Pulp Magazine
Núm. II Marzo 2012 www.animabarda.com Ánima Barda es una revista literaria en español, de relatos y cuentos cortos de temáticas de terror, fantasía, ciencia ficción, policíaca, noir, aventuras de todo tipo, incluidas orientales y eróticas, héroes misteriosos, situaciones absurdas, relato social y de humor La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISBN 2254-0466 EDITADA POR J. R. Plana ASISTENTE ED. Cristina Miguel ILUSTR, DISEÑO Y MAQUET. J. R. Plana AUTORES Ricardo Castillo Adrián Castro Miguel C. Olmedo. M. C. Catalán Miriam G. Galocha Víctor M. Yeste Cristina Miguel Ramón Plana
Relatos
7 VICTORIA #2 17 UN BUEN NEGOCIO 30 HASTA QUE LA MUERTE OS... 39 EL MERCENARIO 47 GORDO, BAJITO Y DURO... 60 FERGUS FERGUSON 67 VERDE ELÉCTRICO 73 PICADILLY TALES 80
EL PERGAMINO DE ISAMU - I
Ramón Plana
Aventura samurái
Cris Miguel
Fantasía urbana
J. R. Plana
Ciencia Ficción
Víctor M. Yeste
Fantasía detectivesca
Ricardo Castillo Espada y brujería
Galocha Humor
M. C. Catalán
Humor paranormal
Cris Miguel
Erótico ciencia ficción
A. C. Ojeda
Intriga paranormal
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CON ESAS COSAS...
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1+1 SUMAN SIEMPRE 3
J. R. Plana Terror
Miguel Cristóbal Olmedo Relato Negro
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CADÁVER EXQUISITO J. C. Medina Ciencia ficción
El resto
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
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HISTORIA DEL PULP
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Dediquemos un minuto a leer los desvaríos del editor
Elaboramos esta sección con el fin de acercar el maravilloso mundo del pulp a los lectores
BESTIARIO
Cátalogo de las extrañas criaturas que alimentan estas páginas
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
Unas palabras del jefe Un gran y negro vacío cósmico ocupa la cabeza del editor. Aquí compartimos un somero trocito del abismo de ese mundo de perdición... Y aquí estamos por segunda vez. No es que sea un logro enorme, pero por lo menos es señal de que las cosas han ido medianamente bien. La verdad es que estamos contentos: habéis sido bastantes lectores, hemos recibido buenas críticas, unos cuantos colaboradores más y el perro rabioso no ha incordiado mucho con sus incoherentes discursos. Así que la valoración general es bastante positiva. Desde esta página quiero agradecer el trabajo de los escritores que se han puesto las pilas para cumplir con los cortos plazos de este mes. También mencionar a las nuevas incorporaciones y a los que están por venir, que esperamos que sean muchos. Si os fijáis, este mes no hay sección de cartas a los lectores. Esto se debe a que hemos contestado directamente a todo lo que nos ha llegado al correo o a las redes, así que ¿para qué demonios íbamos a ponerlo aquí? La rescataremos cuando recibamos algún mensaje especialmente llamativo e interesante. Seguimos remarcando que los insultos no cuentan. Y lo cierto es que me hubiera gustado pensar unas palabras más trascendentes. Hablar, por ejemplo, del mercado literario en España y el aumento de los e-book, del panorama de la literatura juvenil o de la migración del pájaro
Uyuyui, pero hemos ido un poco justos de tiempo y he tenido que improvisar en el autobús de vuelta a casa. Así que... Hmm... Esto... ¿Vosotros qué tal? ¿Qué os han parecido las nominaciones de los Oscar? ¿Y los premios Goya? Os prometo que para el mes que viene me prepararé algo más inspirador. De momento aviso que os mentiría como el maldito perro rabioso si os dijera que no nos gustaría ganar algún dinerillo con la revista; podríamos pagar algo a los escritores, cubrir los gastos del servidor y organizar alguna cena. Aprovechad y decídselo a vuestros familiares, amigos y conocidos, por si alguien quiere anunciarse aquí. Y si no, habladles de la revista, que está bien que la lean. Gracias por estar ahí otra vez y, de parte de todo el equipo, esperamos que os lo paséis bomba con nuestras historietas. Y no perdáis de vista al perro, por si las moscas...
J. R. Plana
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Historia del Pulp Robert E. Howard, escritor de principios del s. XX y creador de Conan. Como el mes pasado mencionamos en un par de ocasiones a Robert E. Howard, esta vez era de obligada necesidad dedicar la Historia del Pulp a hablar sobre este autor. De nombre completo Robert Ervin Howard, este hombre nació en Texas allá por 1906. En ese estado vivió, junto a su familia, hasta morir treinta años más tarde. De naturaleza enfermiza, de joven mostró una enorme adicción al gimnasio y a la introversión, lo que le costó no tener amigos. A los diecisiete años sufría depresiones e intentó suicidarse en varias ocasiones. Esto fue la antesala de su trágico final: su madre fue excesivamente protectora con él y, por ésta estrechísima relación, cuando ella quedó en coma, Robert se pegó el tiro que terminó con su vida. Desde bien pequeño mostró interés por la lectura y la escritura, y alcanzó un alto nivel cultural. Con dieciocho años vendió su primer relato a la pulp magazine Weird Tales, revista donde publicó la mayor parte de su obra y que hoy en día sigue publicándose en Estados Unidos. Robert Howard era miembro del Círculo de Lovecraft y mostró un gran interés por los conflictos entre la civilización y la barbarie; sus personajes son casi siempre bárbaros que conquistan el poder y se vuelven reyes, y quizá es por ello que Howard es considerado uno de los padres del subgénero de espada y hechicería. Es autor reconocido de fantasía heroica y creador de personajes muy popu-
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lares que han llegado a nuestros días. De entre estos, el más renombrado, y para el que Howard escribió sus mejores letras, es Conan el Bárbaro, que apareció por primera vez en El Fénix en la espada, en el año 1932. Junto a él comparten escena otros como Solomon Kane, Kull el Conquistador o Sonia la Roja. Ésta última fue creada para el relato La sombra del Buitre, situado en el siglo XVI, y no forma parte del elenco de personajes de Cimmeria. Sonia fue adaptada posteriormente para que figurara en el cómic de Conan el Bárbaro. Howard tocó muchos géneros: creó relatos sobre pictos y celtas en el Imperio Romano, de boxeadores, historias del oeste, algunas eróticas, de las cuales se avergonzaba, y, por supuesto, de terror. En resumen, un autor prolífico con una magnífica carrera truncada por la fatalidad.
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - I
El pergamino de Isamu - I A Atsuo le han encomendado la tarea de escoltar a la esposa de su daimio en el viaje a Edo. Varios ninjas velan por su seguridad, pues el peligro acecha en los bosques. En esta misión, Atsuo tendrá que estar más alerta que nunca.
por Ramón Plana I La luz del amanecer se filtraba en la sala tiñendo el ambiente con su suave tonalidad. En el pequeño jardín un pájaro voló hasta la ventana, y miró curioso hacia el interior. Dentro, dos hombres se estudiaban cuidadosamente. En silencio. Sólo se oía el tenue roce de sus pies, de vez en cuando. Ambos llevaban una espada de entrenamiento y pertenecían al clan Hirotoshi: Saito Takeshi era instructor de esgrima, Gonnosuke Atsuo era samurái. Se conocían desde hacía tres años, y desde entonces entrenaban juntos todos los días. Atsuo deslizó el pie derecho hacía atrás con un elegante movimiento y simultáneamente llevó el bokken abajo, a su espalda, ofreciendo el hombro
izquierdo al ataque de su oponente. El espíritu de Takeshi vibró. Lentamente, cambió su guardia adelantando medio paso y levantando el bokken por encima de su cabeza. En las formas del arte marcial, el cielo se preparaba para atacar a la tierra. La tensión llegó a su punto álgido con sus profundas respiraciones, luego se desencadenó la tormenta. Con tremenda rapidez, Takeshi trazó un semicírculo y atacó con una serie de golpes que representaban elementos del cielo: lluvia y viento; Atsuo se desplazó por el semicírculo opuesto y paró los golpes representando árboles y piedras, realizando las técnicas con energía. El pájaro se sobresaltó con los primeros golpes y voló asustado cruzando el jardín. La ejecución de la forma de ataque fue brillante en todos sus movimientos. Atsuo se vio obligado a tomar
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distancia cediendo posición, si bien paró todos los golpes y terminó con una postura ligeramente comprometida. Ambos se estudiaron otra vez valorando sus nuevas posiciones. Takeshi abatió el bokken retrocediendo y saludó. - Enhorabuena, tu estrategia al utilizar la postura de la tierra ha obtenido buenos resultados. - Sí, ha funcionado, pero tu ataque me ha descentrado y he comprometido mi posición –dijo Atsuo. - ¡Vamos, Atsuo! –rió Takeshi–. No exageres, lo que pasa es que no quieres combatir más para que yo descanse, cortesía que te agradezco. Debo decir que percibo un avance en tu técnica – añadió–, y ello me alegra, amigo mío. Tus desplazamientos son impecables. Gracias por permitirme entrenar contigo. - Gracias a ti, Takeshi-sensei. Me haces un gran honor –respondió Atsuo. Y dando por terminado el ejercicio, cambiaron el bokken a la mano izquierda con un ligero movimiento de muñeca, se saludaron con una inclinación y abandonaron el dojo, a donde empezaban a llegar samuráis de menor rango para ejercitarse en el combate. El gran aprecio que ambos se tenían era conocido en todo el clan. Saito Takeshi era un hombre entrado en años, instructor de esgrima del jefe del clan, Hirotoshi Katsuro. Gozaba, además, de su confianza y amistad. Por su parte Gonnosuke Atsuo era samurái, y preceptor de arte y escritura de los hijos de Katsuro: Saburo y Aiko. Salieron al patio. Mientras, los habitantes y servidores de la casa iban apareciendo: en el establo varios mozos ce-
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pillaban y alimentaban a los caballos, algunos artesanos comenzaban a trabajar en sus talleres y sus discípulos calentaban los hornos, en un espacioso jardín se reunían los samuráis y los aprendices para que les fueran encomendadas las tareas, y los asistentes y ayudantes recogían y ordenaban las habitaciones. En una de las salas principales se iban reuniendo los consejeros del clan Hirotoshi. Tenían que tratar sobre las repercusiones que la situación política tendría en su feudo y en la ciudad de Edo, debían encontrar la postura más conveniente para el clan en su relación con los otros clanes y con el Shogun y estudiar la estrategia más adecuada. Corría la primavera del año 1632. Durante el mandato del tercer shogun, Tokugawa Iemitsu, el shogunato se estableció en la ciudad de Edo, la fortificó y convirtió en la sede del gobierno militar. Para ejercer un mayor control sobre los daimios, Iemitsu, impuso la política de que sus familias debían vivir de manera obligada en Edo con el shogun, mientras que los daimios debían alternar su residencia entre ésta y sus respectivos feudos. De esta manera les forzaba a mantener los gastos de las dos residencias, más los frecuentes desplazamientos, debilitando así su poder económico y militar, y evitando cualquier intento de rebelión contra el shogunato. Lo que no pudo evitar fueron las intrigas y los pactos entre clanes para arrebatar sus feudos a otros daimios, llegando incluso a la agresión y al exterminio de las familias para quedarse con sus tierras y sus bienes. En esas circunstancias, Tokugawa Iemitsu, aceptaba al vencedor siempre y cuando no fuera lo suficientemente fuerte para atentar contra él.
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - I Era una manera de tener ocupados y contentos a los daimios más ambiciosos. Ante esta situación, los consejeros del clan Hirotoshi intentaban equilibrar los dos grupos: el que permanecería en el feudo y el grupo que iría a Edo acompañando a la familia del jefe del clan y a su servidumbre. En ambos lugares debía quedar una fuerza suficiente para atender la seguridad de las familias, así como una fuerza armada capaz de defender al feudo de los posibles ataques por parte de bandidos, ladrones y otros clanes. El jefe del clan, Katsuro, llamó a Atsuo para comunicarle personalmente su decisión: acompañaría a la familia del daimio y a su servidumbre a Edo, en calidad de preceptor de sus hijos, pero sin descuidar la seguridad de los integrantes del grupo. Para que pudiese moverse con libertad le entregó un escrito firmado por la máxima autoridad militar de la ciudad, en donde se le autorizaba a pasear por cualquier parte bajo el pretexto de dibujar diversas láminas que ilustrarían un libro para el Shogun. Este libro versaba sobre Edo, y en él se narraba el origen de la ciudad, su territorio, su fauna y flora, su evolución y su gente. Escrito por varios eruditos, Katsuro había encargado su edición manual a un taller de artesanos hacía tres años, y pretendía regalárselo al Shogun, ya que éste era un gran aficionado a la historia y a la pintura, y además le encantaban las sorpresas. Katsuro, por recomendación de sus consejeros, pretendía que todas las sensaciones del Shogun al oír el nombre del clan Hirotoshi fueran agradables. En Atsuo, por tanto, descansaría la seguridad de los integrantes del grupo
y sus familiares en Edo, ayudado por una treintena de samuráis del clan, cincuenta soldados y una veintena de servidores. El grupo partiría por la mañana, y Katsuro y su séquito se reunirían con ellos dos meses después. Takeshi iría en este segundo grupo, protegiendo a su señor con el resto de los samuráis, excepto un retén que se quedaría en el feudo para no dejarlo desprotegido. Atsuo se retiró para hacer los preparativos del viaje y seleccionar al personal necesario. Su asistente, Fujio, le esperaba en la puerta de la gran sala. Se trataba de un joven de quince años que Atsuo tomó como aprendiz por amistad con su padre, un antiguo samurái que luchó en la batalla de Sekigahara con el tío de Atsuo. El muchacho era espigado y bien parecido, además de atento y resuelto. Atsuo se había acostumbrado a dejarle a Fujio la iniciativa en las tareas domésticas y el trato con los servidores. Todos los días disponía de un rato para enseñarle esgrima, y al final de la jornada continuaban con la caligrafía y la filosofía, disciplinas en las que ya destacaba pese a su juventud. Antes de dirigirse a las dependencias comunes para hablar con el encargado de los servidores y el jefe de los samuráis, Atsuo le encomendó a Fujio sus tareas. - Prepárate a salir de viaje, tenemos que ir a Edo por un tiempo. Empaqueta nuestras cosas y ocúpate de ensillar nuestras monturas. También necesitaremos una caballería para que lleve nuestro equipaje y lo necesario para seguir allí con los estudios de Saburo y Aiko. Habla con los muleros. Fujio salió corriendo con una sonrisa,
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esos viajes le gustaban más que la vida rutinaria en la hacienda. Atsuo fue a las habitaciones de Takeshi, y allí le encontró preparando un envoltorio. - Pasa Atsuo, iba a ir a verte ahora mismo. Me acabo de enterar que mañana partes a Edo con la señora Yoko y los niños. - Con tu permiso Takeshi, venía a informarte de ello y a pedirte consejo -dijo Atsuo. - Verás, antes de nada quiero pedirte un gran favor –Takeshi se quedó pensativo un momento–. Hace tiempo que quería ir a Edo a visitar a un buen amigo mío al que también te interesará conocer. Se llama Okamoto Isamu, lo conocen como el Armero de Edo. - He oído hablar de él –dijo Atsuo–. Ignoraba que le conocieses. -Sí, hace muchos años –la mirada de Takeshi se perdió por breves momentos–, cuando yo era un joven que buscaba encontrarme a mí mismo en el camino de la espada. Él me enseñó el auténtico Bushido –volvió de nuevo a la conversación–. Necesito que le lleves esta katana para que la repare y afile. La reconocerá nada más verla. ¿Me harás ese favor? - ¡Por supuesto, Takeshi! –exclamó Atsuo–. Cuenta con ello, estaré encantado de hacerte cualquier encargo. Además será un honor conocerle. - Bien, te lo agradezco. Ahora vamos a comentar tu viaje y lo que te espera en Edo. II La mañana encontró al grupo preparado para la partida. Atsuo se acercó a la cabecera de la caravana y le cedió la dirección a Matsushiro, uno de los samu-
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ráis con más experiencia en el mando y un amplio historial de batallas, persona de confianza de Takeshi. El veterano samurái se lo agradeció ceremoniosamente y partió a revisar la colocación de los estandartes y de los integrantes de la caravana; hizo comprobar la carga de las mulas, las barras y enganches de los palanquines y pasó revista a los samuráis, soldados y alabarderos. Con su celo demostró que no quería dejar nada al azar. Mientras, los caballos golpeaban el suelo con los cascos, inquietos por salir. Sobre ellos, diez jinetes lucían sus armaduras ligeras, sujetando con firmeza las bridas. Detrás de ellos iban seis samuráis a pie y los tres palanquines: uno con la señora del clan, Yoko, otro con sus hijos Saburo y Aiko y un tercero con las damas al servicio de la señora. Siguiendo a los palanquines iban otros cuatro samuráis. Luego el personal de servicio con las caballerías, equipajes, bultos y víveres; cerrando la comitiva el grupo de soldados y alabarderos, que cubrían la retaguardia. En total llevaban una fuerza de combate de veinte samuráis y otros tantos entre soldados y alabarderos. Atsuo montaba su caballo, y Fujio se había apropiado de una yegua joven y nerviosa de las caballerizas. El preceptor se situó al lado del palanquín de Yoko, y Fujio junto al de Saburo y Aiko, con los que se puso a charlar. Por fin Matsushiro dio la orden de partida y la caravana comenzó la marcha. Tardarían alrededor de tres días en llegar a Edo. Mientras atravesaban el feudo del clan, Atsuo iba pensando en su conversación con Takeshi. Le sorprendió que su amigo conociera a Isamu, el
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - I Armero de Edo, y esperaba con agrado la oportunidad de conocerlo él también. Llevaba la katana que aquél le había confiado, envuelta entre sus ropas como un fardo más. Dos soldados al final de la caravana llevaban la orden de no perder de vista los bultos de Atsuo. La mañana era luminosa, las tierras mostraban intensos colores según sus siembras, bandadas de pájaros iban de un lado para otro aprovechando las suaves corrientes de aire llenas de insectos, los labradores dejaban de trabajar y se inclinaban al paso de la caravana reconociendo los estandartes del daimio y el palanquín de Yoko. Un par de perros de la hacienda acompañó al grupo hasta la linde de las tierras de labor con el bosque, allí se quedaron contemplando cómo se perdían en el sendero que atravesaba los árboles. Luego se volvieron a la casa. Tres días antes, Katsuro decidió enviar a su familia a Edo, y acto seguido mandó en secreto a cinco exploradores para que fueran revisando el camino y sus proximidades. Estos exploradores, expertos en ocultación y artes marciales, pertenecían a la familia Shinzo, cuya actividad ninja estaba al servicio del clan Hirotoshi. Estaban dirigidos por Kaito, y nadie en el clan sabía cómo se ponía Katsuro en contacto con ellos. Nadie, excepto quizá Takeshi, a quién la familia Shinzo respetaba tanto como al daimio. Fue el instructor de esgrima, cuando le pidió el favor a Atsuo para que le llevara la katana al armero de Edo, el que le advirtió en su habitación. - Mira todas las mañana debajo de tu silla de montar -le dijo con seriedad-. Un amigo te dejará mensajes con in-
formación que te será útil para la seguridad de la caravana. Si quieres ponerte en contacto con él, utiliza el mismo procedimiento. Atsuo miraba a su alrededor en el bosque, preguntándose por donde andarían los integrantes de la familia Shinzo. Se sentía más tranquilo sabiendo que tenía aliados tan expertos por los alrededores. El viaje transcurría tranquilo. Dejaron el bosque llano y entraron en terreno abrupto, en donde el paso de los palanquines y las caballerías se hizo más lento. La vegetación seguía siendo exuberante, formada principalmente por abetos, cedros y coníferas; su amplio porte hacía que el sendero fuera serpenteando con frecuentes cambios de nivel. El piar de los pájaros les acompañaba haciendo más ameno el camino. Atsuo estaba atento, la compañía de los gorriones le indicaba que no había ojos indiscretos cerca del sendero. A pesar de ello puso la mano con descuido sobre la empuñadura de la katana. Un poco más atrás, Fujio seguía en animada conversación con Aiko y Saburo, sus risas coreadas por los trinos rebotaban en la bóveda del bosque. Matsushiro mandó adelantarse a dos exploradores, conocía el terreno y sabía que estaban a poca distancia de una zona despejada. El caballo de Matsushiro cabeceó inquieto mientras los dos hombres se adelantaban en silencio, saliendo del sendero para dar un pequeño rodeo. A los pocos minutos la caravana entró en un claro. Atsuo reconoció una señal del clan, tres piedras blancas colocadas en ángulo apuntaban a un árbol, en su tronco se veían
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dos rayas diagonales cruzadas y en cada uno de sus cuatro ángulos un circulo. Era el Kamon o emblema de la familia Hirotoshi. Los dos exploradores estaban acondicionando un espacio. La zona parecía segura. Los porteadores acercaron los palanquines al resguardo de un cedro de enorme circunferencia. Lo servidores se pusieron a la tarea de encender un fuego y traer agua para preparar la comida. Mientras los soldados se ocupaban de descargar las caballerías, trabarlas y dejar vigilancia, los samuráis colocaron los estandartes y se distribuyeron estratégicamente, estableciendo varios niveles de protección en torno a las personas de rango. Por indicación de Atsuo, Fujio se ocupó de sus monturas y revisó el equipaje. Se colocaron unos paneles de lienzo para cortar el aire a las señoras. Finalmente Matsushiro distribuyó los puestos de vigilancia y envió tres soldados sendero adelante para buscar huellas o indicios de que alguien se aproximara al claro. Llevaban allí un rato cuando aparecieron de vuelta los exploradores que había mandado Matsushiro. Su informe era tranquilizador, no habían visto nada sospechoso en un amplio tramo del sendero. Luego de informar, se fueron con sus compañeros de armas a descansar y reponer fuerzas. Atsuo, para aprovechar el tiempo mientras preparaban la comida, llamó a Saburo, Aiko y a Fujio, y juntos comenzaron una sesión de entrenamiento salpicada con comentarios y observaciones sobre el código del samurái, el bushido. Saburo era un muchacho despierto con el genio de Katsuro, su padre, y cogía el
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bokken con excesiva fuerza, lo que restaba eficacia a su destreza. Akio era inteligente, prefería el bo, el palo largo, al bokken y había desarrollado una gran precisión con esa arma. Fujio utilizaba el bo y el bokken indistintamente, si bien sus avances con esta arma eran notables. Comenzaron emparejándose: Saburo con Fujio y Aiko con Atsuo. Los cuatro se saludaron y empezaron a cruzar los bokken. Fujio amagó un golpe a Saburo, y cuando éste modificó la postura para bloquearlo, le atacó con rapidez buscando penetrar su guardia; Saburo rectificó mientras retrocedía, parando los ataques de Fujio a cambio de perder algo de estabilidad. Fujio empezó a reír y Saburo encolerizándose atacó con demasiado ímpetu acabando los dos en el suelo. Aiko perdió su concentración ante el escándalo de Fujio y su hermano, y Atsuo tuvo que intervenir. - Está bien. Sentaros los tres y vamos a pensar qué ha pasado para que acabéis así. Saburo se controló, y mirando con furia a Fujio se sentó en el suelo cruzando las piernas. Fujio miró al suelo, alternaba las ganas de reír con un gesto de dolor. Sin poderlo evitar se frotó las posaderas, la zona que había salido perdiendo al caerse al suelo con Saburo encima, mientras se sentaba con cuidado. Aiko también se sentó, mirándolos con gesto divertido. - Saburo, ¿qué te ha ocurrido? –preguntó Atsuo. - Me enfadó que Fujio se riera de mí, sensei –contestó. - Bien, ¿qué te tengo dicho cuando estás en combate? –continuó Atsuo. - Que mantenga la concentración y la
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - I calma –dijo el joven. - Si lo hubieras hecho, habría sido Fujio quien hubiese perdido el combate, ya que al reírse perdió la concentración y tú podías haberle atacado entonces con eficacia. Fujio, dime qué es lo que has hecho tú mal. - Menospreciar al enemigo riéndome de él, sensei –contestó con cara compungida. - ¡Exactamente! No debéis olvidar que respetando al enemigo os respetáis vosotros mismos. No debéis dejar que os gobiernen las pasiones. Y a ti Aiko, que te tengo dicho. - Que no me distraiga en los entrenamientos, sensei. - Bien, me alegra ver que todos, por lo menos, recordáis lo que os digo –dijo Atsuo con ironía–. Ahora vais a hacer la forma primera entera, con todos sus golpes. ¡Vamos! Empezad ya. Atsuo se levantó ocultando una sonrisa. Comprobó que los tres se alineaban y comenzaban la serie de golpes y desplazamientos que conformaban la forma primera de kenjutsu. Fue a sentarse con Matsushiro, que miraba sorprendido como terminaba la práctica después de verla desarrollarse desde el principio. - Atsuo-san, no pensé que enseñar fuera tan divertido. Siéntese por favor, será un privilegio. - Gracias Matsushiro-san, me sentaré con gusto. En cuanto a la enseñanza – se quedó pensando un momento–, reconozco que sí es divertido, sobre todo con estos tres jovencitos que no dejan de sorprenderme cada día un poco más. En ese momento, se acercó una de las damas para decirles que la señora Yoko estaría muy agradecida si ambos
quisieran compartir la comida con ella. - Dígale a la señora que iremos con mucho gusto -contestó Atsuo por los dos. Se acercaron a la zona protegida del escaso aire por los lienzos y tomaron asiento en los pequeños taburetes que portaban los sirvientes de la señora. Les sirvieron una tacita de sake templado y empezaron a charlar sobre lo que encontrarían al final del viaje. La comida discurrió con armonía, y la conversación versó sobre la variopinta y amplia comunidad que se encontraba en la ciudad de Edo. Llevaban un buen rato hablando, casi finalizando la comida, cuando los sentidos de Atsuo le avisaron de que algo no iba bien. Disimulando su alarma, miró alrededor y se dio cuenta de que el piar de los pájaros había cesado. Alertó a Matsushiro con la mirada. En ese momento notó un siseo y una sombra, y sin pensarlo ejecutó el golpe de la golondrina. Una flecha de veinte centímetros se clavó en el suelo, golpeada en el aire por la katana de Atsuo, a escasa distancia de Yoko. Matsushiro saltó cubriendo a la señora con su cuerpo mientras desenvainaba su espada y alertaba a los samuráis. Hubo un revuelo en el campamento. Se notó un ligero tumulto en la vegetación próxima, en la zona noreste del claro. Cuando los samuráis llegaron allí encontraron entre los matorrales un cuerpo oscuro tirado en el suelo. Lo arrastraron hasta el claro. Matsushiro y Atsuo se acercaron para ver que era un hombre de unos veinticinco años, fornido, totalmente vestido de negro y con una herida profunda en el cuello. En la espalda llevaba un ninjato (sable corto
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propio de ninjas) y varias flechas en una bolsa a la cintura. En el suelo a su lado una fukiya (cerbatana) indicaba que el ataque había partido de él. En sus ropas y armas lucía un emblema compuesto por un círculo partido en vertical, en la mitad de la izquierda mostraba una mancha negra, la mitad de la derecha una hoja de árbol. - Es un ninja de la casa Gensai –dijo Matsushiro-. ¡Maldito sea! ¿Por qué querría matar a la señora Yoko? Miró fijamente a Atsuo, y exclamó: - ¿Cómo te diste cuenta Atsuo-san? Sin ti la señora estaría mal herida o tal vez muerta. Yo no fui capaz de percibirlo, soy deudor tuyo –y se inclinó con respeto. - No me debes nada Matsushiro –dijo Atsuo-, lo hice porque es mi deber. Hay que avisar a Katsuro de lo que ha ocurrido para que estén alerta. Además, este hombre está muerto y no lo hemos matado nosotros, por ello debemos redoblar la vigilancia. - Si, está muerto. Alguien lo ha matado de un golpe en el cuello, pero le dio tiempo a lanzar el dardo –dijo Matsushiro, luego continuó, bajando la voz–. Nos están ayudando Atsuo-san, pero… ¿quién? Atsuo pensó en Shinzo Kaito, pero no quiso descubrirlo aún. Lo más prudente era que nadie lo supiese de momento. Esperaría hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y en quién podía confiar. Mientras, los sirvientes recogían el campamento para continuar la marcha, acuciados por la sensación de riesgo después del ataque. Los samuráis recorrieron las zonas próximas al claro pero no encontraron huellas ni signos de otras
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personas. La señora Yoko agradeció a Atsuo su rapidez y habilidad que tan eficazmente la habían ayudado. Matsushiro envió un mensajero al feudo para informar del ataque a Katsuro y tranquilizarlo sobre la salud de Yoko. Luego partieron con rapidez. El resto del trayecto lo hicieron con los soldados desplegados, vigilando matorrales y árboles. Taparon los palanquines con los lienzos para que no se distinguiesen las figuras. Los samuráis se mantuvieron en alerta, un grupo de ellos se armaron con arcos para repeler posibles ataques desde lo alto de los árboles. Llegaron a la aldea en donde iban a pasar la noche cuando estaba cayendo el sol. Las sombras se alargaban y un tono anaranjado se esparcía por las casas tiñéndolo todo. El grupo de exploradores que les precedió habían preparado dos casas y un establo muy amplio, los tres en un pequeño cerro que dominaba la aldea. La vista era estupenda. Desde la casa principal se veía el sendero por el que habían llegado y el inicio del camino que seguirían al día siguiente, y que discurría por un valle en cuyo fondo rugía un caudaloso río. A media jornada el sendero ascendería por la montaña para internarse en un bosque con abundante vegetación. El grupo se mantenía alerta después del encuentro en el claro. Matsushiro esperaba a un mensajero que traería instrucciones de Katsuro desde el feudo; mientras, colocó a todos sus hombres para que nadie pudiera acceder al cerro sin ser visto. Los soldados y alabarderos encendieron pequeños fuegos, y se situaron formando un círculo alrededor
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - I de las dos casas y el establo. Los samuráis formaron dos anillos de vigilancia, el primero en torno a la casa principal, y el segundo en el pequeño patio interior. Dos samuráis permanecían en la estancia contigua a la de Yoko en estado de máxima alerta. Esa noche los miembros de la caravana tomaron una cena fría. Poco a poco las sombras fueron extendiéndose por toda la aldea, hasta que la única iluminación fue la que ofrecían las hogueras, los faroles y las lámparas de aceite. Fujio estaba en la casa colocando sus equipajes y preparando las esteras para pasar la noche. Atsuo se encontraba comprobando los distintos puestos de vigilancia, todo se veía en calma. Se acercó al establo y comprobó que los animales estaban tranquilos. A pesar de todo, algo le alertó. Hizo ademán de salir y se deslizó a un lugar más lóbrego. Permaneció totalmente inmóvil y en silencio. De repente observó una zona más oscura entre las vigas del techo, la que juraría que se había movido. Un suave roce a su izquierda le hizo prepararse para el ataque, cuando un suave susurro le frenó. - No Atsuo-san, por favor, no se inquiete –dijo una voz desconocida para él–. Soy Shinzo Kaito y me envía el señor Hirotoshi Katsuro. - ¡Vaya! Buen susto me ha dado Kaito, pero me alegro de oírle. Takeshi me dijo que me dejaría un mensaje bajo la silla de montar. - Y así debía haber sido –dijo Kaito. - ¿Quién nos ataco este mediodía en el claro? –preguntó Atsuo. -Era Taiki del clan Gensai, lo vimos demasiado tarde –dijo Kaito–. Debía llevar allí desde ayer. No pudimos
impedirlo pero le costó la vida. - ¿Quién puede tener interés en matar a la señora Yoko? –inquirió Atsuo. - No lo sabemos, estamos investigando ya en Edo para descubrirlo –respondió Kaito-. Tendremos que ser muy precavidos. ¡Psss cuidado! Un samurái se acercó al establo haciendo la ronda de vigilancia. Ambos dejaron de hablar hasta que se alejó. - Kaito, si usted ha llegado hasta aquí -dijo Atsuo-, nuestra vigilancia no debe ser muy buena. Kaito sonrió en la penumbra. - No crea Atsuo-san, usted no sabe lo que me ha costado. Pero no se preocupe, cuatro de mis hombres vigilan la aldea por orden de Katsuro. Atsuo le miró a la cara. Estaban a menos de un metro de distancia y, aunque era de noche, la luz de los fuegos y las lamparillas de aceite daban un poco de claridad en algunas zonas del interior del establo. Pudo apreciar que, aunque relajado, Kaito estaba vigilante, su postura le permitiría desenvainar el ninjato que llevaba a la espalda a la mínima señal de peligro. A pesar de todo lo ocurrido ese día parecía mantener una gran calma. Una cosa le intrigaba aún a Atsuo. - Dígame Kaito, ¿por qué ha venido hasta el establo, si podía dejarme el mensaje debajo de la silla? El ninja se volvió hacia él y le miró a los ojos. - Verá Atsuo-san, sentía mucha curiosidad por conocerle a usted. He oído hablar mucho del golpe de la golondrina, pero no he conocido a nadie capaz de aplicar esa técnica –le observó con admiración–. Usted ha tenido que entrenar mucho para conseguir esa per-
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fección en el golpe. Quizá tanto como nosotros –volvió a mirar hacia el exterior del establo–, toda una vida entrenando. Pero no se puede desarrollar una habilidad así, si no se tiene la facultad necesaria, por eso le admiro: usted adivina el golpe y se anticipa. -Gracias por su apreciación Kaito -dijo Atsuo–. Por lo que me ha dicho Takeshi usted también tiene unas cualidades más que notables. - Me temo que tendremos que utilizarlas todas –sonrió Kaito-. Será un placer luchar a su lado Atsuo-san. Cuando nos enteremos de algo le avisaré, siempre estaré cerca de ustedes. Al momento siguiente Atsuo estaba solo. Miró hacía las sombras, pero no vio moverse nada. No le había visto irse, ni tampoco le había oído. Dejó pasar un rato y salió por la parte de atrás. Poco a poco fue acercándose a los fuegos para charlar con los soldados. Se aseguró de que no habían visto nada extraño. Luego se fue hacia la casa dando un pequeño rodeo. Mientras caminaba, su cabeza repasaba lo ocurrido en ese día y recordaba unos comentarios del jefe del clan unas semanas atrás. Hacía unos días que Katsuro les había alertado por un comentario de un amigo, el cuál le sugirió que un daimio influyente deseaba sus tierras, y para conseguirlas había maquinado una estrategia simultánea en el feudo del clan Hirotoshi y en la capital, Edo. A grandes rasgos: pretendía eliminar a una parte de los miembros de la familia y hacer caer al clan en desgracia frente al shogun, para luego justificar un ataque y posteriormente reclamar su feudo. La amenaza parecía, entonces, que era cierta. En ese momento, Atsuo se propuso
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descubrir al enemigo y anular sus intenciones. Con esa determinación, se retiró a descansar. El viaje a Edo prometía ser mucho más complicado e interesante de lo que parecía al principio.
