Autologia

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único que importaba, tu abuelo, que en paz descanse, me lo recordó cada día que pasé a su lado. Recuperé mi casa, formé mi propia familia y, cuando estuve completamente segura de que en mi vida jamás podría ser más feliz que entonces, tomé a tu padre de la mano y regresé a casa de la señora Roech. Pero ella ya no estaba allí, me recibió una joven que dijo ser su sobrina. —Murió hace tres años —titubeó un instante—. ¿Es usted Leah? Asentí. —Mi tía dejó algo para usted. La muchacha se perdió un momento en la penumbra del pasillo; cuando regresó, me tendió el relicario que una vez yo había dejado como garante de mi felicidad. —Murió convencida de que algún día vendría a buscarlo. Me hizo prometer que se lo daría —concluyó la joven prima de Jérôme. Aquella misma tarde, en la zona más recóndita del cementerio de Pantin, con mi hijo de la mano, me postré ante dos lápidas agrietadas y sin flores. «Jérôme Roech», se leía en una; «Señora Adeline Roech», en la otra. Lloré largo rato ante los confundidos ojos de mi niño. —Lo conseguí, señora Roech. Soy feliz. —Acaricié el cabello de mi pequeño—. Ahora soy feliz.

De repente el silencio del desván me sobrecogió. Los rayos rojizos del atardecer bañaron el sillón de mi abuela haciéndola flotar en un mar 70


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