Guerra Mundial Z

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el sonido de una multitud. Me asomé por una esquina. Docenas de personas, casi todos en pijama, y todos gritando: “¡Corran! ¡Salgan de aquí! ¡Ahí vienen!” A mi alrededor comenzaron a encenderse las luces, y a asomarse rostros en todas las chozas. “¿Qué está pasando?” preguntaban. “¿Quién viene?” Esos eran los más jóvenes. Los viejos simplemente comenzaron a correr. Tenían un instinto de supervivencia diferente, un instinto que nació cuando ellos eran esclavos dentro de su propio país. En esos días, todo el mundo sabía a quiénes se referían cuando alguien decía “ahí vienen,” y si “ellos” venían, lo único que se podía hacer era correr y rezar. ¿Usted salió corriendo? No pude. Mi familia, mi madre y mis dos hermanas, vivían sólo a unas puertas de la estación de Radio Zibonele, justo de donde venía toda esa gente. No estaba pensando con claridad. Fui un estúpido. Debí darme la vuelta, y encontrar un callejón o una calle desierta. Traté de pasar a través de la multitud, empujando en la dirección opuesta. Pensé que podría pasar si me quedaba pegado a las paredes de los tugurios. Me empujaron dentro de uno, contra una de sus paredes de plástico, la cual me envolvió mientras toda la estructura colapsaba sobre mí. Estaba atrapado, no podía respirar. Alguien me pasó por encima y me golpeó la cabeza contra el suelo. Logré liberarme, rodando y revolcándome hasta salir a la calle. Todavía estaba tendido cuando los vi: diez o quince, unas siluetas frente a los fuegos de las casas incendiadas. No pude ver sus caras, pero sí escuchaba sus gemidos. Se acercaban a mí cojeando, con sus brazos levantados. Me puse en pié, mi cabeza dando vueltas, con dolor por todo mi cuerpo. Comencé a retroceder instintivamente, hasta la “puerta” de la choza más cercana. Algo me agarró por detrás, tirando del cuello de mi camisa, rasgando la tela. Me di la vuelta, me agaché, y pateé tan fuerte como pude. Era grande, más grande y pesado que yo, por muchos kilos. Un fluido negro se deslizaba por el frente de su camisa blanca. Tenía un cuchillo clavado en el pecho, justo entre dos costillas y hundido hasta el mango. La tela de mi camisa, que estaba atorada entre sus dientes, cayó al piso cuando volvió a abrir la boca. Gimió y me atacó. Yo traté de esquivarlo. Me agarró por la muñeca. Sentí como crujía, y el dolor recorrió todo mi cuerpo. Caí de rodillas, traté de rodar y quizá derribarlo. Mi otra mano tropezó con una cacerola de metal muy pesada. La agarré y lo golpeé con fuerza. Directo en la cara. Lo golpeé una y otra vez, hundiéndole la cabeza hasta que el hueso se partió y sus sesos se regaron en el suelo. Cayó a un lado. Logré liberarme justo en el momento en que otro de ellos aparecía en la entrada. Esta vez, la débil naturaleza de la construcción fue mi ventaja. Le di una patada a la pared para abrirme paso, saliendo de allí mientras toda la choza se venía abajo. Corrí, sin saber hacia dónde iba. Estaba en una pesadilla de chozas, fuego y manos que pasaban a mi lado tratando de agarrarme. Pasé por entre una choza en la que una mujer estaba escondida. Sus dos hijos de aferraban a ella, llorando. “¡Venga conmigo!” le dije. “¡Por favor, venga, tenemos que salir de aquí!” Extendí mis manos, acercándome a ella. Se puso delante de los niños, amenazándome con un afilado destornillador. Sus ojos estaban muy abiertos, llenos de terror. Podía escuchar sus sonidos detrás de mí… tropezando contra la paredes de la chozas, derribándolas a medida que se acercaban. Dejé de hablar en xhosa e Traducción: m_earendil

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