Cris Miguel - VICTORIA #2
Victoria #2: por Cris Miguel
Con un poco de ayuda de mis amigos
Victoria y Manuel pertenecen a una organización que protege a los humanos, concretamente a los humanos de Madrid. Ambos lucharán contra las criaturas sobrenaturales que se encuentren en su camino y por lograr una credibilidad que aún no han podido demostrar. Lleva otra cerveza al salón. Ha invitado a los tres, y se están tomando unas cañas en lo que terminan de hacerse las pizzas en el horno. - ...porque no me cuadra. Ya te digo que es muy raro -está diciendo Manuel. - ¿Cómo puedes ser tan pesado? ¡Todavía sigues con lo mismo! -le increpa Victoria, sentándose en el sillón junto a Gonzalo. - ¿Qué pasa? -contesta poniéndose a la defensiva-. Tú también lo piensas. Su compañero, Manuel, llevaba semanas dando vueltas al mismo molino. Desde el incendio en el polígono no se habían producido ataques, y esa cuestión es la que le parecía extraña. “¿Por qué han cesado de repente?”, se pregun-
taba una y otra vez. Victoria estaba harta de divagar sobre el mismo tema, pero tenía que darle la razón, no había respuestas satisfactorias. - Cambiemos de tema -dice Gonzalo-. Pues… yo sigo igual con Eva, por si os interesa. - No te hace ni caso, ¿no? -bromea Nacho. - Pufff… -resopla Gonzalo-. Sí… No… Depende… - Eso se traduce en “sólo como amigos”, vamos -sentencia Victoria. Gonzalo y Nacho también trabajan para la Organización, pero no a pie de calle como Victoria y Manuel. Gonzalo se encarga de la informática, especializado en los gadgets y demás artilugios
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de utilidad. Nacho, por su parte, trabaja en el departamento científico: analizando muestras, buscando indicios, perdiendo el tiempo en el laboratorio… Por fin se sientan a la mesa y durante los quince minutos en “modo devorador” nadie dice nada. Nacho trae el postre que ha preparado él mismo: una tarta de queso. - Hmm… ¡Qué buena pinta! -comenta Manu. El dulce lo toman con calma. - ¡Por cierto! Vosotros que estáis más con él, ¿cómo va Ernesto con el reclutamiento? -pregunta Manu. - Pues… -Gonzalo traga antes de contestar-, creo que bien. Ya sabéis que no es muy conversador, pero he oído que ya le ha echado el ojo a un posible candidato. - ¡Ah! ¿Y en qué facultad está? - En teleco -contesta Nacho. En las pocas semanas que lleva en Madrid, Ernesto no ha parado ni un minuto. Está en un área distinta a la de Manu y Victoria, y además se está dedicando intensivamente a la labor corporativa y no tanto a la caza, como hacía antes. Por mucho que haga o que aparente, para Victoria y Manuel siempre va a ser un rival en todos los aspectos. - ¿En teleco? ¿Nos faltan técnicos o ingenieros? -pregunta Victoria antes de meterse el último trozo de su porción en la boca. - Ni idea, pero allí está. La conversación decae a partir de ahí, y a las doce y media los tres se van a sus respectivas casa. Al fin y al cabo es martes, y mañana hay que madrugar. Manuel llega a su barrio con relativa rapidez. Gonzalo le ha dejado a unas manzanas para no tener que desviarse
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demasiado. De todas maneras, a Manuel le gusta pasear. Siente el frio en su cara y se sube el cuello del abrigo. La noche es fría y, al ser entre semana, no hay ni un alma por la calle. Cruza el paso de cebra y oye un pitido. El transmisor. Manuel se pone alerta. Lo saca del bolsillo de dentro del chaquetón. Pero el ruido no se repite, y la luz tampoco está encendida. Le da unos golpecitos. Nada. Sea lo que sea lo que provocado el ruido, ya está lejos. Continúa su camino. En esa zona de Arturo Soria sólo hay casas y urbanizaciones de pisos, no se mueve nada en la calle. El parque de enfrente está oscuro, y el pequeño bulevar que lleva hacia él no es más que un pasillo de tierra coronado por árboles que siembran todo de sombras. Manuel sostiene el transmisor por si acaso. No le falta mucho para llegar. Cuando va a girar a la derecha para dejar atrás el parque, oye un ruido. Un ligero roce entre los matorrales. Se pone en tensión, intenta discernir algo, pero las farolas apenas desprenden un halo pequeño de luz solitaria. Cruza la calle y entra en el parque. El viento se levanta, y eso hace más difícil prestar atención a los ruidos. Mira el transmisor y éste no emite ni un destello. Si hay algo acechando, tiene que ser medio humano, sino el aparato estaría prácticamente echando humo. Muy despacio, con el brazo a media altura para percibir el posible parpadeo del led en caso de captar un rastro leve, inspecciona el parque atentamente, escrutando cada rincón. Se detiene en el centro. Silencio, sólo silencio. Pero Manuel sabe que no son imaginaciones suyas, ahí, en algún rincón, hay algo. Un pequeño destello le indica que el transmisor ha
Cris Miguel - VICTORIA #2 detectado algo. Manuel, alarmado, lo observa y sigue la dirección que le marca. A lo mejor no es tan humano… Sale del parque, acelerando el paso. El aparato comienza a emitir un pitido, que se hace cada vez más intenso. Sube una pequeña cuesta. El sonido se vuelve casi continuo. Llega a la rotonda y el transmisor se apaga de nuevo. Manuel no puede ocultar su tensión. “¿Qué está ocurriendo?”, piensa. El transmisor no puede fallar: o detecta a un demonio o no lo detecta, pero no puede quedarse a medias. Mira a su alrededor, sólo hay pisos y más pisos. En la esquina izquierda ve un edificio blanco, que identifica como la iglesia de la zona, una de esas de diseño modernista que se confunden con el paisaje urbano. Se dirige ahí, a paso ligero, en mayor estado de alarma ante el sinsentido de la situación. Rodea el edificio, y no encuentra nada. Durante un segundo le parece percibir un pequeño destello de luz en el transmisor, pero se extingue en cuanto dirige su mirada hacia él. Se aproxima a la puerta principal e intenta entrar. Cerrada. Por unos instantes, pierde la noción del tiempo. Mira a un lado y a otro, y después al transmisor, esperando ver algo. Nada. Está claro que ha perdido el rastro, un rastro extraño y errático. Permanece unos minutos aguardando, de pie en las escaleras de la iglesia, vigilando en una y otra dirección. Después decide emprender el camino de vuelta. El desacierto y el desánimo lo acompañan, junto con una peculiar sensación. Se siente observado, y por el camino se gira varias veces para comprobar su espalda y los alrededores. Por supuesto, en ninguna de ellas ve nada raro. Sin embargo, algo se oculta en las sombras,
burlando de alguna manera el transmisor, escondido de su vigilante mirada. Y Manuel lo sabe. No está solo. A la mañana siguiente se levanta pronto. Ha quedado en ir a recoger a Victoria. Así aprovecha el trayecto para hablar de lo ocurrido la noche anterior. Tras desayunar brevemente, se va. Le resulta imposible evitar el atasco de todas las mañanas, y tarda prácticamente media hora en llegar a casa de Victoria, muy próxima al centro. Ella le está esperando en la calle. Se sube, se quita el abrigo y lo deja en los asientos traseros. - Poco más y me congelo -se queja Victoria. - Ya sabes, el agradable tráfico matinal -responde sarcásticamente. - ¿Qué pasa, de qué querías hablar? -pregunta Victoria frotándose las manos. - Alguien me siguió ayer al llegar a mi barrio. - ¿Cómo que te siguió? - Sí, al principio creía que era algo sobrenatural, porque el transmisor pitó -se para en el semáforo y aprovecha para mirarla-. Pero luego el sonido cesó, aunque lo que fuera seguía ahí. Pude sentirlo. - ¿Cómo que lo que fuera? A ver… si el transmisor se apagó tenía que ser humano, ¿no? - Sí, eso pensé yo… -se pone en marcha mientras sigue dudando-. Aunque si hubiera sido humano, lo hubiera visto, lo hubiese encontrado. Esta cosa se movía demasiado rápida para ser una persona. - ¿Y si el transmisor no es tan infalible como pensamos? - No lo sé… Es más, ¿quién lo sabe?
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Si es que apenas hemos tenido ocasión de probarlo en condiciones -se lamenta Manuel. - Ya… pero supuestamente en EEUU sí que han tenido muchas ocasiones, y si fallara lo sabríamos. - Puede… - Se me está ocurriendo… ¿Y si estás sugestionado y te lo has inventado todo? –esboza una sonrisa pícara-. Puede que algo te sentara mal. ¿Te duele el estómago? ¿Has dormido bien? - Tranquila, mamá. Ya soy mayorcito, ¿no? –Manuel mira a Victoria alzando una ceja. Entonces se vuelve a poner serio-. Fue muy extraño, Vic, y sé que era sobrenatural. Resopla y pone el intermitente hacia la derecha en la rotonda. Ya casi han llegado. - Hablaremos con Gonzalo, que eche un vistazo a tu transmisor. Y si no ve nada, pues estaremos alerta -le intenta tranquilizar Victoria. - ¡Qué remedio! - ¡Oye, no te quejes! Ayer en la cena te lamentabas de que no había habido más ataques, ahí tienes tu señal conspiranoica –sigue tomándole el pelo. - Sí, pero me conformaba con un demonio tonto, o con algún indicio de la ContraOrganización. Pero persecuciones entre las sombras mientras estoy volviendo a casa… Qué mal gusto. - ¡Anda! Si fuera una acosadora no te quejarías tanto... Pronto tendremos alguna explicación, ya verás. Pero hasta entonces, vale ya de lamentaciones. ¡Vamos! -le apremia mientras se bajan del coche y se dirigen al trabajo, al centro de la Organización. La Organización es la versión corta, su verdadera denominación es “Orga-
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nización de Seguridad para el Combate de lo Antinatural”, aunque están en trámites de cambiarse el nombre porque más que antinatural era sobrenatural, y el nombre en sí es excesivamente largo. Por el momento, algún lumbrera ha propuesto ya usar el acrónimo OSCA, y, a falta de una idea mejor, la gente está empezando a cogerle el gusto. Entran en el edificio y cogen el ascensor para llegar a la tercera planta, la suya, donde se encargan de las posibles apariciones, los crímenes, la regulación de las criaturas… Obviamente, no todas eran una amenaza. Y aunque en España, y más concretamente en Madrid, la población de criaturas sobrenaturales no era muy grande, cada vez aumentaban más, desde la “revelación”, las criaturas que venían a España de vacaciones. Se puede decir que su planta era como un pequeño departamento de policía dentro de la Organización. Se dirigen al despacho. La estancia que comparten no es más que un habitáculo con dos escritorios, una gran ventana y una pecera encima de la estantería. Victoria odia ese recipiente con agua, pero a Manuel le encanta, porque le relaja contemplar cómo nadan los cuatro pececillos que tiene. Se sientan cada uno en sus respectivas mesas y encienden el ordenador. Dejan la puerta abierta, les gusta estar en contacto con el resto de compañeros, aunque a esas horas sólo han llegado dos chicas que se encargan básicamente de la investigación y obtención de datos, ya que todavía no han terminado la instrucción en la Academia. A mitad de la mañana suena el teléfono. Lo coge Manu. Cuando cuelga, Victoria le mira inquisitivamente.
Cris Miguel - VICTORIA #2 - Era la policía… Me han dicho que les ha llamado una mujer muy asustada porque cree que su hijo está poseído o en un raro trance -la informa Manu escépticamente. - ¡Qué bien! ¿Ahora somos Constantine? No sabía que también hiciéramos exorcismos -bromea Victoria. Manu se encoge de hombros. - La mañana está tranquila, no perdemos nada por acercarnos, ¿no? - Manda a otros -contesta Victoria, desentendiéndose. - No. ¡Venga! Sabes que no me gusta estar encerrado. - Bueno… Pero como lo único que le pase al hijo es que esté drogado me invitas a comer -le reta Victoria, cogiendo el abrigo. El edificio es uno más entre miles. En una zona ni buena ni mala, ni cara ni barata. Suben al piso de la mujer, que les está esperando impacientemente. Les invita al salón y los tres se acomodan en los sofás. La señora pasa los cincuenta años y parece que está buscando algo en la habitación o repasando el polvo de todos los rincones, porque su mirada oscila de un lado para otro. Sin embargo, su lengua no se mueve, y se sumergen en un silencio incómodo que Victoria decide romper. - La policía nos ha dicho que cree que su hijo está en trance o poseído, ¿qué le hace pensar eso? - Pues… Verá… Apenas sale de su habitación, ya casi no habla. Él… no es el mismo… -contesta nerviosa la mujer. - ¿Y desde cuándo está así? -interviene Manuel. - Va a hacer prácticamente un mes. Yo pensaba que estaría disgustado por alguna muchacha, pero sigue igual y…
- ¿Sabe si toma algún tipo de drogas? -interrumpe Victoria. - ¡¿Mi hijo?! Por supuesto que no -responde tajante-. Nunca lo ha hecho, ni se ha metido en líos. - ¿Podemos verle? -pregunta con cautela Manuel. - Sí, vengan. Rápidamente, la mujer se levanta y encara el pasillo. Se vuelve a mirarles para asegurarse que la siguen. Se detiene en la segunda puerta. Llama. Victoria y Manuel se quedan unos segundos esperando, hasta que finalmente la mujer se hace un lado y les permite entrar. Victoria pasa delante. El joven que se encuentra en la habitación tiene la mirada perdida. Está sentado en la cama contemplando la pared de enfrente; ni se inmuta con su presencia. - Hola soy Victoria y él es mi compañero Manuel, trabajamos para la Organización… ¿Me escuchas? -el chico no hace ningún signo de asentimiento. - Déjenos solos con él -le dice Manuel a la señora, que asiente y cierra la puerta tras de sí-. Muy bien chaval cuéntanos que te ocurre. Silencio. - Estamos aquí para ayudarte, pareces asustado. ¿Qué te da tanto miedo? -pregunta Victoria, acuclillándose delante de él. El chico fija su vista en ella. - ¡Mira! Empieza a reaccionar -comenta Manuel. - Dinos qué te pasa -el joven la mira fijamente, pero vuelve a bajar la vista-. Está bien -dice Victoria levantándose-, no vamos a perder más tiempo. No sé qué coño te ocurre, pero no somos tus psicólogos. Supongo que sabes a qué nos dedicamos, sino míralo en Internet. Ten mi tarjeta -el chico alarga el brazo y
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se la coge-, si cambias de idea y quieres hablar con nosotros, estaremos encantados de volver a intentarlo. ¡Hasta luego! -con una zancada llega hasta la puerta, y sale de la habitación seguida de Manuel. Se van a comer cerca del trabajo. Aunque es más pronto de lo habitual, apenas dejan algo en sus platos. Comparten impresiones sobre el muchacho sin llegar a ninguna conclusión válida. Su comportamiento es extraño, pero no hay pruebas de que tenga nada que ver con la su especialidad. Manuel dice que igual hubiera sido buena idea pasar el detector, por si apreciaba algo fuera de lo normal. Victoria aprovecha entonces para retomar sus burlas sobre la manía persecutoria nocturna de Manuel. Así continúan hasta que acaban, y después vuelven a la oficina. Al llegar se encuentran su piso vacío. Ellos se han adelantado a la hora, así que deducen que estarán todos en el comedor del edificio. Se sientan en sus escritorios y disfrutan del ambiente silencioso, que incluso los ordenadores respetan, haciendo el mínimo ruido. La tarde avanza despacio, pasando desapercibida. De repente, el teléfono rompe el silencio, hasta ahora gobernante absoluto de la habitación. - ¿Sí? -contesta Victoria-. Ajá… ¿Dónde?... Está bien, dame la dirección -apunta los datos en un papel y cuelga–. Ha aparecido un hombre muerto, Ernesto va para allá. A nosotros nos toca su casa -informa a Manuel, al tiempo que se levanta para ponerse el abrigo. El sitio está cerca del Paseo de la Castellana. Tardan algo más de lo habitual en llegar, ya que son pasadas las seis seis y prácticamente todos los compo-
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nentes del sistema laboral de la zona intentan volver a la comodidad de sus casas. Finalmente encuentran la calle en cuestión. Enseñan la placa para que el portero les abra y entran a toda prisa. Éste les facilita la llave de la casa y después suben por las escaleras, ya que son sólo tres pisos. En el tramo entre el segundo y el tercero, se cruzan a un hombre que baja los escalones de dos en dos. Pasa a su lado sin saludar ni mirarle mucho, concentrado en sus asuntos. Manuel y Victoria se miran. Entonces arrancan y suben corriendo el tramo que les queda. La puerta está abierta. Atraviesan el umbral y ven como el fuego está devorando gran parte de la estancia. - ¡Corre! ¡Podremos alcanzarle! -grita Manuel saliendo velozmente, seguido de cerca por su compañera. Ambos se paran en la puerta del portal. Miran a un lado y a otro. Casi al llegar a la esquina una mujer se está quejando del empujón. Esa es su señal. Emprenden de nuevo la carrera tomando el camino de la derecha. El sospechoso les saca bastantes metros, pero aún pueden verle. El aire frío les empieza a pinchar en los pulmones. Siguen corriendo. Conforme se alejan de la Castellana, las calles se hacen más estrechas y sinuosas. No ven lo que ocurre a su alrededor, están concentrados en esquivar a los transeúntes y no perderle. Siguen corriendo cuesta arriba. Parece que le están ganando terreno. Giran a la izquierda y llegan a un parquecito. El sospechoso no está. Dan unos pasos atrás. - ¡Joder! ¿Pero qué coño…? - exclama Victoria poniéndose en guardia. El parque está desierto. Desierto de
Cris Miguel - VICTORIA #2 presencia humana. Pero sus transmisores no paran de pitar. Están frente a seis ghouls. Éstos les rodean poco a poco. Victoria, que ya tiene su pistola en la mano, dispara al más alejado, el que tiene a su derecha. Sabe que los ghouls pueden saltar desde muy lejos, y cuanto más lo estén, más fuerte es la embestida. Manuel la imita y dispara al de su izquierda. Aunque el disparo no es mortal, ha servido para tumbarle. Los cuatro que quedan ilesos se abalanzan sobre ellos. El reparto es equitativo, dos para cada uno. Sacan sus cuchillos, ya que, en distancias cortas, son más efectivos. Victoria recibe un mordisco en la pierna, pero es superficial; no le da tiempo al demonio a hincar más los dientes. Con el cuchillo de la mano izquierda se defiende, clavándolo en el cuello y saltando hacia atrás para zafarse. El otro aprovecha que se ha alejado unos metros para lanzarse encima de ella. Ruedan por el suelo, con Victoria esquivando una a una las dentelladas mientras acuchilla como puede. Manuel, está en una situación de mayor desventaja. Tiene a un ghoul enganchado del brazo izquierdo y el otro le mordisquea la pierna derecha. De un fuerte puñetazo libera su brazo izquierdo. Aprovecha los segundos de dispersión para cortarle la cabeza limpiamente al que le tenía agarrado por la pierna. Cojeando, intenta alejarse al mismo tiempo que saca su pistola. Lamentablemente el ghoul le golpea antes de poder disparar. Cae de espaldas sobre el frío suelo, y el arma cae lejos de su alcance. Nota calor en la cabeza, debe de estar sangrando. Forcejea con el demonio pero no consigue llegar hasta el cinturón, donde tiene los
cuchillos. Se retuerce e intenta pegar a la criatura con los puños, pero le tiene bien sujeto. Desde el suelo ve que el ghoul que había herido se acerca también a él. - Socorro –lo dice tan entrecortado que apenas se oye. Victoria sale a rastras de debajo del demonio. Le ha costado, pero ha podido asestar puñaladas en distintas partes del estrecho cuerpo hasta que, finalmente, ha muerto. Se levanta. Está magullada. Recorre con la vista el parque, y ve a Manuel tirado en el suelo, defendiéndose como puede del demonio que está encima intentando morderle. Victoria saca su arma y dispara. Éste se desploma sobre él, o eso supone ella, ya que algo la ataca por la espalda, impidiendo ver el resultado de su tiro. El demonio no estaba tan muerto como aparentaba, únicamente muy malherido. Esta vez consigue cortarle el cuello, al mismo tiempo que ve a Manuel chocar contra un banco. “Mierda”, piensa. Va a echar mano de la pistola cuando suena un disparo y el ghoul cae. En la esquina opuesta del parque hay un hombre con gabardina empuñando una pistola. Victoria se levanta y hace amago de ir hacia él. Éste le hace un gesto de asentimiento con la cabeza y se va con paso apresurado. Victoria deja para más tarde las persecuciones a misteriosos desconocidos, y corre hacia Manuel. Han dejado el parque lleno de charcos burbujeantes. Está inconsciente, pero, milagrosamente, no tiene ninguna herida abierta. Llama a emergencias y en cuestión de minutos están en la ambulancia camino del hospital. Manuel consigue irse por su propio pie. La única herida, la de la cabeza, la
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han curado poniéndole un par de grapas, al mismo tiempo que le recomendaban quedarse toda la noche en observación. Pero a la media hora está saliendo por la puerta acompañado de Victoria. Mientras se dirigen a la parada de taxis, suena el móvil de ella. - Es el chico de esta mañana -le dice a Manuel, cuando cuelga-, quiere que me reúna con él en un bar. Pero tú vete a casa, ya te llamo yo después. - De eso nada. Estoy perfectamente, voy contigo -la tozudez habla por Manuel. Victoria le echa una mirada con condescendencia, sabe que no le va a convencer de nada. En eso sí se parecen, son igual de cabezotas. El taxi les deja en la puerta del bar. Es un bar de barrio, sin pretensiones, con las mesas justas y una barra enorme. Victoria se sorprende porque para ser un miércoles hay mucha gente, la barra está prácticamente llena. Clientes habituales que se toman una cerveza, o quizá algo más, antes de subir a casa. En una de las mesas les espera el joven. - Ya estamos aquí -dice Victoria a modo de saludo-. Tú dirás. - ¿Qué os ha pasado? -pregunta alarmado el chico. - ¡Oh! ¿Esto? No es nada -dice Manu quitándole importancia-. Nos atacaron por sorpresa. - ¡Joder! ¿Pasan esas cosas de verdad? -se sorprende-. Bueno… Vamos a ver… yo… -de repente se sumerge en el letargo en el que estaba por la mañana-. Me daba cosa hablar de esto en casa… Mi madre piensa que estoy loco… no sé. - No te preocupes, hemos tenido varias urgencias que no eran urgencias. Desde la “revelación” muchas madres
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de adolescentes creen que sus hijos están poseídos, en lugar de saber que tienen el pavo o van hasta arriba… Los tiempos cambian -comenta Manu, para dar confianza al chaval. - Sí, bueno… Mi madre es un poco así. No estoy poseído, pero… -se para y baja la mirada-. Me pasó algo raro… - Tranquilo, nosotros estamos curados de espanto. Lo que nos digas nos lo creeremos, y seguramente podremos ayudarte -le anima Manu. Victoria observa recostada en la silla. - Está bien. Un día conocí a una chica, era vecina mía, muy guapa. Empezamos a hablar, nos encontrábamos por casualidad en el portal… Al final subí a su casa, y bueno… ¡lo hicimos! Estuvimos como dos semanas liados, pero fui notando que cambiaba de humor mucho, y uno de los días que subí a su casa, descubrí que no era que cambiara de humor, sino que eran ¡gemelas! -Manuel y Victoria escuchan pacientemente-. Las dos eran muy posesivas y no querían salir conmigo a ningún sitio, yo creía que era porque se avergonzaban de mí… Así que dejamos de vernos. Como una semana después, me aburría en casa y subí a verlas, pero… no me abrió nadie… no estaban -el chico se para, con la mirada fija en el vaso. - ¿Qué tiene eso de fantástico? -pregunta Victoria. - Veréis, me extrañó que se fueran y estuve preguntando a todos los vecinos… Y resulta que allí no vivía nadie desde hacía cinco años -ahora sí consigue captar la atención de los dos. - ¿Cómo que…? ¿Fantasmas? -pregunta Manuel. - ¿Me creéis? - dice el chico inseguro. - Claro que sí. Mañana a… -el teléfono
Cris Miguel - VICTORIA #2 interrumpe a Victoria-. Perdonad -se levanta para contestar. - No te preocupes, mañana iremos a ver ese piso. Si hay alguna presencia, del tipo que sea, la captaremos. - ¿Sí? ¿Cómo los cazafantasmas? -pregunta el muchacho visiblemente más animado. - No como ellos, pero disponemos de algunos métodos para limpiarlos -dice Manuel. - Joder, creía que me estaba volviendo loco, que me lo había imaginado… -el volumen de la televisión, que sube de repente, deja la frase inacabada. Victoria está en la barra, diciendo al camarero que ponga las noticias. La televisión es lo más nuevo de todo el mobiliario, y es que el fútbol es el fútbol. Pero ahora no emiten ningún deporte. Ahora es Ernesto quien sale por la tele, en una rueda de prensa. Se hace el silencio y todos escuchan atentamente. Es la primera vez, desde la “revelación”, que la Organización sale en los medios. La actividad sobrenatural en la ciudad no es muy alta, y nunca habían tenido antes un crimen. El discurso es directo y firme, transmite seguridad y diligencia. Si supieran que todas las pistas que podían encontrar habían ardido esa misma tarde… Ernesto termina con una frase tajante en la que asegura que cogerán al responsable. El camarero vuelve a bajar el volumen y Victoria se sienta de nuevo en la mesa. La gente de su alrededor comenta el discurso. En general no saben que pensar, les ha parecido creíble, pero por otro lado siguen sin fiarse de lo sobrenatural. Está claro que la imagen de la Organización… sigue aún por los suelos; aunque el tiempo ayudará a cimentar la credibilidad.
- ¿Ese era de los vuestros? -pregunta el chico. - Sí, y ahora nos tenemos que ir -dice Victoria-. Pero mañana por la mañana investigaremos lo que nos has contado, ¿de acuerdo? Cogen un taxi para recuperar su coche, que seguía aparcado donde lo habían dejado esa tarde. Manuel va a casa de Victoria. - Tengo tantas cosas en la cabeza que me va a explotar -se queja Manuel. - Eso es por el golpe que te ha dado el ghoul -bromea Victoria. - Por cierto, ¿cómo has acabado con ellos? - He tenido ayuda… Había un hombre que disparó al que estaba a punto de morderte -dice Victoria algo consternada. - ¿Un hombre que disparó? ¿Y de dónde coño ha sacado el arma? - No lo sé, cuando me levanté estaba allí, y me iba a acercar pero se fue. Él sí que se creía Constantine, con la gabardina puesta y matando demonios… - ¿Estás de coña? -Manuel no puede creerse lo que está oyendo-. ¿Y cómo supo…? - No lo sé -Victoria suspira y se acomoda más en el asiento del copiloto, mientras mira la las luces de la ciudad. Cada vez tienen más preguntas. Al día siguiente van a ver directamente a Nacho al laboratorio. Le cuentan lo ocurrido el día anterior. Éste no da crédito, y les explica qué ha descubierto él. - Esto no lo sabe aún nadie de por aquí, así que no alcéis mucho la voz, por si las moscas –mira por encima del hombro hacia los otros compañeros que se hayan enfrente-. Este tipo es Alfredo
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Merchán. Es doctor en teología por la universidad del Vaticano y también licenciado en psicología, pero por lo que más se le conoce es por sus estudios y publicaciones sobre parapsicología y demonología. Nacho se calla un segundo, dando un toque de tensión a la situación. - El profesor Merchán ha investigado mucho sobre la esencia demoníaca y el mundo de lo paranormal. De hecho, estaba ya metido en el tema antes de que se hiciera pública la existencia de la Organización. Sus primeros trabajos no tienen nada novedoso, son sólo compendios y análisis de mitos, tradiciones y otros textos. Pero, en los últimos años, el profesor ha causado algo de conmoción en el mundo de lo esotérico. En su último libro hablaba sobre ciertos descubrimientos que había hecho en lo que se refiere a la invocación y dominación de un demonio. Según él, había encontrado una manera para realizar este proceso sin ningún peligro para el invocador, y de hecho citaba varias fuentes antiguas en las que algo se habla del tema. - ¿Y qué decía en el libro? ¿Explicaba cómo hacer eso? - ¡Qué va! El libro era una especie de anticipo, únicamente para tener a la gente en ascuas. No ha llegado a publicar el siguiente, al menos que yo sepa. Pero lo que sí está claro es que en el último libro del profesor hay indicios de que había encontrado algo, cosas que no podría saber si no fuera así. Nacho se calla otra vez, mientras rebusca en unos papeles. Victoria y Manuel le miran fijamente, esperando que continúe con la explicación. Al final, Victoria no puede más.
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-¿No nos vas a contar de qué indicios se trata? -No –Nacho se encoge de hombros. Del montón de hojas saca un folio lleno de gráficas-. Es demasiado engorroso y largo de explicar, además de que tampoco es especialmente importante –agita el papel que tiene en la mano-. Pero esto sí que es interesante… Oh, sí… - ¡Al grano, Nacho! –Victoria sube levemente su puño en señal de amenaza. - Voy, voy… Ya sabéis que cuando se encuentra un cuerpo que puede tener relación con demonios le sometemos a varias pruebas y mediciones, entre otras cosas para descubrir posibles interacciones con seres que no son de aquí –Nacho coge aire profundamente y extiende el documento frente a ellos-. Pues bien, nuestro profesor se ha salido de las tablas en éste análisis –y señala con el dedo uno que tiene muchos colores. - ¿Ese para qué es? –inquiere Manuel. - No me has dado tiempo a seguir, déjame explicarte. Este lo usamos para rastrear un tipo de energía muy rara y poco habitual: es la marca demoníaca pura y por excelencia, unos átomos tan malignos que sólo pueden venir desde el infierno más profundo –lo dice con una sonrisa exagerada, dando demasiado dramatismo a la escena. - ¿Puede un átomo ser maligno? –pregunta Manuel al aire. Nacho le ignora y continúa con su exposición. - Un ser que deja este rastro debe ser terriblemente peligroso y anormal, y desde luego no puede traer buenas intenciones. No hace mucho que realizamos este análisis, lo impusieron como norma hace poco, por lo que en contadas ocasiones hemos tenido una levísi-
Cris Miguel - VICTORIA #2 ma señal. Pero este cadáver, amigos, venía hasta las cejas –y para remarcar ese hecho, abre mucho los ojos. - Vale, vale, está bien Nacho –le corta Victoria antes de que siga enrollándose, como suele ser habitual-. Lo cogemos. Se resume a un bicho muy malo y raro que llena todo de polvo infernal y que ha tenido relación con un cadáver reciente. ¿Crees posible que sea fruto de las investigaciones sobre invocación del profesor? - No lo descartes, Victoria, es probable que, si no es por eso, al menos vayan por ahí los tiros –Nacho comienza a guardar todos los papeles. - Bueno, gracias Nacho. Veremos a ver qué averiguamos por ahí. Si encuentras algo más dínoslo de inmediato. Se encaminan a la casa del chico. En la oficina no les queda nada por hacer, si permanecieran allí encerrados se subirían por las paredes. - ¿Qué piensas del fallecido? -pregunta Manuel para romper el silencio. - La verdad es que no lo sé. A ver, está claro que estaba metido hasta el fondo, quizás enfadó a quien no debía. - ¿Hablas de la ContraOrganización? - ¿Quién si no? - A lo mejor el hombre de la gabardina… No sabemos nada de él. - Entonces, ¿por qué nos ayudó? No tendría sentido… - Ese tipo va por libre, mejor no descartar nada. Aparcan en un hueco libre y entran en el portal del día anterior. Suben las escaleras, ya que el chico les dijo que era el último piso. Sólo había dos puertas por cada planta, la suya era la de la izquierda, la B. Llaman. Es mero formalismo. Como se esperan, no contesta na-
die. Manuel consigue abrir sin forzarla, gracias a la ganzúa que lleva siempre encima. Entran. El piso muestra signos de no haber sido utilizado desde hace tiempo. Victoria saca el transmisor, éste emite una señal muy débil. - Está claro que ha habido algo aquí, pero se ha ido -se queja Victoria. Aún así inspeccionan toda la casa. En la habitación grande, que correspondería al dormitorio principal encuentran a un hombre muerto. - ¿Qué cojones…? -Manuel se dirige a él. Victoria está llamando ya a la Organización. En menos de media hora, se llevan el cadáver que no superaba los 25 años. El equipo forense fotografía todo, pero no hayan nada que les vaya a servir. El chico no ha muerto por causas naturales. Victoria y Manuel ya no hacen nada de provecho en la casa y se disponen a irse. En el descansillo está el típico vecino curioso que les corta el paso antes de que puedan empezar a bajar las escaleras. - ¿Qué ha ocurrido, señores? -les pregunta cortésmente. - Hemos encontrado un cadáver en la casa -contesta Manuel, saltándose un poco el protocolo-. ¿Ha visto u oído algo? - Se lo advertí a ese muchacho, le dije que se alejara de ellas… Pero no me hizo caso -se lamenta negando con la cabeza-. Ustedes entienden de demonios, ¿no? Entonces sabrán lo que es un súcubo. Eso es lo que había ahí dentro. - ¿Súcubos ha dicho? -se gana toda la atención de Victoria-. ¿Cómo está tan seguro de que lo eran? - Los chicos hablaban solos, estaban en su sueño feliz, les conquistaban…
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-mira al techo para recordar mejor-. Básicamente, lo sé porque a mí también me pasó. Fui su primer trofeo. - ¿Y siguen aquí? -pregunta Victoria con cautela. - No, señorita. Se fueron hace un mes aproximadamente. - ¿Sabía quiénes eran? -pregunta Manuel. - Sí. Eran dos ancianas que murieron hará unos cinco años, gemelas. No estaban muy dispuestas a dejar los placeres de este mundo… Victoria apunta sus nombres para investigarlas. Dos muertos en dos días por causas totalmente distintas. A los jefes no les va a gustar nada. Parece más sencillo hallar a los súcubos. Empezarán buscando el rastro en antiguas propiedades, en algún sitio tienen que estar. De vuelta a la oficina, Victoria escribe un email al muchacho contándole lo que han descubierto, ya que por la mañana no estaba en casa. Seguro que le tranquilizaría saber que no estaba loco, y que tenía una explicación, aunque para él pueda ser un poco surrealista. La tarde la pasan prácticamente sumergidos cada uno en sus meditaciones, nunca se habían sentido con tan poco control como ahora. La situación se les está yendo de las manos. Tienen dos cadáveres de distinta procedencia, cuyo origen era igual de difícil. Por un lado estaban los súcubos, que, aunque sabían a lo que se enfrentaban, tenían que hallar una forma de atraparlos, nunca se habían enfrentado a seres incorpóreos. Por el otro lado estaba la ContraOrganización, siempre presente, y ellos iban un paso por detrás. Victoria y Manuel se disponen a irse
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ya a sus casas. Manuel lleva el coche, esta semana le toca a él. Se ofrece a pasar la noche con Victoria, pero ésta deniega la invitación. - Prefiero organizar mis ideas, hay tantos cabos sueltos que no sé por dónde empezar a atarlos. - Podemos hacerlo juntos -insiste. - Otro día -firme pero cordial-. Quizás tenga razón la gente y seamos unos farsantes… No somos capaces de protegerlos. - ¡Oh no! No te tortures -Manuel toma la rotonda que lleva a la calle de Victoria-. Era imposible anticiparse, pero ya sabemos lo que buscamos, las atraparemos. - ¿Y la ContraOrganización? -las dudas siembran su rostro-. Cada vez nos demuestran que tienen más poder, se ríen en nuestra cara… - Todos cometemos errores. Cuando ellos los cometan, estaremos preparados - Victoria asiente, meditabunda. - ¡Hasta mañana! – y sale del coche. Victoria piensa en lo que va a poner en la televisión para desconectar. Necesita tener la cabeza despejada, está en un bucle y ella no es así. Es práctica y consecuente. “¿Pero qué te pasa?”, piensa. Está actuando como en sus mayores temores, negativa y escépticamente. “Claro que las vamos a atrapar”. Sólo tiene que hacer algunas llamadas, para que les suministren el material que necesitan. Victoria entra en casa. Deja el bolso, va a su habitación, se quita los zapatos y, acto seguido, se lava las manos en el baño. Coge un vaso y una Coca-Cola de la nevera y se va al salón con ella. Por poco se le cae el vaso. Sentado en el sillón está el hombre misterioso que le ayudó la pasada noche.
Cris Miguel - VICTORIA #2 - ¿Cómo coño has entrado? -Victoria intenta recordar dónde está su arma más cercana. - Tranquila, he venido a charlar contigo -Victoria ve que se ha puesto cómodo, porque ha dejado la gabardina en la silla del comedor. “Si quisiera hacerme daño, ya lo habría hecho”, reflexiona. - Tú dirás -contesta reticente. - Os he estado observando y no lo estáis manejando nada bien -enciende un cigarro y expulsa el humo-. Son más poderosos de lo que pensáis. Necesitáis mi ayuda.
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Un buen negocio por J. R. Plana
La extracción de perionesio es una tarea ardua y costosa. El equipo del científico Hiresh Mahan ha descubierto una forma de acelerarla. Sin embargo, la infravaloración a los habitantes del planeta Perión VII les costará muy cara, y es que los índigenas no tienen porqué ser tontos...
