Guerra Mundial Z

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lo había oído?— pero siempre había pensado que sólo rodeaba la costa occidental y la Franja de Gaza. Allí afuera, en medio de aquel desierto, eso sólo confirmaba mi teoría de que los israelíes estaban preparándose para un ataque a lo largo de toda su frontera. Muy bien, pensé. Los egipcios por fin volvieron a descubrir dónde están sus pelotas. En Taba, nos bajaron del autobús y nos ordenaron que camináramos, en fila, junto a unas jaulas que encerraban unos perros muy grandes y de aspecto feroz. Pasamos uno por uno. Un guardia fronterizo, un africano negro y flaco —yo no sabía que había negros judíos13— nos hacía señas con la mano. “¡Esperen ahí!” dijo en un árabe casi irreconocible. Luego, “¡usted, venga!” El hombre frente a mí en la fila era viejo. Tenía una larga barba blanca y se apoyaba en un bastón. Cuando pasó junto a los perros, estos enloquecieron, aullando y ladrando, tratando de morder y embestir las paredes de sus jaulas. Instantáneamente, dos tipos grandes en ropas de civil se pusieron al lado del viejo, diciéndole algo al oído y llevándoselo lejos. Pude ver que el viejo estaba herido. Su dishdasha estaba rasgada a la altura de la cadera, con una mancha marrón de sangre. Con toda seguridad, esos hombres no eran médicos, y la camioneta negra y sin distintivos a la que lo llevaron no era ninguna ambulancia. Malditos, pensé mientras los familiares del anciano lo reclamaban llorando. Están descartando a los que son muy viejos o enfermos como para serles útiles. Luego fue nuestro turno de pasar por el camino de los perros. No me ladraron a mí, ni al resto de mi familia. Creo que uno de ellos sacudió la cola cuando mi hermana le extendió la mano. Sin embargo, el hombre que pasó después de nosotros… otra vez los ladridos y aullidos, y otra vez los tipos de civil. Volteé para mirarlo, y me sorprendí al ver un hombre blanco, americano quizá, o canadiense… no, tenía que ser americano, su inglés era muy ruidoso. “¡Vamos, estoy bien!” gritó mientras forcejeaba. “Vamos hombre, ¿qué pasa?” Iba bien vestido, de traje y corbata, y una maleta que le hacía juego, la cual fue arrojada a un lado cuando comenzó a luchar con los israelíes. “¡Vamos hombre, no te metas conmigo! ¡Soy uno de ustedes! ¡Vamos!” Se le rompieron los botones de la camisa, revelando un vendaje cubierto de sangre alrededor de su vientre. Seguía gritando y pateando cuando lo metieron detrás de la camioneta. No lo entendía. ¿Por qué esas personas? Era claro que no se trataba de ser árabe, y ni siquiera era por estar herido. Vi a varios refugiados con heridas graves que pasaron tranquilamente sin ser molestados por los guardias. Los escoltaron hasta unas ambulancias, ambulancias de verdad, no las camionetas negras. Sabía que tenía algo que ver con los perros. ¿Estaba detectando infecciones de rabia? Esto era lo que tenía más sentido, y esa siguió siendo mi teoría durante el cautiverio en las afueras de Yerohán. ¿El campamento de reubicación? Reubicación y cuarentena. En esos días, yo lo veía sólo como una prisión. Era exactamente lo que me había imaginado que nos pasaría: las tiendas, el hacinamiento, los guardias, el alambre de púas, y el ardiente y mortal sol del Desierto de Neguev. Nos sentíamos como prisioneros, éramos prisioneros, y aunque nunca tuve el coraje de decirle a mi padre “te lo dije,” él podía leerlo claramente en mi expresión de amargura. Lo que nunca me imaginé fueron todos esos chequeos médicos; todos los días, y por todo un ejército de personal médico. Sangre, piel, pelo, saliva, incluso orina y heces14… era agotador, humillante. Lo único que lo hizo soportable, y probablemente lo que evitó un motín general entre los musulmanes detenidos, fue que casi todos los médicos y enfermeras Traducción: m_earendil

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