Elenemigo

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Estudiantes y a mí se me iba llenando el cuerpo con una idea, de las muelas a las uñas, a mí con mi raqueta Head heredada de la tía Nora, vieja, la tía, la raqueta, de madera (se hacen asados con madera, balsas, a lo sumo un bote) y las medias de toalla almidonadas, a mí con la blusa verde agua planchadita, la pollera suelta, de los pelos a la lengua se me iba llenando el cuerpo con un pensamiento solo: “la odio”. Hacía tres años que odiaba a la chica rubia de Diamante. Odiar a otra chica es estar sola y lejos de todos. Se sufre sola el odio, como un dolor de panza. No podía decir el ardor ácido en el pecho, las burbujas chiquitas de transpiración en la palma de las manos; no podía repetirle a los amigos, a la familia, a la gente que tan lejos, (lejos como un burro encima de una montaña lejos, un punto negro que se intuye, pero que no es del todo un animal completo; lejos como el ruido que hace a veces el agua en las cañerías, el viento entre las ramas caídas de los sauces, parecido a un murmullo, parecido a palabras, pero nada, en el fondo, ruido) la taquicardia que me daba cada vez que la pensaba o la veía tan campante ella, tan satisfecha, sacando de la funda su raqueta, pasándose un mechón de pelo rubio detrás de la oreja. Hacía tres años que, en silencio, en penitencia casi, vivía de a ratos en un mundo diminuto, en una caja con agujeros, encerrada con la chica rubia de Diamante. No podía evitarlo: todo se reducía, cuando se acercaban los partidos, cuando había algún evento acaso en el que pudiéramos cruzarnos, a nosotras dos mirándonos (respirándonos el aire con los ojos, de esa manera viéndonos) en un espacio blanco y vacío. El día que conocí a la chica rubia de Diamante, des148


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