Junhai, jefe colonizador del planeta Perión VII en nombre de Irving&DouWan minerales y metalurgias espaciales S.A., corría a trompicones por la colonia madre. Detrás, a poca distancia, iba Sarah Fisher, comandante en jefe de las fuerzas de seguridad de la empresa, responsable del bienestar de la colonia. Junhai no podía con su alma, sus piernas cortas no eran capaces de seguir el ritmo que desde atrás, a base de empujones, le marcaba Sarah. - ¡Corre! ¡Maldita sea, corre! - No… arf… puedo… con… - ¡Vamos! ¡Los asiáticos son los mejores soldados! ¿Cómo puede usted ser tan blando? - Hace… mucho… arf… que dejé… arf… de estar en… forma. La colonia era un caos. Los edificios se desmoronaban, la burbuja atmosféri-
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ca empezaba a tener pequeñas grietas y los colonos huían en dirección al puerto espacial junto con los soldados de Fisher, que hacía rato que habían decidido no plantar cara al enemigo. La colonia madre, y con ella el planeta, estaba perdida. Junhai y Sarah avanzaban entre la atemorizada multitud, intentando alcanzar las escaleras de las oficinas centrales de la colonia. Custodiando la puerta permanecían dos soldados de élite, que mantenían la posición y la disciplina. - ¡Comandante! ¡Les estábamos esperando! ¡Pasen a dentro, estamos listos para la evacuación! Sin perder el ritmo de la carrera, para desesperación de Junhai, atravesaron la recepción y accedieron al patio central. Las oficinas estaban desiertas. Al otro lado del patio les esperaban dos
J. R. Plana - UN BUEN NEGOCIO soldados más, que les escoltaron de nuevo al interior del edificio. Luego de dejar atrás los pasillos de despachos y pasar dos puertas de seguridad, llegaron por fin a su objetivo: el hangar de la nave comandante. Allí se encontraban dos hombres discutiendo a voces. Uno era Hiresh Mahan, el responsable de ciencia y desarrollo del proyecto EPV/1129/3034. El otro era el profesor Vellinni, experto en comunicación alienígena. - ¡Si se hubiera controlado su afán humanitario no habrían llegado a este extremo! –Mahan señalaba con dedo acusador al rostro de Vellinni-. ¡Usted y sus malditos ideales absurdos! - ¡Su ignorancia es sólo comparable a su falta de sentido común! ¿Qué esperaba que hicieran ante los abusivos esfuerzos que les imponían? ¡Y si no sus crueles experimentos! ¡Estas criaturas serán salvajes pero no son idiotas! - ¡Caballeros, basta ya! –la comandante Fisher, acostumbrada a dar órdenes, se hizo rápidamente con el control de la discusión-. ¿Estamos todos, teniente? - Sí, señora. - Es hora de irse, ¡todos a la nave! Sin perder ni un segundo, se dirigieron a la plataforma de acceso. Se fueron acomodando en los asientos y preparándose para el violento despegue. El piloto manipuló los controles y la enorme nave se elevó lentamente, enfilando la apertura del hangar. Cuando los ojos de los pasajeros se adaptaron a la luminosidad exterior, el panorama que vieron fue desolador. Grandes columnas de humo se elevaban hacia el techo de la colonia mientras la ciudad se desmoronaba. A lo lejos, en la zona del puerto espacial, se veían algunas naves que
intentaban despegar. - Señora, las naves están despegando –el piloto se giró en dirección a Fisher-. El protocolo establece que… - Sé lo que dice el protocolo –Sarah apretó con fuerza la mandíbula-. Active la cuarentena, teniente. - A la orden –el soldado, sentado en la parte trasera, se desabrochó los arneses y se dirigió hacia un panel. Los demás permanecieron en su sitio, impasibles. Sólo Vellinni mostró inquietud, saltando con la vista de uno a otro. - ¿Cuarentena? ¿Qué es la cuarentena? - Se activa ante la pérdida de una colonia a manos de una raza que aún no ha desarrollado el vuelo espacial, para evitar que puedan llegar al espacio –explicó paciente Sarah-. Consiste en autodestruir toda la flota restante, y se activa desde la nave comandante. - Normalmente el protocolo dice que hay que volar también las instalaciones –aclaró Junhai-. Pero en este caso no es necesario, esperaremos por si se puede rescatar algo. Hay material de mucho valor aquí y podríamos… - ¡No pueden hacer eso! –Vellinni tenía el rostro pálido y desencajado-. ¡No pueden segar las vidas de todos esos hombres! ¡Algunas naves ya están despegando, ya están a salvo! - No se puede elegir las naves que se destruyen, profesor –explicó un piloto. - El sistema es antiguo y rara vez se pierde una colonia –continuó Junhai-. Creo que sólo se han perdido dos en toda la historia de Irving&Dou-Wan S.A. - ¡Están todos locos! ¡No lo permitiré! –Vellinni se levantó con brusquedad del asiento.
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- ¡Profesor, no puede levantarse! ¡Haga el favor de calmarse! –Sarah intentó controlar al profesor. - ¡Deténganse! ¡No pueden matarles! -Vellinni corrió hacia el teniente, que había detenido por un segundo su labor en el panel para observar la escena. Empujándole, se trabó con él en un forcejeo. - ¡Profesor! ¡Alto! –Fisher se lanzó tras el hombre. Un destello iluminó la cabina, un grito cesó el alboroto. Mahan sujetaba con mano firme una pequeña pistola láser, apuntando hacia el cadáver del profesor Vellinni. - ¡Hiresh! ¿Qué hace, descerebrado? ¡No puede usar armas en una cabina y menos durante el despegue! –el asiático estaba histérico. - Cálmate, Junhai. Vellinni era un inepto y ya no nos era útil. Sólo nos daría problemas –todo el mundo estaba en silencio, observando al científico. La nave proseguía con su lento avance hacia lo alto de la burbuja-. Teniente, lleve el cuerpo a la tobera de residuos. Lo mejor será que se quede aquí –el soldado miró a Sarah, que le confirmó la orden asintiendo-. Comandante, acabe de activar la cuarentena, por favor. Y ahora, caballeros, que les parece si abandonamos este asqueroso planeta. El reflejo de las cuatro personas se veía en la pulida y metálica superficie de la mesa. - Espero que alguno de vosotros pueda darme una explicación satisfactoria de este desastre. El que hablaba era Albor Dalpen, director ejecutivo de Irving&Dou-Wan minerales y metalurgias espaciales S.A.,
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máximo responsable del área del brazo de Orión. La gigantesca coalición empresarial, fruto de la fusión de una compañía americana con otra china, tenía intereses dispersos a lo largo y ancho de la galaxia. - P-Por supuesto, señor Dalpen, yo ppuedo explicarlo. Junhai tomó la palabra, incorporándose en su asiento. La temperatura en la sala se mantenía en el nivel justo para la comodidad de los pasajeros y el correcto funcionamiento de la nave, lo que no permitía achacar al frío el ligero pero persistente temblor en el pulso del asiático. - Si m-me hacen el f-favor de conectar sus terminales oculares, procederé con la… - Lo siento, Junhai, pero no vamos a usarlos –interrumpió Albor. - ¿P-Por? –preguntó tartamudeando, mientras abría los ojos desproporcionadamente. - Muy sencillo, señor Jefe Colonizador –Albor apoyó los dos codos en la mesa al tiempo que echaba el peso de su cuerpo hacia adelante-. Esta reunión de extrema urgencia la he convocado a espaldas de la junta directiva y, por supuesto, de la Delegación Galáctica, con la intención de arreglar el problema lo más discreta y rápidamente posible. Si, por algún casual, esta “complicación” llega a oídos de alguno de estos dos órganos puedo darme por muerto. Empresarialmente hablando, se entiende. Y, por supuesto, si yo caigo, vosotros –y señaló uno por uno a los tres hombres sentados-, caeréis conmigo. Así que ahora entenderás, señor Junhai, porqué no vamos a usar los terminales. No quiero ni un solo registro de este
J. R. Plana - UN BUEN NEGOCIO encuentro. Dalpen debía rondar por la cincuentena. Al hablar movía únicamente el labio inferior y nunca gesticulaba. Poseía un aura de indiscutible autoridad, con sus pobladas cejas negras y su pelo blanco peinado hacia atrás, y las arrugas verticales contribuían a conferirle esa fama de inflexible que siempre le precedía. Miró fijamente a Junhai. Al pobre asiático se le iba un color y le venía otro. - B-Bueno, pues prescindiremos de los terminales… -se aclaró la voz, cerró los ojos y respiró hondo-. Cuando llegamos a Perión VII no teníamos forma de prever nada de esto. Los análisis previos nos mostraron un planeta hostil, con una atmósfera inhabitable para nosotros debido al amoníaco y grandes yacimientos de perionesio. - Básicamente, la misma estructura presente en los otros seis planetas Perión –matizó Hiresh Mahan. - Gracias por el apunte, Mahan –no había nada de gratitud en las palabras de Albor Dalpen. - Efectivamente, la estructura era la misma, salvo con una notable diferencia: Perión VII está habitado –añadió con especial dramatismo Junhai. - Encontramos una especie extremófila inteligente. Estos seres pueden vivir perfectamente en la dañina superficie, aunque no han sido capaces de desarrollar ningún tipo de tecnología primaria. Viven en las cuevas y minas que horadan la corteza, agrupados en pequeñas tribus de una veintena de criaturas, más o menos, y muestran signos de jerarquías sociales. - Lo pensamos mucho antes de bajar. Para poder iniciar las operaciones de explotación teníamos que montar antes
la protección atmosférica, y no nos podíamos arriesgar a que los perionitas fueran agresivos. - ¿Perionitas? ¿Se lo habéis puesto vosotros? –la abrupta interrupción de Albor pilló por sorpresa a Junhai, que dio un pequeño brinco. - S-Sí, señor… No existe ningún registro al respecto y nos pareció buen nombre, por lo que pensé que quizá… - De acuerdo, de acuerdo, sigue Junhai. - Para asegurar las operaciones de construcción, me encargué personalmente de evaluar a los habitantes – Sarah Fisher se irguió en su asiento-. Mandé varias sondas para establecer contacto con ellos. No mostraron signo alguno de agresividad, y reaccionaron de forma pacífica a las intrusiones. Me atreví a mandar una pequeña comitiva que tratara de establecer contacto verbal con ellos. - ¿Esos bichos eran capaces de entenderos? –preguntó Albor. - No, en absoluto. Parloteaban un dialecto ininteligible, pero conseguimos comunicarnos a través de señas muy básicas. Les dimos a entender que veníamos en son de paz, y para demostrarlo les agasajamos con regalos. - ¿Qué les disteis? - Despojos de la nave, herramientas que no funcionaban y algún que otro ordenador despiezado. - Mostraron mucho interés y no dieron ningún tipo de problema, así que pudimos comenzar la construcción de la colonia con total tranquilidad. Los perionitas salían de sus madrigueras a observarnos y mostraban interés por nuestras tareas –Junhai había perdido parte de su inicial nerviosismo-. Fue por
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eso por lo que empezamos a pensar en ellos como una ayuda para nuestro trabajo. - Los habitantes de Perión poseen dedos oponibles, lo que los hace completamente capaces de manejar herramientas hechas para humanos –volvió a matizar Mahan. - Además, los análisis del doctor Mahan nos revelaron que estas criaturas poseían unas vías respiratorias hábiles para nuestro lenguaje, así que hicimos traer desde Marte a un experto en comunicación alienígena, con la intención de que les enseñara a hablar. Se nos estaban abriendo las puertas de un novedoso sistema de recolección. Hasta ahora, para extraer el perionesio, debíamos hacerlo con maquinas y trajes de protección, todos ellos de producción altamente costosa. Si a eso hay que añadir el alto riesgo de accidente al que están expuestos los mineros y la contaminación, el resultado es una extracción lenta y costosa, plagada de incidentes y negociaciones con los sindicatos. » Si conseguíamos “amaestrar” a los perionitas para que extrajeran el metal por nosotros, estaríamos dando un paso de gigante. Ellos se desenvuelven perfectamente en la atmósfera de Perión VII, son muy resistentes y no les afecta para nada la radiación ni el amoníaco. Nos propusimos negociar con ellos, aunque el experto en comunicación se negó en un principio, porque consideraba que aquello era explotación. - ¿Dónde se encuentra ahora ese experto, Junhai? ¿Por qué no está aquí con nosotros? - El profesor Vellinni murió. Fue el primero en caer –apuntó Mahan, manteniendo su nula expresividad habitual.
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Si la noticia produjo alguna sorpresa a Albor, este no lo dejo ver. - A Vellinni le convencimos, prometiéndole ingentes inversiones por parte de la empresa en su programa de investigación –continuó Junhai-. Eso aflojó sus aprensiones. El profesor trabajó en el entendimiento y para cuando tuvimos construida la colonia, todo estaba listo. Negociamos con ellos y se mostraron encantados de ayudar a cambio de montones y montones de chatarra. Supongo que era un poco injusto, pero a ellos no les suponía un esfuerzo trabajar en las minas, y realmente se les veía muy aburridos en este yermo planeta de cielo verdosa y tierra azulada. Nosotros les proporcionamos entretenimiento. - No sólo eso, fuimos un elemento decisivo en su evolución. Gracias a nuestra ayuda dominaron la comunicación y fueron capaces de entender conceptos complejos, aprendieron a crear y construir estructuras sencillas, les proporcionamos acceso a información sobre el resto del universo… Pocas especies han contado una ayuda tan inestimable para el desarrollo. - ¿No considera, doctor Hiresh, que, quizá, una intrusión tan agresiva de tecnología en especies subdesarrolladas puede tener un efecto negativo? - Con todo el respeto, señor Dalpen, son necedades. Les hemos proporcionado grandes ventajas para ellos, han demostrado una alta capacidad de adaptación a las novedades. Por otro lado, desconocemos si poseían religión alguna antes de nuestra llegada, no hemos visto señal alguna que pruebe este punto. Sin duda, el profesor Vellinni podría precisar mucho más sobre los hábitos y costumbres socio-culturales de estas
J. R. Plana - UN BUEN NEGOCIO criaturas. - Pero el profesor está muerto, así que tendré que fiarme de su palabra... –Dalpen meditó unos segundos, mirando fijamente al doctor Hiresh-. En cualquier caso, doctor, y si mal no recuerdo, hay varias leyes restrictivas respecto al curso natural de los acontecimientos, especialmente en lo que se refiere a la colonización intrusiva de especies por debajo del vuelo espacial. ¿Puedo deducir, por lo que me ha contado, que se han obviado descaradamente esas leyes, alterando no sólo el medio sino también las estructuras sociales? - Ha sido por el bien del proyecto y de la empresa a la que usted representa, Albor. Se han tomado esas decisiones porque se han considerado necesarias para el correcto funcionamiento del proceso colonizador. - Si me permite, doctor, seguiré con el relato de los hechos –Junhai irrumpió el duelo de miradas entre los dos hombres-. Hay que tener en cuenta que es posible, aunque no tenemos datos para corroborarlo, que exista cierta relación entre la intrusión y el desastre. Pero insisto en que son meras conjeturas. » Los perionitas colaboraron afablemente, y se entregaron a las tareas de extracción. Al mismo tiempo, Vellinni insistía en culturizarles como forma de compensación, ya que la chatarra no era, a su juicio, satisfactoria. Aún no sabemos por qué, pero aquello no duró demasiado. Hiresh culpa a Vellinni, por insuflar demasiada capacidad de reflexión a los perionitas, pero la verdad es que eso tampoco es demostrable. El caso es que, en cuestión de un par de semanas, los perionitas, hasta ahora pertenecientes a distintas tribus, se habían
agrupado bajo el mismo liderazgo. Comenzaron a dar problemas, a quejarse por los turnos excesivos y a exigir más a cambio de su trabajo. - Igualitos que los sindicatos –apostilló Dalpen con cara de fastidio. - Exacto. Sólo que eran sindicados de criaturas que no sabían hablar hace unos meses. Negociamos con ellos en varias ocasiones, pero ningún acuerdo aguantaba más de una o dos semanas, en seguida volvían las movilizaciones y las protestas. Vellinni intentaba convencerles de que eso era peor para ellos, pero lo único que consiguió fue que le mataran. » Al poco tiempo se paralizaron las extracciones, y los perionitas comenzaron a tomar el control de las estaciones de producción más alejadas. Nada podían hacer los hombres de la comandante Fisher, les superaban ampliamente en número y las condiciones atmosféricas les eran favorables. Al final se nos fue de las manos. A nuestras amenazas respondían con violencia desmedida, hasta que nos acorralaron y consiguieron entrar en la colonia madre. - Un momento, Junhai. Haz el favor de explicarme de qué manera pudieron hacer frente unos salvajes incivilizados a las armas y tecnología del cuerpo de seguridad de la empresa. - Yo responderé a eso, señor –Sarah Fisher volvió a erguirse en su asiento-. Los perionitas supieron aprovecharse de nuestros avances, robaron nuestras armas y se hicieron con el control de las armas. Aunque no fue eso lo que les dio la victoria. Ellos están menos civilizados que nosotros, es cierto, pero por eso mismo gozan de una perspectiva distinta del sacrificio personal a favor del
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bien común. Ninguno mostraba reparos a la hora de combatir por el bien de su especie, mientras que nuestros soldados y mercenarios no estaban dispuestos a morir esta causa, les importa más su propio bienestar. Hubo un soldado que, antes de tirar sus armas y salir corriendo, tuvo la osadía de decirme que no le pagaban lo suficiente para que lo descuartizaran unos alienígenas. - El resultado fue nuestra huida precipitada al espacio y la desbandada general de los cuerpos de seguridad. Dejamos atrás todas las extracciones, los centros de producción, las bases de defensa y varios laboratorios. Escapamos con lo puesto nada más, y en cuanto tuvimos esta nave en órbita, me puse en contacto con usted, señor. Sólo han pasado dos semanas. Albor Dalpen, con la mirada fija en la mesa, negaba con la cabeza una y otra vez. - Millones en material e investigación perdidos… -alzó la vista-. Entonces sólo quedáis vosotros y la tripulación de esta nave. - Correcto, señor. Todos los supervivientes perecieron en la huida a causa del protocolo. - Ya… Mejor que eso no se airee mucho. ¿Cuál es, entonces, la situación actual en Perión VII? - Los nativos poseen el control de toda la tecnología abandonada, incluidos varios misiles de perionesio que estaban en pruebas. No hemos podido hacer un seguimiento de la actividad en el planeta debido a nuestros reducidos recursos, pero no parece que hayan tenido mucha actividad. El protocolo de precaución establece que en todas las colonias madres se instale un dispositi-
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vo de explosión en el ordenador principal, el que contiene toda la información referente al proyecto que se lleve a cabo en la colonia. Esta colonia no es una excepción. Si activamos el dispositivo destruiríamos todas las instalaciones, y, con toda seguridad, causaríamos grandes daños a los perionitas, poniendo en dificultades su capacidad para reponerse y continuar con la reproducción. Tras dos semanas de estudio hemos concluido que no hemos dejado atrás nada que merezca la pena el esfuerzo de volver. - Causar la extinción de una raza es algo muy serio. Supongo que nos permitiría recolonizar el planeta más adelante y seguir con las extracciones, ¿correcto? –Fisher y Junhai asintieron al mismo tiempo-. Eso inclina la balanza a favor del dispositivo… No correré riesgos con Perión VII, la empresa necesita todo el perionesio disponible, pero si vamos a hacerlo, hay que hacerlo bien. Volaremos la colonia y luego llamaremos a un equipo de exterminación, no podemos esperar de manos cruzadas hasta que los perionitas decidan extinguirse. No daremos parte, ni informe, ni hablaréis de esto más allá de las paredes de esta nave, ¿entendido? Es importante que no quede ni rastro, nadie debe saberlo –Albor resopló-. De la orden, comandante. - Sí, señor. Sarah salió de la pequeña sala donde estaban reunidos como una exhalación. - Hay una cosa que quiero saber por curiosidad. Ya que vamos a borrar una especie de la galaxia, ¿realmente los perionitas suponen una amenaza? - En absoluto –Hiresh, que había permanecido un tanto hosco desde su encontronazo teórico con Albor, se
J. R. Plana - UN BUEN NEGOCIO adelantó en el asiento-, y le explicaré por qué. A pesar de habernos dejado toda nuestra tecnología, no le van a sacar ningún partido. Es posible que pudieran seguir desarrollando lo que les dejamos, pero jamás les va a ser de ninguna utilidad, pues su planeta tiene dos carencias fundamentales: el agua y cualquier otra materia que no sea perionesio. - ¿Agua? ¿No hay agua en Perión VII? - Oh, claro que la hay, pero tremendamente contaminada de amoníaco. - ¿Y para qué diablos necesitan el agua? - Para los misiles y las naves, Albor. No me diga que no sabe cómo funcionan. - Pues no, no lo sé. - Pues sí, la necesitan. No voy a entrar en detalles, es un sistema desarrollado por esta empresa para ahorrar combustible, y basta con saber que el agua con amoníaco no sirve. - ¿Y no pueden filtrarla? - Me temo que no -Hiresh sonrió-. Tuve la precaución, cuando comenzaron los problemas, de esconder en esta nave la única filtradora portátil de todo el planeta. - ¿No pueden usar otros componentes? - ¡De ninguna de las maneras! Todo nuestro equipo está desarrollado en base a los materiales terrestres, cualquier otro elemento provocaría un desastre. Además, en Perión VII no hay otra cosa que polvo de roca y perionesio, es un planeta yermo –Hiresh se echó para atrás en su asiento, cruzando ambas manos sobre el estómago-. Todo esto no deja de tener gracia, pues, si los perionitas consiguieran despegar, les
sería enormemente fácil llegar hasta Allion, el siguiente planeta de este sistema, que es muy similar a la tierra y, por lo tanto, rico en agua y demás materias elementales. Pero no pueden, ¡están condenados a ese horrible planeta! Y fue una notable sorpresa para Junhai y Albor, sin duda, que el doctor Hiresh comenzara a proferir carcajadas maníacas. Carl Erebow estaba contento. Pilotaba su nave de vuelta a Marte mientras silbaba alegremente. Marcó un número de videoconferencia y esperó. - Finanzas Interplanetarias. Un hombre orondo apareció en la pantalla - ¡Enoch! ¡Soy Carl! ¡Tengo la mercancía! - Tranquilo chico, no chilles, te oigo igual de bien. Por dónde vas. - Estoy dejando atrás el brazo de Orión, voy a dar el salto al hiperespacio de un momento a otro. - Te estás dando mucha prisa en volver, ¿eh? - Enoch, es una estafa en toda regla. Parecían muy contentos con el trato, pero, por si acaso, mejor poner espacio de por medio. Por cierto, he visto una nave en órbita. No parecía de vigilancia y estaba sola, pero, por si acaso, he descendido lo más lejos y oculto posible. Carl Erebow se encontraba entre la escoria comerciante, era un tipo sin escrúpulos, que aprovechaba la mínima ocasión para engañar y mentir, y luego salir corriendo con los beneficios. Enoch basaba su negocio en los tipos como Carl. - ¿Has revisado lo que te han dado? - ¡Sí! ¡Punto por punto! Siete tone-
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ladas de perionesio en bruto, ¡nos vamos a hacer ricos! - Me sigue pareciendo raro… ¿Y no han pedido nada más? - ¡Qué va! Sólo el equivalente en toneladas de agua pura, como te dije. No te preocupes, son una especie a medio desarrollar, por lo que parece lo querían para lanzar su primer vuelo espacial, ¡son así de simples! - Sólo espero que sea perionesio del bueno y que no te estén timando. ¿Cuánto te falta para saltar? - Un par de minutos. - Perfecto, así te da tiempo a mandarme la carga, para comunicárselo al tipo de la aduana. - ¡Ok! Toma nota, ahí van. Se oyeron varios pitidos provenientes del otro lado del aparato. - Sáltate la nave, idiota, es mía. Ya sé qué modelo es. - Cierto… Ahí va el resto. Más pitidos. - Siete mil quinientos veintiocho kilos de perionesio en bruto… ¿Correcto? - Correcto. - Tres generadores para un motor de lanzadera de repuesto… - Correcto. - Vaya. ¿Y esto? - Una sorpresa para ti, Enoch. - ¿Es un ordenador central Colonia Madre de Irving&Dou-Wan? ¡Cielo santo! ¿De dónde lo has sacado? - ¡Sabía que te gustaría! Lo tenían esos tipejos de Perión VII por allí tirado. No le hacía mucho caso, así que les insistí y dejaron que me lo llevara. Se mostraron un poco reticentes, pero al final accedieron. ¿Ves como son unos bobos? ¡Qué buen negocio! ¡Qué buen negocio!
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Víctor M. Yeste - HASTA QUE LA MUERTE OS... Nº2
Hasta que la muerte os... nº2 Riley Knight, detective privado, prosigue la investigación de los asesinatos que siembran de terror Winset. ¿Atrapará a tiempo al responsable?
por Víctor M. Yeste Tras dejar a buen recaudo a Margaret en su casa, el agente Daylime y Ryley se pusieron inmediatamente en camino hacia el lugar de los hechos. Hyron se adelantaba cada cierta distancia y se rezagaba oliendo algún matorral, hasta que lo alcanzaban y volvía a repetir el mismo ciclo. - ¿Quién es Legyn? –le preguntó Ryley, sujetando el sombrero para hacer frente al fuerte viento que se estaba levantando. - El segundo hijo de Cechron, tras Tim –le explicó el otro. - ¿Y cuáles han sido las circunstancias de la muerte? - Parecido a la de los demás. En su casa, solo, sin ningún testigo ni nada que pudiera ayudarnos en nuestras pesquisas. - ¿En la cama o en la mesa?
- En ninguna de las dos –afirmó el guardia, haciendo que Ryley enarcara las cejas-. En un sillón. El detective afirmó con la cabeza en un ademán pensativo. El asunto se enturbiaba cada vez más; el ritmo de las muertes era alarmantemente peligroso. Cuando llegó a Winset en ningún momento se le pasó por la mente que podría encontrarse con un caso de tales características. De improviso, se toparon frente a una multitud, algo que le devolvió a la realidad. Las personas estaban congregadas junto a la casa del difunto, intentando averiguar si era cierto lo que se estaba rumoreando: que se había producido otro misterioso fallecimiento más. Daylime se abrió paso hacia la entrada del porche y, una vez allí, se dirigió a la plebe en voz bien alta. - ¡Por favor, vuelvan a sus casas! Ya les informaré si se trata de algo de
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carácter público. - ¿Es cierto, entonces? –le interpeló una anciana-. ¿Es cierto lo que hemos oído? - ¿Y cómo quiere usted que sepa lo que han oído? Lo mejor que pueden hacer es irse a sus hogares. No hay nada de qué preocuparse. - ¡Lo mismo me dijeron cuando era jovencito! –gritó otro señor mayor, alzando un bastón con furia-. ¡A la semana medio condado estaba muerto! ¡Peste negra, eso es! Varios gritos ahogados se esparcieron por la muchedumbre como ratas en un callejón. - ¡Peste! ¡Qué horror…! - ¡Que quemen la casa antes de que sea demasiado tarde! Las voces subieron de volumen hasta que Daylime se vio obligado a silbar y pedir silencio. - No se trata de la peste ni de ninguna otra enfermedad contagiosa. Por favor, tranquilícense y regresen a sus viviendas. En cuanto estemos seguros de lo ocurrido, se lo haremos saber. Mientras tanto, Ryley abrió el portillo de la valla y se acercó a la construcción acompañado de Hyron. Observaron durante unos instantes la morada y, para cuando se les unió el agente, abrieron la puerta principal y entraron. No había olor a cadáver. Eso indicaba que no hacía mucho que el hombre había muerto. Inmediatamente el perro comenzó a husmear la habitación, así que el detective respiró tranquilo y se quitó el sombrero. - No permita que los aldeanos hagan ninguna locura -musitó, observando atentamente los diferentes muebles y objetos del lugar-. Si el histerismo sigue
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en aumento de ese modo, serían capaces de incendiar la casa… con nosotros dentro. Cuando se giró hacia su interlocutor, vio que se estaba protegiendo el rostro con el brazo a modo de máscara. - No se preocupe, no hay nada perjudicial en el ambiente. - ¿Cómo lo sabe? -demandó él sin retirar la protección de su cara. - Porque, en tal caso, Hyron hubiera sido el primero en ponernos sobre aviso. El can se había cansado de olisquear todo lo que había en la estancia, una combinación de sala de estar con cocina, y estaba rascando con las pezuñas la otra puerta que había. Sin más dilación, se acercaron y la abrieron de par en par. Al otro lado había una habitación con chimenea, una cama, una mesita de noche y, junto a ésta y bajo la ventana, un sillón.Era de color verde, algo raído, y encima se encontraba el cuerpo del llamado Legyn, sentado con la cabeza echada hacia atrás. La mano izquierda reposaba en el antebrazo del asiento, mientras que la otra estaba apoyada en la mesilla de noche. Daylime hizo amago de dar un paso hacia el cadáver, pero Ryley apoyó la mano en el marco de la puerta y le cerró el paso. - No toque nada. - ¿Cómo? -parpadeó éste, perplejo. - No altere absolutamente nada. No levante ni pise ningún objeto. No haga ningún movimiento brusco –le advirtió Ryley con un semblante muy serio-. Es más, mejor quédese aquí. Al principio pareció que iba a protestar, pero se lo pensó mejor y prefirió permanecer donde estaba, contemplán-
Víctor M. Yeste - HASTA QUE LA MUERTE OS... Nº2 dolo con curiosidad. Ryley sólo dejaba a Hyron que supervisara los escenarios de los crímenes, pues valoraba más su opinión que la de cualquiera de los mentecatos con los que se había visto obligado a cooperar. La cama estaba sin hacer, y bajo ésta había varios montones de libros que, a juzgar por la cantidad de polvo, llevaban un tiempo sin moverse. En los estantes se hallaban más volúmenes y algún objeto de decoración sin ningún valor especial. Se acercó al cuerpo y le puso un dedo en la yugular. Era algo un tanto estúpido a estas alturas, pero formaba parte del ritual que seguía a rajatabla. Evitaba más de una sorpresa. Tras certificar la defunción, comprobó que no había ningún elemento escondido en la bata ni en el asiento. Tampoco había sangre. Ni la más mínima magulladura ni signo de violencia. Hyron ladró y apoyó ambas patas en la mesilla que estaba justo al lado. Se encontraba atiborrada de objetos: un pañuelo de tela usado, un par de velas gastadas, una taza de té y un libro: Mil y un usos de las espigas de trigo, de MindtusPeck. Un gran somnífero. Quizá de los más potentes que conociera. - Curioso… -murmuró, entrecerrando los ojos. Comprobó que la ventana estaba cerrada y contempló abstraído el exterior, acariciándose una ceja y mordiéndose el labio. - Interesante… muy interesante… -susurró. - ¿El qué? –preguntó Daylime. Había olvidado que tenía público. Algo frecuente cuando se abandonaba al fragor de los razonamientos intrínse-
cos. Asintió para sí y se volvió hacia el guardia. - Este lugar ya nos ha regalado todo lo que podía ofrecernos. No es mucho, pero quién sabe… Se dirigió hacia el primer cuarto pero, al pasar junto a Daylime, éste le cogió del brazo y se le encaró. - Si ha averiguado algo, es su obligación hacérmelo saber. - Por supuesto -le contestó Ryley sin inmutarse, liberándose-. Estamos ante una serie de asesinatos. - ¿Quién…? - Lo importante no es quién… -repuso éste con una mirada penetrante-. Sino cómo y porqué. Acto seguido, llamó a Hyron y salió por la puerta principal. El guardia, algo descolocado, lo siguió pasados unos segundos. Ryley, con su habitual andar renqueante, se había acercado a la gente y carraspeó con fuerza. - Señoras, señores… me llamo RyleyKnight y soy detective privado. Me he hecho cargo de este caso, y les puedo asegurar que no hay nada de qué preocuparse. Si alguien tiene información que crea que pueda ser valiosa para la investigación, les estaríamos muy agradecidos. En cuanto averigüemos quién es el culpable, serán informados sin dilación, ¿de acuerdo? Durante unos momentos cada cual miró con curiosidad a su vecino, pero al ver que no había nada más que hacer allí, la mayoría se fue a su hogar. - ¿Daylime? - ¿Sí? –respondió éste. - Voy a necesitar que reúnas a todos los Freyd y a Margaret en una casa, pues quizá deba interrogarlos. Cuatro muertes de una misma familia no
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pueden ser fruto de una casualidad. - Por supuesto… ¿veneno? - Podría ser… -dijo para sí Ryley, asintiendo-. Es posible, sí. Ah, ¿y podría preguntarle por qué no ha avisado todavía a sus superiores? - Pues, la verdad es que… -titubeó, visiblemente nervioso-. No estaba seguro de que fueran asesinatos, ya que, como ha podido usted ver, no presentan ningún signo de violencia… y no quería arriesgarme a ser el hazmerreír de la compañía. - Comprendo. De pronto, sintió varios toques en la espalda. - ¿De dónde eres? -inquirió la misma anciana que había hablado cuando llegaron. - ¿Disculpe? - ¿De dónde eres? –preguntó todavía más alto. - Ahora mismo, de ningún sitio. - Nadie con un mínimo de sentido común sería de ningún sitio -aseveró, frunciendo los labios-. Más le vale encontrar al malvado que haya provocado esto. ¡O me encargaré de que responda por ello! Ryley abrió la boca con sorpresa y, súbitamente, se rio a carcajadas, lo cual pareció enfurecer todavía más a la señora. - ¡Deberían aprobar una ley contra los forasteros sin educación! - Sí, no se preocupe. Haré todo lo posible para encontrar al culpable –la intentó tranquilizar. - Espero que eso sea suficiente… -farfulló ella, dándose la vuelta. Daylime alzó las manos con resignación y se alejó hacia el oeste de la aldea. Ryley, por su parte, se acuclilló y rascó
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a Hyron tras las orejas, meditando sobre todo lo que había ocurrido ese día. - Todavía no tengo ningún dato concluyente. Se podría decir que no tengo nada… -le explicó al perro, que movió la cola y le lamió la mano-. Pero al comienzo nunca se tiene demasiado. O muy pocas veces. Y estoy seguro de que, tarde o temprano, averiguaremos qué demonios está ocurriendo aquí… El Sol se escondía tras las arboledas en el horizonte, tiñendo las hojas verdes de carmesí, desangrando el paisaje, encendiéndolo antes de sumirlo en la oscuridad nocturna. Una visión pacífica, como era el caso que tenía entre manos. Traicioneramente tranquilo. La mesa bajo la ventana que daba a semejantes vistas fue la elegida por Ryley para cenar. Cuando se acercó el posadero le pidió pollo asado con patatas cocidas y algo de carne para el perro. - ¿Quiere también cerveza, señor Knight? - No, no puedo beber mientras trabajo. Me nubla el juicio. Éste asintió y, en unos minutos, le trajo la comida que había pedido. - ¿Entonces ha conseguido usted faena? –le preguntó mientras depositaba los platos en la mesa. - Sí, algo que imagino que ya sabrá, ¿no? –sonrió Ryley, y la cicatriz de su boca la transformó en una mueca burlona. - S-sí, claro, Winset no es muy grande, como ya habrá comprobado -contestó Rone Lome, rascándose la nuca y desviando la mirada al suelo-.Y es aquí donde uno se puede enterar de cualquier chismorreo… ya sabe. - Como buena taberna. Por supuesto.
