Barrio

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que la miré entera y sentí sus aureolas pequeñas y rosáceas encima de mi cuerpo, sentí sus vellos frondosos en mi vientre y no pude más. Mi cuerpo no se movía, mis instintos hacían lo que saben hacer los instintos. No me dejó tocarla cuando por fin me decidí, quería hacerla venir con los dedos y no jugar con fuego. Reclamó pronto, me dijo: ¡Quiero me que veas desnuda, papito! ¡No quiero tus dedos, quiero tu pito aquí!, indicó, otra vez –maliciosamente risueña–, su coñito fresco ardía. Notaba su clítoris y terminé por ponerme un condón y penetrarla sin más. Me sentía insensible pero ella estaba decidida y me montó. Le dolió. Dijo: La tienes muy grande y me duele. Fui cuidadoso y, ella boca arriba, me recibió. Empiné su cuerpo menudo y blanco y la penetré. No llegué a más. Seguro no fue suficiente, pero estaba yo hecho pedazos y era la fantasía de ella. Yo no pensaba, y si lo hubiera podido hacer, seguro tendría la ilusión de estar en otro lado. Pero ese otro lado no existía. Pero ese otro lado volteaba para ver la corbata de un pasajero que en esos días era quien la invitaba a cenar, como diría ella, era con quien salía. Era mucho más de lo que podía echar yo. Le avisé que me venía y dejé toda mi fuerza en esa eyaculación etílica. Caí rendido en segundos. Me despertó a las ocho de la mañana. Jugaba, se reía de mí y yo sentía que una aplanadora había pasado encima. Ni siquiera formulaba la idea de que estuviese ya despierta. Buscaba sus braguitas. Busqué mis calzoncillos. Me acarició un rato pero ya se iba. Yo no quería saber más. La ventana desierta seguía allí. La noche había sido una montaña rusa en la que creo que soñé que bailaba con la marrana blanca. La encaminé a la calle y supe que quizá, cuando ella gemía hacía unas horas, los demás que dormían en las otras camas, se habían enterado. Todo era un pinche sueño revuelto. No se dijo más. Un par de amigos y yo pasamos al mercado a comer algo y estuvimos largo rato aplastados en un cafetín de la zona. Mi amiga la cantante y su novio habían vaciado las botellas que había en la casa y no despertaron sino como hasta las cinco de la tarde del día siguiente. Tras las gafas de sol, intentando no pensar lo violento de la noche, cruzaba las manos y sentía el sol pulverizándome las


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