Leger 01

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— Sí, si lo está — insistió la joven poniendo la mano en el pomo y comprobando que éste giraba con facilidad. Aturdida, salió de la habitación sin decir una palabra. Sólo cuando estuvo a salvo, fuera de la vista de Anatole, Madeline se detuvo y apretó las manos en sus mejillas ardientes. Todavía estaba temblando. Tranquila, se dijo. No seas una estúpida, como Harriet. No importaba que hubiera sido su primer beso. ¿Qué era, después de todo, sino la presión de dos labios? No existía razón alguna para que sintiera esos estragos. No había existido ternura en el abrazo de Anatole. La había besado de la misma manera que a Harriet, del mismo modo que besaría a cualquier otra mujer. Brusco y tosco, como un guerrero celta que buscase diversión entre dos batallas. Simplemente tendría que acostumbrarse a ello, pensó Madeline. Dudaba que fuera a recibir la atención de su marido con mucha frecuencia. Y se preguntó si la habría besado si ella no lo hubiera incitado a que lo hiciera. Llevándose un dedo a los suaves labios, Madeline decidió tener mucho cuidado en provocar de nuevo a Anatole St. Leger. Sobre todo no en su noche de bodas. La imagen de Anatole buscándola en su cama se cernía en la cabeza de Madeline como una sombra, espeluznante, terrible pero, al mismo tiempo, y desde algún lugar oscuro, intrigante. Sin embargo, no quiso pensar en ello porque podía convertirse en un flan de trémula gelatina. Asuntos más prácticos requerían su atención. Como no podía molestar a su marido, Madeline decidió que a ella le correspondía procurar que ella y Harriet estuvieran cómodas. No buscó al temible Trigghorne porque si iba a ser la dueña de la casa, tenía que interpretar su papel. Madeline se enderezó y volvió al zaguán. Estaba convencida que Trigg le iba a causar más dificultades y se sorprendió cuando descubrió al hombrecillo muy ocupado subiendo por las anchas escaleras de roble el baúl y las maletas de Madeline. Trigg daba órdenes con gruñidos a un joven larguirucho cuyos cabellos pajizos y descoloridos le cubrían los ojos como la paja en el tejado de una choza. — Lleva todo esto ahí dentro, Will Sparkins. No quiero pasarme todo el día acarreando las fruslerías de las damas. Trigg levantó un pesado baúl y se lo puso al hombro con una fuerza considerable para un hombre de su edad y de su tamaño. Enderezándose bajo aquel peso, iba hacia las escaleras cuando vio a Madeline. Dirigió una mirada sorprendida a sus rojos cabellos y luego empezó a lamentarse. — Gracias a Dios, señora. ¿Qué se ha traído de Londres? ¿Las piedras del pavimento? — No, señor Trigghorne — repuso ella con calma — . Este baúl está lleno de libros. — ¡Libros! — exclamó Trigg dejando caer el baúl, que fue a parar al suelo de mármol con un ruido sordo— . ¿Por qué, por qué se los ha traído? No necesitamos más libros. — Nunca se sabe murmuró Madeline— . Podrían servir para equilibrar más muebles. — ¿Eh? — Trigg frunció el entrecejo desconcertado. Pero Madeline se alejó de él mientras dirigía una sonrisa al joven larguirucho llamado Will Sparkins. Su piel llena de costras probablemente había experimentado los beneficios del agua cuando llovía, pero al menos mostraba más respeto que Trigg. El joven inclinaba la cabeza y se ruborizaba cada vez que Madeline miraba en su dirección. La joven juntó las manos y procedió a dar instrucciones. — Los baúles con libros pueden dejarlos aquí por ahora, hasta que me familiarice con los salones de este piso. Mientras tanto, señor Trigghorne, necesito tres dormitorios preparados... — ¡Tres! — la interrumpió Trigg— . Con uno ya es suficiente. — Tres — repitió Madeline con firmeza— . No estoy acostumbrada a compartir el dormitorio con mi prima o con mi doncella. — ¿Esas dos lloronas? No tiene que preocuparse por ellas. Se han marchado. — ¿Qué? — preguntó Madeline— . ¿Me está diciendo que se han... ido? — Las dos damas se marcharon con el resto de esos empelucados con sus ridículos calzones. Descargaron su equipaje y se fueron por donde habían venido, de vuelta a Londres. — Es imposible — titubeó Madeline. — Lo he visto con mis propios ojos — dijo Trigg— . ¿No es verdad, Will ? Will asintió vigorosamente. Madeline permaneció en silencio, atónita, mientras asimilaba las palabras que acababa de decirle Trigg. ¿Todos se habían marchado a Londres? Podía creerlo de los sirvientes. Había algo en el castillo Leger que los atemorizaba a todos, desde el cochero hasta la doncella francesa de Madeline.


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