Víctor M. Yeste - HASTA QUE LA MUERTE OS... Nº2 Pero… -su sonrisa aumentó todavía más-. ¿Por qué cuando le pedí que me avisara de si había trabajo para mí en este lugar olvidado por los dioses…no me dijo nada? El mesonero dio un paso hacia atrás y se encogió de hombros. - Disculpe, pero es que… -susurró-. Tiene que comprender que no es de mi incumbencia inmiscuirme en los problemas de los demás. Imagínese si… - Si el culpable de los asesinatos fuera a por usted, ¿no? –completó la frase dejando de sonreír y entrecerrando los ojos-. ¿Ha escuchado algo sospechoso relacionado con todo esto? - ¡No! –exclamó, y miró alrededor alarmado. Por suerte, Ryley era el único cliente en esos momentos. - ¿Está seguro? –insistió éste. - Sí, bueno… -suspiró y se sentó a su lado, acercando la cabeza al detective-. Mire, yo no quiero problemas, así que olvide que he sido yo quien se lo he dicho, ¿vale? –se detuvo a esperar la afirmación de su interlocutor, y prosiguió-. Esa familia siempre ha tenido problemas con el dinero. Y no porque tuvieran poco, sino más bien al contrario. Siempre ha habido ciertos roces entre ellos a la hora de repartirse las propiedades y ahora que el viejo CechronFreyd ha muerto, se puede imaginar los problemas que habrán tenido con la herencia… - Sí, algo normal en la mayoría de las familias. ¿De dónde proviene el dinero? - ¿De dónde va a ser? -parpadeó Lome-. De las tierras. Poseen muchos acres en las cercanías a la aldea, acres cultivables, quiero decir. - Ya veo. - Recuerde que yo no le he contado
nada, ¿eh? -perseveró el posadero, levantándose y cerciorándose de que tampoco había nadie por la ventana. - Oh, no se preocupe –le aseguró Ryley-. Puede confiar en mí. Cuando el tabernero desapareció tras la barra, Ryley dio un par de caricias al can, perdido en sus pensamientos. - Entonces… Cechron murió y luego su primogénito, Tim –le musitó a su mascota, quien, al parecer, estaba mucho más interesado en la carne que le quedaba en su platito-. Después el hijo de éste último, Zax, y ahora es asesinado el segundo hijo de Cechron, Legyn… Cuando se hallaba en una batalla mental contra sí mismo, perdía gran parte del hambre. Así pues, se comió la mitad y la otra se la dio a Hyron, quien la recibió con un sonoro ladrido. - ¡Knight! La voz de Daylime le llegó desde la puerta. El guardia se aproximó y le pidió que le siguiera. - Ya he reunido a casi toda la familia Freyd en la casa de Jon Freyd, el prometido de Margaret -le explicó, indicándole la dirección a seguir en una bifurcación cercana. - ¿Casi? - Sí, Jon está a punto de volver de trabajar y Seamus, su tío y el último hijo de Cechron, todavía no había llegado cuando vine a buscarle a usted. Diez minutos después, arribaron a una de las casas más grandes del pueblo. Estaba construida en piedra, con un jardín en cuya tierra crecían árboles frutales y zarzas por doquier. Cuando alcanzaron el porche, Margaret salió a recibirles. - Oh, señor Knight, Rick… ¿alguna
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novedad? - Todavía ninguna –Ryley se quitó el sombrero y entró en la casa, siendo conducido hasta la sala de estar. Era, sin duda, la estancia más grande de la vivienda. Las paredes tenían varias astas de diferentes animales e incluso alguno disecado. Al fondo, varios trozos de leña crepitaban en el fuego de la chimenea, que alumbraba los sofás que estaban dispuestos a su alrededor. En éstos se encontraban sentadas dos mujeres, una de las cuales se levantó al verlos. Era Audrey, la madre de Jon, una señora de unos cincuenta años, pelo entrecano, gafas y nariz aguileña. Le saludó y dirigió una mirada triste a otra mujer de una edad similar, que seguía en su asiento: Sherley. El estado en que se encontraba, bañada en lágrimas, indicaba su identidad sin asomo de dudas. Había perdido a su marido y a su hijo en cuestión de días. No tenía fuerzas, ni voluntad, para ponerse en pie, ni parecía darse cuenta de por qué estaba allí. Ryley dudó si acercarse, e incluso, dirigirle algunas palabras de consuelo. Pero había pasado por una situación parecida. Nada que pudiera decirle serviría para aliviar, ni remotamente, su sufrimiento. Nada, salvo encontrar al asesino. Se sentó en la butaca más cercana, siendo imitado por los presentes. Sacó un pergamino del bolso y mojó una pluma en un tintero que siempre llevaba en un bolsillo de éste. - Bien, señora Freyd… -dijo dirigiéndose a la madre de Jon-. Cuénteme más sobre Levyn, por favor. Necesito conocer a la víctima si quiero saber algo más del responsable. - Levyn era un hombre… raro.
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- ¿Raro? –inquirió Ryley. - Sí, extraño, pero no en el mal sentido… -señaló ella, recolocándose las gafas-. No tenía esposa ni hijos, ni nunca estuvo interesado en ello. Sólo le gustaba leer. Libros y más libros. Tenía la habitación llena de ellos… - Leer no es algo extraño. Yo mismo llevo siempre conmigo un libro. No puedo vivir sin uno -repuso el detective, dando varios golpecitos a su zurrón. - No es algo extraño si hace alguna cosa más, señor Knight –aclaró Audrey-. En estos lares no está bien visto tener una vida como la que llevaba Legyn. Recluido en su casa, sin contacto con el exterior salvo para ir a trabajar… No es sano. - Entonces, ¿por qué no se encontraba trabajando en el momento del incidente? - Era su día libre, imagino. Aunque eso se lo podrá confirmar mi hijo cuando vuelva. Justo en ese momento se oyeron unos pasos en el pasillo que daba a la entrada principal, y un joven entró en la sala con las manos en los bolsillos. Se detuvo en la puerta y vaciló. - Cuánta gente. ¿Qué…? -Margaret, que estaba sentada algo alejada de los demás, se levantó de un salto y lo abrazó con fuerza. - ¡Jon! Oh, Jon, ha ocurrido de nuevo… -le contó con lágrimas en los ojos. - ¿Cómo? ¿Quién? -Su pareja se separó y lo miró fijamente. - Legyn… -susurró. Jon dejó escapar un juramento y cerró los ojos. Cuando los abrió, dirigió una mirada a Daylime y, después, a Ryley. Éste se levantó y le ofreció la mano, presentándose.
Víctor M. Yeste - HASTA QUE LA MUERTE OS... Nº2 - Siento mucho lo que le está ocurriendo a su familia en este momento. - Gracias… - ¿No le importará si le hago algunas preguntas? - Por supuesto –contestó Jon. - Su padre es… - Hallam. HallamFreyd, el tercer hijo de mi abuelo Cechron. Murió de fiebre hace varios años. - Margaret me contó que teníais pensado casaros muy pronto. ¿Cuándo es la fecha de la boda? - Dentro de cinco días -contestó el joven, mirando a su futura esposa-. Aunque seguramente lo pospongamos… - ¡No! –exclamó con sorpresa Margaret, que cogió con ambas manos la de Jon-. No deberíamos permitir que ese desalmado consiga fastidiar lo único feliz que nos queda. ¡Piénsalo! -Jon negó con la cabeza. - Cuando encontremos al culpable, ya veremos. Pero no me pienso casar mientras mis seres queridos… Se produjo un silencio incómodo, y Ryley tomó algunas notas más en su pergamino. - Señorita Margaret, hay algo que llevo todo el día deseando preguntarle –dijo Ryley, guardando el papel y la pluma-. ¿Cómo sabía que Legyn sería la siguiente víctima? - Pues verá… No me he atrevido a hablar hasta ahora porque no podía estar segura de ello… pero creo que sé quién es el culpable… -admitió ésta, provocando exclamaciones en todos los presentes-. El orden de las muertes… todo parecía indicar que la próxima víctima sería Legyn… - Sí, ya había pensado en ello –afirmó Ryley-. ¿Y quién cree usted que es el
asesino? Súbitamente, los ojos de Margaret se agrandaron y señaló hacia la ventana. - ¡ÉL! –gritó con todas sus fuerzas. En un segundo pueden pasar muchas cosas. Múltiples reacciones ante un mismo estímulo. Unos se quedaron paralizados mirando a Margaret. Otros giraron la cabeza hacia la ventana, sólo para ver una figura alejarse por el jardín. Ryley no lo perdió en nada banal. Se lanzó de cabeza hacia el pasillo y salió al exterior junto a Hyron. Éste ladró con fuerza sin parar y corrió hacia la silueta que acababa de salir del recinto y se alejaba por el camino. - ¡Ataca, Hyron! ¡Ataca! –jaleó Ryley, ganando distancia en su persecución. El can lo consiguió alcanzar y mordió la pierna del fugitivo. Éste la agitó e hizo que lo soltara, para luego virar hacia la izquierda y meterse en un callejón entre dos casas pequeñas. El perro lo persiguió y el detective perdió momentáneamente de vista a su oponente. Cuando llegó a la esquina, descubrió al hombre parado en mitad del corredor. Hyron lo había adelantado y le gruñía con fiereza. Aunque su aspecto no era muy amenazador, la callejuela era bastante estrecha y, seguramente, el sospechoso se lo estaba pensando dos veces antes de atreverse a sobrepasarlo. No contaba con mucho tiempo. Ryley se apresuró a toda prisa en dirección a su contrincante y, de un empujón, ambos cayeron al suelo, con tan mala suerte que Ryley se dio un golpe en la cabeza. La vista se le nubló y su adversario aprovechó la distracción para colocarse encima y propinarle varios puñetazos en la cara. Hyron ladró todavía más fuerte, pero no era de los que se lanza-
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ban a una lucha sino tenía las de ganar. Ryley intentó zafarse, pero el desconocido le descargó otro golpe, esta vez en el riñón. Sin embargo, una voz resonó en el corredor, amplificándose con el eco del reducido espacio. - ¡Alto! Rick Daylime les había seguido hasta allí. El fugitivo miró en su dirección e hizo ademán de levantarse, liberando momentáneamente a Ryley. Y éste no desaprovechó la oportunidad. Le dio un gancho en la sien con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. El hombre cayó fulminado a un lado, inconsciente. No podía levantarse. La carrera y la tunda habían conseguido extenuarle. Se limpió algo de sangre de la boca y se incorporó con un quejido. Daylime le ayudó a levantarse y ambos observaron al que, según Margaret, era el asesino que buscaban. El detective hincó un pie bajo su cuerpo y le dio la vuelta, descubriendo el rostro del vencido a la luz de la Luna. Ryley frunció el ceño. - Hijo de… -murmuró. Se trataba del calvo barbudo con el que se había peleado la noche anterior, al llegar a la posada. Fue el único de su grupo que huyó e, irónicamente, quien inició la disputa. Al parecer, armar jaleo en la posada no era su única afición. Escupió a un lado con visible desagrado y levantó la mirada hacia el guardia, quien, para su sorpresa, tenía los ojos como platos. - ¿Lo conoces? - Es… Seamus. Seamus Fryed.
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Ricardo Castillo - EL MERCENARIO
por Ricardo Castillo
Alric Brewersen es un mercenario y su deber encontrar respuestas, para las que tendrá que usar su espada si no quiere morir en el intento.
I Alric Brewersen avanzaba, no sin dificultad, por la nevada ladera de la montaña. Hacía un par de días que habíamos abandonado el camino que conducía a las cumbres, refugiándonos a la sombra del bosque para evitar ser vistos por ojos inadecuados. Alric, de cabello oscuro muy corto y barba espesa, era un hombre grande, o al menos lo era para mí. Debía medir de alto unos tres codos y medio, y era ancho de espaldas, con brazos fibrosos y fuertes, pero sin llegar a parecer uno de esos gigantones montaraces. Precisamente por ellos nos encontrábamos allí. Mi nombre es Godert, y mi casa se encontraba en Norringe, un pueblo maderero ubicado en la falda de la sierra, en la parte alta del río Dalalven. Vivíamos de talar los altos árboles y dejarlos caer, río abajo, para que los recogieran en Ramnusfel. Nunca teníamos problemas y vivíamos bastante tran-
quilos, hasta que, hace un par de meses, empezamos a sufrir incursiones de los montaraces. Nadie en Norringe recordaba nunca haber tenido conflictos con la tribu de la montaña, los boriberg, era un hecho sin precedente. Llegaban a cualquier hora y atacaban con fiereza. Las primeras veces nos pillaban desprevenidos, pero a la tercera empezamos a patrullar y estar atentos ante su llegada. Y aunque minimizábamos daños, ellos seguían haciendo lo mismo. El objetivo de sus ataques no era matarnos ni robarnos, lo único que hacían era llevarse a alguien. Cuando tenían al pobre desgraciado, volvían corriendo a su refugio en la montaña. Ante eso da igual que plantes cara luchando, ya que siempre conseguían rodear a alguno y capturarlo. Observamos que los ataques se producían cada semana, más o menos, así que decidimos avisar a la capital, Ramnusfel, para que enviara ayuda. Aldercy, la Alta Cástor gobernante, nos pro-
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metió que enviaría alguna solución. Ésta consistió en publicar un cartel buscando alguien que se ofreciera a ir hasta Norringe para averiguar qué pasaba con los montaraces y ayudarles a derrotarlos. Todo esto a cambio de unas cincuenta monedas de oro. Y esa era nuestra “ayuda”, Alric Brewersen, un mercenario aventurero que se encontraba haciendo de matón para un comerciante, y que, cansado de la suprema idiotez de éste, le pegó un puñetazo y decidió probar suerte como caza recompensas. Nosotros no éramos un pueblo de grandes soldados, nuestros hombres se caracterizaban por su habilidad cortando árboles y su puntería con el arco en la caza. Así que, a falta de un tipo fornido y diestro con las armas, decidieron enviarme a mí, que era el joven más hábil con las flechas, amén de conocer la zona al dedillo y de ser un buen cazador. Allí estábamos, pasando a través del bosque para llegar lo más sigilosamente posible hasta el asentamiento montaraz, conocido como Bergen. Yo iba delante, marcando el camino, con una flecha y el arco en la mano, por si las moscas. Detrás iba Brewersen, enfundado en su capa, con un par de pieles adicionales encima, la capucha echada y el rostro tapado a medias para cortar el frío. Él no estaba tan acostumbrado como yo a las gélidas temperaturas de esa zona. La mano izquierda, que lucía un grueso guante al igual que la derecha, la llevaba apoyada sobre el mango de su espada de doble filo. Era un arma lo suficientemente ligera para blandirla con un solo brazo y lo suficientemente larga como para resultar intimidante. Junto a ella, sujeta sobre el costado
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izquierdo, a la altura de los riñones, llevaba una espada corta, que en combate empuñaba con la siniestra, amenazando la vida del oponente mientras lanzaba precisos tajos con la diestra. Yo sabía esto porque, además de ver las armas cuando se apartaba la pesada capa, a mitad de camino nos habíamos tropezado con un explorador montaraz, que no debía de ser muy bueno pues nos lo encontramos de bocas al rodear una piedra. Brewersen desenvainó, intercambió un par de cuchilladas y luego salió corriendo tras de él, porque el pobre diablo había salido huyendo al ver la destreza del mercenario. - Ya estamos cerca –volví la cabeza para ver a Alric e hice un gesto en dirección a las rocas de delante-. Justo detrás empieza el sendero que se interna entre las montañas. Hay una pequeña explanada con varias cuevas, allí los encontraremos. - Bien. Estoy harto de tener las botas caladas por la maldita nieve. Acabemos con esto y volvamos –la áspera voz del mercenario sonó amortiguada por la lana burda que le protegía la boca del frío. Según nos aproximábamos a las rocas, nuestro paso se hacía más lento y cuidadoso. Caminábamos agazapados, yo con el arco ligeramente tensado, listo para disparar, y Brewersen con la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Al acercarnos, vimos que lo que desde lejos parecían grandes rocas eran dos monolitos, hincados verticales sobre la helada tierra y que tenían pintados en rojo dos símbolos incomprensibles. - Esto antes no estaba –le expliqué-. Los monolitos sí, es la forma que tienen
Ricardo Castillo - EL MERCENARIO de marcar su territorio, pero la pintura no. Lo descubrimos un mes antes del primer ataque, mientras perseguíamos a un oso. Llegamos hasta aquí y nos encontramos con esos dibujos. Nadie sabe lo que son, ¿los reconoce? - Jamás he visto esos garabatos –miró durante unos instantes a la roca, para luego girarse hacia mí y sonreír-. Vamos a preguntarles a ellos. Echó a andar al tiempo que desenvainaba la espada. Yo tardé unos segundos en reaccionar, porque esperaba una aproximación prudente y sigilosa. Apreté el paso para ponerme a la altura de Alric. El asentamiento se encontraba unos metros más adelante, tras un giro de la senda. Me resultó extraño no ver ningún vigía apostado por las rocas, pero aún así permanecí con la vista en las alturas. Llegamos al recodo y nos asomamos con cuidado por entre las rocas. La tribu consistía en unas cuantas chozas de madera desperdigadas por una pequeña explanada rodeada de escarpadas paredes rocosas. En éstas se veían varios agujeros, presumiblemente entradas a las cuevas que discurrían por debajo de la montaña. Tras unos segundos de atenta observación, Alric y yo nos miramos, extrañados. Las hogueras estaban encendidas, manteniendo su vigor, pero allí no había nadie, el poblado estaba vacío. O al menos eso parecía a simple vista. Brewersen me hizo una señal con la mano para que mantuviera mi posición, y aguardamos unos segundos, a la espera de ver algún montaraz. No nevaba, y la temperatura no era lo suficientemente baja como para que estuvieran todos resguardados. Y la ausencia de centinelas tampoco era
normal. - ¿Una trampa? –susurré en dirección al mercenario. - No lo creo. Es poco probable que nos hayan visto venir. Alric decidió abandonar el escondite, y se internó en la planicie desenvainando la espada corta. Titubee un segundo, dudando de qué sería lo más adecuado. Decidí cubrirle de cerca y salí tras sus pasos al tiempo que tensaba la cuerda del arco. Todo estaba muy silencioso. Brewersen iba delante, asomándose con cautela al interior de las tiendas. - Vacío, aquí no hay nadie. ¿Estás seguro de que es aquí, muchacho? ¿No se habrán ido? - No tengo ninguna duda, es el único sitio de las montañas cercanas donde poder guarecerse en condiciones. Además no hemos visto movimiento ni pisadas, y una tribu montaraz emigrando hace mucho ruido, créeme. Brewersen no parecía muy convencido. Gruñó un poco por lo bajo y señaló con su espada en dirección a las cavernas. - Veamos qué hay allí dentro. Atravesamos la explanada en absoluto silencio, mirando en todas direcciones y con los músculos en tensión. A medio camino Alric se detuvo de golpe, e indicó con la cabeza una de las cuevas más grandes; Desde el exterior se percibía el ligero resplandor de las llamas. Variando el rumbo, nos dirigimos, a un ritmo más ligero, hacia allí. Al aproximarnos alcanzamos a oír el chisporroteo propio de las antorchas. Brewersen me miró, dándome a entender que me preparara para la acción, y luego se asomó con cautela al interior. No vio nada al principio de la gruta, así que me hizo
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una seña para que avanzara. Eché un último vistazo a los alrededores, por si surgía algún visitante inesperado, y fui tras él. Las paredes, iluminadas por teas, mostraban símbolos en rojo muy similares a los que habíamos visto en los monolitos. No tuvimos que recorrer mucha distancia antes de toparnos con las primeras señales de vida humana en forma de pesadas respiraciones. En un lateral del pasaje se formaba un pequeño ensanchamiento, el cual no tenía otra salida que la apertura en la que estábamos nosotros. Cubiertos por las grandes estalagmitas que crecían del suelo, miramos a ver qué ocurría en el interior. La tribu al completo se encontraba allí reunida. Estaban todos de espaldas a nosotros, mirando en la misma dirección y en un silencio que sólo puedes encontrar en los cementerios. Al frente, al fondo de la cavidad, se hallaba un extraño individuo subido a un promontorio de piedra. Era alto, muy alto, casi tanto como los montaraces, y mucho más estrecho de espaldas. Vestía una especie de túnica negra con mangas y llevaba echada la capucha. Desde que puse mis ojos sobre aquel ser supe que algo no iba bien. Al examinarlo con más atención me di cuenta de que tanto sus mangas como la parte bajo del manto no tenían un final definido, eran como brumosos. Intenté verle el rostro, pero únicamente se percibía sombra, una oscuridad insondable y sin fin. Aquella criatura era como un agujero en mitad del espacio, absorbía la luz de su alrededor. Lancé una rápida ojeada a Brewersen, y comprobé que mi compañero se hallaba igual de sorprendido que yo; arrugaba la nariz en una mezcla de asco
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e incomprensión. Esa distracción nos costó el desastre. Mi cabeza había asomado más de la cuenta entre las estalagmitas y ahora los montaraces se habían girado en nuestra dirección. La oscura figura levantó un brazo y todos se pusieron en marcha hacia nosotros. - ¡Retrocedamos hacia la salida! –me apremió Alric-. ¡El estrechamiento de la cueva volverá el número en su contra! No me lo pensé dos veces y eché a correr hacia la entrada. Brewersen me seguía de cerca. A una orden suya nos detuvimos para plantar cara al enemigo. Los gigantones venían detrás, a paso ligero. Me sorprendió comprobar que ninguno de ellos portaba arma alguna. - ¡Dispara ya, Godert! Las flechas comenzaron a salir sin parar. Los años de práctica y mi natural habilidad daban sus frutos en momentos de tensión como aquel; entraba en un estado automático de concentración en el que sólo existían la flecha y mi objetivo. Los proyectiles impactaban siempre donde yo quería: ojos, cuello, corazón, pulmones… Cinco salvajes habían recibido ya su ración cuando lancé un vistazo alrededor. Alric había comenzado su danza mortal. Lanzaba estocadas y tajos a un ritmo feroz, esquivando los puñetazos, patadas y agarres de sus oponentes. El primer desgraciado recibió un corte que le separó la cabeza del torso, bañando los alrededores en sangre. El segundo apartó de un empellón el cuerpo del caído, lanzándolo contra Alric, que lo esquivó con facilidad apartándose de su trayectoria. El montaraz aprovechó la ocasión para agarrar el brazo derecho del mercenario. A pesar de la altura y la fortaleza del hombre,
Ricardo Castillo - EL MERCENARIO el bárbaro lo alzó con soltura, como si de un saco de verduras se tratase. Brewersen no se revolvió, únicamente descargó un preciso golpe sobre la muñeca del brazo que lo atenazaba. Él cayó al suelo, con la mano aún aprisionando su brazo derecho. La sangre que manaba de la extremidad cercenada le salpicó el rostro y la ropa. Entonces me percaté de todas las cosas raras y preocupantes que estaban sucediendo. La primera era el silencio tan absoluto, solo roto por nuestros jadeos y las pesadas respiraciones de los montaraces. Habíamos herido a varios y no se oía ni un solo gemido. La segunda eran los extraños ojos velados de blanco de nuestros enemigos. Todos parecían tener los ojos ciegos propios de los más ancianos, aunque daban claras señales de ver perfectamente. Y la tercera, y con seguridad la más inquietante, era que los contrincantes heridos no disminuían su marcha. Mis flechas habían atravesado varios rostros y provocado heridas mortales, pero ellos seguían en pie, avanzando en tropel hacia nosotros. El rival de Alric, al que le había amputado la mano, no parecía sufrir el más mínimo dolor. El único que estaba quieto, y aparentemente muerto, era el del corte en el cuello. Estas tres cosas hicieron que mi concentración saltara por los aires. Alric blasfemó sonoramente al asimilar la situación. Sacudió con violencia el brazo para liberarse de la mano, lanzó un par de estocadas para estorbar a los salvajes y se dio la vuelta. - ¡Corre! De nuevo no tuve que pensármelo dos veces. Mis pies volaron hacia el exterior sin parar a echar la vista atrás.
Me giré un poco cuando hube puesto varios metros de distancia entre la cueva y yo. Tuve que detenerme en seco, ya que mi compañero no me seguía. Brewersen apenas había alcanzado la nieve cuando los bárbaros cayeron sobre él. Se debatía a espadazos por la libertad, pero era inútil contra unos enemigos que no sufrían dolor ni temían la mordedura del acero. A sus pies yacían tres cadáveres decapitados cuando los demás le rodearon. Reducirle fue mi simple: haciendo uso de su fuerza y tamaño superior, uno le agarró el brazo derecho, otro le sujetó el izquierdo y un tercero le aporreó con violencia y el puño cerrado la cabeza. Al cuarto golpe Alric parecía inconsciente o muerto. No pude comprobarlo, ya que estaba ocupado en huir del poblado como alma que lleva el diablo. II He de admitir que el tiempo que siguió a mi huida de Bergen lo pasé inundado por una terrible vergüenza. Cuando atravesé los monolitos que delimitaban el dominio montaraz, continué corriendo en dirección a Norringe. Llevaba sólo unos metros cuando recapacité. ¿Y si Alric seguía vivo? ¿Y si los boriberg se ofendían por nuestra incursión y contraatacaban? Mi pueblo estaría desprevenido, podría ser una masacre. Además estaba el asunto del misterioso ser oscuro y los blanquecinos ojos de los salvajes. La balanza se inclinó a favor de cumplir con mi obligación, así que forcé a mis temblorosas piernas a desandar el camino hecho. Decidí esconderme entre la nevada vegetación, para dar un ver cómo reaccionaban los montaraces y si salían o no
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Mapa de la provincia de Ramnusfel
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Ricardo Castillo - EL MERCENARIO en busca de venganza. Localicé el árbol con mejor visibilidad, y me encaramé a sus ramas sin ninguna complicación. Allí esperé, quieto como una rama, hasta que, media hora después, vi como el ser oscuro atravesaba los monolitos de la entrada. Sentí un escalofrío al verle, pues a la luz del día resultaba aún más inquietante que la cueva. La ausencia de luminosidad de aquella criatura era espeluznante. Me percaté de que no andaba, ni tampoco balanceaba los brazos, sino que, simplemente, se deslizaba totalmente inmóvil. Parecía flotar sobre el suelo con las piernas envueltas en esa extraña bruma, que ahora pude ver que tenía matices azulones y púrpuras. El ser pasó de largo por mi lado, descendiendo sin preocuparse en absoluto por el terreno. Al volver la vista hacia la entrada de Bergen, vi que el camino que había recorrido la criatura estaba marcado. Tras de sí dejaba un anormal rastro humeante de nieve derretida. Anoté el detalle en mi cabeza; si alguien había visto u oído hablar de alguien así, recordaría sin duda ese aspecto. Claro que a lo mejor cambiaba si no se encontraba sobre terreno nevado. Tuve que dejar de lado mis cavilaciones, pues llegó a mis oídos el sonido del tosco idioma boriberg. Miré sorprendido hacia la entrada y allí encontré a dos centinelas apostados entre los monolitos. Hablan y actuaban de forma normal, lo que me supuso que la presencia del ser oscuro y el extraño mutismo de los montaraces estaban íntimamente relacionados. Decidí que había llegado el momento de colarme en el poblado para averiguar qué había pasado con Alric. Bajé del árbol, cuidándome mucho de no partir ni una sola rama, y me
dirigí hacia el flanco derecho de la entrada. Por allí las rocas eran menos escarpadas que en el otro lado, y eso me permitiría escalarlas para internarme sin ser visto en la tribu. La subida no era fácil, pero con paciencia y mucha atención, conseguí acceder a la parte superior del sendero. Desde allí oteé los alrededores en busca de más centinelas, pero no encontré ninguno. Con precaución, avancé saltando entre los peñascos como una cabra, hasta que llegué a uno desde el que divisaba todo Bergen. Suspiré aliviado. Vi que Brewersen seguía con vida. Después sufrí un vuelco en el estómago. Se hallaba atado a un madero vertical, al lado de una figura en similares condiciones. El vecino de Alric estaba algo desmejorado: sólo tenía la mitad superior del cuerpo, que colgaba desmadejada de una fuerte soga atada a los brazos. El resto parecía haber sido arrancado con violencia. La similitud de la situación hizo que me temiera lo peor para Brewersen. Colocados en semicírculo, la tribu le observaba. Conté al menos veinte varones y trece mujeres, más los dos guardias de la entrada. Apartados a un lado, tumbados en fila, estaban los cadáveres de los cuatro hombres que Alric había matado. Cerca de ellos, sentados o tumbados sobre mantas, estaban otros siete montaraces; los que habíamos herido durante el combate. Vi al que perdió la mano contra Brewersen, y también a otro que tenía media flecha clavada en el ojo. Al fin y al cabo nuestro ataque había sido de alguna utilidad. Un montaraz especialmente grande y fuerte, probablemente el jefe, y que agitaba una poderosa hacha de doble filo, avanzó hasta ponerse enfrente de Alric,
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el cual se retorcía intentando librarse de sus ligaduras. El boriberg alzó los brazos al cielo, gritando algo en su lengua, y todos los demás le corearon a voces. Un gruñido gutural reverberó en toda la explanada, haciendo retumbar, incluso, las piedrecitas de la roca sobre la que me encontraba. De una de las grutas cercanas surgió el culpable del estruendo. Sacaba varias cabezas al más alto de los montaraces y, aunque parecía tener forma humana, su rostro era grotesco y deforme. Los músculos, anchos como el tórax de un hombre, se marcaban bajo la pálida piel. Tres boribergs conducían a la criatura, tirando de gruesas cadenas que pendían de argollas enganchadas a manos y cuello. Avanzaron lentamente, llevando a la bestia hacia los postes. No había que ser ningún sabio para deducir lo que ocurriría a continuación. Sin demora, saqué una flecha del carcaj y la puse en el arco. No era un tiro fácil, pero la inmediatez de la catástrofe me apremiaba a intentar la proeza. Respiré profundamente al tiempo que tensaba la cuerda. Ahora no existía nada más para mi, de nuevo era sólo la flecha y mi objetivo. Con el chasquido, el proyectil salió disparado. Recorrió el espacio que me separaba de Alric y fue a clavarse con precisión justo a su espalda, en la parte posterior del poste. Había una distancia considerable y el disparo no había sido todo lo certero que pretendía. La punta de acero había cortado en parte la atadura de Brewersen, pero eso no era suficiente para dejarle libre. Estalló la sorpresa entre los espectadores, que dirigieron sus ojos hacia mi posición. El líder irguió el hacha, apuntándome, mientras bramaba órdenes a los salvajes. Una terrible confusión se
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extendió por el campamento, todos corrían buscando sus armas. Los únicos que se mantuvieron en su sitio fueron el jefe, que seguía vociferando, y los encargados de mantener sujeta a la bestia. Alric, por su parte, tensaba y contorsionaba sus poderosos brazos, tratando de romper las cuerdas. El cabecilla se percató de ello, y se giró bramando hacia la bestia. Los hombres soltaron las cadenas y el gigante, en un colosal rugido, estiró sus enormes brazos por encima de su cabeza. Mis dedos buscaron otro proyectil con rapidez. Visto el regular resultado de mi primer disparo, para el segundo elegí un objetivo más fácil. Cortando el aire con un zumbido, la flecha se hincó profundamente en el cuello del líder, por encima de la clavícula. Al mismo tiempo, Alric soltaba de un tirón los restos de soga que le mantenía preso, para después abalanzarse sobre el malherido bárbaro. Sujetó el hacha del enemigo con una mano, y con la otra descargó un golpe seco sobre el antebrazo de éste. Pude oír el crujido del hueso desde mi elevada posición. Aprovechando la inercia que generó al encogerse de dolor, Brewersen arrancó el arma de la mano laxa del boriberg y le lanzó una patada al rostro, poniendo fin al forcejeo. El salvaje deforme avanzaba a trompicones hacia Alric, aplastando por el camino a los tres que le sujetaban. Alric mantuvo la posición hasta tenerle casi encima. Cuando la bestia llegó a su altura, intentó aplastar al mercenario con un golpe descendente de su enorme brazo. Alric lo esquivó apartándose a un lado, hacia el lateral de la criatura. Con el mismo brazo, el gigante trazó una parábola ascendente hacia Brewersen. Pero
Ricardo Castillo - EL MERCENARIO éste ya no se encontraba allí, pues había visto venir el golpe y lo había evitado poniéndose fuera de alcance. El descomunal bárbaro avanzó con todo el peso de su cuerpo, haciendo un barrido con brazo que había dejado atrás. Alric lo evitó por los pelos rodando por el suelo hacia las piernas de su oponente. Arremetió con el hacha, hiriéndole en las costillas, a la vez que se escabullía por debajo del brazo extendido de la bestia, para quedar a su espalda. Profiriendo un bramido de dolor que helaba la sangre, la criatura se volvió loca, y empezó a descargar golpes en todas direcciones sin ton ni son. Uno pilló desprevenido a Brewersen, que salió volando por los aires y se estampó contra el suelo. La bestia, soltando espumarajos sanguinolentos, se cernió sobre el conmocionado mercenario. Para evitar un desastre, tensé la cuerda y disparé a la criatura. El gigante paró su embestida al clavársele la flecha en el ojo. Se retorció, presa de una ira asesina. Ese tiempo bastó a Alric, que se levantó con agilidad y lanzó el hacha en un poderoso tajo ascendente, que abrió en canal a su enemigo. La colosal pelea me había distraído del resto de la batalla. Los bárbaros, tanto hombres como mujeres, se habían pertrechado ya con sus armas, y se lanzaban en carrera hacia Brewersen y hacia mí. Una lluvia de pivotes con punta de acero les recibió por mi parte. Los proyectiles surcaban el cielo, hincándose en sus extremidades y en sus rostros, perforando pulmones y órganos vitales. Cuando hube matado a más de media docena, los supervivientes se lo pensaron mejor y comenzaron a buscar cobertura. En el centro del poblado, junto a
los postes, Alric estaba inmerso en su baile de muerte. El hacha de doble filo mataba indiscriminadamente, amputando manos, piernas y cabezas, abriendo profundas heridas en la carne, segando la vida de todos aquellos que osaban enfrentarse al furibundo mercenario. Mis enemigos seguían acercándose, así que reanudé mi tarea. Un frío me atenazó el estómago cuando, al llevar la mano a la espalda, no encontré ninguna flecha. Había vaciado el carcaj y no había recuperado ni un solo proyectil. A parte del arco, mis únicas armas eran una hachuela de cortar madera y un pequeño cuchillo de caza. Aquello sólo me dejaba una salida posible y satisfactoria: atravesar corriendo la tribu y unirme a Brewersen en su vorágine destructiva, abriéndome paso por el camino con lo que tenía. Coloqué el arco a mi espalda y, poniéndome en pie, empuñé mis armas. Quizás fue mi instinto de supervivencia el que me avisó, pero lo cierto es que me giré bruscamente para encarar a dos bárbaros que me atacaban por la espalda. El fragor de la contienda, que sin duda era lo que les había alertado, me había hecho olvidar por completo a los dos centinelas de la entrada. El primero en llegar trató de ensartarme con su lanza, la cual desvié por los pelos con mi hachuela. Sin darle una segunda oportunidad, proyecté una cuchillada desde abajo hacia su mandíbula. El arma penetró con facilidad, y probablemente le llegó al cerebro, pues quedó muerto al instante. Me deshice como pude del cuerpo inerte y planté cara al segundo centinela, que barría la distancia entre los dos con feroces mandoblazos. Me eché para atrás con dos barridos
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consecutivos, y en el espacio de tiempo que tardó en recomponer su postura, me abalancé sobre él, pegándome a sus brazos y bloqueándole la posibilidad de alcanzarme con la espada. Esa maniobra le pilló desprevenido, y no pudo hacer nada mientras yo hundía el cuchillo en sus tripas y la hachuela en su garganta. Me llamó la atención comprobar que sus ojos volvían a ser normales, no tenían ya señal de la neblina blanca. Liberando mis armas de un tirón antes de que el cadáver las arrastrara en su caída, me deslicé pendiente abajo en mi carrera desesperada por llegar hasta Alric. Éste mantenía a los bárbaros a distancia con la poderosa hoja del hacha. Cuando uno trataba de acercarse, no tardaba en encontrar la muerte a manos del mercenario. Varios boriberg me cerraron al paso, pero yo era mucho más ágil y ligero, y les evitaba con facilidad, rodando por el suelo y desjarretando con precisos golpes de cuchillo a sus tendones. Brewersen me vio venir e hizo un hueco en el círculo de enemigos que le rodeaban, embistiendo de forma inesperada contra ellos. Una vez juntos, luchando espalda contra espalda, hicimos frente al mermado poblado montaraz. Alric daba hachazos a diestro y siniestro, mientras yo fintaba y acuchillaba sin parar. A pesar de la masacre, el ánimo de los enemigos no decayó, y, hasta que no hubimos acabado con el último de ellos, la batalla no terminó. Mis músculos estaban agarrotados por el esfuerzo, apenas me veía capaz de alzar las armas una vez más. Tenía varias heridas menores y un corte por encima de la ceja que me llenaba la cara de sangre, pero por lo demás estaba
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indemne. Alric sangraba profusamente por un tajo del hombro y otro en la pierna, pero, aparte de eso y del enorme hematoma morado de su frente, no parecía mal herido. Mientras yo me tambaleaba por el poblado, rematando enemigos y recogiendo mis flechas del suelo y de los cuerpos, Brewersen registró las casuchas y las cuevas, en busca de sus armas y de posibles prisioneros. Al pasar por la zona de los postes de sacrificio, reconocí en el medio cadáver colgante al hombre raptado por los boriberg en la última incursión a Norringe. Corté sus ataduras y decidí enterrarlo, para que al menos pudiera alcanzar la casa de los dioses con algo de dignidad. En esa tarea me encontraba enfrascado cuando salió Alric de una de las cuevas, pertrechado con sus armas y su capa. - Ya sabemos lo que hacían con los cautivos –me dijo, haciendo un gesto con la cabeza al cuerpo del coloso caído-. Las grutas no son muy profundas. Allí dentro no queda nadie vivo. Tampoco hay nada de interés, sólo he visto huesos y esas extrañas pinturas. - ¿Alguna pista del extraño visitante? - Nada, ese rarito no nos ha dejado ningún recuerdo. Se esfumó en cuanto me tuvieron prisionero. - Yo lo vi salir. Estaba encaramado a un árbol, a la espera de ver qué hacían los boriberg, cuando se marchó ladera abajo… - Ya me lo contarás por el camino –me miró ceñudo-. Y también hablaremos de tu heroica huida. - Estamos vivos, ¿no? III Partimos de vuelta a Norringe sin
Ricardo Castillo - EL MERCENARIO perder un minuto, dejando a nuestra espalda una nube negra de humo nacida del fuego que consumía Bergen. Por el camino le conté el siniestro comportamiento del ser sin luz. Intercambiamos suposiciones sobre la posible relación entre éste, la neblina de ojos y la ausencia de dolor de los bárbaros. Él me comentó que el cabecilla boriberg, después de sacarle de la inconsciencia a base de tortazos, le acusó de atacar a la tribu durante un trance divino, y le condenó a ser devorado por el “elegido de los dioses”, que sin duda se trataba del gigantón animal que casi lo aplasta. Con una teoría más o menos sólida, llegamos a mi pueblo. Allí tuvimos que relatar nuestra aventura durante el festín de la noche, y hubo risas y horror a partes iguales. Procuramos quitar un poco de dramatismo a la inquietante figura negra, para no alterar demasiado el sueño de la gente. La versión completa, incluidas nuestras conclusiones, se la contamos a parte al consejo de notables, formado por jefe del pueblo y a los ancianos, que fruncieron ceños y se miraron preocupados. Al día siguiente, tras un sueño de doce horas, el consejo me ordenó acompañar a Alric de vuelta a Ramnusfel para justificar ante la Alta Cástor el cumplimiento de las obligaciones de Brewersen, así como para informar de lo acontecido, del ser sin luz y de la preocupación de los habitantes de Norringe. Reabastecí mi carcaj con flechas recién hechas y me hice con un morral que llené de provisiones y algo de oro para el camino de vuelta. La ida no sería problema, ya que usaríamos una de las balsas que utilizamos para guiar grandes cantidades de
troncos río abajo. En poco tiempo, y sin esfuerzo, llegaríamos a la capital. Pero la vuelta tenía que hacerla a pie, siguiendo el curso del río, y eso me llevaría algo más de tiempo. El pueblo entero salió a despedirnos, y los notables nos rindieron honores de héroes. El trayecto lo hicimos sin mayor complicación, disfrutando del paisaje y del río. Alric aprovechó para contarme algunas de sus aventuras, y yo por mi parte alabé la serenidad de la vida en la montaña. O al menos así había sido hasta ahora. IV En la capital perdí dos días, pues Aldercy, la gobernante de Ramnusfel, tardó en concedernos la audiencia. Cada uno relató su versión en presencia de la Alta Cástor y sus consejeros, que se asombraron y alarmaron en los momentos adecuados. Cuando terminamos, alabaron nuestra valentía y cumplieron con el trato, dando a Alric su merecida recompensa. A mí me despidieron con promesas de poner en manos de sus mejores investigadores aquella extraña aparición. Jamás se me olvidará la forma en que Alric me habló al salir del palacio. Sonaba como si cargara a sus espaldas con todo el peso del mundo. - No te entusiasmes, muchacho. Anotarán tu caso y lo archivarán en el olvido, nunca volverás a saber nada de investigadores o expertos de Ramnusfel –suspiró-. Así es como esto funciona para ellos. Las palabras de Brewersen me provocaron una profunda sensación de malestar. Sin ningún tipo de aspavientos, con una simple inclinación de cabeza y un “Suerte en tu camino, hasta la vista”;
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dejé al mercenario frente a la puerta de una taberna y emprendí el camino a casa. V El trayecto de vuelta fue una ocasión perfecta para reflexionar, practicar con el arco y disfrutar del silencio y la tranquilidad del bosque. Las vías que llevaban hasta Norringe trazaban una curva, aprovechando para pasar por otras poblaciones cercanas. Es por ello que, al coger la ruta del río, estaba seguro de que iría prácticamente solo. Efectivamente, así fue, y no me crucé con un alma en todo el viaje. Sabiendo que aquello era una ocasión fuera de lo normal y que no encontraría otra oportunidad durante el desempeño de mis labores diarias, me permití el lujo de retrasarme algo más. No fue mucho, pero sí fue suficiente. Supe que algo no iba bien a una media hora de Norringe. Desde donde yo estaba podía verse una columna de humo tan negra como la que habíamos provocado en Bergen, y salía justo de donde se suponía que estaba el pueblo. Apreté a correr, con la sangre golpeándome en las sienes. El olor a quemado inundaba mis pulmones, y a cada paso se volvía más intenso. Cuando estuve aún más cerca, el ambiente se empezó a llenar de ceniza y minúsculas brasas incandescentes. Al poco tiempo alcancé a oír el crepitar de las llamas. Norringe ardía. No era un incendio inicial, ni tampoco parcial; el pueblo entero se consumía hasta los cimientos inundado por un fuego absoluto. Todo estaba envuelto en llamas, nada se había salvado. En mitad de las calles se veían cuerpos humanos que parecían
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antorchas gigantescas. El calor era sofocante y el humo me producía ahogo. Era como ver el infierno. Recuperando un poco la cordura, me alejé de Norringe en busca de aire fresco. Cuando pude volver a respirar sin toser, lejos ya del incendio, me dejé caer en el suelo, abandonándome a ese pozo negro que es la desesperación. Allí perdí el sentido del tiempo y del espacio, creo que incluso llegué a quedarme dormido. Volví a ser consciente de mí alrededor cuando el fuego desapareció. Retorné al pueblo para ver el resultado. Sólo quedaban rescoldos y humo, restos ennegrecidos y cadáveres calcinados. Como un fantasma, vagué entre las ruinas, con la vista flotando de un lado a otro sin ver nada. Hubo un destello de lucidez que me advirtió de lo raro que resultaba la repentina extinción del fuego, pero aparté ese pensamiento porque no me importaba lo más mínimo. Me senté enfrente de la Sala de los Notables, de la cual no quedaban más que unas cuantas vigas. Mi mente regresó para tomar las riendas y se puso a hacer su trabajo. “¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha podido hacer esto? ¿Qué voy a hacer ahora?”. Una tras otra las posibles respuestas cruzaban por mi cabeza. Me llevó un rato, pero al final tomé una decisión. Lo primero que hice fue intentar adentrarme en las ruinas de la Sala. Escondido bajo el suelo, se hallaba un cofre pequeño con el oro del pueblo, el que se recaudaba entre los habitantes y se usaba para fines comunes. Por fortuna, pude recuperarlo sin dificultad. Estaba bien protegido y a resguardo, así que el fuego apenas le había causado daño. El interior estaba repleto de
Ricardo Castillo - EL MERCENARIO monedas de oro y alguna que otra joya. Era una pequeña fortuna. Lo cerré lo mejor que pude y lo guardé en mi morral. Lo siguiente fue examinar los alrededores del pueblo. Tenía la sospecha de que sabía quién había sido el culpable. Se vio confirmado cuando encontré un rastro que llegaba y otro que se iba en dirección sur, una especie de senda de nieve quemada. Maldije en voz baja, jurando que no descansaría hasta que diera con aquel maldito ser y le hiciera pagar por aquello. Por último, cogí una de las balsas del río, que no habían sido alcanzadas por el fuego, y me dejé llevar por la corriente hacia Ramnusfel. VI Alric Brewersen estaba enzarzado en una pelea. Lo encontré en la misma taberna que lo había dejado, sólo que ahora olía a alcohol y tenía los ojos enrojecidos. Agarraba al otro por la pechera, zarandeándolo entre voz y voz. El mercenario se detuvo al verme llegar, mirándome de hito en hito. - ¿Qué haces tú aquí? - Tengo que hablar contigo, Brewersen. Es urgente. - Dame un momento, muchacho, en seguida estoy contigo. Y, con último zarandeo, atizó un puñetazo al hombre, tumbándole sobre la mesa. - Vamos arriba. Una vez en su habitación, Alric, que iba desarmado, se sentó sobre la cama, dejándome a mí la única silla. Le conté lo que me había encontrado al llegar a Norringe, el fuego, los cadáveres y el rastro del ser sin luz. El ceño de Brewer-
sen se fruncía según avanzaba mi relato, prestándome cada vez más atención. Cuando acabé, eché mano del morral y puse el cofre sobre la mesa. Antes de que el mercenario pudiera decir nada, seguí hablando. - Alric, he venido hasta aquí con un solo objetivo. Quiero contratarte. En este cofre se encuentra el dinero que el pueblo de Norringe ha ido ahorrando a lo largo de los años para situaciones como esta –abrí la tapa y le mostré el interior-. Es una pequeña fortuna. Lo único que quiero es que me ayudes a encontrar a esa maldita criatura. Ni siquiera te pido que la mates, únicamente que me acompañes tras su pista, en dirección al sur. Tú conoces mejor que yo el mundo, y necesito alguien que me guíe. ¿Qué me dices? ¿Te interesa? Brewersen miró el contenido del cofre, y después me miró a mí. Se pasó la mano por la barba un par de veces. Luego suspiró, negó con la cabeza y, alargando el brazo, cerró el arca. - Guárdate eso, chaval –extendí mis manos en señal de suplica y balbuceé una queja, pero Alric me cortó en seco, haciendo un ademán para que me callara-. Una venganza es muy peligrosa. -Se levantó de la cama y, echando mano de la espada y el cinturón, que colgaban de un clavo en la pared, se dirigió hacia el armario que contenía sus pertrechos-. Así que conserva el dinero, lo necesitaremos por el camino. Encontraremos a esa sabandija de negro y le enseñarás a meterse el fuego por donde le quepa. Prepárate, salimos en una hora. Y de esta forma dieron comienzo mis famosas aventuras al lado de Alric Brewersen.
