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Ediciones Alfa Eridiani Año XIV. Número 26, tercera época.

ro, libre de canas pero escaso en la frente y la coronilla, a esas alturas del día irremediablemente despeinado y brillante de sudor. Notó que algo de su anterior mal humor regresaba. De pronto, su sonrisa en el espejo se le antojó patibularia hasta a él. Desvió la mirada diciéndose que era el momento de relajarse y olvidarse por unas horas del calor, del trabajo, de la infame caterva a la que defendía en los juzgados. Para lo cual contaba con la inestimable ayuda de María. Con María iba todo siempre como la seda. ¡Qué diferencia respecto a la otra! ―¡Hola, cariño! ¡Estoy en casa! ―exclamó tras caer en la cuenta de que su mujercita no había salido a recibirle como de costumbre. Sardán dirigió la vista hacia el interior de la vivienda. El apartamento estaba a oscuras, exceptuando el amplio recibidor, donde se hallaba él, y la cocina cuya entrada, diez metros más allá, proyectaba sobre el pasillo un nítido rectángulo de luz fluorescente. Le extrañó el silencio. ―¿María? En tres pasos se plantó en la cocina. ―¡María! ¡Pero qué…! Estaba en el suelo, tendida cuan larga era. Llevaba puesto el delantal. En su caída había arrastrado una ensaladera y ahora había fragmentos de lechuga, tomate y pepino dispersos por doquier. Sobre el mármol de la cocina, Sardán vio una fuente con lo que sin duda era la cena: croquetas. Las deliciosas croquetas de María. Percibió el olor de la fritura, del que se destacaba un punto justo de nuez moscada. Pese a la situación, la saliva afluyó a su boca. Se acuclilló junto al cuerpo de María procurando no ensuciarse el pantalón con los restos mortales de la ensalada. La larga y abundante melena formaba un lecho castaño, de bordes deshilachados y proyectados en todas direcciones, sobre el que yacía la delicada cabeza femenina. Como si el cabello hubiese adoptado tal disposición por propia iniciativa a fin de amortiguar el golpe. Un largo mechón discurría sobre la frente, ocultando el ojo derecho en su trayecto y alcanzando la comisura de los carnosos y rosados labios. Sardán percibió en ellos un leve temblor. El ojo visible estaba abierto aunque vuelto hacia arriba y casi en blanco, el iris en su mayor parte oculto bajo el párpado superior. El abogado advirtió que María respiraba. Le asió una mano y notó la presión de los dedos de ella sobre los suyos. ―María… ¡María! ¿Me oyes? El bello rostro giró hacia él como queriendo ubicar, por mero tropismo, el origen de la voz que pronunciaba su nombre. Los labios se entreabrieron para mostrar una hilera de dientes idénticos en tamaño y blancura. ―María, ¿estás bien?

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