Momo

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—Momo —dijo, tomando aliento profundamente como alguien que ha de hacer un gran esfuerzo para conservar la calma—, sé razonable y vuelve en cualquier otro momento; en serio que ahora no tengo tiempo para discutir contigo lo que has de hacer. Siempre podrás comer, ya lo sabes. Pero yo, en tu lugar, iría a uno de esos depósitos de niños, donde estarás ocupada y donde incluso aprenderás algo. De todos modos te llevarán allí si vas paseando sola por la calle. Momo volvió a quedarse callada y sólo miró a Nino. La gente que esperaba la apartó. Fue a una de las mesas y se comió automáticamente su tercera comida, aunque apenas le cabía y sabía a lana y papel. Después se sintió mal. Tomó a “Casiopea” bajo el brazo y salió, sin volver a mirar atrás. —¡Eh, Momo! —le gritó Nino, que la vio en el último momento— . Todavía no me has dicho dónde has estado todo este tiempo. Espera un poco. Pero ya llegaban los clientes siguientes, y volvió a teclear sobre la caja, a recibir dinero y a dar el cambio. Hacía rato que había vuelto a desaparecer la sonrisa de su cara. —Comida sí —le dijo Momo a “Casiopea” cuando volvieron a estar en el viejo anfiteatro—, comida sí que me han dado, pero aun así me da la sensación de no estar satisfecha —y al cabo de un rato añadió—: No habría podido hablarle a Nino de la música y de las flores. Al cabo de un ratito más, volvió a añadir: —Pero mañana iremos a buscar a Gigi. Seguro que te gusta, “Casiopea”. Ya verás. Pero en el caparazón de la tortuga no apareció más que un gran interrogante.


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