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Gordo, bajito y duro... GG seguro Laskmi es una supérheroe muy especial. No sólo por sus habilidades, sino también por sus enemigos, que a más de uno les resultarán conocidos...
por Galocha Laskmi era una superhéroe en crisis, que tras haber estado velando por la Tierra durante años en las misiones más secretas y espeluznantes que una mente humana pueda llegar a imaginar, ahora era una enviada especial. Pronto entenderéis que Laskmi no era una superhéroe al uso: tiene unas cualidades que le hacen única e inimitable. La mañana era fría pero lucía el sol. Laskmi acababa de preparar su desayuno especial, tortitas de achicoria con mermelada de pesto (receta original de su planeta natal, Witland) y se disponía a comerlo cuando recibió una comunicación urgente en su Gipod 6 que decía así: Abre bien los ojos Laskmi, os visitan los Gengibres y no sabemos con qué intención. Terminó el desayuno más rapida-
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mente de lo que le hubiera gustado mientras pensaba que debía estar preparada para cualquier cosa, su intervención podía ser en cualquier momento y en cualquier lugar. “Nunca se sabe cuando te puedes encontrar un Gengibre” (de ahora en adelante un GG) pensó. Laskmi se estaba poniendo el traje de superhéroe cuando se dió cuenta que… ¡Había engordado! “No puede ser”, repetía una y otra vez para sus adentros. “Me he pasado con las tortitas de achicoria, y ahora lo voy a lamentar pero bien, ya que no me queda más remedio que ir a buscar una braga-faja, es horrible y además nunca las encuentro en colores bonitos, ¡mierda!”. Laskmi, nuestra superhéroe, era una chica atractiva, pero su precioso cuerpo de curvas pronunciadas se había vuelto
Galocha - GORDO, BAJITO Y DURO... GG SEGURO un poco de campana, las caderas le habían crecido mucho en proporción con su pecho y cintura. En su planeta eso era signo de madurez, pero en la tierra eso era signo de dejadez. Laskmi no quería ni por asomo llamar la atención, por lo tanto no podía permitirse el lujo de tener un pandero tan grande. Pensó que de momento iría a comprar una braga-faja y que esa misma tarde haría un plan de acción en el que reduciría sus porciones de ingesta alimentaria. “Esto no me hubiera pasado en Witland, allí no tenemos azucares refinados, esos que acaban alegrando el toque final de cualquier comida dulce. Además mi cuerpo no está preparado para ingerir y digerir alimentos humanoides. Tendré que volver a mi dieta Tukan”. La dieta Tukan era muy famosa en Witland y consistía en comerse todos los días un tukán que tenías que cazar tu mismo a la carrera, sin más ayuda que tus manos y tus pies. Esta carrera les resultaba tan divertida que ya se habían propuesto hacerla deporte mundial en Witland. Vestida con un discreto chándal de felpa azul marino, unas deportivas blancas de última generación y un bolso Pango de sport blanco a juego con las deportivas, Laskmi se dispuso a salir a comprar su braga-faja para poderse embutir en su traje de superhéroe. Había elegido el chándal como modelito para salir porque lo mismo tenía que volver a la carrera, ya que el mensaje lo ponía claro: Ya están aquí los Gengibres, y eso significaba que en cualquier momento podía pasar lo peor. Una vez estaba en el hipermercado decidió parar sólo un momento a mirar en el pasillo de Lowfat, a ver si encon-
traba algo que pudiera ayudarle a rebajar un par de culones (medida del peso en Witland que equivale a 4Kg). Fue en este pasillo, mientras miraba unas tortitas a base de arroz deshidratado que intentaría cambiar por sus tortitas de achicoria, cuando vio pasar a un señor gordito, bajito y calvo que llamó su atención. “Creo que estoy al lado de un GG”. Se dispararon todas sus alarmas internas y además se maldecía por no haberse podido poner su traje de superhéroe. “Tranquilidad, tranquilidad”. Hacía tanto tiempo que no tenía una misión que estaba muy nerviosa. Se repetía así misma: “no pierdas la calma, no pierdas la calma y sigue el protocolo”. Repasó mentalmente la lección: ¿Cómo reconocer a un GG que se ha convertido en humanoide? • Apariencia similar a la de un tonel con patas. • Estatura media entre 3 y 3 palmos y medio (un palmo en Witland equivalen a unos 50cm). • Calvos. • Vestigio de cola. • Piel clara. • Extremidades ligeramente más largas de lo que cabe esperar a su cuerpo. • Manos ligeramente más delgadas de lo que cabe esperar para su peso. Laskmi había confirmado todo, salvo el vestigio de cola. Era necesario hacerlo y se puso disimuladamente a seguir al señor que podía ser un GG, y cuya cara además le era conocida.Echó un vistazo rápido a su carrito de la compra y pensó: “¡Ajá! Lleva como cuatro bolsas de
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ensaladas, y está en el pasillo de Lowfat, eso significa que acaba de llegar a la tierra e intenta integrarse perdiendo unos culones”. En ese momento Laskmi recordó un dicho de Witland que decía: “Gordo, bajito y duro… Gengibre seguro”. Laskmi era tan descarada mirando que el GG la vio, ésta se giro bruscamente para disimular y agarró unas barritas hiperprotéicas con cara de entusiasmo. Por los nervios, se puso a leer la información nutricional y se olvidó de su misión. “¡Mierda! Otra vez me ha vuelto a pasar, lo he perdido de vista. Piensa, piensa dónde ha podido ir”. Laskmi sabía por experiencia que uno de los errores más comunes de humanos y visitantes era intentar adelgazar comiendo ensaladas con los mejores aderezos y salsas, por lo tanto... ¡Voila, ahí estaba el GG en el pasillo de las salsas! Ojeaba una salsa césar que no tardó en echar al carrito de la compra. La salsa de yogurt, salsa de 3 quesos y la salsa tártara fueron también elegidas y depositadas en el carrito. “Ya lo tengo localizado”, pensó. Ahora comprobaría si tenía un vestigio de cola y podría comunicar que tenía localizado un GG. Mientras Laskmi seguía pensando cómo acercarse al GG para comprobar si realmente lo era, decidió ir a buscar con urgencia su braga-faja. A cada segundo que pasaba sabía que era más urgente tenerla ya en su poder. Sabía que si regresaba al pasillo de las salsas y allí no estaba el GG, sólo tenía que ir dos pasillos más adelante, al de las cervezas, y seguro que se encontraría allí. Los GG también eran muy conocidos en el espacio exterior por llevar sus sen-
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tidos al límite embriagándose con la bebida de los dioses. Un caldo amarillento con un alto contenido en alcohol y de fabricación similar a la cerveza, lo único que su elaboración casera era con una base de jengibre. Laskmi corrió por los pasillos en busca de su braga-faja. Cuando llegó hasta ellas, de su talla sólo tenían el color “chocho mona” (camel) que tanto odiaba. “Qué remedio”. ¡Al carrito! Y salió corriendo al pasillo de las cervezas. Pensó que si hacía como que estaba mirando alguna cerveza del estante inferior, cuando el GG llegara, no dudaría de ella y no se pondría en alarma. Recordó cómo descubrió en la última misión de los GG: Cabezas Rapadas, el vestigio de cola. De esta misión hacía ya varios años. Enviaron a la tierra a cinco GG con el objetivo de integrarse entre los humanos y seducir a diez mujeres cada uno. Estas mujeres tenían que tener el pelo largo y sano. Una vez que las enamoraban y seducían, tenían que obtener sus pelos, cortados de raíz, cuando la mujer estaba profundamente dormida, para que el pelo no sufriera. Pelo que les serviría para tejer unas máscaras especiales que utilizaban los guerreros del cuerpo a cuerpo. Esta misión fue desarticulada cuando cuatro mujeres habían perdido toda su cabellera. “Llegamos tarde…”, pero ahora no se podía permitir que nadie sufriera, y tenía que actuar. Vio como se aproximaba, se puso de pie y esperó a que estuviera más cerca, parado, mirando y comparando varias cervezas. Se puso justo detrás disimulando, mirando los ingredientes de un refresco bajo en azúcares y dio un paso atrás para intentar que su
Galocha - GORDO, BAJITO Y DURO... GG SEGURO trasero golpeara al del GG. Tenía que sentir su vestigio de cola, si lo tenía. Pero… fue lenta, tremendamente lenta. Tan lenta que cayó de culo en medio del pasillo. Del GG no había ni rastro. Se levantó avergonzada y con el verde subido (en Witland la gente no se pone roja, se pone verde cuando tienen vergüenza). Se dispuso nuevamente a buscar al GG. Por la distribución de los pasillos, lo siguiente que haría sería ir a comprar algún perfume o colonia que hiciera de su olor algo más terrenal. Mientras se dirigía al pasillo de Perfumería y aseo personal, recordó que llevaba en el bolso sus gafas especiales de cuarta dimensión y decidió ponérselas. Ahora sí que veía bien. “Qué diferencia”, pensó. Hacía meses que tenía sólo una visión bidimensional, ya que sus globos oculares originales no estaban preparados para nuestra atmósfera. Les hacían un implante antes de enviarlos al planeta tierra, pero estaban perfeccionando los globos oculares para ver en 3D: “Ocularis 3.0”, y ella, por desgracia, tenía unos con los que veía en 2D (Ocularis 2.0). Para que os hagáis una idea, ella veía la vida como si estuviera en una pantalla de videojuego del tipo SupeLarioBros, o como se conoce: “pantalla muñequito pa´lante”. La solución era usar unas lentillas o gafas cuarta Dimensión. Hacía tiempo que había perdido sus lentillas, en una desafortunada noche de fiesta en Ibiza. Pero esta historia os la contaremos otro día. Ahora sólo le quedaban sus gafas, gafas que no se ponía porque le hacían fea, y si algo era nuestra superhéroe era coqueta. Las gafas que tenía que usar eran similares a las que ponen en la óp-
tica cuando gradúan la vista. Un mazacote de hierros y lentes conjugadas, que entierra los ojos como si fueran dos chinchetas bien apretadas. Gafas nada discretas, nada favorecedoras. Pero era una urgencia y necesitaba todos sus poderes activos, ya que no tenía su traje. Estaba dispuesta a dar solución al caso que le mantenía en vilo toda la mañana y, como el ave fénix que renace de sus cenizas, ella renació con sus gafas en el pasillo de higiene íntima femenina. Corrió por todos los pasillos lo más rápido que pudo, que la verdad no era mucho. Y llegó nuevamente al pasillo de los perfumes. Tropezó con un stand de lanzamiento del nuevo perfume de la cantante Lakira y casi lo tiró todo; se volvió y sujeto varios frascos que iban derechos al suelo. “Uff, por poco”, pensó Laskmi. Se olvidaba que la visión con sus gafas era tan desarrollada que ejercían un cambio en el modo de ver el espacio entre objetos, y que, por tanto, sus torpes movimientos se podían volver más torpes con el uso de este instrumento. En una situación normal hubiera decidido no llevarlas, pero no era el caso. El GG se había desplazado por los pasillos. Laskmi tenía que situarlo, para ello no tuvo más que dar un giro de 180º cuando percibió a modo de holograma su silueta y su temperatura corporal en el pasillo de los congelados. Laskmi corrió a su encuentro, con tan mala suerte que, cuando llegó al pasillo, resbaló cayendo dentro del congelador de la sección de verduras. Como si de un parque de bolas se tratará, allí estaba Laskmi rodeada de bolsas de guisantes congelados. Se incorporó dentro del congelador y miró tímidamente al exte-
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rior, tal y como lo hubiera hecho el inspector Gadget. Parecía que nadie se había dado cuenta, ni siquiera el GG. Salió de un salto ¡ale hop! y se sacudió el chándal disimuladamente. Otra vez había vuelto a perderle, y según sus cálculos tenía que estar a punto de abandonar el supermercado. Pero aún no había comprado la Lorcilla, y cualquier GG la compraría sin duda. Así que se fue al pasillo de Breakfast & Basket Lunch… y, justo donde esperaba, el GG tenía en la mano el nuevo formato de Lorcilla de un kilogramo Black&White. “Eres mío”, pensó Laskmi y, ni corta ni perezosa, cogió un bote y lo metió en su carrito. También pensó “Eres mío GG”. Quería detenerlo ella si confirmaba su identidad. Estaba el GG llegando a la caja para pagar la compra cuando se entretuvo en el stand de cabecera; había una oferta de chicles que cautivó su atención. El eslogan decía: Los más refrescantes. Laskmi se acercó a él por la espalda y llevó a cabo su plan de última hora. Estaba viendo el stand de los CD de música, que, como no era muy frecuentado, tenía bastante polvo. Entonces ella pasó la mano a modo de paño, iba a manchar al señor para luego darle unos azotes en el trasero y comprobar directamente si tenía o no el vestigio de cola. Como madre sacudiendo a un niño pequeño que acaba de salir de un arenal, Laskmi empezó a darle azotes al GG… - ¡Ay, cómo te has puesto! Madre mía, ¿pero donde se ha arrimado usted? -zas, zas… El GG se dio la vuelta entre incrédulo y asustado. Laskmi, que había dejado su súperpistola preparada, empezó a “verderizarse” (ruborizarse), cuando
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notó la ausencia de cola. Pero lo que de ninguna forma se esperaba era que el, hasta ahora, GG era el Sr. Segura, de nombre Santiago, su vecino del 3º. Éste, que no daba crédito a la situación, se volvió y dijo: - Pero Gregoria, si eres tú, ¿verdad? ¿Qué haces con ese artilugio en el careto? -la peña está fatal, pensó el Sr. Segura-. No se preocupe Gregoria, me habré apoyado en algún stand que estaría sucio, ya me sacudo yo en casa. Gracias, ¿eh? El Sr. Segura soltó los chicles, anduvo un poco con el carro, se giró hacia su vecina, sacudió la cabeza con desaprobación y se dispuso a pagar su compra para abandonar el local. Nuestra superhéroe abatida por su vago intento y su torpeza de encontrar a un GG, decidió acabar de hacer la compra, y diez minutos después estaba también en la caja pagando. Finalmente llevaba la braga-faja y otra prenda que había encontrado en rebajas, y que estaba muy de moda: la batamanta. En el camino de vuelta a casa, Laskmi, nuestra superhéroe particular, iba un tanto afligida, pensativa y distraída. Pensaba en llegar, darse una buena ducha de agua fría y embutirse en la braga-faja y el traje de superhéroe, ya que tenía que estar atenta. “Tengo que estar atenta, tengo que estar atenta…” ¡Plom! - Perdona, iba distraída y he tropezado contigo -miró al individuo y éste le devolvió la mirada con una sonrisa que esbozaba dos hoyuelos en sus mejillas rechonchas. Laskmi se aventuró a entonar-. Peche, cacao, aleyana y azuca… - Lor-ci-lla -contestó el individuó siguiendo la melodía. Laskmi hizo un movimiento rápido
Galocha - GORDO, BAJITO Y DURO... GG SEGURO y, antes de que el individuo se diera cuenta, le apuntaba con su súperpistola - Te he pillado maldito cerdo -le arrastró hasta un callejón que le vino al pelo, y empezó su interrogatorio-. Ya sé que eres un Gengibre, me acabas de dar vuestro mistake. Ahora sólo quiero que no me hagas perder el tiempo o te borro la memoria y te convierto en una oruga gigante. Empezó el interrogatorio. - ¿Cuántos sois? - Estoy yo sólo -Laskmi le apretó lo que ahora era un testículo hasta explotárselo y, entonces, le hizo de nuevo la pregunta. - ¿Cuántos sois? - ¡Aaaahhh! ¡Qué dolor! Tienes frío, ¿eh perra? Por eso has comprado una batamanta. - ¿Estás seguro que te quieres quedar sin tu otro testículo? Te lo preguntaré una última vez, ¿cuántos sois? - Estoy yo sólo, de verdad, tienes que creerme - al GG le entró el pánico. Tenía un sudor frío que erizaba el pelo de todo el que caminaba por la calle, incluso de dos manzanas alrededor. - Seré muy clara -dijo Laskmi-. Si dudo por un sólo momento que lo que me estás contestado no es cierto, tendré que matarte. Lo del testículo ha sido sólo un aviso para que veas que no me ando con rodeos. - Si, señora. - ¿Cuál era tu misión en la Tierra? - Hacer un reconocimiento de cuantos infiltrados había aquí del planeta Witland. - ¿Venías a por los míos? - Sí… Pero yo no sabía que tú... -Laskmi le cortó. - No tienes que saberlo, GG
inútil -Laskmi desprendía una agresividad que no formaba parte de su personalidad normal. - No me mate, tengo mujer y engendros. Por favor, no me mates, no… ¡Pum! Laskmi no le mato, sólo alteró uno de sus cromosomas, el 93, para que ahora fuera por naturaleza una persona correcta y amable. Le borró la memoria y le instauró nuevos recuerdos, todos ellos terrenales. El GG ahora se llamaba Alex, le había convertido en un tipo que hace cine, que con el tiempo quién sabe si llegaría a ser famoso. Como si nada hubiera pasado Laskmi le dijo: - ¿Está usted bien, señor? - Hmm… ¿Qué ha pasado? Me duele la cabeza. ¿Me han golpeado? - No lo sé, señor… - Deli Glesia. Alex Deli Glesia. - Señor Deli Glesia, le he encontrado aquí tumbado, parecía usted mareado, ¿quiere que le ayude o le pida un taxi? - Hmm… Creo que me estoy volviendo a marear. Laskmi estuvo allí un rato más, llamó a emergencias y cuando el Sr. Deli Glesia estaba en buenas manos, se marchó. Tenía que comunicarse con Witland. Llegó a casa embriagada por todas las emociones de la mañana y abrió su Gipod 6. Mientras se probaba su batamanta, activó el control de voz del Gipod. - Conexión urgente –dijo-. Aquí la agente Laskmi 19011979, GG capturado y GG convertido. Necesito que paréis el tiempo un segundo y le deis vida. . Lo he dejado con el servicio de emergencias hace siete minutos. Identificación: Alex Deli Glesia. Un tipo que hace cine.
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Buscarle casa, hacerle películas y ofrecerle contactos y amistades. Integrarlo y listo. En lo que tardó en llegar al sofá, recibió confirmación. Proceso terminado, Alex integrado. - Conexión con Dirección. Aquí la agente Laskmi 19011979, GG capturado, GG convertido, GG integrado. El sujeto viajó sólo, su misión era espiarnos. Quieren quitarnos del medio para hacerse con la tierra. De momento estamos a salvo, pero no sabemos cuándo pueden volver a actuar. Laskmi, satisfecha por un trabajo bien hecho, se tumbó en el sofá con su batamanta y estuvo el resto de la mañana leyendo la novela Diez negritos, de la genial Alatha Christie, de la cual intentaba aprender técnicas de espionaje y resolución de casos. Pronto, muy pronto, seguro que la veremos en otra.
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Fergus Ferguson nº2 Lengua de Plata por M. C. Catalán ¿Qué tiene Poe en común con un chico de 25 años del 2012? Ambos escribieron en la misma revista y, tras un desafortunado accidente, Fergus se ve atrapado en la casa victoriana de la redacción, rodeado de todos los escritores muertos que participaron en ella. Había vuelto a traicionarlo su lengua de plata. Ese Mr. Hyde que habitaba en su boca y que luchaba por ser liberado en momentos de tensión. Sin avisar ni pedir permiso. Igual que no lo hizo aquella tarde en que Fergus salía de trabajar, cansado y nervioso, con la tensión de su primer encargo doliendo sobre sus hombros. Abrumado por el incómodo embotamiento que sigue a toda jornada de novato, caminaba con las mejillas al rojo vivo por las baldosas amarillas de Southwick Street. Y fueron el agotamiento o su naturaleza despistada los responsables de que cruzara aquel semáforo en verde que le ofrecía la oportunidad de evitar ese tramo de acera. Unos metros más adelante, apoyados sobre uno de los coches que había aparcados en la calzada y armando todo el barullo que les permitían sus escasas
neuronas, se agrupaban unos cuantos chavs: la especie de pandilleros endémica de Londres. Por descontado, a juzgar por la escasa pelusilla que poblaba sus facciones y por el buen gusto del coche, ya sea dicho, aquel viejo Cadillac no era de su propiedad. No, Fergus dudaba que aquellos chiquillos pudieran pagar algo así de sus propios bolsillos. Aunque el peso de todo el oro que llevaban encima hubiera bastado al joven para pagar a su casero durante, al menos, medio año. Gruesas y brillantes cadenas colgaban de sus cuellos; gigantes pendientes de oro y anillos, desgastados por la zona de los nudillos. “No quiero preguntarme por qué”, pensó Fergus. Continuó caminando, tratando de pasar inadvertido junto a la fachada del “Monkey Puzzle”, un concurrido bar de aquella zona. Aquella gente lo sacaba de sus casillas. La repulsión que sentía hacia ellos lo transformaba. El corazón comenzó a latirle con fuerza y notó como la sangre se acumulaba en sus mejillas.
