POLÍTICA SUDAKA (2009)

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PolĂ­tica Sudaca

Roberto Rowies


Política Sudaca

Copyright © 2010 de Roberto Rowies

A Mercedes, mi sueño más real.

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Política Sudaka Edición digital EUREKA 2010

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Índice Prólogo

4

Monólogo Interior

Pag.

Algo que pasa por dentro

6

El caso Pomar

17

Un pobre tipo

30

Variaciones

36

Nada

45

Política Sudaka

58

Hay que ser paciente, pensar en el prójimo

71

Gripe Porcina

84

El secuestro de Federico Burman

94

Perseguido

95

El balcón

103

La feria de Mataderos

114

Pompeya

129

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Prólogo

Una primera instancia en la lectura de cualquiera de las obras que conforman este libro nos produce un singular sentimiento de alejamiento. Un universo tan real, trastocado en palabras, en el que proliferan individuos amenazantes, situaciones desconcertantes, fábulas sin ningún tipo de moraleja. Un universo infringido por las relaciones de poder y la arbitrariedad que está cifrando literalmente lo real. Desde que la novela decimonónica creyó posible trasladar la realidad a la literatura la problemática ha sido siempre la misma, con mínimas variantes: ¿cuál es el nexo que une literatura y realidad? ¿Hay que buscar acaso en la obra al autor y con él todo lo que eso implica; o la obra una vez terminada goza de total autonomía? Borges decía que sus cuentos una vez terminados ya no le pertenecían pero también afirmaba que toda literatura es autobiográfica. Pueden atribuirse muchas de las turbaciones e inquietudes del autor en su obra; pero las turbaciones de los personajes, en este libro, son la de la mayoría de las personas inmersas en el entramado social. Tanto los personajes que monologan en la primera sección del libro, como el personaje de Federico Burman, al final, hacen explicito lo que nosotros, individuos, en la vida real, dejamos pasar por alto. Sospechas que a veces nos asaltan pero que por un mecanismo de auto preservación naturalizamos enseguida. El autor toma de la realidad, por ejemplo, un caso reciente como el de los Pomar y de allí desteje una red de poder en

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Política Sudaca la que estamos implicados todos. La pregunta entonces no sería si el arte puede copiar lo real; podemos preguntarnos más bien, si todo lo que genera el mundo puede servir como material para la ficción. Correlato entre vida y obra puede menoscabarse cuando comprobamos que el fin último de todo es poner en palabras el sinsentido del mundo. Es darle, precisamente, sentido. De allí nace la literatura. Porque hay una nueva manera de relacionarse con el mundo y una manera diferente de entender esa realidad y no sólo la literatura. De qué sirve tener valor, se pregunta Burman, en Pompeya, si al final un tiro en la cabeza acaba con todo. ¿De qué sirve tener el valor de escribir? Sirve para evadirse, sí, pero también sirve para enfrentar esos mecanismos de poder y la arbitrariedad de una sociedad jerarquizada que excluye y condena. Sirve para salir de ese lugar impuesto. Con Política sudaka asistimos a una nueva forma ya no de representar el mundo sino de distinguir con la minuciosidad de un artesano la inmersión en el mundo actual del hombre y sus desdichas. Pablo Gastón Zarza, 30 de Diciembre de 2009

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I. Mon贸logo interior

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ALGO QUE PASA POR DENTRO

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Tranquilo, tranquilo. La prostitución siempre fue así, la merca también. Parece que estás en el paraíso, pero de repente se te abre la cabeza y te das cuenta que estás acostado con una trola que no conocés y que te la está chupando y tampoco sabés por qué. La cosa es que seguís porque la joda tiene eso, eso de querer seguir y no querer parar, como una adicción. Pero la cosa es que estas ahí, mirándote en el espejo y te tocás la nariz porque te arde, sabés por qué es, ella está inclinada, y vos sabés que te duele, dejala que siga... no le va a hacer nada. Lo sabés, pero te inclinás vos también de nuevo y te tocás la nariz como diciendo te dije que te iba a doler pelotudo. Te levantás, te mirás en el espejo de nuevo y vas hasta la sala, prendés la tele y haces algo no habitual, te prendés un cigarrillo, para relajarte. Suspirás. Cambiás los canales de arriba hasta los menores, sabés bien que lo que te interesa está ubicado por ahí, en la franja más estrecha, todos juntos como un paquetito, como si estuviesen envueltos y preparados a propósito para que los consumas, y vos caes, caes porque siempre caes y te plantás en uno. Después te tocás el pelo y te das cuenta que no te bañaste y que la noche por lo visto fue larga, y que queda algo de resaca también. Antes de llegar al baño, abrís un poco la puerta del dormitorio, ella esta ahí dormida, sabés que la perdiste hace mucho tiempo, pero la ves ahí, como el mejor recuerdo. Abrís la otra habitación y está la puta inclinada, ya no da más. Roberto Rowies


