Agora nº 28 Boletín 13

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Ágora núm. 28

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Fue dicho y hecho. Nada más montarse en el Ferrari, hizo que este diera la vuelta y regresaron a la carretera para recorrerla en sentido contrario. En unos pocos minutos, Cayo Largo estuvo a la vista, a pesar de que entonces el tráfico era más abundante. No debían de ser los únicos que habían tenido aquella idea. Grupos de amigos, parejas y familias, que habían ido a pasar el fin de semana, se dirigían a los restaurantes de la pequeña ciudad. Gente en rancheras, todoterrenos e incluso caravanas, en mucho mejor estado que la de Charlie, se apresuraba a disfrutar las últimas horas de asueto antes de regresar a la Florida continental para retomar su vida rutinaria. Con varios volantazos y giros, el calvo abogado se libró de todos ellos y, girando por una ruta que era evidente que conocía muy bien, fue hacia la izquierda de la carretera, aproximándose a la costa atlántica de la isla. Luego, se detuvo de golpe, en el aparcamiento de un restaurante a cuya puerta, en un cartelón, se anunciaban «los mejores pescados y carnes a la brasa de Los Cayos». Ya sería menos. —¿Dentro o fuera? —dijo Ed. —Fuera —le respondió el antillano al cabo de nada. Subieron por unos escalones de madera y, antes de entrar en el restaurante, recorrieron una pasarela lateral que lo circundaba a unos siete pies del suelo. Rodearon el interior acristalado para llegar a una gran terraza protegida del sol por una serie de grandes sombrillas. Más allá de la baranda de tablas, tras un grupo de árboles que descendían por una pendiente apenas marcada, podía verse una pequeña playa de arenas pálidas y el mar. Las olas, diminutas crestas de espuma, lamían la tierra sin apenas fuerza. No había más de tres o cuatro personas, tomando el sol en tumbonas. Se sentaron en una de las mesas que había junto a la balaustrada. Desde allí podía verse todo el restaurante y, lo que era más importante, el aparcamiento que estaba al otro lado. La sombra gris del F430 Spider se reflejaba en los cristales. Ed no le quitaba el ojo de encima. Les llevaron las cartas y el enorme calvo eligió por ambos sin ni siquiera abrirlas. Desde luego, no era la primera vez que estaba allí. Les sirvieron unas cervezas frías y las saborearon con calma. Sobre el océano, las primeras nubes del día empezaban a formarse. Lo hacían allí mismo, impulsadas por el calor. En unas cuantas semanas, cuando se adentraran en el verano y lo sobrepasaran, llegarían de más lejos. Tormentas tropicales y huracanes. No se libraban ningún año. —¿Fue bien? —preguntó el jamaicano, con un leve bigote de espuma bajo la nariz—. La reunión, quiero decir. —No estuvo mal del todo. Le expliqué cómo estaban las cosas y cuáles eran sus opciones — murmuró, sacando un teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones y poniéndolo encima de la mesa, cuadrada, de madera pintada de verde—. Gilligan tiene que llamarme cuando se decida para que podamos preparar la defensa de acuerdo con lo que quiera alegar. —¿Podamos? —La ceja derecha de Charlie formó una interrogación al alzarse. —Esa es otra de las razones de esta comida: celebrar que he entrado en un nuevo bufete de Miami —respondió, orgulloso, jugando con su jarra de cerveza, sobre cuyo cristal la condensación formaba grandes gotas—. Tengo un equipo entero de documentación trabajando para mí. Es una gozada. —No lo dudo. ¿Eres feliz? —Sí. —Ed volvió a encogerse de hombros—. Estoy ganando más dinero que antes y me han dado carta blanca para hacer lo que quiera con mis clientes. Si eso no es felicidad, se le parece mucho.


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