CUENTOS DOMINICANOS, 1

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67 una guagüita de la Defensa Civil, vociferando que no se salvaría nadie dentro de su casa, que las inundaciones nos arrastrarían inevitablemente porque la fuerza del ciclón era terrible y había que trasladarse a un refugio que había más arriba del puente, en una escuela. Te repito que yo nunca le he creído a esas gentes que vociferan cosas, Andrés, como si quisieran meter miedo, y por eso me le encaré a la Negrita cuando quiso meterme en la romería que se armó, entre una cantidad de tontos que empezaron a irse de sus casas sólo con lo que llevaban encima, y le dije que no, que ni siquiera le haría caso a la orden de la comandancia, de llevar las yolas un poco más arriba, que eso no pasaría por aquí. Y me dio mucha pena después cuando la vi llorosa, temblando de miedo en un rincón, y me puse a contarle que cuando San Zenón fue otra cosa, que ahora no pasaría lo mismo porque la gente lo que tenía que hacer era no salir a la calle a emborracharse, que yo no iba a aconsejarle lo malo para ella. Ya la tenía convencida, cuando al oscurecer, se presentó un camión de guardias que llegaban a las casas golpeando con los fusiles en las puertas y diciendo improperios “porque el Gobierno nos quería hacer un favor y estos muertos de hambre estaban de mal agradecidos” y así fue como nos fueron obligando a todos los que estábamos en nuestras casas a subir a los camiones. Estaba lloviendo muy fuerte, Andrés, y yo recuerdo que cuando cargué a la Negrita y la ayudé a agarrarse de la baranda, me viré a recoger la colchoneta que ella había dejado en el suelo. Fue entonces cuando oí como un resbalón y de una vez un golpe seco, cuando vino a gritar ya estaba yo agarrándola y veía su cara rota, llenándose de sangre que le corría con la fuerza de la lluvia por el pecho y los brazos. La Negrita me miraba con unos ojos desesperados debajo de la herida gruesa como un labio, “me caí, me caí, Pedro Juan” me dijo y yo le puse mi camisa apretada en su frente, ya caminando el camión, porque los guardias dijeron que allá en el refugio se ocuparían de ella los que tenían que ver con eso. No te voy a contar lo que pasamos esa vez en aquel edificio con las ventanas rotas, por donde se metía todo el aguacero y el viento y donde no había un solo escalón para sentarse la Negrita con su dolor de cabeza y su fiebre, a tomar un trago de café caliente que yo le había conseguido. Nos pasamos la noche pegados a la pared, oyendo la lluvia y la gritería de los niños, porque el ciclón no vino esa vez. Desde entonces ella sentía esos dolores de cabeza que le quitaban el sueño muchas veces. Pero ella me lo ocultaba, me decía que no, que no le dolía, que para qué comprar calmantes si con cinco centavos se podía traer salsa de tomates y azúcar. Pero yo la sorprendía de vez en cuando apretándose las sienes con los puños, o aquí acostada, de cara a la pared crujiéndole los dientes de tanto aguantar el dolor. Yo sé que tú me dirás que exagero, pero te aseguro que ya para entonces, yo presentía todo esto, era como yo lo había leído en algún sitio, que lo de nosotros no se quedaba así nada más; pero tú vas a decir que yo exagero seguramente. Pues la verdad, Andrés, es que todo vino tan mal que sólo para algo mejor pudo haber sido. Te imaginas ahora por qué vendí la “Mercedes”. ¿Sabes cuántas radiografías le hicieron a la Negrita con ochenta pesos? Total que como quiera hubiera tenido que salir de esa yola, porque desde el día en que al hijo de Anjito se le ocurrió ponerle motor y techo a la suya, la gente no se subió más a una yola corriente. Entonces fue que vino la protesta de los que no teníamos dinero para comprar un motor y nos estábamos muriendo del hambre, y por eso es que ahora se turnan, las de motor un día y otro día las sin motor. CUENTISTAS DOMINICANOS 1 / AQUILES JULIÁN / BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 33


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