Fedro

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dejar escritos propios, temiendo por la opinión que de ellos se puedan formar en el tiempo futuro y porque se les llegue a llamar sofistas. SÓC. — «Delicioso recodo», Fedro. Se te ha olvidado que la expresión viene del largo recodo del Nilo. Y por lo del recodo, se te olvidó que los políticos más engreí dos, los más apasionados de la logografía y de dejar escritos detrás de ellos, siempre que ponen en letra un discurso, tanto les gusta que se lo elogien, que añaden un párrafo especial, al principio, con los nombres de aquellos que, donde quiera que sea, les hayan alabado. FED. — ¿Cómo es que dices esto? Porque no lo entiendo. SÓC. — ¿No sabes que, al comienzo del escrito de cualquier político, lo primero que se escribe es el nombre de su panegirista? FED. — ¿Cómo? SÓC. — «Pareció al consejo», suelen decir, o «al pueblo», o a ambos, y «aquél dijo» —y el que escribe se refiere entonces a sí mismo pomposa y elogiosamente—. Después de esto, sigue mostrando su sabiduría a los que le alaban, haciendo, a veces, un largo escrito. ¿O te parece a ti que es algo distinto de esto un discurso escrito? FED. — No, a mí no. SÓC. — Pues bien, si tal discurso se sostiene, su autor abandona alegre la escena; pero si se le borra, y el autor queda privado de la logografía, y no se le considera digno de ser escrito, están de duelo tanto él como sus compañeros. FED. — Y mucho. SÓC. — Es claro que no porque tengan a menos la profesión, sino, todo lo contrario, porque la admiran. FED. — Por supuesto. SÓC. — ¿Y qué? Cuando un orador o un rey, habiendo conseguido el poder de un Licurgo o de un Solón o de un Darío, se hace inmortal logógrafo en la ciudad, ¿acaso no se piensa a sí mismo como semejante a los dioses, aunque aún viva, y los que vengan detrás de él no reconocerán lo mismo, al mirar sus palabras escritas? FED. — Claro que sí. SÓC. — ¿Crees, pues, que alguno de éstos, sea quien sea él, y sea cual sea la causa de su aversión a Lisias, lo vituperaría por el hecho mismo de escribir? FED. — No es probable, teniendo en cuenta lo que dices. Porque, al parecer, sería su propio deseo lo que vituperaría. SÓC. — Luego es cosa evidente, que nada tiene de vergonzoso el poner por escrito las palabras. FED. — ¿Por qué habría de tenerlo? SÓC. — Pero lo que sí que considero vergonzoso, es el no hablar ni escribir bien, sino mal y con torpeza. FED. — Es claro. SÓC. — ¿Cuál es, pues, la manera de escribir o no escribir bien? ¿Necesitamos, Fedro, examinar sobre esto a Lisias o a cualquier otro que alguna vez haya escrito o piense escribir, ya sea sobre asunto público o privado, en verso como poeta, o sin verso como un prosista? 22


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