Numero especial - El Gobernador

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maquinaria de calefacción y aire acondicionado, ahora frío y sin energía, un pedazo de suelo con gravilla ofrece suficiente espacio para jugar un partido de fútbol americano. Un montón de muebles de jardín descansa contra un conducto de ventilación—. Coged una silla y descansad. Llevan las tumbonas destrozadas hasta el borde del tejado. —Podría acostumbrarme a este sitio —dice Nick tras sentarse en una de ellas de cara al horizonte. Philip se sienta junto a él. —¿Al tejado o a este sitio en general? —A todo. —Es verdad. —¿Cómo lo hacéis? —dice Brian, de pie detrás de ellos, muy nervioso. Se niega a sentarse, a relajarse. Sigue histérico tras su encuentro con la cabeza empalada. —¿Hacer qué? —dice Philip. —No lo sé, todo eso de matar. En seguida estáis... Brian se detiene, incapaz de expresarlo con palabras. Philip se da la vuelta y mira a su hermano. Ve que le tiemblan las manos. —Siéntate, Brian. Lo has hecho muy bien ahí abajo. Brian acerca una silla, se sienta y se retuerce las manos, pensativo. —Sólo digo... Sigue sin poder articular lo que «sólo dice». Titubea. —No es matar, compañero —dice Philip—. En cuanto lo entiendas, todo irá bien. —Entonces ¿qué es? Philip se encoge de hombros. —Nicky, ¿cómo lo llamarías tú? Nick mira al horizonte. —¿El trabajo de Dios? Philip suelta una gran carcajada y dice: —Tengo una idea. Se levanta y se acerca al cadáver más cercano, uno de los más pequeños. —Mirad esto —dice y arrastra la cosa hasta el borde del edificio. Los otros dos se acercan al borde, donde está Philip. El viento rancio les desordena el pelo mientras miran por encima del edificio, hacia la calle, once metros por debajo de ellos. Philip empuja el cadáver con la punta de la bota hasta que se desliza edificio abajo. Parece caer a cámara lenta. Sus apéndices sin vida se mueven como alas rotas. Choca contra el aparcamiento de cemento que hay debajo, frente al edificio, y se destroza con el sonido, el color y la textura de una sandía muy madura que estallara en un chorro de tejidos rosas. En la habitación principal del apartamento del primer piso, David Chalmers está sentado, con su camiseta de tirantes y sus calzoncillos largos, aspirando su inhalador, intentando que le entre suficiente Atrovent en los pulmones para acabar con sus dificultades para respirar. De repente, oye un ruido en las puertas correderas exteriores que hay en la parte trasera del apartamento, las que están bloqueadas con tablones. El sonido le eriza instantáneamente el vello del cuello. En seguida se pone la ropa, incluido el tubo de respiración. Se lo mete hasta la mitad y deja uno de los lados balanceándose bajo un peludo agujero de la nariz. Cruza la habitación corriendo pese a que sus rodillas se quejan y arrastra la bombona de oxígeno sobre las patas del carrito, como si fuera un niño tozudo del que tirase una niñera impaciente. Al cruzar el salón, ve por el rabillo del ojo tres figuras heladas y aterrorizadas en el


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