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Cuando salís a la calle parecés otro. Parecés, dije, pero sos el mismo, por dentro, digo. Por dentro tenés esa cosa que te busca, ¿no?. Lo sabés, lo sabés bien, te persigue, lo llevás adonde vas porque lo tenés adentro. Y cuando ves a la gente, no sé, en Avenida Santa Fé, te preguntás si ellos también lo llevan, lo llevan los hijos de puta y lo disimulan bastante bien, de alguna manera, porque no se les nota, para nada, como a vos. Seguís caminando, escuchás algún tema conocido que sale de algún local y puteas porque te olvidaste el mp3, y el momento hubiese sido perfecto para poner algún tema que te haga más ameno el viaje, a todos nos pasó alguna vez. Pero la cagada es que seguís caminando, ahora por Ayacucho, la calle es un poco más estrecha, y querés abrir los brazos y abrazar a alguien, porque estás contento, porque no te detenés, porque súbitamente pensás que todos nos podemos amar de una manera desinteresada y te ponés contento, todos lo hacemos, y te sonreís en la calle, y afortunadamente no te importa lo que piensa el que te está mirando y se baja de la vereda para caminar por la calle cuando te cruza, porque no entiende la felicidad de tu cara, es raro, es sincero, no parece fingir el flaco, y mueve la cabeza, parece que está hablando solo; sí, en realidad se está hablando solo, no finge, se está diciendo “pobre flaco, le debe pasar algo, va caminando hablando solo, murmurando, riéndose, algo le debe pasar”. Pero todo tiene un fin. Cuando llegás al microcentro volvés a ser el flaco con esa cosa por dentro. Estás a punto de cruzar la 9 de Julio y pensás que es la más ancha del mundo, ¿para qué Roberto Rowies


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carajo nos sirve tenerla?, pero sabés que es así, está. Y Maradona es el mejor del mundo, eso sí, pero para qué. Llegás al primer semáforo. Te viene otra sensación, casi una expresión, ¡que linda ciudad la puta madre, hay que disfrutarla, no ser tan amargo!. Mirás a tu alrededor. Mirás tu maletín que no es de cuero y te gustaría tener una mochila, algo más cómodo, informal. Mirás para la izquierda y el sol te da en la cara, pensás, pensás solamente... que es la primera vez que sentís tan tibio al sol, lo sentís poético al sentimiento pero enseguida te asqueas por el pensamiento cursi y mirás para adelante al hombrecito amarillo en el semáforo, esperando como todos los demás. Das el primer paso con la pierna izquierda y no te molesta acordarte del refrán. ¿A quién le importa esa mierda?. Volvés de a poco a ser vos, estás lejos de ese que se reía en Ayacucho. Pero seguís. Te parás en un puesto de diarios, todos los días lo haces, y mirás de reojo a una flaca que reparte volantes en el banco, te hace acordar a alguien, a alguien que olvidaste y no querés recordar porque te duele, sabés que te fue difícil superar que ella te dejara por otro, y encima vos que sos medio metrosexual, te hubiese gustado cagarlo a trompadas pero no te animaste, te quedaste con toda la bronca y ahora ves a esa flaca y te querés matar, te hace sentir como un pibe, aunque sos un pibe, pero el laburo que tenés te hace un tipo serio y te avejenta. La mirás y te escondés entre los diarios, no sabés que hacer. La sensación es media estúpida, porque tendrías que encararla y se acaba la historia, Roberto Rowies