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Pero no era cuestión de meterse en trifulcas. No hoy, justo cuando todo empezaba a salirle a pedir de boca. Agachó la cabeza y optó por dejar las miradas despectivas para otro día. Un par de risas de hiena y un “¡Hey, bruv!” lo sacaron de sus malintencionados pensamientos. “Maldito karma…”. El joven se quedó muy quieto, inmóvil, respirando muy lentamente, mirada centrada en una pequeña hoja que bailaba a ras del suelo, tal y como su terapeuta le había enseñado –sí, tenía algún que otro problemilla de autocontrol, entre otros. Pero nada importante. Quizá si no se movía, aquel cerebro de nuez no podría detectar su presencia, como pasaba con el Tiranosaurio Rex. ¿Quién sabía el patrón que seguía la mente de un chav? Durante un largo minuto no pasó nada. A Fergus comenzaba a dormírsele la pierna izquierda y decidió tantear el terreno. Al girarse hacia su derecha, reparó en que todo el grupo de pequeños delincuentes lo observaba con la ausencia de la inteligencia brillando en sus bocas abiertas y miradas vacías. Se plantó ante el más alto, un adolescente arguellado y medio escondido por las tres tallas más grandes de su chándal rojo. Y mirando con cautela al curioso espécimen, Fergus alzó la palma de la mano a la altura de los ojos del muchacho y la movió arriba y abajo, valorando la capacidad de reacción de la criatura. La respuesta tardó más de diez segundos en llegar –procesador lento y a punto de sobrecalentarse-, en forma de un coro de preguntas por parte de la manada al completo. “¿Qué hace?”, “¿Qué le pasa?”, “¿Qué
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se ha creído?” - Wanna make somin’ of it?! -gritó el alto, moviendo mucho las manos y recolocándose la gorra a cuadros de Burberry’s, como si se preparara para algo importante. Fergus pestañeó un par de veces. - No te entiendo -contestó muy serio. Y no mentía. Esa era una de esas cosas por las que se enervaba con aquella gentuza: destrozaban su lengua materna sin ningún miramiento. Y él admiraba la belleza y la complejidad de su idioma por encima de todas las cosas. - Freddy, no te enfades. Creo que es retrasado -contestó una versión de luchadora de sumo en tamaño reducido, mientras toqueteaba sin ningún reparo al de la gorra. Dove, que así se llamaba la “ricura” según las letras de su dorada pulsera, hablaba como si llevara un calcetín sucio metido en la boca. Cubierta con lo poco que daban de sí dos pedazos de tela barata, la pequeña “anglo bitch” poseía un sentido de la estética de lo más sofisticado: pelo liso, rubio y cardado por arriba, lacio y oscuro por la parte inferior. Los tirantes del sujetador asomando bajo una ajustadísima camiseta, que dejaba al descubierto, pese al frío, un grotesco vientre que Fergus se negó a mirar demasiado. La minifalda azul celeste se confundía con el color amoratado de unas piernas heladas, cubiertas sólo en parte por aquellas horribles botas de pelo negro. - Míralo –dijo con lo que pretendía ser una voz seductora-, creo que le gusto. No se atreve a mirarme. ¡Qué vergonzoso! Fergus reprimió una carcajada ante el increíble ego de aquella “preciosidad” y
M. C. Catalán - FERGUS FERGUSON Nº2 decidió esperar, en silencio, a ver hacia dónde le conducía todo aquello. Dove señaló hacia el bar con la cabeza mientras uno de los muchachos, el más canijo y escaso de dientes –Fergus no sabía si por el proceso de dentición propio de su corta edad o por la pérdida prematura, fruto de alguna pelea- se rió histéricamente mientras golpeaba a otro de sus colegas, que lucía en su cara el dibujo de los cardenales. Freddy se acercó un poco más a Fergus y le susurró, muy despacio, hablando en un inglés medianamente comprensible. - Hey, bruv –era su forma de expresar su recién forjada amistad-. Mira, nuestros colegas necesitan un favor. Es fácil. ¿Ves ese bar? -señaló el “Monkey Puzzle”- Entras. Compras cuatro cervezas. Nos las traes. Y todo bien. ¿Eh? -sonrió con autosuficiencia, con la certeza del que se sabe tremendamente listo. Y estaba Fergus pensando en cómo librarse pacíficamente de aquel tipo cuando “Sin Dientes” siseó, tirando saliva como un surtidor: - ¡Que no te entiende, Freddy! Encima de retrasado, friki. Mira su mochila. –apuntó con un dedo la bolsa de Aragorn que el chico llevaba con orgullo a su espalda y volvió a romper a reír y después a toser como si fuera a sacar los pulmones por la boca. Al cuerno con el autocontrol. Una chispa de vida recorrió cada centímetro de su cuerpo mientras la sonrisa de Fergus se ensanchaba inmensamente para dar la bienvenida al pequeño demonio que habitaba muy adentro. Sin pronunciar palabra se puso rumbo al bar. Apenas escuchaba las risas de fondo de aquellos pobres inútiles, obnu-
bilado como estaba por la adrenalina. ¡Cómo había echado de menos esa sensación! Se aproximó a la barra del local, todavía no demasiado atestado, y se sentó con cuidada parsimonia en uno de los taburetes de madera. - Cuatro latas de Guiness, por favor. Mientras el camarero, un hombre alto y robusto como un vikingo, le traía la cerveza, se deleitó evocando aquella bebida oscura, fuerte, espumosa. Su favorita. Y una de las más caras, también. Pero, ¡qué demonios! Aquella ocasión con sus nuevos colegas valía de lejos la pena. Cuando tuvo las cuatro latas delante, bebió una de ellas de un solo trago, notando cómo calmaba la sed de la larga jornada. La segunda lata, en realidad, fue la que le dio el valor. Guardó los recipientes –incluidos los dos vacíos- en su mochila y se encaminó hacia los servicios. “Hay que ver lo rápida que es la Guiness llenando vejigas”. Vació por el retrete las latas que aún no se había bebido y volvió a completar las cuatro con un líquido similar a la cerveza. Salió del local sonriendo y, siendo amable con sus nuevos amigos, les ofreció las bebidas con una elegante inclinación de cabeza. - A vuestra salud, bruvs. “Cara de Croquis” rió como un asno y el resto se puso a cuchichear cosas en una lengua incomprensible pero hermosa. Y es que a Fergus todo le parecía bonito en aquellos momentos. Hasta la maldita jerga de barrio. Quizá hubiera sido ese el momento de correr. Quizá ese y no el segundo
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siguiente. Ni el siguiente. Ni los diez posteriores que tardó el joven en contemplar cómo Freddy daba el primer trago, como el genio cuyo orgullo crece al admirar su obra recién acabada. Quizá hubiera sido ese el momento. Pero entonces Mr. Hyde no hubiera sido saciado y Fergus tampoco se encontraría en su actual situación, atrapado en una antigua mansión victoriana junto a uno de sus ídolos literarios -¡no hay mal que por bien no venga! Pero el caso es que el chico tardó demasiado y sólo reaccionó un segundo antes de que aquella horda de chavs enfurecidos se abalanzara tras él soltando improperios. Corrió tan rápido como le permitieron sus torpes piernas, tropezando a cada zancada y haciendo malabares para no resbalar en el bonito pero poco práctico empedrado, que aún brillaba por la humedad del ambiente. Si en algo podía ganar a esa panda, desde luego no era en forma física. Así que usó el cerebro y, evitando guiar a los marrulleros hasta su apartamento en Belgravia, junto a la Embajada Española, tomó otra ruta, haciendo el máximo número de requiebros posible. Ahora Hyde Park Crescent; ahora Gloucester Square; y en un tiempo récord para él, giraba la esquina con Radnor Place. A punto estuvo su ebria cabeza de cantar victoria, cuando oyó un ruido de pisadas y la voz de Freddy gritando barbaridades –algunas aterradoras y otras absurdas. Y Radnor Place se convirtió en un borrón de fachadas y coches mientras Fergus corría, lo suficientemente animado para responder:
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- ¡No te enfades, hombre! ¡Ahora estamos más unidos! Y tras una carcajada –más fruto del pánico que de lo cómico de la situación- se encontró de bruces con Radnow Mews, una calle estrecha y sin aceras, atestada de pequeñas casas de bajos tejados y furgonetas aparcadas de cualquier manera. Unos cuantos tiestos llenos de cuidadas flores hacían acogedora la destartalada estampa. Fergus divisó un escondrijo perfecto. Una rampa que descendía hacia un pequeño callejón en el que descansaba, tirado en el suelo, un enorme contenedor de basura. Se quedó allí agazapado, mirando un cartel en rojo que decía “Speed Limit 5MPH”. Rezó a Chthulu, al Monstruo de Espagueti Volador y a todos los dioses hasta ahora conocidos…y esperó. - Y eso es lo último que recuerdo –susurró Fergus, sobrecogido por la noticia de su reciente defunción. - Ya sabemos el por qué de tu presencia. O más bien de tu ausencia –Poe rompió a reír-. Buena somanta la que te propinaron, muchacho -El escritor le tocó el hombro en señal de compasión, suavizando el agrio carácter de unos minutos atrás–. Lengua bífida, tunda rígida. Solía decirlo mi gran amigo Thomas English. Hasta que aconteció todo el escándalo con Osgood y Ellet. A pedirle fui una pistola, aterrado como estaba por aquel hermano bizco de Elizabeth Ellet, que amenazaba sin ningún reparo con acabar con mi vida. ¡Nunca te fíes de un bizco! Puede que no quiera matarte, pero nunca sabrás hacia donde apunta. El caso es que no quería ningún problema, pero aquel esperpento de
M. C. Catalán - FERGUS FERGUSON Nº2 Ellet me importunaba hasta rozar el acoso. Repugnante. No pude sino rechazarla con desdén… Fergus mantenía la mirada fija en el hombre, que no parecía decir nada coherente. Nada importante. Salvo el hecho de que él, a su corta edad, estaba muerto. Y si sus recuerdos no le fallaban, a causa de un motivo bien estúpido. - Me tildó de mentiroso el muy arrogante de English, empujándome a una involuntaria pelea a puñetazos… –el hombre se alteraba más a cada palabra. Hasta que ocho preciosas y sonoras campanadas, procedentes del viejo reloj de pared que se encontraba a sus espaldas, lo sacaron de su trance. - ¡Oh! Ya son las ocho –Poe miró a Fergus con una sonrisa y abrió la puerta que conducía al exterior-. Ya puedes salir. El joven extendió una mano hacia la entrada, con la precaución de quien teme encontrarse con una barrera invisible –aún le dolía el golpe- y sintió la fría brisa de la mañana sobra su piel. Sintiéndose más libre que nunca, salió al exterior, alzó los brazos hacia el cielo y echó a correr en dirección a Belgravia, donde lo esperaba su colega Zack. - ¡No olvides regresar antes de las ocho de la noche! ¡O desintegrarás lo poco que queda de ti! –le gritó Poe desde la lejanía. Y se echó a reír, al tiempo que cerraba la puerta de la redacción. Durante el camino a casa, el joven descubrió que ser un cadáver no estaba tan mal. Ya no importaban lo semáforos, ni el tráfico, ni las multitudes. Sólo estaban él, el viento, su capacidad de atravesarlo todo y la recién adquirida velocidad de movimiento.
Así que llegó al apartamento sintiéndose poco más que un superhéroe. Sonrisa de oreja a oreja y ego por las nubes. Hasta que trató, fallidamente, de llevar a cabo algo tan sencillo como abrir la puerta de su vivienda, tras la que esperaba un Zack ansioso por la proximidad de su dueño. “Un momento. Él sí que nota mi presencia”, pensó con alivio. Hubiese sido problemático que una correa flotante sacara a pasear a su perro. - Colega, ¿me oyes? –se escuchó un gruñido al otro lado de la puerta–. Estoy aquí, chico. Buen chico. –Un ladrido–. Voy a intentar abrir. Pero está un poco complicado. -El nerviosismo de Fergus crecía con cada bufido del animal, que ahora rascaba la madera con ímpetu. Trató de concentrarse. Cerró los ojos y visualizó, como había visto en tantas películas, la sólida superficie de la puerta, las vetas de la madera y el tacto liso y frío de la manilla. Extendió las yemas de los dedos y…vacío. Se rindió y atravesó el umbral, desesperado por la incertidumbre de no saber si podría sacar a su perro de allí. Se agachó y, sujetando la cabeza del mestizo con ambas manos, lo miró directamente a aquellos ojos inteligentes. - Voy a buscar una solución –un gruñido–. Pronto. Antes de las ocho –un quejido–. Sí. Lo prometo. Y con un beso en la frente, se despidió de su amigo con la sensación de ser el muerto más inútil del mundo. Pese a la supervelocidad y esas cosas. De vuelta a la redacción, Poe escuchó pacientemente el problema del chico y puso un punto a su explicación con un “Ajam, ya veo”. - Entonces, ¿sabes lo que me ocurre?
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- Pues claro, zoquete. No sé qué historia me has contado antes, pero tienes tanta idea como yo de la causa de tu muerte: ¡ninguna! Y más te vale averiguarlo pronto si quieres hacer algo útil durante las doce horas de realidad de las que dispones cada día. A Fergus se le cayó el mundo encima y, superado por la cantidad de acontecimientos de las últimas horas, dejó escapar una lágrima. - Tu carencia de aplomo me resulta molesta –sentenció el genio–. Vamos, chico. Te presentaré a un amigo.
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Cris Miguel - VERDE ELÉCTRICO
Verde eléctrico por Cris Miguel ¿Y si un desconocido se colara en tu coche? ¿Y si confiaras ciegamente en él? ¿Y si se acabara, inevitablemente, a la mañana siguiente? Estaba parada en el semáforo. “Cuantas más ganas tienes de llegar a casa, más tarda en ponerse en verde”, pensé. Me miré en el retrovisor retocándome el pelo. Llevaba las ventanillas subidas. Fuera ya hacía frío. La noche había caído algunas horas antes sobre el asfalto, sólo las farolas impedían que el negro inundara todo. El muñeco empezó a parpadear. Pisé el embrague y metí la primera. Lo empecé a soltar cuando la puerta del copiloto se abrió y se cerró con la misma velocidad. La diferencia es que había alguien recostado en el asiento. Me quedé unos segundos paralizada. No sabía cómo reaccionar. La razón se impuso finalmente. - ¿Qué coño haces? ¡Sal de mi coche! -le grité al desconocido. - Por favor, arranque, ellos me están buscando… - ¿Qué dices? ¿qué ellos? -pregunté. Parece que la razón como llegó se fue, porque me quedé pegada a esos ojos suplicantes que me pedían que confiara en ellos. Arranqué. El desconocido se sentía realmente nervioso. No paraba de mirar hacia atrás, buscando a sus perseguidores, supuse. - Nadie viene detrás, ¿dónde quieres que te deje? -pregunté, confiando en
que no sacara un cuchillo y me convirtiera en la enésima chica muerta de una serie de asesinatos perpetrados a chicas solitarias y confiadas en su coche. - No tengo a donde a ir, ellos me encontrarán. Si pudiera… su casa… -dudó. No era para menos. Un completo desconocido quería ir a mi casa. - ¿Quiénes son ellos? ¿De qué estás huyendo? -le pregunté. Sabía que no debía fiarme, pero había algo en él que hacía que lo creyera. - Es una larga historia. La prometo que no la haré daño. Sólo déjeme quedarme en su casa, sólo esta noche. Mañana por la mañana ya no estaré. - Pero… -le miré. Tenía los ojos de un verde eléctrico, quizás fueran lentillas. Me sorprendí a mí misma pensando en sus ojos en vez de preocuparme por si era, o no, una amenaza. A lo mejor era un ladrón o algo peor… Volví a mirarle, estaba tocándose el brazo derecho. Debió sentir mi mirada porque se giró. - Por favor -suplicó. Asentí. Justo a tiempo di un volantazo para esquivar el coche que venía de
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frente. Parecía que no había visto nunca unos ojos verdes. Llegamos en diez minutos. Dejé mis cosas en el mueble de la entrada al mismo tiempo que le invitaba a pasar. Mi casa no era muy grande, al vivir sola me correspondía una con sólo un dormitorio. Cogí una lata de cerveza de la nevera y me senté en sofá. Le hice un gesto al desconocido para que me imitara. No sabía muy bien qué decirle. Las dudas navegaban en mi cabeza sin destino. - ¿Me vas a decir de qué estás huyendo? –me atreví a preguntar. - Cuanto menos sepa mejor –alcé las cejas-. Mire, no pretendo ser enigmático, pero no quiero meterla en líos. Suficiente ha hecho trayéndome a su casa. Me había descolocado completamente. Sin conocerme parecía que le preocupaba. Aunque claro yo le estoy ocultando, era normal que quisiera ser agradable. - Tutéame, por favor. A propósito, no me has dicho tu nombre –caí en la cuenta.- Yo soy Ana –le tendí la mano. - J.M. –Me la estrechó. Su tacto era suave pero firme. - ¿Quieres tomar algo? –le ofrecí levantándome y yendo a la cocina. No estaba segura si lo que hacía era una locura o civismo puro, pero J.M. me transmitía seguridad, confianza… Era realmente extraño, digno de una novela romántica, un cliché. J.M. había declinado mi oferta y ahora estaba sentada en la mesa, cenando lo primero que había encontrado en la nevera, con el desconocido enfrente observándome detenidamente. Me sentía ligeramente incómoda, pero a la vez tenía la sensación de que no me estaba juzgando que era pura curiosidad.
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- ¿Vives sola? –me preguntó - Sí –dije después de tragar. - ¿Por qué? - ¡¿Por qué?! –repetí-. Pues… porque quiero, supongo –su pregunta me había pillado totalmente desprevenida. ¿Me querrá sacar información para llamar a sus secuaces y robarme? - ¿Y por qué quieres estar sola? ¿No te gusta la compañía? –deseché la idea anterior, sus preguntas estaban inundadas de ingenuidad. - Sí, me gusta. Pero no he encontrado a nadie que quiera vivir conmigo. –Le di un mordisco a la manzana-. ¿Seguro que no quieres comer nada? - No… -dudó- No entiendo porqué nadie quiere vivir contigo, eres amable –dijo cargado de razones. - Sí, pero quizás no les baste sólo con eso –contesté. Me resultaba un poco rara la conversación, como no vi maldad en él, decidí seguirle el juego. De perdidos al río-. ¿Nos sentamos en el sofá? Había terminado de cenar, así que nos sentamos en el saloncito. Parecía que J.M. tenía ganas de hablar, y a mí no me sentaría mal charlar un poco. Me preguntó a qué me dedicaba, le expliqué todo lo concerniente a mi jornada laboral, qué hacía, cómo… Le hablé de mis compañeros y de mi jefa. Enlacé con la historia de mi familia, ya prácticamente inexistente. En definitiva, le conté toda mi vida a ese desconocido que me miraba con tanto interés. Supongo que es más fácil hablar con gente que no conoces, que no tiene una idea predeterminada sobre ti, sin prejuicios, sólo tu verdad… Sus ojos verdes no se apartaban de los míos ni un segundo, y llegué hasta imaginarme cómo sería yacer con él.
Cris Miguel - VERDE ELÉCTRICO Realmente había perdido la cabeza: acojo a un completo desconocido en mi casa, le cuento mi vida en verso y ahora pensaba cómo sería acostarme con él… Lo mío era absolutamente patológico. Supongo que sería una de las muchas consecuencias de ser una soltera con un horario laboral extralargo. - ¿Qué piensas? –me preguntó. Claro, me había callado, así que le resultaría raro. - Nada, que soy una idiota… Te estoy aburriendo –aparté la mirada, estaba avergonzada por pensar como una adolescente. - No eres idiota, eres preciosa –dijo, acariciándome la mejilla con el dorso de su mano. - No… -me aparté incómoda- no te conozco –conseguí articular, me estaba poniendo muy…nerviosa. - Confía en mí –dijo, recuperando el hueco que había creado yo y cogiéndome la mano derecha. Le miré. Sus ojos irradiaban luz, y deseo, o quizás eso me lo estuviera imaginando. Entrelacé mis dedos con los suyos. ¿Por qué me inspiraba tanta familiaridad? Me gustaba, me gustaba mucho. ¿Cómo podía gustarme alguien que no conocía y del que no sabía nada? Yo no era de esas que creía en la química. Comprendo que para estar con alguien te tiene que resultar atractivo, pero eso no es química es atracción. Además, atracción salvaje. Lo disfrazan de química para distanciarse de los animales, pero realmente somos como ellos. Respondemos a nuestras necesidades. Decidí ser sincera, por el mismo motivo por el que le había contado mi vida, porque no le conocía. Porque él no esperaba nada de mí.
- Tengo miedo, no me van los rollos de una noche. Además tú tienes pintado en la cara que me darás problemas, y yo… estoy cansada, tengo treinta y cuatro años y ya… - ¡Olvídate de eso ahora! –me cogió la cara entre sus manos- Se que te gusto, deja que te haga feliz. Esta noche, al menos. –Enarqué las cejas- Te mereces ser feliz, eres una buena persona, puedo sentirlo. Le miré fijamente intentando descifrar si era un cuento para llevar a las chicas ingenuas como yo a la cama. Pero no vi ningún rastro de duda, creía firmemente lo que decía. Le seguí mirando fijamente y, aunque no respondí, supe que me había convencido. ¡Qué le vamos a hacer! Una es así de fácil, y de débil. - No me conoces… -dije por fin. - Pues déjame hacerlo –y me besó. Su lengua recorrió mi boca despacio, sin resultar intrusiva. Me agarré a su cuello y le besé más vívidamente. Su mano se deslizó poco a poco por todo mi cuerpo. Le acaricié su brazo, que tenía realmente duro. Me sorprendió porque, aun teniendo envergadura, no estaba muy musculado; Sin embargo debía estar tonificado para poseer ese tacto. Se arrodilló en la alfombra para quitarme los vaqueros, al mismo tiempo me desabroché la blusa. Suerte que siempre reparo en mi ropa interior. Le atraje hacia mí para quitarle la camiseta, y él se puso de pie para quitarse los pantalones; lo que me dio una visión privilegiada de su cuerpo entero. Mi deseo aumento. Me mordí el labio. Él se tendió sobre mí y comenzó un baile de caricias y besos donde la estrella invitada era mi cuerpo. Cuerpo que ya se
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estaba contrayendo de placer. Debió de ser la falta de costumbre, pero estaba tan nerviosa y excitada que le aparté, incorporándome y sentándome a horcajadas encima de él. Ahora mis besos eran mucho más descontrolados. Noté que también estaba excitado. Y le propuse continuar nuestra función al dormitorio. Me cogió y me llevó en brazos hasta la cama. No dejó de besarme hasta que me soltó sobre ella. Se tomo un respiro tumbándose encima de mí, me miró. La verdad es que yo también necesitaba un minuto para respirar. Eran tan verdes que parecían artificiales. Me beso más dulcemente en la boca, en mi cuello; mientras me acariciaba, suavemente, pero a la vez con avidez. Recorrió mi cuerpo con su boca, prestando más atención a mis pechos. Siguió bajando por mi cintura. Yo miraba el techo, intentando desconectar de la intensidad que transmitíamos. En algún momento se las había ingeniado para desnudarme por completo. Continuó hasta que llego a mi pelvis. Me beso los muslos, los mordisqueó. Entró en mí con su mano, su tacto era frío, pero el contraste me gustó. Me sentía húmeda, él lo notó, aumento un poco el ritmo. Jadeé, ya me costaba respirar. Me acarició con más ternura y me besó, aunque eso no me tranquilizaba en absoluto. Me saboreó sin prisas, como si el reloj se hubiera congelado. Sin darme cuenta estaba de nuevo frente a mí. Ya no era consciente del tiempo y el espacio. - Eres… -intenté articular. Él me tapó la boca con la mano, evitando una avalancha de palabras incoherentes. Se puso de pie y se quito los bóxer. Me concentré en él, pero me resultó ex-
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tremadamente difícil no hacer comparaciones. Me besó de nuevo, tendido sobre mí, me apartó el pelo de la cara. Le hice girar para quedarme yo encima de él. Le acaricié el torso. Definitivamente estaba muy duro. Le besé el cuello, pero no me dejó seguir. Me colocó otra vez debajo y me penetró. Pude sentir que estaba igual de excitado que yo. Supo mantener el ritmo perfectamente. Me subió la pierna a su pecho y arremetió con insistencia. Me daba un poco de vergüenza, pero no pude evitar gemir. Realmente ya ni me oía a mí misma. Aumentó el ritmo, como si fuera capaz de seguir mi incontrolada respiración. De repente se paró, abrí los ojos. Me cogió por la cintura y me sentó encima de él sin dejar de moverse. Me colocó las caderas un poco más atrás, y tuve que apoyarme en la cama para no caerme. Aumento aún más el ritmo, ¿eso es posible? Y estalló embriagándome el éxtasis más puro y más consistente que había sentido nunca. Me tumbé desfallecida en la cama, sumergida en mi paz interior. Ahora no me importaba si era un desconocido, si era un ladrón o lo que fuera… Sólo estábamos él, yo y esta cama. Fuera de estas cuatro paredes podía estallar una guerra ahora mismo que yo no me iba a levantar. J.M. me miró, sonriendo. - ¿Te ha gustado? –preguntó acariciándome la mano, tumbándose a mi lado. - ¿Bromeas? Creo que todo el edificio se ha enterado de todo lo que me ha gustado –contesté, tenía la boca seca e iba poco a poco recuperando el aire. - Te traeré agua. Tras beber, nos dormimos profundamente abrazados el uno al otro.
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La luz ya entraba por las persianas cuando me desperté. Como si me hubiese sentido J.M. abrió los ojos y me abrazó. - Buenos días –le besé-. Son las diez, ¿quieres desayunar? –Él se desperezó y negó con la cabeza.- Pues yo necesito un café. Me levanté y fui a la cocina. Me calenté el desayuno mientras J.M. estaba en el baño, se estaría duchando porque me dio tiempo a terminarlo antes de que saliera. Dejé los cacharros en el fregadero y cuando me volví ya estaba en el salón. Me apoyé en la barra americana que nos separaba. Me puse seria, era hora de volver a la realidad. - ¿Qué piensas hacer? –noté un ligero tono de preocupación en mi voz. - Prefiero no pensar en eso ahora. ¿No lo has pasado bien conmigo? –asentí-. Entonces disfrutemos de lo que nos queda. –Bajé la mirada, negando con la cabeza- ¡Eh! Te dejaré en paz, me iré está mañana. –Me sujetaba el mentón-. Pero antes ven aquí. Me besó, rodeé la cocina para abrazarle. Tenía una extraña sensación. La magia de por la noche se había esfumado. Por la mañana siempre se ven las cosas con otros ojos. Notaba un peso en el estómago, incertidumbre. - ¿Y si no quiero que te vayas? –tuve el valor de decir. - ¿Por qué? –Me miraba extrañado, como si le hablara en otro idioma- ¿Por qué quieres que me quede? Si no me conoces… No soy nada para ti. - Lo sé, es raro… pero, siento… -No me dejó continuar, me puso sus manos en mi corazón, y me miró expectante. - ¿Cómo puedes sentir algo por mí?
–Habíamos vuelto a las preguntas ingenuas de anoche. - ¿Te parece raro? –dije cogiéndole las manos-. No digo que esté enamorada de ti, no soy tonta. Pero, ha sido tan especial… -No pude evitar sonreír. J.M. me cogió en brazos, esta vez como una princesa, y me llevó en volandas hasta la cama. De nuevo en nuestra guarida nos fundimos en besos. Habíamos abandonado el deseo salvaje de la noche anterior. Ahora lo hacíamos despacio, suave. Nos besamos sin dejar de abrazarnos, mirándonos a los ojos. Esa mañana me hizo el amor de la forma más romántica de toda mi vida. Fue preciso, detallista, yo intenté hacer lo mismo por él. Me dejó más que la noche anterior, y creo que logré hacerle disfrutar. La embriaguez duró muchísimo, como si nuestras esencias tampoco quisieran despegarse. - Dime de qué huyes –dije volviéndome hacia él, me apoyé en su pecho. - No quiero hacerte daño, es mejor que no lo sepas. - Pero… -dudé- quizás pueda ayudarte. - No, nadie puede ayudarme. –Me estrechó entre sus brazos. Estuvimos flotando en nuestra nube sin movernos, sólo nos acompañaba el ritmo de nuestra respiración. - ¿Eres feliz? –me preguntó de improviso. Le miré, ahora tenía los ojos más oscuros. - Sí… -dije sonriendo. Me besó en la frente. Dormitamos unos minutos. Volví a quedarme contemplando el techo. Nunca el silencio había sido tan placentero. Miré la hora, tenía que empezar a arreglarme si no quería llegar tarde a trabajar.
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- Me voy a duchar –dije incorporándome, le miré, parecía ausente-. Puedes quedarte, no hace falta que te vayas ahora. - No quiero darte problemas, me iré hoy. - Como quieras –me levanté y me puse una camiseta, algo decepcionada. - Gracias por todo lo que has hecho por mí. –Sus ojos volvían a brillar. - Ha sido un placer –dije recuperando la sonrisa desde el cerco de la puerta-. No te vayas, salgo enseguida. - Te espero en el salón. La ducha me sentó genial, oí un ruido y supuse que había encendido la televisión. Me sequé el pelo y me maquillé ligeramente. Salí del baño y fui al dormitorio para vestirme. Con ropa limpia y oliendo a jabón llegué al salón. Un grito ahogado salió de mi garganta. J.M. estaba sentado como dijo, pero estaba… Le salía humo del oído derecho. Estaba desconectado. Una lágrima corrió rebelde por mi mejilla. Los pensamientos se agolparon en mi cabeza. No había comido, ni bebido… Creía que sería capaz de distinguirlos. Era tan humano. Me arrodillé en el suelo junto a sus piernas. No podía ser cierto. Nunca había tenido la oportunidad de ver uno de ese tipo tan de cerca, por eso no lo diferencié. Por eso huía, era un rebelde. Mi cerebro se estrujaba intentando buscar todas las respuestas, cuando llamaron a la puerta. Me levanté conmocionada y abrí. - Hola señora, ¿podemos pasar? Hemos recibido la señal de un robot defectuoso aquí. - Sí, pasen. –Me hice a un lado para dejarles entrar. Eran cuatro. Dos se dedicaron a examinarle, mientras un tercero
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tomaba nota, el cuarto estaba delante de mí hablándome-. ¿Perdón, qué decía? - Sí, la preguntaba que cómo era posible que haya llegado un robot de estas características a su salón. - Pues verá… Yo no sabía, creía que era… -¿un robot?-. ¿Por qué ha escapado de sus dueños? –me atreví a preguntar. - No es asunto suyo, pero lamentablemente la tirada a la que pertenece parece tener ciertos fallos y tienden a poseer demasiada independencia y creatividad. - Pero… Es de los más caros, ¿no? ¿Para qué lo utilizaban? - Era… digamos el entretenimiento de una señora rica. –Abrí los ojos de par en par-. Verá, se está avanzando mucho en esta materia, los más afortunados tienen los mejores ejemplares, y los más parecidos a los humanos; Sin embargo, como le he dicho, ha habido problemas. Lamento muchos las molestias que le haya podido causar. - Me engañó completamente –disimulé-. ¿Cómo puede manipular un robot? - Están programados para saber las necesidades de su dueño, quizá por eso le haya parecido que la manipulaba, realmente sólo la estaría leyendo. Así pueden complacer a sus propietarios sin que haga falta que éstos lo expresen en voz alta. Pero estese tranquila, no dejan de ser máquinas por mucho que su apariencia diga lo contrario. - Vaya, estoy un poco desconcertada –dije, aunque era un gran eufemismo. - Lo lamentamos mucho, será compensada por este incidente. Que tenga un buen día. Tal como vinieron se fueron, llevándose con ellos lo que había sido J.M.
Cris Miguel - VERDE ELÉCTRICO No podía hablar más de la cuenta, rápidamente las fuerzas de la ley te metían en su programa especial. Pero, dentro de mí, sabía que las cosas se les estaban yendo de las manos. Me senté en el sofá. Me sequé las lágrimas que caían por mis mejillas. Veía robots todos los días, se encargaban de coger las llamadas en el trabajo, había camareros o asistentas. Pero eran distintos, eran claramente máquinas. No como él. Ahora podía entender toda su actitud. Estaba huyendo de ellos. Había conseguido desconectar su detector de posición durante horas, debía de ser muy autónomo. Absorbí por la nariz. Dijeran lo que dijeran, pude sentir que no era una máquina. Sabía que estaba a punto de conectarse la autodestrucción, la que se activa tras varias horas de desaparición del robot, por eso se despidió de mí. Eso no lo hace una máquina. Ahora entendía porqué no había comido ni bebido… Porqué hacía ese tipo de preguntas. Cogí un pañuelo. ¿Cómo podían hacerles eso? Eran esclavos. Y, por lo poco que había visto en JM, tenían sentimientos
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Picadilly Tales “El laberinto” Un investigador de lo paranormal, personajes enigmáticos, una chica que arrastra un misterio, la presencia de “lo extraño” en la niebla, un laberinto… ¡Estás de suerte! Has encontrado una buena historia. ¿Te atreves a entrar?
por A. C. Ojeda Bendito el que encuentra en la rutina lo justo y necesario para seguir viviendo. Yo no. Es esa incapacidad de saciarme con lo cotidiano lo que me lleva a situaciones como estas. Tengo que cambiar de hábitos o terminarán por cambiarme de barrio ellos a mí. I Solía quedarme hasta altas horas de la madrugada encerrado en mi despacho, poniendo en orden las ideas referentes al caso que estuviera llevando en ese momento. Despertar sobre el escritorio de mi oficina no era nada fuera de lo normal, pero esa noche tenía otros planes. Christine me envió un correo hace unas semanas insistiendo en la necesidad urgente de vernos. No podía negarme a cenar con una vieja compañera
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de la facultad a la que no veía desde que se fue de la ciudad en busca de trabajo. Siempre hubo una relación especial entre nosotros, aunque ninguno de los dos quisiera reconocerlo. No insistí en el motivo de nuestra cita, me limité a contestar aceptando su invitación. Era un placer compartir mesa y mantel con ella. Además me serviría como excusa para desconectar durante unas horas del trabajo. Una cena en la mejor compañía que pudiera imaginar. Me encontraba terminando de ordenar todos los papeles que había sobre la mesa, cuando sonó el teléfono. Las agujas del reloj me recordaban que había finalizado mi jornada laboral hacía unos quince minutos, así que opté por no hacer caso a la llamada. Me fui sin ningún tipo de remordimiento por no descolgar el auricular. No insistieron, por lo tanto supuse que no era importante. Segura-
A. C. Ojeda - PICADILLY TALES “EL LABERINTO” mente llamarían al día siguiente. Así qué apagué las luces, cerré la puerta con llave y bajé las escaleras a toda prisa. Chris me estaba esperando y yo estaba deseando llegar a nuestro encuentro. II No fui especialmente cuidadoso en la elección de mi atuendo. Nos conocíamos desde hace bastante tiempo, por lo que no necesitábamos aparentar nada. En cuanto llegué a casa, saqué lo primero que encontré en el armario y me lo puse. Sólo había una cosa que no podía faltar; mi sombrero. Se ha convertido en un apéndice de mi cuerpo, me ayuda a meterme en el papel. Todos los detectives e investigadores que aparecen en las novelas llevan uno. Yo no puedo ser menos. Me gusta llevarlo aunque no esté trabajando. Además, aunque resulte feo decirlo, me queda de maravilla. Armado con mi pequeño sombrero a lo Sinatra, pulsé el mando a distancia que abría las puertas de mi coche. Me acomodé en el asiento del conductor, metí la llave y giré la muñeca. El motor rugió como un león de cacería. Iba tan excitado por la situación que ni siquiera prestaba atención a la carretera. A punto estuve de atropellar a una pareja en un paso de peatones. No vi la luz roja del semáforo, ni a ellos. Después de vario sustos conseguí llegar al restaurante donde habíamos quedado sin sufrir, ni provocar, ningún accidente. Dejé mi coche en el aparcamiento y me dirigí hacia la puerta de entrada. Mientras me ajustaba la corbata se acercó una joven, vestida de uniforme, a preguntarme.
- ¿Espera usted a alguien, caballero? - En efecto. Tengo una reserva para esta noche a nombre de Damián Dolz. - Déjeme comprobar la lista. Así es, si quiere puede esperar dentro. - Se lo agradezco, pero prefiero aguardar aquí a que venga mi acompañante. - Como usted quiera, señor. La chica parecía molesta tras oír mis palabras. Pero necesitaba prepararme un poco mentalmente antes de recibir a Christine. Llevábamos demasiado tiempo sin vernos y, aunque pareciese una tontería, estaba nervioso como en una primera cita. Hacía tiempo que había dejado de fumar, pero en momentos como este lo echaba de menos. La espera se hacía eterna, a ella le gustaba llegar tarde y yo era un adicto a la puntualidad. El cóctel perfecto para que un infarto fuese lo único que me sorprendiese esa noche. Cuando estaba a punto de ir a por una cajetilla de cigarrillos, un taxi paró a escasos centímetros de mis pies. No podía ver quién iba dentro, aunque lo intuía. La puerta se abrió y lo único que pude escuchar del interior fue una voz femenina dando las gracias al conductor. Poco después unos tacones asomaban bajo la puerta trasera del vehículo y mis venas empezaban a helarse. “¿Tacones?”, pensé, mientras intentaba tranquilizarme. Nunca antes la había visto tan arreglada. ¿Qué tendría de especial esta ocasión? Todo empezaba a ser demasiado confuso. Lo que tenía ante mí no era una alucinación. Christine estaba irreconocible. Un vestido largo de color rojo sangre cubría su cuerpo, el cual no recordaba tan perfilado. Los tacones, del mismo tono, debían tener al menos unos diez
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centímetros de altura. Era obvio que había cambiado, aunque no me disgustaba en absoluto. - ¡Pareces otra Chris! –dije sin salir del asombro. - Me ha sentado bien estar fuera de este vertedero. Conocer mundo. Ya estaba cansada de las viejas calles mohosas y el horrible clima londinense – sentenció, mientras caminábamos hacia nuestra mesa. Llegamos y un camarero muy amable retiró nuestras sillas. Esperé a que ella tomase asiento y a continuación hice lo mismo. - Tan caballero como siempre, querido Damián. Nunca aprenderás –lamentaron aquellos labios inundados de carmín rojo. Tengo que reconocer que no me gustó en absoluto oír esas palabras. Estaba claro que aquella mujer no era la misma que un día cruzó las fronteras para buscarse la vida. Me preguntaba qué le habría pasado para dar ese cambio radical, esperaba descubrirlo con un poco de conversación tras la cena, pero por lo que pude comprobar no venía a perder el tiempo. - Sr. Dolz. ¿Así te llaman tus clientes? - Parece mentira Chris, tú puedes llamarme Damián o cómo te dé la gana. - Por si no te has dado cuenta, pequeño, vengo a contratar tus servicios. ¿Acaso pensabas que tanta urgencia se debía a otro asunto? - Eh... No, claro que no –mentía como un bellaco. Desde que recibí el correo fantaseaba con la idea de un encuentro subido de tono. Como ya dijo ella nada más vernos, nunca aprenderé. - Pobre Damián, no has cambiado desde la última vez que nos vimos.
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- ¿Puedes decirme de una vez para qué me has traído aquí? –tanta vacilación empezaba a cansarme. Además, desde el mismo momento en que rompió todas mis esperanzas, no me apetecía permanecer allí ni un segundo más. - No hace falta ponerse tenso, vamos a tener tiempo para todo. El reencuentro había perdido todo el interés. Decidí disfrutar de la cena y atender a Chris como lo que era, una clienta más. Una vez que el camarero hubo tomado nota de nuestra cena en su lujosa libreta negra con filigranas doradas, se marchó. Fue entonces cuando Chris comenzó a hablar sobre aquello que tanto le preocupaba. Dos horas, ese fue el tiempo que estuvo hablando sin parar. Yo no quería interrumpirla, no quería que se dejase en el tintero ningún dato. Si algo había aprendido después de varios casos es la importancia de los pequeños detalles. He resuelto algunos sucesos complicados basándome exclusivamente en esos aspectos minúsculos. Había tomado algunas anotaciones en una servilleta. No había traído mi habitual agenda de apuntes porque tenía en la cabeza otro plan para esa noche, diferente por completo al que ella me propuso desde el momento en que se bajó del taxi. Tras la charla, aceptó mi invitación a una copa. Quería llevarla a mi terreno, no me sentía cómodo entre tanto lujo. Esta vez yo sería su chófer y el destino era mi bar de cabecera: el Savoy. Lo que ocurrió esa noche, prefiero no recordarlo. III La mañana después al reencuentro
A. C. Ojeda - PICADILLY TALES “EL LABERINTO” seguía bastante confuso. Tenía una nube de ideas que no hacía más que corretear por mi mente. Decidí no preocuparme mucho por todo lo acontecido la noche anterior y me fui al despacho. No quería pensar en el encargo de Chris hasta que no estuviera más tranquilo. Por un día quería ser consciente del camino que había de casa a la oficina. Así que encendí la radio y comenzó a sonar Highway to Hell, la mañana empezaba bien. Aún con la cantinela de los rockeros australianos en mis labios abrí las puertas del Savoy. Desde la barra, Jerome me preguntó si quería lo de siempre. Asentí con la cabeza. - Menuda juerga la de anoche, Dolz. - No seas impertinente Jero y sírveme ese maldito café. - No se ponga bravo conmigo, no soy yo su enemigo. - Lo sé Jero. Tengo la sensación de haber pasado una mala noche y que el día puede ser aún peor. - Hala, ahí tiene. Tenga cuidado que aún está caliente. Ya verá como después de esto se siente mucho mejor. - Gracias Jero, cóbrate. Puedes quedarte con el cambio. Se dio la vuelta para guardar las monedas en la caja registradora. Yo me tomé el café a toda velocidad, tanta que casi me quemo el cielo de la boca, y abandoné el bar en dirección al trabajo. No había nadie esperando en la puerta. Nadie para darme una bienvenida cálida. Un simple escritorio rebosante de documentos con un ordenador en uno de sus extremos; El teléfono justo en la esquina opuesta al monitor y una silla tras él. En la otra orilla, la que estaba frente a mí, yacían dos sillas de invitados.
A menudo estaban vacías, raro era el día que venía alguien a hacerme una consulta o encargarme alguna investigación. El mundo de lo paranormal estaba sufriendo una campaña de descrédito y eso afectaba seriamente a mis ingresos. A pesar de todo siempre conseguía arreglármelas para sobrevivir un mes más. Con la esperanza de que esa mañana fuese productiva, encendí el ordenador y me dispuse a ojear los expedientes que tenía sobre la mesa. Algunos eran casos sin resolver que un buen amigo de Scotland Yard se encargada de suministrarme de manera clandestina. Nadie podía enterarse de la existencia de esos papeles. Me sobresaltó el teléfono. En mitad del silencio el sonido se hace aún más insoportable, así que rápidamente descolgué. - Inspector Dolz, ¿qué desea? - Buenos días, caballero -dijo una voz masculina bastante grave-. ¿Es usted el afamado investigador de sucesos extraños? - Aunque no es esa la definición, si. La acepto. ¿En qué puedo ayudarle? - No sé exactamente como decírselo, llevo días observando algo extraño que sucede frente a mi casa. -La cosa empezaba a ponerse interesante.- Vivo en una zona con bastante trasiego de viandantes y, por motivos de trabajo, siempre voy demasiado ocupado como para fijarme en lo que ocurre a mi alrededor. - ¿En qué trabaja usted exactamente? -le pregunté para ver si podía obtener más información acerca de aquella misteriosa voz. - No creo que eso sea relevante, déje-
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me seguir sin interrumpirme. - Lo siento, no pretendía ser grosero. -No podía cometer ninguna torpeza, hacía mucho tiempo que no entraba ningún expediente nuevo entre las paredes de mi despacho. - Como iba diciéndole, soy una persona poco observadora. Pero hace unos días algo llamó mi atención. Frente a mi jardín, en una pequeña parcela abandonada, ha surgido lo que parece ser un laberinto de setos. Todos perfectamente podados y alineados. En aquel momento tenía a un hombre al teléfono preocupado por la aparición de un laberinto en un terreno abandonado junto a su casa. Llegué a pensar que se trataba de una broma, pero su voz no daba esa sensación. - Desde arriba no puede verse nada, he intentado mirar con unos prismáticos desde la parte superior de mi casa pero es imposible. Otra de las cosas que me inquietan es que sólo parece tener un acceso. Eso no me preocupaba, ese tipo de construcciones no siempre tenían una entrada y una salida. Había veces que la entrada se usaba al mismo tiempo como salida. No comprendo muy bien cuál es el divertimento de adentrarse en un lugar así. - ¿Ha visto usted entrar a alguien? -lancé mi pregunta. - Sí, pero sólo eso. - ¿A qué se refiere con “sólo eso”? - Señor Dolz, me refiero a que sólo he visto personas entrando en el laberinto. Nunca vi a nadie salir de él. En ese mismo instante un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Por muy acostumbrado que estuviese a tratar este tipo de temas, siempre se me ponía
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la piel de gallina cuando me explicaban las características del caso. - ¿Está usted seguro de eso que está diciendo? - Totalmente seguro. - Dígame la dirección exacta de su domicilio y ahora mismo me dirijo hacía el lugar de los hechos. Apunté en mi agenda el lugar exacto dónde se encontraba aquel misterioso laberinto y sin más dilación me puse en camino. La verdad sea dicha, este asunto tenía buena pinta. IV Allí estábamos mi coche, mi sombrero y yo. Estacionados a escasos metros del punto exacto en el que ocurrían los extraños acontecimientos. Tenía una vista privilegiada desde allí. El ángulo alcanzaba desde la entrada al laberinto hasta la casa de la que procedía la llamada. No necesitaba bajar del vehículo para hacer mi peculiar turno de guardia. Pasaron las horas y allí no ocurría nada extraño. Varios perros se acercaron a los arbustos para descargar su vejiga, pero nada más. Alguien dio un par de golpes en el cristal de la ventanilla. En un primer momento pensé que era un agente que venía a multarme, para evitarlo bajé a toda prisa el cristal. - No sé preocupe Sr. Dolz -dijo aquel al que reconocí como la voz misteriosa con la que había hablado horas antes. - ¿Cómo me ha reconocido? - Lleva más de tres horas aparcado en el mismo sitio sin salir de su automóvil ni para ir estirar las piernas. ¿Cree qué es algo habitual por esta zona? Tenía razón. Si mi intención era pasar desapercibido estaba consiguiendo to-
A. C. Ojeda - PICADILLY TALES “EL LABERINTO” talmente lo contrario. - ¿Qué le parece señor si le invito a un café y le cuento más acerca de ese laberinto? Acepté, sin rechistar. No había sido capaz de sacar ninguna prueba concluyente en todo el tiempo que estuve esperando dentro del coche, por lo que no vi ninguna pega en acompañarle. - No sé si usted ha llegado a creer mis palabras señor Dolz. - Claro que le creo. He asistido casos más extraños que este. Puede estar tranquilo, ha contactado usted con el mejor profesional del país en cuanto a fenómenos paranormales se refiere. - No sabe cuánto me alegro. - Mi deber es investigar hasta esclarecer los hechos. Arrojar luz en todo aquellos que ignoramos. Desvelar los misterios que se presentan ante nosotros sin previo aviso. - Se le ve todo un profesional en la materia, Dolz. - Intento serlo, aunque no siempre se consigue. Hay veces que las cosas no salen como están previstas. - Pensé que un investigador era más cauteloso en sus actos. - Ya le he dicho que son las cosas las que no salen como están previstas, no las actuaciones humanas. En el mundo de lo paranormal el problema no está en lo que se ve, si no en lo que hay tras el telón que cubre al misterio. Mientras conversábamos, habíamos atravesado varias estancias hasta llegar a una pequeña habitación acogedora que contrastaba, notablemente, con el resto de la casa. No había que ser demasiado avispado para darse cuenta que era ahí donde este hombre hacía su vida. El resto de las habitaciones por
las que habíamos transcurrido parecían estar sin vida, siendo el frío el único habitante en ellas. - Siéntese aquí. Desde esta ventana se puede ver perfectamente la entrada a ese sitio. Sin saber bien cómo, la niebla se había adueñado de la calle. No se veía nada, sólo la tenebrosa silueta de lo que parecían ser unos árboles en formación. Intentar observar algo más desde allí era inútil. Me sorprendió con un pequeño carrito de madera en el que transportaba una bandeja con dos tazas. - Aquí tiene, el café que le prometí. -Al observar que no podía conseguir nada desde aquella ventana, el café y una buena charla eran mi único plan. - Entonces, ¿cada cuanto tiempo suelen tener lugar esos avistamientos de los que habla? -le pregunté con descaro. - Pues si le digo la verdad es algo que no controlo. Paso mucho tiempo sentado en el sillón donde usted se encuentra ahora mismo. Me apasiona la lectura, una vez que empiezo no paro, pero últimamente me distraen esas extrañas visiones. - No sé preocupe, le doy mi palabra de que descubriré el secreto escondido entre esos árboles. La conversación no dio para mucho más. El pobre hombre, enredado en la tinta de aquellos libros, tampoco prestaba mucha atención a lo que allí pasaba. Demasiada fue su valentía para llamar y contarme lo que estaba ocurriendo. V Una vez fuera pude contemplar la majestuosidad de aquel palacete. Me despedí del empedernido lector, que alzaba
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su mano desde la puerta, y empecé a caminar en dirección al coche. ¿Qué clase de investigador sería si no me adentrase -literalmente- en el lugar de los hechos? Me armé de valor y dirigí mis pasos hacia el laberinto. Tras atravesar una densa niebla me encontré justo delante de la puerta. Había un marco de madera a modo de entrada con una inscripción en la parte superior en una lengua incomprensible. He de reconocer que en ese momento se me pusieron todos los vellos de punta y no precisamente por el frío. Una simple mirada al interior bastaba para ello. Desde mi posición podía adivinar un largo pasillo de paredes verdes con el suelo de arena. Para estar en plena calle, daba una sensación claustrofóbica inexplicable. No me gustaba ni un pelo todo aquello y se me había hecho tarde, por lo que di marcha atrás sobre mis pasos. Mis pies iban frenéticos hacia el coche. Parecían estar ellos más asustados que yo, no podía controlarlos. Empecé a buscar las llaves dentro del abrigo y di con ellas. Justo antes de abrir giré la cabeza y allí estaba él. En su ventana, en el mismo sitio donde yo había tomado una taza de café minutos antes, mirándome. Abrí corriendo el coche, me senté y arranqué sin perder más tiempo, quería salir de allí cuanto antes, todo empezaba a inquietarme demasiado. VI Llegué al despacho después de conducir como un loco. No quise fijar la vista en lo que dejaba atrás por miedo a llevarme una sorpresa aún mayor. No paré hasta llegar al edificio de oficinas en el que tenía mi pequeño refugio. Una vez allí, encendí el ordenador y empecé
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a buscar casos parecidos. Un laberinto no aparece de la noche a la mañana y si realmente se esconde algo macabro tras esas supuestas desapariciones, habría alguna publicación en los tabloides locales. Nada, eso es lo que decían los medios. No había ni rastro de un laberinto misterioso en el que todo el que entra nunca sale. Busqué en Internet y no aparecía nada que me hiciera sospechar. Llamé a los contactos que tenía en diferentes redacciones de periódicos, nadie había oído hablar del asunto. Entonces pensé que lo mejor sería llamar a mi confidente en Scotland Yard. No podía creer lo que el frío auricular del teléfono me escupía directamente al oído. Él tampoco sabía nada, sus palabras fueron: “No hay denuncias que se aproximen a los parámetros que me comentas”. Odiaba su maldita jerga protocolaria. Sin pistas que seguir, la única solución pasaba por volver al laberinto. Volver a aquella pequeña mansión e intentar sacar más información. Si estaba pasando algo, tendría que entrar para averiguarlo. VII Con todas las ideas aún dando vueltas en mi cabeza decidí que lo mejor era ir a casa a descansar. El reloj ya marcaba las ocho y la única luz que alumbraba mi ventana era el tímido destello que conseguía atravesar la espesa niebla. Entonces, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez un impulso me hizo abalanzarme sobre él. Quizás era aquel hombre con noticias nuevas sobre el laberinto. Quizás alguien había entrado y había conseguido salir, resolviendo así todo el
A. C. Ojeda - PICADILLY TALES “EL LABERINTO” misterio que tuviera el asunto. - Dolz al habla, ¿quién es? -tras unos segundos, contestó una voz familiar. - Señor, tengo que marcharme. - ¿Cómo dice? ¿Quién es usted? - Soy Williams, ha tomado café en mi casa esta tarde. -Al fin conocía su nombre, Williams. No entiendo cómo podía haber pasado por alto hasta ahora haberle preguntado cómo se llamaba. - ¿Dónde tiene que marcharse Williams? -no entendía nada de lo que estaba pasando. Tenía muchas preguntas y él demasiada prisa por lo que pude comprobar. - Señor Damián Dolz, encontrará usted una carta con todo lo que debe saber. Acuda en cuanto pueda al sitio en el que nos reunimos por primera y última vez. Y después de eso, el silencio. VIII No sabía qué hacer. Me quedé totalmente paralizado después de la llamada y de repente me di cuenta de que aquel misterioso hombre, ahora llamado Williams, me llamó por mi nombre. ¿De dónde había sacado tal información? No recuerdo haberlo mencionado. No tengo cartel en la oficina, no tengo anuncio en ningún periódico. Mis clientes suelen ser personas demasiado discretas. Había muchas cosas que no encajaban, pero si no las resolvía esa misma noche iba a ser incapaz de dormir tranquilo. Y falta me hacía una noche tranquila. Por el camino intenté atar cabos, pequeñas pistas que había recogido sobre el terreno. ¿Qué serían esas letras que se encontraban justo encima de la puerta?
¿Por qué no vi a nadie cuando estuve de vigilancia? ¿Qué miraba Williams cuando me iba de su casa? IX En Londres, la niebla apenas deja ver a más de tres metros de distancia. Ese fue el motivo por el cual me costó tanto trabajo regresar del despacho a la casa de Williams. Bueno, para ser sinceros, no fue el único motivo que dificultó mi búsqueda. Cuando estaba a dos manzanas del laberinto empecé a notar un olor desagradable en el ambiente. Si el olor me parecía repugnante, lo que vi al doblar la esquina de la última calle fue aún peor. Frente a mí, un infierno de llamas descontrolado; Ése era el nuevo, y desolador, aspecto del laberinto. No podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Ese viejo chiflado se había vuelto loco y había prendido todo el jardín. El misterio se estaba desvaneciendo frente a mis ojos. Recé porque Williams simplemente fuera un demente y no encontrasen un sólo cadáver una vez que extinguiesen el incendio. Recordé entonces que me comentó algo de una nota. Quité mis ojos del fuego y empecé a buscar la casa en la que esa misma tarde, en un cómodo sillón, frente a una estantería repleta de libros, me tomé un café. Recorrí la calle un par de veces, arriba y abajo, no la encontraba. Llamé a varias puertas buscando la ayuda de algún vecino, pero nadie reconocía Williams. El momento en el que un sudor frío surcó mi frente fue cuando me dijeron que allí no existía tal casa. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Los vecinos me estaban tomando el pelo?
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¿Qué estaba pasando? Cansado de correr de una calle a otra y bastante confundido con todo lo que estaba pasando me acerqué de nuevo al coche. Me metí dentro para evitar el frío y fui testigo en primera fila de como los bomberos intentaban apagar aquel incendio. Entonces giré la vista y allí estaba. La carta que tanto ansiaba descansaba sobre el asiento del copiloto. La abrí con sumo cuidado y me dispuse a leer. “Señor Damián Dolz, Espero que no se haya asustado demasiado con el fuego. Si ha sido así, acepte mis disculpas. Yo no las recibí de nadie. Tenía que llamar su atención de alguna manera, por eso busqué un aspecto que pudiera interesarle profesionalmente. No debe ponerse furioso por mi huída, porque técnicamente es imposible, nunca he estado aquí. A veces el misterio no es más que un alma atormentada en busca de venganza. La de un viejo al que nadie descolgó el teléfono cuando pedía ayuda para no morir quemado en su casa. Ha sido un placer conocerle, aunque hubiese preferido que entrase en el laberinto. Atte. Williams” Noté como una serpiente gélida recorría mi espalda. Dejé la carta sobre el asiento y en un intento por tranquilizarme empecé a conducir. No habían pasado ni veinticuatro horas desde que terminé mi cita con Chris, y en mi vida habían ocurrido demasiadas cosas como para asimilarlas. Lo mejor sería encontrar el consuelo entre las sábanas de mi cama. Al día siguiente volvería a salir el sol. Eso esperaba...
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J. R. Plana - CON ESAS COSAS... Este relato está basado en un hecho real. Únicamente se le han añadido reacciones dramatizadas, libertad por J. R. Plana que me he tomado con el fin de adecuar la historia a la narración literaria. A excepción de los nombres, que son falsos, el suceso ocurrió tal y como aquí se describe.
Con esas cosas...
Ahora no recuerdo bien cómo acabamos hablando de ese tema, pero la cuestión es que fui yo el que dijo: - Venga, hagámoslo. Nunca he probado uno de esos tableros. - ¿Pero dónde lo hacemos? – preguntó Carlos. - En casa de tu abuela, cuando te toque quedarte con ella –esa idea fue de David. Éramos los cuatro de siempre, era verano, teníamos quince o dieciséis años y estábamos hablando de hacer una sesión de espiritismo. Era una idea que se encontraba flotando permanentemente en el aire pero que ninguno quería proponer de forma oficial. Supongo que en el fondo nos daba miedo a todos. Ese día se me cruzaron los cables y me dio un arrebato de valentía. Quizás fuera porque Laura me había saludado unos minutos antes, al pasar por el jardín. - A mí me parece bien, es el mejor sitio. La casa es vieja y tu abuela no se va a enterar. –Las piezas encajaban a la perfección para mí, tenía claro que si había un momento y un sitio para hacerlo eran estos. - No se… -Carlos se mostraba reticente -. No me apasiona la idea. - Venga ya, no seas gallina. Lo has comentado otras veces y siempre tenías ganas –David espoleaba el orgullo
masculino de nuestro amigo. - Es una tontería, Carlos, no te preocupes. Es para pasar el rato y tener algo que contar por a tus nietos. –Victoriano, Vito para los amigos, siempre tenía unos argumentos un poco más sólidos que los demás. Quedamos en hacerlo ese mismo viernes. David dijo que sabía dónde conseguir lo que necesitábamos, y nosotros nos quedamos tranquilos y no hicimos preguntas. Era un tipo muy resuelto y fiable. El resto de la semana trascurrió sin que nadie mencionara el tema. Yo no le presté más atención, e incluso llegué a olvidarme de ello hasta el viernes. Ese día, por la mañana, Carlos me llamó al teléfono de casa. - Hola tú – me dijo al contestar -. Todo marcha bien, me quedo esta tarde con mi abuela hasta que vuelva mi tía. Tendremos unas tres horas, más o menos. Con eso basta, ¿no? - Claro que sí, tío. Eso es un rato nada más. Nos basta y nos sobra. ¿A qué hora quedamos? - Estaros aquí sobre las cinco, cinco y media. ¿Te encargas tú de llamar a los demás? - Vale. - No os traigáis nada de comercio ni bebercio, lo llevo yo de mi casa,
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que sobró de la semana pasada. - Vale. - Venga, hasta luego. Y colgó. Llamé a Victoriano y le encargué que llamara a David. Así funcionábamos nosotros, una cadena en perfecta sincronización mecánica. Si nuestras madres nos veían mucho rato colgados al teléfono nos lo quitaban a patadas, que luego la factura subía un buen pico. Lo que quedaba de mañana lo empleé en perder el tiempo tirado en el sofá de casa. A las cinco salí de casa. A las cinco y diez estaba ya en casa de Leonor, la abuela de Carlos. En el pueblo, aunque es grande, está todo a cinco minutos, diez como mucho. Tardé cinco minutos de más porque me paré a comprar unas chuches, para picotear algo en lo que llegaban los otros. En el pueblo hay cierta tendencia a llegar siempre tarde, y como la gente no se lo toma mal, lo suyo es llegar con quince minutos de retraso. Como poco. Yo he sido siempre una de esas raras excepciones, así que siempre iba provisto de algo para matar el tiempo. Carlos me abrió en seguida. - Hola. Vamos a ir al piso de arriba, para estar más tranquilos. Mi abuela está en la sala, salúdala antes de subir. La mujer estaba en su mecedora de siempre, la tele de fondo, el ventilador enchufado y vestida de negro riguroso. Creo recordar que por aquel entonces rondaba ya los noventa años, y como el abuelo de Carlos había muerto antes de que él naciera, mi sensación era que toda la vida ella había ido de luto. - Buenas tardes Leonor –grité para que me oyera bien.
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- Buenas tardes hijo, ¿cómo estás? Leonor estaba ciega. Hacía unos cuantos años que había perdido la vista totalmente, y ahora escrutaba con sus blanquecinos ojos la habitación, intentando localizarme por el sonido de mi voz. - Muy bien, aguantando el calor este que hace. ¿Y usted? - Pues como siempre, más pa´lla que pa´cá. ¿Qué vais, a jugar un rato? - Sí, echaremos unas partidas al parchís o algo de eso. - Muy bien, muy bien, vosotros como si estuvierais en vuestra casa. - Muchas gracias Leonor. Solíamos ir mucho a casa de la abuela de Carlos, y las conversaciones con su abuela dejaban un matiz de bucle; siempre nos preguntaba lo mismo. Íbamos allí porque era donde más tranquilos estábamos, con la casa para nosotros solos. Y además a la mujer le alegrábamos el día, porque sentía el movimiento de la juventud, y eso a la gente mayor siempre le gusta. Así que todos ganábamos. David y Victoriano observaron rigurosamente la costumbre, y hasta las seis menos veinticinco no aparecieron. David venía cargado con una caja grande. - Vengo matado de subir la cuesta con el sol en el cogote. ¿A quién se le ocurre quedar en plena hora de la siesta? - Deja de quejarte y trae la caja. Pasad a saludar a mi abuela y luego subid, que hemos puesto otro ventilador para nosotros. Ayudé a Carlos a subir la caja mientras oíamos las voces de los otros dos saludando a Leonor. Una vez arriba, cotilleamos un poco a ver que había traído. David, siempre previsor, había me-
J. R. Plana - CON ESAS COSAS... tido todo lo necesario para el ritual y para crear atmósfera. - Velas, mantel oscuro, el tablero… Mira, ha cogido un vaso, el idiota. Como si aquí no hubiera –me dijo Carlos, alzándolo. David y Victoriano entraron en la habitación. - ¡Te he oído! Es por si acaso –se defendió-. ¿Estáis listos? - Sí, creo que tengo todo listo. Estábamos en una habitación que no se usaba para nada, así que tenía poco mobiliario. La habíamos despejado, amontonándolo todo en un rincón. Cerramos bien los postigos de todas las ventanas de las habitaciones próximas, y tapamos las de nuestra estancia con sábanas para que no entrara nada de luz. Encendimos una pequeña lámpara de mesa y la cubrimos con una sábana fina de color rojo, para dar más dramatismo al ambiente. Por su lado, David apagó el ventilador y fue prendiendo las velas y colocándolas estratégicamente en grupitos. - Vito, vacía la caja y ponla bocabajo, la usaremos de mesa. Victoriano sacó todo el contenido y colocó la caja en el centro de la habitación. Luego David la cubrió con el mantel oscuro. - Es marrón, pero sin luz parece negro –comentó-. Os da lo mismo, ¿no? - Uff… Yo, si no es con mantel negro, no hago nada –apunté con voz de quisquilloso. - ¡“Veste” a la mierda! –me dijo riéndose-. Venga, sentaos cada uno en un lado. Obedecimos y él puso el tablero sobre la mesa, con el vaso bocabajo en el centro. Se acomodó en su sitio, con las piernas cruzadas. No sé si era mi ima-
ginación o realmente lo vi, pero percibí un asomo de duda en David. Repasé con la mirada a todos y la verdad es que parecían inquietos. Yo comencé a percatarme de lo que íbamos a hacer, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Sentí helor en el estómago y me entraron ganas de salir de allí. Intenté controlarme, pero el ominoso momento se imponía a todo dominio. Las piernas dobladas me temblaban ligeramente. Cielos, yo no quería hacer eso, ¿para qué narices habría dicho nada? - Bueno, vamos a empezar, ¿no? –David llevaba la batuta. - Oye, chicos… -Había estado dudando si hablar, pero al final el miedo pudo a la vergüenza-. No tengo claro que quiera hacer esto… Oído con perspectiva, sonaba a cagalera de gallina total. - ¡Venga ya! Ahora no podemos amilanarnos, ya hemos montado el follón – Vito era el animador oficial del grupo-. Tú tranqui, que esto lo hace un montón de gente y no pasa nada. Vamos, David, oficias la ceremonia, que sabes qué hay que hacer. - Ok… -inhaló aire con teatralidad-. Esto no es necesario, pero me han dicho que ayuda. Juntad vuestras manos y cerremos el círculo. Ahora repetid conmigo. Casi en susurros, pero con voz imperiosa, comenzó a dar órdenes al vacío que teníamos delante. - Si hay algún espíritu en las cercanías, pedimos que se muestre. Unimos nuestras voces en replica. - Danos una señal de tu presencia a través de este tablero –tras la repetición guardó silencio unos segundos-. Ahora, poned vuestros dedos índices en el vaso,
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y vamos a repetir lo mismo varias veces. Es importante que estéis muy concentrados. Coreamos al unísono las dos frases varias veces seguidas. Yo lo repetía con la boca pequeña, pues a cada segundo me sentía menos seguro de aquello. Estaba muy nervioso, tenía la boca enormemente seca y me temblaba la espalda. Hacía mucho que no sentía tanto miedo. Cerré los ojos con fuerza para intentar mitigar el terror creciente. - ¡Joder! –David pegó un grito. - ¡Mierda! ¿Qué ha sido eso? –ese era Carlos. - ¿Es una broma? ¡Qué coño estáis haciendo! –Vito. - ¡Joder, joder, joder! ¿Qué pasa? –oí como David se movía. Sentía muchísimo frío por dentro, y tenía la sensación de que mis tripas se estaban deshaciendo. Abrí los ojos para ver qué pasaba y me encontré con plena oscuridad. - ¡Enciende ya, coño! ¡Como estés gastando una broma te parto el cuello, gilipollas! –Vito estaba fuera de sí. - ¡Tranquilo, tío! ¡No he sido yo, joder! –la débil llama de un mechero iluminó nuestras caras. Todos estaban blancos como la pared. Supongo que yo tenía el mismo aspecto. David alumbró con el mechero a su alrededor, buscando una vela para tener algo más de luz. - Carlos, tío, es tu casa, sabes donde están las luces, enciéndelas tú, cojones. - Y una mierda, yo no me muevo hasta que tenga una vela o lo que sea. - Me cago en la leche –David encontró un grupo de tres velas-. Toma, coge esta. Carlos se levantó y, con paso trémulo,
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se dirigió hacia la puerta, para dar la luz. - Ostras, no funciona. - Prueba con la del pasillo. - Habrán saltado los plomos. - ¡Tú prueba! Nuestro amigo salió de la habitación, internándose en el pasillo, al que llegaba algo de luz gracias al piso de abajo. Para alivio de todos, la luz de afuera se encendió. En tropel, sin orden ni concierto, salimos corriendo de allí, al estilo sálvese quien pueda. Carlos, aún pálido, nos esperaba con la vela encendida en la mano. - ¿Qué ha pasado? –preguntó. - No tengo ni idea, ha sido súper raro –respondió David. - No debíamos haber hecho esto, no debíamos haber hecho esto… –Ahora era yo, y no la abuela, el que estaba en un bucle. - ¿Seguro que no es una broma, David? –Vito estaba serio como nunca. - Te lo prometo, no ha sido idea mía –se paró un minuto a mirarnos a todos, uno por uno-. Ninguno tenemos cara de estar disfrutando con una “broma”. Tenéis pinta de muerto, y yo no me encuentro especialmente mejor, la verdad. - ¿Pero qué ha pasado ahí dentro? – Carlos también estaba en bucle. - No lo sé, no lo sé. Abramos todas las ventanas y vamos a ver si hay algo. Esta vez no nos dividimos el trabajo, fuimos todos juntos abriendo, uno por uno, todos los postigos que habíamos cerrado. Empezamos por las otras habitaciones, en las que la luz eléctrica funcionaba, y dejamos para el final en la que estábamos nosotros. - Por aquí no hay nada raro…
J. R. Plana - CON ESAS COSAS... - No habrá sido tu abuela, ¿eh? –David intentaba bromear, pero no se le oía muy seguro. Le ignoramos. Había demasiada tensión en el ambiente. Ya sólo faltaba la última habitación, y ninguno quería entrar allí. Estábamos los cuatro allí parados, casi apretujados los unos contra los otros en medio del pasillo iluminado por los rayos que entraban por las ventanas de otros cuartos. Hacía mucho calor, pero ninguno sudaba. El frío había anidado bien dentro. - Tenemos que entrar… Tiene que haber una explicación. David se separó de la piña que formábamos, adentrándose despacio en la habitación. Era un mar de impenetrable oscuridad, pues a pesar de la luz exterior, no veíamos nada más allá del umbral de la puerta. El sentimiento de grupo se impuso a nuestro paralizante terror y avanzamos a una, arropando a David. La vela de Carlos hacía rato que se había apagado, pero él seguía sujetándola, totalmente ajeno. - Abramos para que entre luz. –Continuamos todos juntos, en dirección a las ventanas. Los escasos metros que separaban la puerta de los postigos se me antojó como un avance interminable. Parecía que, en medio de aquella oscuridad casi tangible, no íbamos a llegar jamás a ningún sitio. En el fondo de mi mente comenzó a crecer un terror a no salir nunca de allí, que fue inundándome poco a poco. Por fortuna para todos, alcanzamos las ventanas y las tinieblas se rompieron con el sol del verano. La habitación estaba tal cual la habíamos dejado antes de que todo se apagara, nada se había movido de su sitio.
Los muebles, las velas, el ventilador apagado, la mesa improvisada, el vaso… Todo seguía allí, como si no hubiera pasado nada. - Aquí no hay nadie… -Vito parecía desolado. Quizá esperaba ver alguien riéndose de nosotros y nuestras caras de pardillos. - Las ventanas están totalmente cerradas, no ha podido ser la corriente. Y el ventilador está desenchufado… ¿Cómo coño se han apagado todas las velas de golpe? –David examinaba con cuidado la escena. - ¿Y la lamparilla? ¿Por qué se ha apagado la lamparilla? Mi tía le cambió la bombilla hace poco, no se ha podido fundir. - Hubiera sido demasiada casualidad. Es todo muy raro, no me gusta un pelo –Victoriano miraba ceñudo a la mesa -. Tíos, ¿qué es eso No se movió de su sitio, simplemente estiró el brazo como si tuviera un resorte y señaló al tablero. El resto nos acercamos despacio, como si de un momento a otro fuera a saltar una liebre asesina contra nosotros. David se paró y soltó una exclamación ahogada. Carlos también se paralizó de repente, llevándose la mano a la boca. Yo seguía andando, inspeccionando la mesa pero sin terminar de entender qué pasaba. Entonces lo vi, y no pude evitar que se me saltaran las lágrimas de la impresión. El vaso, el que habíamos usado bocabajo encima del tablero, lucía sobre su base cuatro marcas negras. Al prestar más atención descubrí que eran huellas digitales perfectamente definidas, una por cada uno de nosotros. Lo primero que hice fue mirarme el dedo índice, esperando encontrar un
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manchurrón de tinta. Pero mi dedo estaba limpio. Estiré todos en busca de algo, pero estaba impoluta. Miré la otra mano y me encontré con más de lo mismo. Dirigí mi vista hacia el resto de mis amigos, que habían vuelto a perder el color. Vito seguía en la misma posición, con el brazo a media altura, señalando la caja. Carlos parecía al borde de un ataque de nervios y David farfullaba algo sobre que el vaso estaba limpio y que no entendía qué era eso. Con dos zancadas se acercó y lo revolvió todo, intentando encontrar una mancha de grasa o suciedad que explicara el por qué de las huellas. Pero allí seguía sin haber una explicación razonable. - Vamos a recoger, chicos. Quitemos esto del medio y vámonos a la calle. No aguanto ni un minuto más aquí –y, dando la vuelta a la caja, empezó a meter todo dentro. Nosotros tardamos un poco en reaccionar, pero el ímpetu de David nos despertó del trance. Recogimos como alma que lleva el diablo. Nunca en mi vida he vuelto a trabajar tan rápido. En mucho menos de la mitad de tiempo que nos llevó montarlo todo, habíamos dejado la habitación tal y como estaba. En solemne silencio enfilamos el pasillo rumbo al piso de abajo. - No puedo irme muy lejos, mi abuela no se puede quedar sola. - Vale, nos quedaremos en la puerta. Pero fuera, no quiero estar aquí. –David llevaba la caja con una especie de rabia contenida. - ¿Qué vas a hacer con eso? –preguntó Vito, mirando con aprensión. - Lo voy a tirar todo al fuego. A la mierda, yo esto no lo repito en mi vida. Llegamos al piso de abajo y pasamos
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por delante de la sala. Carlos entró a decirle a su abuela que íbamos a estar en la puerta de la calle, pero a medio camino se detuvo. Su abuela estaba mirando en nuestra dirección, saltando de uno a otro, como si pudiera vernos. No se mecía en su asiento, estaba completamente quieta, abriendo y cerrando la boca como si cogiera aire al salir del agua. Entonces habló, casi en un susurro, pero que todos oímos perfectamente. - Ay, hijos… Con esas cosas no se juega.
Miguel Cristóbal Olmedo - 1+1 SUMAN SIEMPRE 3
1 + 1 suman siempre 3 por Miguel Cristóbal Olmedo Yo no soy detective; si lo fuera, no estaría muerto ni me dispondría a confesar. Y es que los muertos deberíamos tener voz y voto en estas historias, aunque pocas veces se nos dé carrete. Somos los protagonistas a pesar de que simplemente estemos ahí, tumbados sobre el proverbial baño de sangre, mientras junto a nosotros alguien traza un dibujo de tiza y la gente forma un corro y dispara fotografías. En mi caso, fui encontrado en la cocina, con la puerta de la nevera abierta, los restos de un sándwich de atún sobre la vitrocerámica. Podría ser peor. La muerte pudo encontrarme en el baño, con los pantalones bajados y la mierda partida por la mitad por una contracción de los músculos del culo. Tardaron un rato en darme la vuelta, allí donde una vez estuvo mi ojo derecho, había ahora el orificio de entrada de una bala. Escuchaba las voces discurriendo nebulosamente hacia temas de conversación que no tenían nada que ver conmigo. El detective Raúl Martínez, del departamento de Homicidios, estaba en trámites de separación. Su compañero, Damián Arjona, sacudía la cabeza y porfiaba contra las mujeres, especialmente las mujeres casadas, para mostrar empatía por su compañero. “Putas y chantajistas. Te hacen elegir: el dinero o la vida”. Luego salieron al portal
En las historias policíacas, los culpables suelen tener la última palabra... a menos que la víctima se les adelante y plantee su versión del crimen.
para cederle el espacio al equipo científico –vaya risa, sólo era uno-. Raúl encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Damián que hizo no con la cabeza, lentamente. Se quedaron mirando los edificios que hay al otro lado de la calle y muestran una fachada desabrida con todas esas cuerdas de tender y la ropa interior expuesta de manera triste, como si fueran los pañales de un niño y no el sujetador de una mujer que alguien ha mirado con deseo. Me sacaron por la puerta, dentro de lo que parecía una bolsa de gimnasio. Y yo nunca he ido a un gimnasio, con que fíjense en la ironía. Los vecinos se agolpaban para verme salir, como una celebridad, sin saber si era yo o Sabrina. La televisión de la cadena autonómica ya estaba allí, raudos como nadie gracias al soborno del sargento de guardia y filmaban mi entrada en la ambulancia, hacían preguntas a los curiosos que siempre decían lo mismo: es una tragedia. Los detectives se mezclaban con los periodistas y escuchaban las respuestas que daban a la televisión. El ansia de protagonismo desenreda más lenguas que la sala de interrogatorios. Unos minutos después sacaron el segundo cadáver. Una señora que no nos conocía se puso a llorar por la histeria. Los periodistas giraron sobre sus talones y la empezaron a fotografiar.
