El hombre rebelde Albert Camus

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llegaron al marxismo incluso a causa de lo que más detestan hoy día en él. Conociendo el fondo y la nobleza de su exigencia, y cuando se ha compartido el mismo desgarramiento, se duda en recordar a André Breton que su movimiento fijó como principio el establecimiento de una «autoridad implacable» y de una dictadura, el fanatismo político, el rechazo de la libre discusión y la necesidad de la pena de muerte. Asombra también el extraño vocabulario de esta época («sabotaje», «confidente», etc.), que es el de la revolución policial. Pero esos frenéticos querían una «revolución cualquiera», lo que fuera, para sacarlos del mundo de tenderos y de compromisos en el que estaban forzados a vivir. No pudiendo tener lo mejor, preferían aún lo peor. En esto eran nihilistas. No advertían que aquellos de entre ellos que en adelante debían permanecer fieles al marxismo eran fieles al mismo tiempo a su nihilismo primero. La verdadera destrucción del lenguaje, que el surrealismo ha deseado con tanta obstinación, no reside en la incoherencia o el automatismo. Reside en la consigna. Aragon empezó en vano con una denuncia de la «deshonrosa actitud pragmática», en ella ha acabado por encontrar la liberación total de la moral, aunque esta liberación haya coincidido con otra esclavitud. Aquel de los surrealistas que pensaba más profundamente entonces en este problema, Pierre Naville, buscando el denominador común a la acción revolucionaria y a la acción surrealista, lo localizaba, con profundidad, en el pesimismo, o sea en «el proyecto de acompañar al hombre a su pérdida y de no descuidar nada para que esta perdición sea útil». Esta mezcla de agustinismo y maquiavelismo define, en efecto, la revolución del siglo XX; no se puede dar expresión más audaz al nihilismo del tiempo. Los renegados del surrealismo han sido fieles al nihilismo en la mayor parte de sus principios. En cierto modo, querían morir. Si André Breton y algunos más rompieron finalmente con el marxismo, fue porque había en ellos algo más que el nihilismo, una segunda fidelidad a lo más puro que había en los orígenes de la rebeldía: no querían morir. Ciertamente, los surrealistas quisieron profesar el materialismo. «Al comienzo de la revuelta del acorazado Potemkin, nos complace reconocer aquel terrible pedazo de carne». Pero no había en ellos, como en los marxistas, una amistad, incluso intelectual, por aquel trozo de carne. La carroña representa tan sólo el mundo real que hace estallar, efectivamente, la revuelta, pero en contra de él. No explica nada, si bien lo justifica todo. La revolución, para los surrealistas, no era un fin que se realiza día a día, en la acción, sino un mito absoluto y consolador. Era «la vida verdadera, como el amor», de que hablaba Éluard, que no imaginaba entonces que su amigo Kalandra hubiera de morir de aquella vida. Querían el «comunismo del genio», no el otro. Aquellos curiosos marxistas se declaraban en insurrección contra la historia y celebraban al individuo heroico. «La historia está regida por leyes que condiciona la cobardía de los individuos». André Breton quería, al mismo tiempo, la revolución y el amor, que son incompatibles. La revolución consiste en amar a un hombre que no existe aún. Pero aquel que ama a un ser vivo, si verdaderamente lo ama, no puede aceptar morir si no es por él. En realidad, la revolución no era para André Breton más www.lectulandia.com - Página 71


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