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tenés miedo al rechazo, te mata eso, estás solo, lo sabés, pero no estás queriendo a nadie, tampoco te querés casar ni mucho menos, y el sentir que alguien no quiere estar con vos ya pone el problema en otro plano, que es el de los demás, el punto de vista de los demás, por el que vivimos todos sin darnos cuenta. Te animás a caminar y pensás en la puta que te venís de coger, no tendrías que tener miedo, son todas iguales, les gusta a todas de la misma forma. Pero la ves, esta ahí paradita, no dice nada, reparte los volantes desinteresadamente hasta que te mira, y vos la mirás y como un pelotudo no agarrás el volante que te extendía, sin saber que ahí esta el teléfono de ella, porque vende unos planes para el gobierno con el nombre del banco, y te pasás, te pasás de pelotudo, de cagón. No pueden decir nada los demás. Nadie sabe lo que le pasa al pobre pibe, por qué se tropieza, y nadie sabe porque a ella se le caen todos los volantes mientras lo sigue mirando. Doblás en Lavalle y tenés la lengua pastosa. Llegar a Lavalle te dice que estás cerca y te ponés eufórico, muy eufórico. Te corre esa adrenalina por el cuerpo, la de la noche anterior y te empezás a sentir mejor, la piba queda atrás hasta la próxima vez. Te sentís medio ganador y medio perdedor. Sabés que es mejor que no sentir nada, por lo menos. Te ves en los espejos del cine, querés aminorar el paso para verte mejor, pero ahí entran los demás que crees que te están mirando, muy poca gente se para realmente a acomodarse el pelo y le importa un carajo si alguien la mira. Digo, tendrías que hacerlo más seguido. Eso te hace Roberto Rowies


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bien. Te gusta verte bien. Y te mirás así, al pasar, si tenés bien el pelo o la corbata, y seguís, pero con la sensación de no estar conforme con la ojeada, pensás en el baño de algún resto, pero sabés que tendrías que consumir, y es inútil porque vos sabés que sólo necesitás una mirada de menos de un minuto. Tenés esa sensación, la misma de la que hablamos cuando saliste de tu casa. Y la euforia se pasa, es momentánea, casi exótica, sabés que va a ser imposible que vuelva. Te volvés a sentir raro. Entonces decidís fumar. La medida es casi mágica, porque te olvidás que estás mal, que viste a la flaca y que venís de estar con una puta y no te bañaste. Pucho mágico, decís, lo prendés medio mal, porque hay un poco de viento, la magia se va a la mierda y quedás como el cornudo de la calle Lavalle. Pero con la tercer pitada y el celular que sonó la cosa cambió. Era tu jefe, te preguntaba dónde estabas y en cuánto tiempo llegabas. Falta poco, le dijiste. Florida. Te pasa alguien de costado que te golpea, te das vuelta, la mirás, pensás que esta buena, y seguís caminando, pero te gustaría dar otra miradita, la verdad que tenía buen culo, pero no lo haces. Ves el puestito de panchos que por alguna razón no te gustan, o te gustan pero no te gusta ser de los que comen ahí parados pudiendo ir a un Mc Donallds, pudiendo relacionarte con otro tipo de gente. Pensás, pensás que es difícil vivir así, con esa careta diaria, con esas ganas de vivir, y ese no vivir cotidiano, conviviendo para que estemos así. A todos les pasa, no se pueden hacer los boludos. A todos nos pasa que salimos y somos Roberto Rowies


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otros, independientemente de lo que trabajemos, de lo que pensemos, de lo que creamos que piensan los demás, de los demás como individuos, inclusive. A todos nos pasa que queremos vivir como se debe vivir, pero nos conformamos con lo que somos, careteamos la realidad, somos irrealidades. Como vos, que vas por Florida floreándote pero dejaste a una putita drogona tirada en una cama y eso ayer te hizo sentir bien, vos te sentís bien ahora, creés que te sentís bien, pero quién te dice qué está bien o está mal, es así, como vos lo creés. Te viene esa sensación a la garganta, a la boca del estómago, te late el corazón un poco fuerte, te transpiran las manos. Pero parás en un kiosko y te comprás unos chicles para el aliento, no sea cosa que le hables a tu primer cliente y eches todo a perder. Estás casi llegando a la plaza, sabés que tenés que doblar a la derecha. Cuando doblás, y no sé si será porque era un ángulo cerrado, el panorama cambia para vos. Tenés adelante a una piba de unos 18 años que está divina, que camina bastante rápido y usa zapatillas. Vos venís parejo, no te querés adelantar porque corrés el riesgo de no poder porque es ligera, pero tampoco te querés quedar atrás. Eso que tenés adentro te hace sentir que vos podés, y le querés ver la cara. ