El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro.

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EL VIAJERO SUBTERRÁNEO

Marc Augé

personal administrativo y de secretarias. Puede apostarse a que a la altura de esa estación (a la altura solamente, pues muchos de los que por allí pasan no se apean nunca en dicha estación) se cruza mucha gente que luego no vuelve a verse. En la estación o en sus alrededores se podrían hacer todavía numerosas observaciones interesantes; nuestro etnólogo podría observar por ejemplo que poco a poco se instalan diferentes comercios, con autorización oficial o sin ella, en ese cruce de líneas que se llama empalme, y podría pensar en la sacralización progresiva de un lugar en el que se concentran todos los componentes y todas las alegorías del mundo moderno (la prensa y las actualidades del día, el comercio y la moda, la publicidad y los ideales que ella sustenta y modela, la función pública detrás de sus ventanillas, la ley y sus representantes —cosas todas más visibles quizás en République que en Franklin-Roosevelt— y también la juventud, el trabajo, las futuras vacaciones —representadas en los muros como una promesa—, el extranjero turista o inmigrante). Los lugares de este tipo (plaza pública, mercado, cruce de arterias), ¿no fueron en todas las civilizaciones lugares de culto? ¿A qué Hermes sacrificamos? Entonces tal vez, y según el humor del momento, el etnólogo se pondría a pensar que la silueta informe del mendigo sin rostro o el entusiasmo del músico desconocido representan, en ese cruce de destinos humanos, la presencia del dios al cual se da limosna para que la vida continúe, o bien, más prosaico pero no menos durkheimiano, optimista y laico hasta el entusiasmo, tal vez consideraría que la existencia de un cruce de arterias sin dioses, sin pasiones, sin combates, representa hoy el estadio más avanzado de la sociedad y configura el ideal de toda democracia. Le faltaría aún cambiar de punto de vista, abandonar su estación para seguir como policía, como enamorado, como curioso a algunos de aquellos de los cuales sólo había imaginado o reconstruido su itinerario. Tal vez con mucha paciencia y mucho talento, a fuerza de multiplicar las descripciones, trazar de nuevo los caminos, comprender los modos de conducta, experimentar todas las simpatías y los sentimientos, nuestro etnólogo llegaría entonces a esbozar en el caso de la modernidad lo que Oscar Lewis logró describir en el caso de la pobreza: el retrato frágil pero vivo, más real tal vez que verdadero, de una ―cultura‖, es decir, de todo aquello por lo cual cada uno se siente a la vez como los demás y diferente de ellos… pero no tan diferente que frente a otros no se afirme irrevocablemente solidario de aquéllos.

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