Semanario: Saltillo, cofre de tesoros

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Damas y caballeros

Alberti: el fusil y la pluma

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VANGUARDIa Lunes 02 de noviembre de 2009 / www.semanariocoahuila.com

Semanario

Rafael Alberti vivió entre la disyuntiva eterna de sujetar las armas o las letras. Su vida ejemplar le valió el exilio y la condena, pero también el respeto y el reconocimiento de sus pares alrededor del mundo.

Por Jesús R. Cedillo

Hoy las nubes me trajeron volando/ el mapa de España…” entre el clavel y la pluma de las reconocidas coplas de Juan Panadero, asoma la espada flamígera empuñada bajo la muerte de la democracia republicana y la sangre derramada por el dictador Francisco Franco, la vida del poeta andaluz Rafael Alberti (1902-1999). Vida que transcurrió atropellada, en el exilio y entre la disyuntiva eterna de sujetar las armas o las letras. Afortunadamente hizo lo primero sólo una parte de su vida (durante la Guerra Civil española se enroló en la aviación republicana y participó en la evacuación de las obras del Museo del Prado, para que éstas no fueran destruidas por los bombarderos) y se entregó a las letras el resto de su vida. Obra (y vida ejemplar) que le valió el siguiente comentario del sabio Premio Nobel Octavio Paz: “(Rafael Alberti) es el último pararrayos poético.” En este 2009 se cumplen 10 años de su muerte. No pocos, cuando el mundo está urgido precisamente de pararrayos celestes y poéticos. A matacaballo entre la autobio-

Mi educación religiosa corresponde, no ya a la gran época de los altares y cornucopias dorados a fuego, sino a la decadente y lamentable de los oros fingidos, de los resplandores engañosos, de los Sagrados Corazones frabricados en serie...” grafía, la crítica ensayística, las memorias e incluso, entre el testimonio y la estampa, La arboleda perdida (para cuestiones de este trabajo, sigo la edición de Seix Barral con respecto a la edición española de 1983, que incluye los libros Primero (1902-1917) y Segundo (1917-1931). Libro editado en la colección Grandes obras del siglo XX) es una prueba de vida, triste y revelador, que jamás se anda por las ramas, demostrando una vez más que efectivamente, es mejor empuñar la pluma que las armas. El testimonio entonces sigue acusando retador aún al día de hoy. Una perla de dicho libro: “Mi educación religiosa corresponde, no

ya a la gran época de los altares y cornucopias doradas a fuego, sino a la decadente y lamentable de los oros fingidos, de los resplandores engañosos, de los Sagrados Corazones fabricados en serie y esos necios milagros productivos de una Virgen de Lourdes o un Cristo de Limpias.” El oro fingido y la bisutería siguen produciéndose hoy y en este mismo momento. La fruslería es ubicua: lo mismo en la poesía, en la política, en la escuela elemental, en el periodismo, en la religión, en la pintura, en la narrativa… las capillas católicas se siguen barnizando con tonos dorados imitación oro, sólo para que las primeras lluvias lleguen y deslaven el tono recién pintado, quedando una capa verdosa, enmohecida, un tono ocre que se cae al final del día. Rafael Alberti luchó contra todo esto y más. Su vida ejemplar le valió el exilio y la condena, pero también el respeto y el reconocimiento de sus pares alrededor del mundo. Para los que son seguidores de cuadros sinópticos y libros acadé-

micos, estos marcan a la letra que el andaluz Alberti, junto a Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Jorge Guillén y Pedro Salinas, entre otros autores clásicos modernos, formó parte de la mítica Generación del 27. Generación de escritores que tuvo una gran influencia en la poesía española y latinoamericana del siglo XX. Damas y caballeros, entre los muchos premios y reconocimientos que Rafael Alberti cosechó en vida, destaca el llamado “Nobel hispano”, el Premio Cervantes, el cual le fue concedido en 1983. A los 96 años de edad, el pararrayos poético que era Alberti –su afición a los toros lo llevó a dibujar, diseñar carteles y escribir sendos poemas con dicho tema; amén de desfilar en la cuadrilla del mítico torero Ignacio Sánchez Mejías– cayó fulminado por un paro cardiorrespiratorio que lo llevó a su tumba, a la mar interminable que eligió para habitar eternamente: la mar del Puerto de Menesteos, hoy Santa María, en Cádiz.


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