Tabi Tabi TOYO Febrero 2013 No.91

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Diciembre 16, Kamakura.

E

l automóvil deportivo se desplaza con rapidez sobre la autopista. Al volante se encuentra Yohei; sentada a su izquierda va Hanako, su mujer. Yo voy en el asiento trasero, donde Mie me hace compañía. Los cuatro platicamos (o, mejor dicho, ellos platican mientras yo trato de seguirles el paso) acerca de los sucesos del día. La conversación gira en torno a varias cosas, entre ellas, las elecciones que ese mismo domingo se llevan a cabo para elegir a los nuevos miembros del congreso y, por ende, al nuevo primer ministro. Vientos de cambio soplan en la isla-nación. Ahora nos dirigimos hacia Kamakura, pequeña localidad ubicada al suroeste de la capital y de la cual sólo he leído en mi libro de texto de japonés. La atmósfera del poblado contrasta enormemente con el agitado ritmo de la capital. Al igual que nosotros, el fin de semana ha invitado a incontables personas a visitar el sitio donde se posa sentado el Gran Buda de Kamakura, frente a cuya figura se retratan emocionados docenas de turistas. Para mi sorpresa, descubro que la estatua es hueca en su interior; por dentro, curiosas inscripciones —cuyo significado es ininteligible incluso para el japonés promedio— tapizan sus amplias paredes de bronce. Nos dirigimos luego al templo Tsurugaoka Hachiman-gu, el principal santuario del lugar. Como tantos otros de la religión sintoísta, éste también exhibe un color rojo brillante que destella aun más cuando es bañado por la luz del sol. Frente a su altar, donde las personas vienen a pedir por la salud de sus seres queridos, Hanako me instruye sobre la forma correcta para orarle a las deidades y luego me persuade de conocer mi fortuna por medio de un o-mikuji. Espero que la pequeña tira de papel, en cuyo encabezado se puede leer “suekichi” (fortuna por venir), aún cuelgue del alambre donde lo dejé doblado. De vuelta en Tokio, el trío me invita a degustar una especialidad culinaria propia de la capital, el monjayaki. Como todo platillo que incluye el “yaki” en su nomenclatura, el monja se prepara con todos sus ingredientes fritos a la plancha, resultando en una poco uniforme pero deliciosa revoltura. Cuando la mezcla comienza a quedarse pegada al metal se forma el okoge, “lo quemadito”, cuyo sabor constituye la parte más codiciada del curioso platillo. Y así, raspando el okoge con unas diminutas espátulas de metal, entre risas y sorbos de cerveza y aguardiente shochu, culmina mi primera visita a la capital del este. FEB2013 07


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