Elenemigo

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dera. No palitos de helado) con apenas luz para ver, sacaba de un bolso azul cremas y pañuelos de papel. Yo me había escondido atrás de una puerta de vidrio empañada, trataba de escuchar, además de ver, pero el perro ladraba, no paraba de ladrar y yo, nerviosa, me acercaba un poco a la humedad con olor a limón del vestuario para escaparme del ruido, me iba metiendo en el vaho tibio de colonia y desodorante con la nariz y la frente, con la boca apenas abierta. Me explotaban gotas chiquitas en las mejillas, me colgaban algunas también de las cejas. No como las que me cubrían la cara ahí en la cancha, con ella enfrente, agachada y con las dos manos en el mango de la raqueta, detrás de la línea blanca, no como las de mi sudor: gotas frías, las del vestuario, gotas que habían estado antes en los cuerpos desnudos, tan despreocupadamente blandos, tan ahí a la vista ellos, de las mujeres que cerraban casilleros, de pronto tan de verdad las mujeres, tan ciertas, doblando toallas, abriendo cierres debajo de un ventilador que, en el techo, giraba despacio como una bailarina, como una novia. Estaba ahí, en ese preciso momento, podía ganar, tan simple era, había chances. Luli había hecho todo bien. Luli había jugado como si compartiera conmigo el odio. Y ahora me miraba ansiosa, radiante, esperando, al fin, la victoria. Pero, en el vestuario, antes, lo que había logrado espiar, tan sencillito, tan obvio era que asustaba. Y ahí, en ese preciso momento, al borde del saque, al borde del triunfo, finalmente, no podía dejar de pensar en el banco largo de madera y los cuerpos desnudos de las mujeres detrás del vapor y en la mamá de la chica rubia de Diamante (del otro lado de la red, las dos manos en la Prince Junior Pro de titanio, los ojos firmes 159


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