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Los que de verdad nos habían conocido, no lloraban; en realidad, más de uno se habría alegrado o buscaba la forma de robar en el piso. “Eran tan jóvenes” farfulló alguien inopinadamente, porque la edad no tiene nada que ver con la muerte. Raúl y Damián se montaron en la misma ambulancia. Me hubiera gustado volverme hacia uno de ellos y con un estertor susurrarle el nombre de mi asesino. Esa tarde Raúl discutió con su mujer porque ninguno de los dos quería dejar la casa. “¡Búscate un hotel!”, se gritaban mutuamente. Finalmente fue la mujer quien salió porque tenía miedo de recibir una paliza. “Pero sólo por un par de noches”, le advirtió, y encontró asilo en brazos de su amante, un crápula adinerado, con buen gusto con la ropa y las mujeres. Al detective la casa se le volvió enorme. Rompió el espejo del baño y se rajó el antebrazo con la punta de uno de los pedazos. Una leve tentativa de llamar la atención, pero lo pensó mejor y se lavó la herida. La sangre dejó de brotar por sí sola. Buscó el desinfectante pero no estaba en su sitio porque su mujer se lo había llevado en su maleta, así como el dinero de su cartera, ausencia que no notó hasta una hora después, cuando fue a pagar en el bar su tercer whisky. Damián se estaba masturbando delante del televisor, desarrollando una fantasía sexual que incluía a Raúl sacándose la ropa, cuando le llamaron al móvil. “¿Quieres tomarte algo conmigo?”. Era la voz de su compañero, que empezaba a sonar como la de un borracho. Damián se lavó los dientes y se ins-
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peccionó su pecho trabajado en el gimnasio. Salió volando preguntándose si aquella noche sería la noche. Raúl, por supuesto, sólo quería a alguien que le pagara las copas que tenía intención de seguir tomándose. Ninguno de los dos se acordaba ya más de nosotros. Sabrina y yo nos amábamos. O nos seguimos amando con la distancia de los muertos y el resentimiento de los muertos. Nuestra historia es demasiado vulgar. Al principio, sólo follábamos y nos quedábamos mirando cómo el gotelé se iba desgajando del techo. Pasábamos de compromisos porque sabíamos demasiado sobre ellos. Una noche me propuso que durmiera en su casa. Se había hecho tarde y no era plan de ir gastándose el dinero en taxis. Haber aceptado cambió para siempre las bases de nuestra relación. Desperté de madrugada y sentí que Sabrina andaba a tientas hasta el baño. Por la puerta cerrada se colaba una rendija de luz que entraba hasta su dormitorio. La escuché moviéndose de un lado para otro, manipulando cosas, abriendo y cerrando el grifo. Pasó demasiado tiempo y la llamé con voz queda, preguntando si se encontraba bien. Finalmente me atreví a abrir puerta, que no tenía echado el cerrojo, y la encontré adormilada sobre la taza del váter, con los pantalones bajados, la mierda partida por la contracción de los músculos del culo y la aguja todavía en el brazo. El resultado de la autopsia se demoró más de lo debido porque éramos unos yonkis en un barrio marginal. Había restos de pólvora en las manos de Sabrina. El arma estaba a su lado. Era fácil anticipar una deducción: se había
Miguel Cristóbal Olmedo - 1+1 SUMAN SIEMPRE 3 volado la cabeza después de abrir fuego contra mí. La cosa era de manual. “1 + 1 suman 2”, pensó Raúl, que se negaba a hablar de lo que había pasado la otra noche con Damián. La ventaja de solucionar homicidios entre yonkis es que no son demasiado imaginativos y no tardarían mucho en dar con el móvil del crimen, que sólo podía ser dinero, drogas o celos. Sabrina me enseñó a usar la heroína. Como es costumbre decir, yo solamente deseaba probarla, totalmente advertido de los peligros de la adición y con el respaldo de la fobia que siempre he sentido por las agujas. Les diré algo que deberían saber ya: todos los drogadictos empezamos con la misma premisa de no volverlo a hacer. Es como hacer el amor. Uno no se engancha así como así de una persona, se acuesta una vez y no pasa nada, entonces decide volver a hacerlo porque se ha perdido el sentido del riesgo. Mi primera experiencia con la heroína fue nefasta. Ni siquiera me hizo sentir bien. Vomité (y yo odio vomitar) hasta que casi perdí el conocimiento. Luego me quedé dormido y creo que entre sueños me dio por volver a vomitar. ¿Cómo podía eso enganchar a nadie? ¿Cuánta verdad había en eso de que la droga era mejor que el sexo? Me parecía una comparación desproporcionada. Pero eso fue antes de saber que uno puede vivir sin sexo, sin amor, sin dinero, pero no se puede vivir sin heroína. Quizá les parezca poco educativo pero eso es porque la educación nunca tuvo nada que ver con la verdad. Yo lo sé. Mi asesino lo sabe. Esa noche Raúl se acostó asqueado, reviviendo la sorpresa del primer beso
áspero de Damián, protagonizado por su barbilla sin afeitar y sus labios arrugados, ya en el dormitorio, los dos borrachos y cantando melodías obscenas. La pelea, la disculpa, los insultos. Y, entonces, cuando Damián estaba girando el pomo de la puerta, surgió la voz de Raúl, pidiéndole increíblemente que se quedase, como si se tratara de una damisela desguarecida y fuera aullasen los lobos. Raúl no quería acordarse pero cerraba los ojos y volvía a sentir su cuerpo apretado al del otro, los gemidos, los sollozos, la inconsciencia de la necesidad, los dedos de Damián metidos en su boca, unos dedos que sabían a pólvora, alcohol y atún. Esa noche su mujer estaba follando en la casa del amante crápula. Él la hacía adoptar las posturas más vejatorias. Ella se quejaba: duele. Pero se avino a todo mientras por la rendija del armario la cámara lo filmaba. Esa noche Damián estaba llorando. Por una parte se sentía feliz y por otra, más desdichado que nunca. La conciencia y el deseo le hacían un nudo en la cabeza. El tiempo pasa y la vida continúa. Eso dicen, hasta que deja de ocurrir. Sabrina y yo empezamos a traficar. Le vendíamos al panadero, al cartero de la zona, a la vecina del primero y a los drogatas habituales del barrio. Sabrina también les vendía a su madre y a su prima. Eran una familia de consumidores formidables. No nos iba mal y tampoco sentíamos miedo aunque por la calle sonaban voces de una nueva mafia que estaba eliminando o comprando a la competencia. Con nosotros no podrían, y le dábamos al jaco, que era como nuestra poción mágica para luchar contra los invasores.
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El día de mi muerte desperté tarde y con dolor de cabeza a causa del grito de Sabrina. Pensé que estaba sufriendo alguna paranoia. Sabrina siempre tuvo unos buenos pulmones, amén de una envidiable estructura ósea. Fui hasta la cocina dando tumbos, con la necesidad de un chute oprimiéndome el estómago. En el rellano de la puerta había un tipo que no había visto nunca. Se disculpó por presentarse así, nos pidió que nos sentáramos en la cocina, tranquilitos, y me preguntó si le podía preparar alguna cosa sencilla, como un sándwich de atún. Y yo se lo hice porque lo pidió con las maneras correctas y una Beretta semiautomática en la mano. Damián sugirió a su compañero que salieran un momento de la comisaría. Raúl aceptó porque le apetecía fumar y mantenerse por un rato lejos del papeleo. Fue Damián, por supuesto, el primero en hablar y Raúl, revolviéndose bruscamente, lo detuvo con un gesto: “Aquí no, después”. En la oficina alguien quiso saber cómo iban las pesquisas. Todo encajaba, le dijeron, la pistola, las balas... Sólo que Sabrina y yo nos queríamos. Pero eso, claro, no sale en las autopsias. Damián no dejaba de mirar el reloj, impaciente por tener la ocasión de enfrentar los ojos de Raúl y confesarle lo que sentía. Raúl se iba a acobardar, echarle la culpa a la botella y le iba a partir la boca. Uno de los dos pediría el traslado. Así se acabaría todo. Damián lo sabía y, sin embargo, tenía que decírselo. El tipo de la Beretta nos hizo las amenazas acostumbradas mientras daba cuenta del sándwich. La conversación
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que estábamos teniendo la llevamos en un tono bastante civilizado. Todo iba bien. A partir de ahora le compraríamos la mercancía a él. Más cara y de menos calidad, pero el mercado siempre fluctúa. Entonces, no sé por qué, le salté encima. Quiero decir que todo iba camino de un final feliz y no había necesidad de atacarle, pero el tipo no se terminaba de ir y la tensión de mi estómago se agudizó hasta el punto de que ya no pude pensar más. Si hubiera sido un detective, no estaría muerto. Habría sabido que no se trataba de un gangster cualquiera, que este tipo sabía apretar al gatillo aun con las manos atadas. Sentí una fuerza invisible empujándome con violencia hacia atrás. Escuché la detonación, sonando de forma festiva muy cerca de la cara. Sabrina se puso a gritar otra vez. Tiene buenos pulmones, ese fue mi último pensamiento antes de que se hiciera momentáneamente la oscuridad. A la hora de salir, Damián busca por todas partes a su compañero. “Ha salido antes, ¿no le has visto?” le responden otros agentes que empiezan su turno de patrulla. Por supuesto nadie contesta cuando marca su número de móvil. Va hasta la casa de Raúl y puede ver las ventanas iluminadas del salón pero no se atreve a tocar el timbre de la puerta, se queda como un gato mirando la luna, mira y mira y mira. Entonces distingue el perfil de dos personas que se hablan muy de cerca. Y el brazo de una de ellas descansa en los hombros de la otra. No puede soportarlo más y acude al bar donde Raúl y él compartieron la otra noche las cervezas. Los parroquianos ni siquiera advierten su entrada. Todos ellos, piensa, tienen el aspecto
Miguel Cristóbal Olmedo - 1+1 SUMAN SIEMPRE 3 de ser hombres lúcidos y, sin embargo, también están ahí, matando las horas, sin subir los peldaños de casa, todos tienen una araña negra reconcomiéndoles el pecho, un secreto turbio, una confesión que no pueden sino hacerle al vaso que tienen delante. La mujer de Raúl llora desconsoladamente, pide perdón, se le arruga la cara como si fueran los labios secos de Damián. Raúl aparta ese pensamiento. Mira a su mujer, deshecha en lágrimas, verdaderamente arrepentida de todo, y Raúl, claro, qué puede hacer él si en el fondo no ha dejado de quererla, ni de odiarla, pero eso también forma parte de su forma de quererla. La sacude una bofetada y ella resiste impertérrita. Le anima: eso, eso, lo merezco, pero déjame volver. Raúl no tiene fuerzas para seguir. La pone la mano en el hombro y espera a que su corazón se tranquilice. Al fin y al cabo ya hay cosas entre ellos que no se dirán jamás. Raúl piensa en Damián un segundo, pero lo hace con asco, y sabe que no va a poder seguir trabajando con él. Su esposa ha vuelto. Tampoco sabe por qué pero es lo de menos. La mujer había encontrado la cámara y las cintas que el crápula guardaba en el armario de la ropa. Se dedicaba a subir las grabaciones por Internet y a ganar dinero con ellas. Así que ella ha salido a la intemperie dándose cuenta de que no tenía a dónde ir. Ha roto las cintas y ha entrado en la casa de Raúl con sus propias llaves. Y allí, al lado de la ventana, tiene lugar la escena de reconciliación, en el que los dos han decidido que para seguir juntos deben seguir mintiéndose. Damián está borracho. Persigue a un perro con una botella rota. Entra en el
salón y pone la tele pero no oye ni mira nada de lo que echan. Juega con su polla para lograr una erección, pero esa noche no hay ganas más que para olvidar el día de ayer. Va hasta el aparador de las bebidas donde también guarda sus armas no reglamentarias. Se sirve un whisky y mira las armas, se sirve otro whisky y mira las armas. Pasan las horas pero es como si no pasase nada. Cuando está de camino a la cama se detiene y regresa a la cocina porque le ha entrado antojo de sándwich de atún.
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Cadáver exquisito por J. C. Medina Muchos sabréis en qué consiste un cadáver exquisito. Para los que no lo sepan, se trata de un cuadro pintado por varios artistas en la que cada uno realiza su parte sin saber qué han hecho los demás. Esta técnica, que empezaron a usar los surrealistas, ha sido llevada a otras artes, entre ellas la escritura. Nosotros hemos querido hacer algo parecido a esto, es una historia continuada a modo de concurso. Lo que vamos a hacer es la siguiente: leeros lo que viene a continuación. Luego os damos una serie de requisitos y vosotros seguís con ello. Nos lo mandáis, elegimos el que más nos guste y cada mes el cadáver sigue con un autor distinto. ¡Esperamos vuestros relatos! Sam contempla intimidado la enorme muralla que rodea la Gran Ciudad. Siempre le produce la misma impresión, con sus altas torres y su grueso muro mecánico. Está escondido entre las rocas, a una prudente distancia de los robo-vigías defensivos. Si alguien se acerca demasiado a ellos y no posee un identificador insertado, éstos empiezan a disparar rayos de advertencia hasta que deciden que ya es suficiente y te dan de verdad. Por desgracia, a Sam le habían quitado el suyo cuando le mandaron a las mon-
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tañas, así que era mejor mantenerse a una distancia prudente de esos cacharros. Cogiendo los binoculares, Sam echa un vistazo a la puerta de acceso principal. Allí se aglomera todo los días una larga fila de personas provenientes del exterior, probablemente de las minas cercanas, que acuden a la Gran Ciudad con alguna tarea. En la entrada, robots limpiadores analizan la radiación y la identificación de los que llegan, y si no encuentran nada sospechoso, eliminan la contaminación de sus cuerpos y les dejan pasar. Por supuesto, tanto Sam como Archie Moloch, el alienígena misterioso que le había encomendado la misión, han descartado esa vía, pues resulta demasiado engorroso burlar la vigilancia. También estaban fuera del plan todas las vías de acceso restantes: agua, alcan-
J. C. Medina - CADÁVER EXQUISITO tarillado y entrada de mercancías y comercios. En todos existen complicados detectores de radiación para evitar que entren en la ciudad elementos contaminados. Sam no está especialmente sucio, pero ha estado fuera el tiempo suficiente como para hacer saltar las alarmas y que le descubran acurrucado entre los cajones de comida. Así que la única forma de entrar posible consiste en lanzar un impacto electromagnético con un aparato de Archie hacia las torretas defensivas, para poder aproximarse sin riesgo de ser volatilizado, y una vez allí pasar al otro lado con un transportador de materia de corta distancia, también cortesía del inventario del alienígena. Sam se prepara, decido a conseguir el éxito en la misión o perecer en el intento. Apoyándose en la roca sobre la que se esconde, sujeta el lanzador de IE con las dos manos, apuntando con cuidado a la zona más próxima de la muralla. Respira profundamente y dispara con decisión. Le sorprende que no pase nada. Sólo se ha oído el “clic” del gatillo, no ha salido nada disparado: ni rayos, ni ondas, ni explosiones. Ni tan siquiera un ligero chisporroteo en los robots de defensa. Sam duda unos instantes. Piensa que puede resultar lógico que el trasto de Archie, que es el colmo del avance tecnológico, esté diseñado para ser totalmente discreto y silencioso, prácticamente indetectable. “Tiene sentido”, se dice a sí mismo. Enfundando el lanzador, Sam se pone en pie y estrecha los ojos intentando ver algún movimiento en los robo-vigías. Nada. Las armas están completamente inmóviles. Se encoge ligeramente de hombros,
como resignándose, y entonces aprieta a correr hacia la muralla. Su vida en las montañas le mantiene en forma, por lo que recorre como una exhalación la distancia que hay entre las rocas y el punto estimado en el que te detectan las defensas. Al llegar no se detiene, sigue corriendo a toda velocidad para evitar que nadie le vea allí en medio. Entonces un destello revienta el suelo a pocos metros por delante de él, haciendo que frene en seco y se caiga de bocas. Ha sido uno de los disparos de advertencia de las torretas cercanas, que ahora están apuntando en su dirección. Son dos, y no parecen nada amistosas. Antes de que Sam se pueda levantar, otro destello hace volar tierra por los aires muy cerca de su cara. Ese segundo aviso basta para que se incorpore deprisa y salga huyendo en dirección a la roca. Como si quisieran meterle prisa, los robots lanzan rayos a sus pies, haciendo a Sam avanzar a trompicones y dando saltitos. Llega como puede y de un salto pasa por encima de la piedra, dándose contra el suelo justo cuando un último tiro, quizá demasiado próximo, se estrella contra la roca. Sam se arrebuja detrás, haciéndose un ovillo. Allí se queda unos segundos, a la espera del siguiente disparo. Cuando ve que no ocurre nada, asoma con lentitud la cabeza por encima del pedrusco. Los robo-vigías han cesado su acoso, aunque siguen apuntando en su dirección, como medida disuasoria. Algo le golpea de repente en el hombro. - ¡Ah! -Sam brinca del susto. Las torretas siguen su salto, atentos a
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su movimiento. Antes de que puedan volver a disparar, el hombre vuelve a su posición a toda prisa, al tiempo que se gira para ver quién está detrás. - Hola -Archie habla en voz baja, casi en un susurro. Está agazapado en la misma posición que Sam, moviendo la mano abierta en señal de saludo. - ¡¿Qué narices haces aquí?! -la voz de Sam suena más aguda de lo normal debido a la tensión y el susto. - Ha habido un imprevisto -Archie sigue hablando en susurros-. Te has dejado esto en casa y tenía que traértelo. En la mano sostiene un objeto cilíndrico, parecido a una pila. - ¿Eso qué es? -Sam sigue sonando anormalmente agudo. - Una pila. Justo lo que parecía. - ¿Una pila? ¿Y para qué quiero yo una pila? - Para el IE, si no, no funciona. Sam mira a la pila y después a Archie. Repite el movimiento varias veces antes de ponerse rojo de ira. Antes de que se ponga a chillar, Archie le quita el lanzador de la funda y lo manipula con destreza, quitando la culata e introduciendo la pequeña batería. - Toma, prueba ahora -le dice sonriendo. Sam le arranca el aparato de las manos de un tirón, mirándole con ojos de asesino. De nuevo vuelve a tumbarse sobre la piedra, con el IE sujeto. Apunta hacia los robo-vigías, que ya han dejado de mirar en su dirección. Aprieta el gatillo y... no sale nada. Ya se está girando hacia Archie para gritarle cuando oye un ruido en la muralla. Dirige su vista hacia allí y ve como
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las dos torretas que casi le matan cuelgan de sus brazos mecánicos. - Excelente puntería, Sam. ¡Vamos! Archie sale de detrás de la roca agarrando a Sam de un brazo. Pero, en vez de ir hacia la muralla, echa a correr paralelamente a ésta. - ¿Qué haces? –pregunta el hombre, que está siendo medio arrastrado por Moloch. - ¡Vamos hacia allí! –dice señalando con el otro brazo a una sección alejada de la muralla -. Los robots han disparado contra algo y luego han sufrido una sobrecarga, así que eso llamará la atención de los técnicos, que acudirán a ver qué ocurre. Hay riesgo de que nos descubran, así que lo que vamos a hacer es provocar dos sobrecargas más y entrar después de la tercera. Con suerte esto les pillará por sorpresa, y no serán capaces de acudir a los tres sitios tan rápido. El plan de Archie tiene sentido, así que Sam decide no cuestionarlo y correr detrás de él. No tardan mucho en llegar a la siguiente sección, donde Sam se tumba en el suelo y apunta de nuevo hacia la muralla. - Procura que alcance otra vez a dos –le susurra Archie. De nuevo aprieta el gatillo y no se oye nada. Pasados unos segundos, otras dos torretas se sobrecargan y quedan colgando. Archie se levanta de un salto y apremia a Sam para que le siga. Continúan la carrera rodeando a la ciudad hasta alejarse unos cuantos metros. Esta vez Sam no se tumba, sino que clava una rodilla en el suelo y dispara con celeridad. En cuanto ven caer los dos robots corren hacia la ciudad. Van a toda prisa,
J. C. Medina - CADÁVER EXQUISITO esquivando piedras y procurando no torcerse nada en el abrupto terreno. Llegan al pie del enorme muro mecánico y entonces Archie se dirige a Sam. - Saca el teleportador que te di.- Sam obedece y echa mano del pequeño disco que lleva en el cinturón -. Dirige el dibujo de la flecha hacia el interior, como te he dicho. Así. Ahora los dos ponemos el dedo índice aquí, y, cuando yo te avise, pulsas el botón que tienes en ese lado. Archie toquetea una pequeña pantalla de la parte de arriba del disco, que emite suaves pitidos con el contacto. - Listo. ¿Es tu primera teleportación? –Sam asiente-. Entonces prepárate, es probable que cuando lleguemos al otro lado sientas unas fuertes náuseas y la necesidad de tumbarte, pero no debemos pararnos. En cuanto aparezcamos, tendremos que alejarnos lo máximo posible de esta zona sin llamar la atención. Sam le mira pensativo. - Archie… Cuando me diste este cacharro no me explicaste nada de esto. Sólo me dijiste que apuntara y le diera al botón, ¿pensabas dejarme saltar con el disco a medio configurar y sin avisarme de los efectos secundarios? - Hmmm… Sí, creo que sí. –Archie dirige la mirada a lo alto, como sopesando las probabilidades de lluvia en las próximas horas-. Lo cierto es que no iba dejarte hacerlo solo. Explicarte cómo funciona era mi excusa, pero por suerte te dejaste la pila –dibuja una amplia sonrisa en su rostro-. ¿Saltamos? - Eres un manipula… Con un ruido de succión, los dos sujetos se contraen en el aire, dejando vacío donde estaban ellos. Sam tiene la sensación de haber es-
tado dando vueltas sobre sí mismo durante horas, unido con el vacío en el estómago del ayuno y el asco que provoca el olor de un cadáver de varios días. Da tumbos por la estrecha callejuela, apoyándose de pared en pared. Archie está en la esquina, asomándose con precaución y mirando de vez en cuando a su compañero. - Vamos, no podemos pararnos –le urge. Sam intenta caminar, pero sólo consigue dar dos pasos antes de caerse de bruces. Moloch suspira y vuelve a ayudarle. Le levanta sin dificultad a pesar de la fuerte estructura de Sam. Cuando consigue ponerse en pie, mira al alienígena mientras se bambolea. - No podemos salir así… -respira con pesadez y le cuesta pronunciar las palabras-. No vamos… vestidos como los demás… Van a ver que… - Es verdad, no había caído. –Archie muestra una expresión de perplejidad-. ¿Cómo se me pudo haber pasado? Soltando el brazo de Sam, hurga en uno de sus bolsillos. De él saca una pequeña pulsera. - Toma, ponte esto en la muñeca. Es un camuflador, crea un aura de ilusión a tu alrededor disfrazándote de lo que quieras. Tienes que apretar este botón mientras te concentras en la imagen de en lo que te quieres transformar. Mantelo durante cinco segundos y lo sueltas. - ¿Y tú? –pregunta Sam mientras intenta atarse el aparato a la muñeca. - Yo no tengo problema –sonríe-. Lo llevo en la sangre. Y delante de los ojos de Sam, la ropa de Archie cambió por completo. Ahora parecía un pulcro ciudadano de la Gran Ciudad.
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- Vaya… -balbucea Sam. - ¿Nos vamos? El hombre aprieta el botón de la pulsera mientras cierra los ojos con fuerza y focaliza su imagen de hace unos años. Luego se da cuenta de que es poco útil disfrazarse de sí mismo, así que inmediatamente intenta pensar en el rostro y aspecto de una persona cualquiera, una de las muchas que se cruzaba a diario. - ¿Sam? ¿Qué haces? - ¿Eh? –pregunta, abriendo los ojos y soltando la pulsera. - ¿Ese es tu disfraz? - ¿Qué pasa? - Nada, nada… Tú verás. Vámonos, nos hemos retrasado demasiado. Archie empieza a andar en dirección a la calle, que está llena de gente. Sam le sigue de cerca, pero se detiene un momento por el camino para mirar su reflejo en el espejo de un local cerrado. - Mierda… -dice por lo bajo. Sam no tiene muy claro por qué, pero se ha convertido en una mujer rubia y de sinuosa silueta. Por las calles de la Gran Ciudad se mezclan las viejas estructuras con los nuevos y altísimos rascacielos. El aire y el suelo están llenos de aerodeslizadores, capaces de planear a cierta distancia del suelo, y que han reducido el problema del tráfico notoriamente. Han pasado un buen rato observando el edificio de ciento veinte plantas dónde está su objetivo. La oficina de Permisos y Concesiones se encuentra en el piso ciento once, y es un hervidero de idas y venidas, de gente que entra y sale. - Va a ser difícil… -dice Sam-. ¿Alguna idea?
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- No, pero entraremos de noche. Hay menos posibilidades de que nos detecten. - De noche sacan a los robots de guardia. No habrá personas en el edificio, pero estará lleno de vigilantes nocturnos metálicos. - Sí, pero a los vigilantes podremos neutralizarlos. - ¿Có…? –Sam abre mucho los ojos y eleva las cejas-. Aaaaaah… El IE, ¿correcto? - Correcto. - Bien, bien… Eso hace las cosas más sencillas. Para hacer tiempo, Sam y Archie dan vueltas por las cercanías. Comen en un restaurante, visitan una galería de arte mecánica y contemplan la construcción del nuevo rascacielos, mucho más alto y mucho más avanzado que cualquiera de los construidos hasta ahora. Cuando empieza a oscurecer y la gente comienza a irse para casa, se ocultan en una callejuela oscura entre dos viejos edificios, para evitar llamar la atención. No hay ningún tipo de toque de queda, pero podría resultar sospechoso ver a dos hombres sin rumbo fijo, vagando por las calles alrededor de la oficina de Permisos y Concesiones. Esperan agazapados en la oscuridad a que se apaguen todas las luces del edificio, y entonces trazan el plan de acceso. - Entraremos por el conducto de ventilación. Es un clásico. Tan clásico que nadie los vigila –cuenta Sam, recordando sus tiempos de político. - Me parece bien. - Y cuando lleguemos arriba, ¿qué hacemos? ¿Cómo conseguiremos el permiso de la Burocracia?
J. C. Medina - CADÁVER EXQUISITO - Yo accederé al ordenador y falsearé la identificación, para que una vez allí te dejen pasar. Tú usarás el clonador para crear una copia exacta de un permiso físico. - ¿Clonador, eh? Muy listo, así no notan la ausencia de un permiso. - Exacto. Una cosa más, Sam. Si los guardias nos detectan, tendrás que inutilizarles con el IE. No malgastes su energía, la pila no tiene capacidad para muchas cargas y se agota con rapidez. Sam le mira atónito. - ¿Y no te has traído otra? - No –Archie se encoge de hombros-. Pensé que con una era suficiente. ¡Vamos! Los dos se dirigen al edificio muy juntos, caminando entre las sombras para evitar ser detectados. Alcanzan el lateral del edificio, y buscan en la pared la entrada al conducto de ventilación. Cuando lo encuentran, acercan un contenedor para llegar hasta él. La rejilla se desprende con facilidad y el conducto es lo suficientemente ancho como para que entren arrastrándose. Primero Sam y luego Archie, los dos entran al edificio a través del tubo. Recorren unos metros deslizándose con los brazos, hasta que llegan a otra rejilla y Sam se para. Moviéndose lentamente debido al poco espacio, tira de la reja y la deja con cuidado en el interior del conducto. Después asoma la cabeza y escruta el interior. - Limpio –le dice a Moloch. Para salir sin estamparse contra el suelo, Sam pasa por encima del hueco al otro lado, hasta poder sacar las piernas primero y descolgarse sujetándose con los brazos. Amortigua el golpe rodando al caer y se levanta con agilidad inspec-
cionando la sala. Es uno de los cuartos del servicio, donde hay varios sillones para descansar y estanterías llenas de artilugios de limpieza y mantenimiento. Archie baja detrás de él. Sam se gira y le dice en voz baja: - No hemos pensado como vamos a subir. Moloch se detiene en seco. - Pues en ascensor, ¿cómo lo vamos a hacer? - ¿Y los robots? - Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. - ¿No tienes algún aparato que nos lleve hasta arriba? - No. Vamos –y sale decidido por la única puerta de la habitación. El edificio está a oscuras, pero las suaves luces de emergencia se mantienen encendidas, permitiéndoles ver a su alrededor. Después de perderse un par de veces, consiguen llegar hasta los ascensores. Archie pulsa el botón de llamada y cruza los brazos por delante, mientras tararea una cancioncilla por lo bajo. El ascensor llega y se abre con un toque de campanilla. El interior está iluminado, y Sam recuerda entonces que en los edificios gubernamentales, cuando se apagan las luces por la noche, se dejan encendido los sistemas eléctricos alternativos, para que si alguien se ha quedado en el interior pueda salir a la calle. A pesar de estar más de cien plantas arriba, llegan rápidamente a su destino. Nada más salir ven un letrero que pone “oficina de Permisos y Concesiones”, y dos puertas de cristal a cada lado. Cada uno se dirige en una dirección. Las puertas dan a la misma habitación, una gran sala con un mostrador y llena de
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puestos de trabajo. - Busquemos el despacho de permisos de exterior. Aceleran el paso, acercándose a cada puerta que ven. Finalmente, tras un giro en un pasillo, encuentran la habitación. Dentro hay grandes archivadores y un avanzado ordenador táctil. - Tú a los archivos, yo al ordenador –dice Archie, pasándole un pequeño aparato que debe de ser el clonador-. Acércalo a lo que quieras copiar y pulsa el botón. - ¿Y dónde sale la copia? - En otro lado, de eso no te preocupes ahora. Sam no tarda mucho en encontrar los permisos oficiales de exterior, que se encuentran ordenados en un cajón con ese nombre. Saca uno y posa el clonador sobre él. Una ensordecedora alarma le hiela la sangre en las venas. - Ups –dice Archie-. Creo que he sido yo. En el pasillo comienzan a oír un ruido metálico. - Yo ya estoy. ¿Cuánto te falta? –pregunta Sam. - En seguida acabo. - De acuerdo, les entretendré. Sam sale afuera y se encuentra de bocas con un armazón metálico con aspecto humanoide. Tiene luces por ojos y un aspecto amable. De su interior surge una voz que dice: - Por favor, ciudadano, tendrá que venir a… No le da tiempo a terminar. Sam desenfunda el IE y aprieta el gatillo en dirección al robot, que cae de espaldas soltando algunas chispas. - Vete al infierno, chatarra –espeta Sam.
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“De acuerdo”, piensa, “esa frase sobra”. Por la esquina aparecen dos vigilantes más, emitiendo destellos de color rojo y azul. Sam dispara sobre ellos tres veces. Los dos robots caen con estruendo al suelo. - ¡Ya está! –Archie sale de la habitación-. ¡Vámonos! Corren hacia afuera y en la entrada se encuentra con siete robots de seguridad en formación avanzando hacia ellos. Sam hace algunos disparos, pero el frenetismo de la situación disminuye su puntería. - ¿Qué hacemos? –pregunta a Archie-. ¡Son demasiados! Un robot es alcanzado por el IE y se inclina hacia un lado, cayendo encima de uno de sus compañeros. Archie mira en todas direcciones, tratando de encontrar un plan. Dos disparos más y otro robot que cae. El lanzador empieza a parpadear con una luz naranja. - Archie… Parece que esto se acaba, ¡vámonos volando! Moloch da un brinco y grita. - ¡Eso es! ¡Volando! ¿Cómo no se me había ocurrido? –Tira del brazo de Sam, que sigue haciendo clic en dirección a los robots-. ¡Rápido, a la azotea! ¡Por las escaleras de atrás! Los dos corren, tropezando con mesas y sillas en su camino. Alcanzan la escalera, que está sucia y mal iluminada. Suben a trompicones y sin resuello las nueve plantas, hasta llegar a una puerta metálica. Empujan, hombro con hombro, mientras oyen subir a los robots. Sam se inclina y dispara dos clics más. Un robot cae escaleras abajo, mientras otros nueve más siguen subiendo. Un último empujón de Archie hace ceder la puerta, que se abre al exterior.
J. C. Medina - CADÁVER EXQUISITO La azotea está iluminada por cuatro lucecitas situadas en los vértices de un cuadrado trazado en el suelo. En su interior hay un avanzado helicóptero carente de aspas. - ¡Ese es nuestro billete de huida! ¡Vamos! –grita Archie. Los dos corren como pueden, intentando alcanzar el vehículo antes de que les alcancen a ellos los robots. El IE se ha quedado sin batería y los guardias comienzan a aparecer por la puerta. - ¡Yo conduzco! –dice Archie. Sam se sube en el asiento de copiloto. - ¿Sabes llevar uno de estos? - Pff… Es como preguntar si sabes llevar un A-34 después de haber pilotado un 515 de treinta motores. Sam no entiende nada de lo que Archie le dice, pero asiente y se arnés de seguridad. - ¡Nos vamos! –ruge Archie, coreado por el ruido de los motores traseros. El aparato se eleva y Moloch lo dirige hacia la burbuja atmosférica que protege la Gran Ciudad. - Archie, nos estrellaremos. - No te preocupes, Sam. La burbuja es un campo de energía, lo atravesaremos sin problema. ¿No lo sabías? - No… La gente de por aquí no suele volar mucho. La nave alcanza una velocidad considerable y sigue su trayectoria ascendente. De repente, varias explosiones les desestabilizan. Los robo-vigías aéreos han detectado una actividad no permitida, y disparan en señal de aviso. Sam grita como un poseso; odia esos cacharros. Archie empieza a mover palancas y la nave pega un brusco tirón. Con un destello, atraviesa la burbuja atmosférica
y se aleja a toda velocidad de la Gran Ciudad. - Lo conseguimos –resopla Archie-. Ahora, a por la mina.
INSTRUCCIONES - Debe estar ambientado en el universo creado en el primero. - El protagonista tiene que ser Sam, con estos rasgos: agresivo, atormentado, irónico, con habilidad política, leal, desenvuelto, hábil en el combate y muestra intensos sentimientos hacia Lisa, que en ningún momento se ha de desvelar qué tipo de relación mantienen. - Archibald “Archie” Moloch es el co-protagonista. Es un alienígena cambiaforma enviado por el Consorcio para descubrir a los que manipulan los gobiernos terrestres. Posee una gran variedad de gadgets y no termina de entender bien las costumbres humanas. A veces es redicho en las construcciones gramaticales. - Han huido de la Gran Ciudad. Ahora van a la mina. Está llena de tipos duros y peligrosos, y se encontrarán con problemas en los que tendrán que recurrir a su ingenio. Terminará con que ellos son capturados por el malo, un extraterrestre camuflado de político humano. - La extensión del documento debe ser de entre 5 y 10 páginas, con un espaciado posterior de 10 ptos, interlineado sencillo y la fuente en calibrí 11. - El archivo se manda a redacción@ animabarda.com con el asunto “Cadaver exquisito”.
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Bestiario Revisión en rima de las extrañas y retorcidas criaturas responsables de las desgracias de esta publicación. Recomendamos leer imaginando el tañido de una lira. Nada escapa a su filo, Y si mal está decirlo, ¡Pobre de ti! Si te pilla, Con su afilada cuchilla.
Diego F. Villaverde Verdugo - @LordAguafiestin
Si algo no le gusta o agrada, No duda en liarla parda. Noble y fiel como un Stark, Pero si le enfadas te vas a enterar. Así que cuidadito has de tener, Si al verduguito no quieres ver.
Víctor M. Yeste Consejero - @VictorMYeste
Importante es su profesión Aunque esta no es la cuestión A Kvothe le tiene presente, Como él en su venganza, es persistente. A su misión concentrado y entregado. A su vida un poco despistado. Pero tal es su corazón, Que sirve de compensación.
Apasionado en gente reuniendo, Mejor alrededor de una mesa comiendo. Placeres banales, diréis. Con los que regocijo sentiréis. ¡Ay de ti! Si te habla de su obsesión, No te soltará hasta que te dé el tostón. Y si de madrugada un finde despierto estás, ¡Corre!, ¡huye! Mejor la radio esconderás. Cuentos de terror y cuarto milenio, Sus preferencias después del silencio.
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J. R. Plana Posadero - @jrplana
BESTIARIO No va con mallas, A su lado te callas. Dotado de humor e ingenio, En sus historias pone empeño.
Ramón Plana Juglar - @DocZero48
Si de entretener se trata, Una velada con el pacta. Mas difícil luego callarle es, Y perdido en las nubes te halles.
Si acudimos a ella siempre nos ayuda, Sea la hora que sea sin ninguna duda. Encontrarla, o no, esa es otra historia; Viaja por mundos de manera notoria.
M. C. Catalán Curandera - @mccatalan
Fiel y dedicada, a todo pone esfuerzo, Pero si la enfadas perderás el pescuezo. Katniss en Panem, Marta en Valencia, Las dos con el arco apuntan con vehemencia. Mas en ella dulzura también hallas, Querrás su compañía donde vayas.
Cris Miguel Pregonera - @Cris_MiCa
Enfadada siempre parece, Pegando su rabia enriquece. ¡No sólo a esto se dedica! Su odio contra el universo predica. Escritora es, luego pregonera, Si no haces lo que quiere, busca la correa. Caza sombras y vampiros también, Cuidado has de tener, para no cazar su desdén.
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Ricardo Castillo
A. C. Ojeda
Miguel Cristテウbal Olmedo
Galocha
RicardoCastillo68@hotmail.com
miguelcristobalolmedo@hotmail.com
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@AC_Ojeda
@GomezGalocha