Flotante Mag, edición 6

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es que pensara que alguien tenía que hacerlo, es que ella lo adoraba. Le hacía sentir que pertenecía a un sitio. Que tenía raíces. Así se lo enseñaría a sus tres pequeños varones. Unos preciosos cachorros que habían heredado la bondad de su marido. ¿Quién sino iba a cuidar de su pobre madre ya desvalida en silla de ruedas? Daba gracias a Dios de que Claudio fuera como ella. Ambos tenían claro qué era lo importante y no protestaban por mucho que hubiera que arrimar el hombro. Clarita se quitó sus anillos de ciudad y, con su perfecta manicura, comenzó a mezclar el agua, la mantequilla y el resto de ingredientes. Dijo que llevaba un año entero sin probarlas pero que las crêpes tampoco desmerecían. Tenía un nuevo novio. Un pintor viudo. Sin hijos. Habría querido traerlo pero ya sabía cómo se pone Padre si no hay anillo de por medio. La mejor parte, con la que más disfrutaban desde que eran niñas, era la de hacer bolas con la masa. Como cuando jugaban con plastilina, Rosario hizo tres marcas en forma de ojos y boca y demostró que su masa era la calva de Padre. Clarita se rió y emuló su ojo de cristal. Después, descorcharon una botella de vino y encendieron la radio. Mientras el horno se calentaba, ambas acabaron de poner la mesa. Los manteles de fiesta, los cubiertos buenos... Habían creado una gran familia. Así lo pensó Rosario mientras colocaba ocho sillas perfectamente alineadas. En un momento sonó una de esas cumbias de siempre. Los locutores discutían sobre por qué no habría pasado de moda. Ellas en cambio aguantaron en silencio un largo rato. Más aún cuando fueron a sacar a Padre de la tumba del jardín. No era fácil, cada año estaba algo más deteriorado y Rosario había tenido lumbago hace poco. Pero esto era cosa de hermanas. A Padre no le gustaba que le tocaran y no se podían ni imaginar lo que habría montado si las niñas hubieran pedido ayuda a otra persona. Ni hablar de otro hombre. Ni Claudio ni el nuevo novio de Clarita. Otro más de una larga lista. Siempre ricos y educados pero nunca lo suficientemente valientes como para enfrentarse a Padre.

A pesar del olor algo más nauseabundo que en su anterior cumpleaños, poco había cambiado. Limpiaron su ojo de cristal, su diente de oro… Sí es cierto que dedicaron algo más de esfuerzo a juntar sus huesos con paños y algo de cinta aislante pero allí estaba otra vez. El señor Rosales volvía a presidir la mesa. Si él no se había ganado aquel puesto, ¿quién sino? Un indígena que supo hacer frente a los señoritos y que logró hacer dinero con su propia tierra. Ahora eran una familia de comerciantes. Y todo seguía según lo planeado. Como él querría. Pero la armonía se esfumó a la hora de vestirle. A Clarita le parecía que era ya ridículo sacar su pechera blanca y su gorro de siempre. Dijo que eran harapos. Este año quería ponerle un traje nuevo que había traído de París. Y Rosario no estaba por la labor. Si venía a su casa, debía de respetar las tradiciones. Bastante tenía que aguantar ya con las camisetitas de fútbol de equipos europeos que les regalaba cada año a sus hijos. Profanar a su padre, nunca. Pero Clarita no escuchaba cuando su hermana mayor se ponía tan temperamental y, para cuando había terminado de hablar, ya le había enfundado a Padre sus pantalones de seda fina francesa. Y luego vinieron los zapatos con olor a alcanfor. Y esto fue demasiado para Rosario. Con toda su fuerza, tiró el resto del uniforme que había preparado su estúpida hermana por la ventana dejando que cayera al río. Y le colocó su camisa recién planchada y remendada por ella. Faltaría más. Con lo que a él le gusta. Si lo pensaba bien, la parte de abajo apenas se veía en la mesa así que su hermana había perdido. Aun así, cuando Clarita comenzó con los improperios, ella alzó la voz aún más. Siempre había sido una desvergonzada. ¿Acaso pensaba traer a alguien a este mundo? Clarita, en cambio, se rió de que presumiera de moralidad cuando toda la ciudad sabía que su fiel Claudio era más mujeriego aún que Padre. Y de los gritos pasaron a las manos y allí entró, como cada año, toda la familia a separarlas. La madre, con la cabeza ya algo ida, recordó cómo ponerlas firmes. Y la fotografía se hizo como antaño. Una hermana a cada lado de Padre. Sobre la mesa, las arepas de queso y mantequilla, asomaban perfectamente doradas sobre su fuente.

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