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disformidad. —Salimos al espacio normal hace aproximadamente seis horas. Desde entonces nuestros astrópatas han captado varios mensajes procedentes de la superficie de Galt Tres. —¿Mensajes? —preguntó Hakon. —Llamadas pidiendo ayuda. Comunicados militares. Una señal de alerta general pidiendo ayuda contra la invasión. ¿«Invasión»?, pensó Ragnar. ¿Quién estaría tan loco para atreverse a invadir un sistema imperial? Luego sonrió por su ingenuidad. Sobraba quien pudiera hacerlo. Razas alienígenas, incluso gobernadores imperiales rebeldes. Esto ya había ocurrido antes. —Di instrucciones a nuestros astrópatas para que se pusieran en contacto con sus homónimos de Galt Tres, y esto es lo que han sabido. Hace aproximadamente seis meses según el tiempo imperial, emergió del espacio disforme un pecio. Se acercó a tres unidades estándar de Gatt Tres, y allí liberó un sinfín de naves más pequeñas, miles de ellas. —Debe de haber sido un pecio enorme, digo yo —comentó Sven con una sonrisa de satisfacción. —Es obvio —respondió Gul, como si Sven fuera idiota. Ragnar pensó que en ese momento era justo lo que parecía su compañero. Los pecios podían tener casi cualquier tamaño. Eran gigantescas aglomeraciones de naves inutilizadas que por una u otra razón se reunían para formar un vehículo espacial interestelar, con frecuencia de mayor tamaño que muchas ciudades. Entraban en la disformidad y salían de ella aparentemente sin razón alguna. La mayoría no estaban habitados, pero algunas albergaban diferentes formas de vida. Podían ser tan inocuos como los exploradores que buscan secretos antiguos entre los barcos hundidos o tan amenazadores como las progenies de los terribles genestealers. Podían aparecer en cualquier momento, en cualquier sistema, impulsados por las corrientes de la disformidad. —Estas naves eran la avanzadilla de una invasión de orkos. —¡Orkos! —murmuraron varías voces al unísono. Ragnar pensó en la cara que habían visto durante el ritual de Karah. Decididamente era la de un orko. Los Lobos Espaciales parecían complacidos, pues allí había enemigos dignos de ese nombre. Los orkos podían ser brutales y bárbaros, pero eran guerreros poderosos y sin miedo. Gul miró a Mozak, el Jefe Astrópata. —Sí, son orkos, sin la menor duda. Mozak era un anciano delgado de voz temblorosa y ojos de ciego blancos como la leche, y se apoyaba en un bastón casi tan alto como él. Alguna vez Ragnar se había cruzado con él, que tanteaba su camino por los largos pasillos de la nave, y el anciano siempre lo había saludado con un gesto de la cabeza como haría cualquier vidente. Sus poderes psíquicos debían de ser, en cierto modo, un sustituto de los ojos, pensó Ragnar. —Siempre ha habido orkos en la superficie de Galt Tres, escondidos en lo más profundo de las selvas. Nunca han sido una amenaza seria para la población imperial. Correrías de vez en cuando, incendios y saqueos, ese tipo de cosas. —¿Es posible que su presencia haya atraído a los orkos del pecio? —preguntó Hakon. —Tal vez, o quizá los dos hechos no tienen conexión alguna. Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que con frecuencia los orkos reúnen de repente grandes concentraciones de tropas y se lanzan a una revuelta. Son como las cruzadas imperiales. Las hordas de orkos van aumentando en número y pertrechos a medida que avanzan, hasta que se muere el jefe, o se calma su salvaje ambición, o los detienen fuerzas exteriores, ya


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