Sapos y culebras nº2 [noviembre 2018]

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liberando los recovecos más recónditos de tu carne de esa tela impúdica e inoportuna. Después llegaba el turno del corpiño, que te abrochabas sin preámbulos, con la habilidad de una contorsionista de circo. Y después la ropa, las combinaciones y su consecuente complejidad. Podías pasarte horas eligiendo, disponiendo polleras y blusas sobre el acolchado, mirándote al espejo y probándote las prendas sin ponértelas. Yo, al igual que vos, no me aburría nunca de verte probar. Tengo que confesar que también me gustaba ver cómo te maquillabas con la dedicación y la minuciosidad de un copista medieval. Tu escritorio, lleno de labiales, esmaltes y sombras, era la paleta de un pintor y como en un juego barroco o en un cuadro de Velázquez, la obra quedaba plasmada en el espejo. Cuando se apagaba el velador del escritorio el ritual terminaba para los dos: verte salir del cuarto era no verte más. Pero perderte era también esperar volver a encontrarte. Debe ser lo único lindo de las despedidas: la promesa incierta de un hasta pronto. Seguramente nunca lo habías pensado, pero lo que para vos era un simple recurso de la arquitectura, una mera abertura al viento y a la luz, para mí era la entrada a un mundo nuevo y diferente. De la misma manera, si para vos mi campo visual no era más que un recorte, una parte del todo que compone tu departamento, para mí tu ventana era un todo sin partes: el de tu vida como yo podía verla. Por eso, mi peor enemigo, y creo que no hace falta explicártelo, eran los postigos. Cuántas veces agradecí que le tuvieras pánico al encierro y que siempre los dejaras abiertos de par en par. Y cómo disfrutaba las noches de verano, cuando podía verte dormir en ropa interior, abrigada por la luna. Si me demoré más de la cuenta en hablar de tu novio, no fue por envidia ni por resentimiento. Sé muy bien qué parte de tu vida me correspondía y qué parte le correspondía a otros. Al principio, te lo voy 36


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