Porcicola

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UNA

CONCIENCIA TRANQUILA

A medida que ascendía Don Salvador, se iba aclarando la neblina. El frío calaba muy profundo, casi hasta el alma, pero él, debajo de su ruana, seguía subiendo la colina. Era un ritual que repetía día tras día. Jamás en lo que le quedara de vida se perdería el amanecer: la luna grande, plana y brillante se iba escondiendo lenta, con la lentitud del sueño, mientras que los tímidos rayos del sol asomaban detrás de las montanas, coloreando el cielo con brochazos que se peleaban entre el rosa y el naranja. Desde la cima, alcanzaba a escuchar las campanas de la lejana catedral. Mientras la gente desperdiciaba el alba durmiendo, él, en aquellas tierras de libertad, disfrutaba el viento helado y la llovizna cernidita. Podía observar las colinas peladas y lamentar la pobreza de árboles. Desde hacía muchos años, la deforestación y la expansión urbana se habían encargado de agredir el entorno natural. Ahora, debía pensar hacia donde dirigir sus esfuerzos y, al menos contribuir en mínima parte para lograr un equilibrio. Don Salvador había terminado su ascenso y ahora, a casi tres mil metros de altura, con el corazón acelerado, contemplaba el paisaje: entre lágrimas, observaba la menguada corriente del río. Su abuelo le había hablado muchas veces de sus aguas juguetonas y del esfuerzo para conservarlas así para los

hijos de sus hijos; pero, ahora se resbalaba una oscura y escasa quebrada, temerosa del ataque de los hombres. Desde hacía mucho tiempo, y durante todas las épocas del año, los residuos de las actividades productivas y domésticas llegaban a su cauce, contaminándolo. El sol empezaba a cumplir su tarea, a desterrar los bajos grados de temperatura de la madrugada. Don Salvador se frotaba las manos mientras percibía un vaporcito que antaño era perfume de la naturaleza, pero ahora se había transformado en no sé qué olor desagradable. Se preguntaba la causa y no era difícil concluir que la crianza de cerdos a la intemperie, la acumulación de los desechos orgánicos como hojas, residuos vegetales, desperdicios de cocina, y los charcos formados por las aguas de lavado, no podían dejar otros resultados. Desafortunadamente en aquellos lugares la ausencia de manejo y tratamiento de residuos era total. Unos agudos gruñidos retornaron a Don Salvador de sus meditaciones, aunque no tenía más educación que la primaria, la misma naturaleza se había encargado de sensibilizar su alma y de convertirlo en un defensor del medio ambiente. Los gruñidos aumentaron. Un camión cargaba una envidiable piara que se llevaría al mercado en Bogotá. Le fastidiaron mucho los chillidos, pero no protestó por aquel ruido agresivo, lo comprendió como una protesta justa de quien está próx

imo al sacrificio.

El camión se despidió con su valiosa carga y el silencio retornó al paisaje. Por aquellos parajes solamente se escuchaba el cantar de uno que otro gorrión, de una que otra mirla, pues por la gran pobreza de árboles, arbustos, hierbas y líquenes, no había refugio para las aves. Los azulejos, los arrendajos y las torcazas son palabras extrañas a los oídos de los niños ¡cómo son las cosas! -pensaba nuestro amigo-, los arrayanes, los tunos, los sauces y los mortiños han sido desplazados en provecho de los cultivos: la papita, el maíz, el trigo y la alverja deben llegar a los mercados, esto es prioritario. Entonces, pensaba Don Salvador, tantas acciones agresivas, desde hace tiempos: como la tala, la quema, las prácticas deficientes de riego y drenajes no dejan aves, no dejan ranas, ni lagartijas, ni tinajos, ni tan siquiera los guaches. Poco a poco, el primitivo amante de


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