas que con solo mirarlos de reojo —conectados con enésimas neuronas, afines a la última circunvolución encefálica de una «desfasada» genética— nos sumerjan en orgasmos clasificados por sexos, razas y especies. ¡Quizás nos salve y nos distinga la sensación interior de no ser un nuevo modelo de computadora! ¿De dónde emana esa SENSACIÓN con la que nunca contarán los artificios electrónicos? Esa sensación tan común con la que nos sentimos irrepetibles, la cual es única y diferente para cada prójimo. Una sensación excluida del vacío inicial del mundo. Podrán decir ciertos sabios, que la vida, diosa de dioses, se esparció tras la gran explosión, hacia lo que sería su mundo, para no dejar nunca de correr. Pero el que subscribe se atreve a decir que esta «vida-muerte», Diosa de Dios, no explotó, ni se originó, sino que simplemente «siempre» existió, inmersa en la calidez de su materia orgánica, en toda la frialdad de la materia inorgánica, inmersa, en la quietud de la nada. Solo así, puede comprenderse mínimamente algo de todo esto, dado que la magnitud «Tiempo» parece que no pueda descartarse de las fórmulas de la Física. La cuestión puede radicar en saber, si este tiempo con toda su ciencia, encaja con lo que el abismo de la mente puede discernir. Nunca nadie entenderá del todo, cómo cabe la eternidad en un universo infinito de materia, espacios y agujeros, ni cómo se diluye el universo en una eternidad infinita de milenios hechos instantes. Solo cabe, pasar de la incomprensión del «absurdo» —venga del tiempo, del espacio, del «no tiempo», del «no espacio», o venga de las combinaciones de sus subconjuntos— a un segundo grado superior de suprema incomprensión llamado DIOS: lo único que podría estar fuera de todo instante.

Troncha García


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