Guerra Mundial Z

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tienen que cambiar de órbita para enfocar nuevos objetivos. Lo logran activando sus propulsores de maniobras, y al hacerlo gastan pequeñas cantidades de combustible de hidracina. Antes de la guerra, el ejército norteamericano resolvió que era más rentable tener una estación automática de abastecimiento y mantenimiento en órbita, en lugar de enviar un montón de misiones tripuladas. Por eso crearon a ASTRO. Nosotros lo modificamos para propulsar a los demás satélites, los modelos civiles que sólo necesitaban un empujón de vez en cuando para no caer de sus órbitas. Era una máquina maravillosa: nos ahorró mucho trabajo. Teníamos un montón de tecnología similar. Estaba el “Canadarm,” una oruga robótica de quince metros que realizaba muchas labores de mantenimiento en la cubierta exterior de la estación. Estaba el “Boba,” un robot operado a través de una interfaz de realidad virtual y equipado con propulsores, con el que podíamos trabajar alrededor de la estación y también enviarlo hacia los satélites. También teníamos un pequeño escuadrón de APSs,62 unos robots multipropósito que simplemente flotaban a la deriva, más o menos de a misma forma y tamaño de una toronja. Toda esa maravillosa tecnología había sido diseñada para hacernos la vida más fácil. Ojalá no hubiese funcionado tan bien. Siempre había una hora cada día, y hasta dos, en las que no teníamos nada qué hacer. Uno podía dormir, ejercitarse, releer los mismos libros, escuchar la Radio Mundo Libre o la música que habíamos llevado a bordo (una y otra y otra vez). No sé cuántas veces escuché esa canción de Redgum que dice, “God help me, I was only nineteen.” Era la favorita de mi padre, le recordaba sus días en Vietnam. Yo sólo deseaba que todo ese entrenamiento militar le sirviera para mantenerlos vivos a él y a mamá. No había sabido nada de ellos, ni de nadie más en Oz desde que el gobierno se había trasladado a Tasmania. Quería creer que estaban bien, pero después de ver lo que estaba sucediendo en La Tierra, que era lo que casi todos hacíamos cuando estábamos descansando, era casi imposible mantener las esperanzas. Dicen que durante la guerra fría, los satélites espías norteamericanos podían leer una copia del Pravda en las manos de un ciudadano soviético. No sé si eso era verdad. No conozco bien las características de la tecnología de esa época. Pero sí puedo asegurarle que los de ahora, cuyas señales pirateábamos a través de las repetidoras —esos nos permitían ver la carne desgarrándose y los huesos partiéndose. Podían leerse los labios de las víctimas que suplicaban, y ver el color de sus ojos cuando se dilataban con el último aliento. Podía verse cuando la sangre de las heridas comenzaba a ponerse negra, y lo diferente que se veía sobre el cemento de Londres y sobre las arenas de Cape Cod. No podíamos controlar lo que los satélites espías enfocaban. Sus objetivos eran definidos por los militares. Vimos un montón de combates —Chongqing, Yonkers; observamos a toda una tropa de soldados de la India tratando de rescatar a los civiles atrapados en el Estadio Ambedkar de Delhi, para luego quedar ellos mismos atrapados y tener que retirarse hasta el Parque Gandhi. Ví como su comandante los hacía formar en un cuadrado parecido al que los ingleses usaban en la época de la colonia, y funcionó, al menos por un tiempo. Eso era lo más frustrante de la vigilancia satelital; sólo podíamos ver, no escuchar. No sabíamos que a los hindúes se les estaban acabando las balas, sólo veíamos que los zombies se acercaban cada vez más. Un helicóptero aterrizó cerca y el comandante comenzó a discutir con sus subordinados. No sabíamos que se trataba del general Raj-Singh, nunca habíamos oído hablar de él. No crea ni una de las palabras que los críticos dicen de ese Traducción: m_earendil

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