elSubjetivo · Número 01

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M. A. BASTENIER | EL PAÍS

[Columna]

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Histórico y su pareja de hecho irreversible son términos muy utilizados en la iconografía política contemporánea. La cumbre de Panamá, que ha reunido el pasado fin de semana a Barack Obama y Raúl Castro, es indiscutiblemente histórica como algo inédito, porque la última vez que se vieron en un encuentro formal los presidentes de EE UU y Cuba fue en 1956, y Washington y La Habana pretenden dar comienzo a un nuevo ciclo. Pero ¿irreversible? En la irreversibilidad hay grados, aparte de que su empleo es propenso al chasco como el originado por la firma en septiembre de 1993 entre israelíes y palestinos de un acomodo, que incesantemente demuestra lo reversible que es, con freno y marcha atrás. Por ello, el grado absoluto de irreversibilidad solo se alcanzará en el proceso cubano-norteamericano cuando se levante el embargo a la isla antillana. Lo que sí parece irreversible es que esta América Latina no es la de Miami, 1994, donde se celebró la primera Cumbre de las Américas. La literatura política de la época consistía en proponer la consolidación de la democracia, la irreversibilidad del fin de los milicos en el poder, mientras que la prioridad del día en Panamá ha sido la oposición al intervencionismo del exterior, como los discursos bolivarianos —pero no solo ellos—, han puesto de manifiesto en la cumbre. Ese frente bastante cerrado a la intromisión exterior se basa en el convencimiento de que hay asuntos que solo conciernen a los latinoamericanos, como es el caso del castrismo, y que, por encima de grandes diferencias —como existen entre la izquierda compatible (Brasil, Chile, quizá Argentina) y la llamada radical (Venezuela, Bolivia y Ecuador), América Latina

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existe por primera vez internacionalmente con una fuerza que no conocía desde las independencias. Obama responde a esa nueva y rugosa realidad subrayando que Washington ya no piensa en derrocar Gobiernos, lo que hoy no está nada claro que lograra, y reiterando la oferta formulada en la cumbre de Trinidad Tobago, 2009, de una relación entre iguales. Ese nuevo comienzo tiene muchos factores a favor, y no el menor que en este tiempo de relativa dejación de los asuntos latinoamericanos por despliegues y repliegues en Oriente Medio, EE UU no ha desarrollado, como destaca Carlos Malamud en Infolatam, una política de conjunto, sino una suma de aproximaciones bilaterales a los países iberoamericanos. Ya no le queda mucho tiempo para poner a prueba hechos además de intenciones, pero si el presidente norteamericano liquida el embargo, para lo que tiene que escalar la empinada cota de un Congreso dominado por republicanócratas, y logra que se consolide, contra idéntico adversario, el acuerdo nuclear con Irán, podrá decir que ha dejado a su sucesor o sucesora un mundo distinto. Obama le ha extirpado a EE UU un quiste geopolítico que, precisamente por esa nueva personalidad internacional de América Latina, contaminaba toda su relación con el mundo de lengua española y portuguesa, al que puede ahora dirigirse eligiendo entre bloques, sobre todo económicos. Estaríamos, por tanto, ante un proyecto de irreversibilidad histórica, siempre a salvo de que un presidente republicano no prefiriera volver a la acreditada tesitura del contra nuestros enemigos vivíamos mejor.


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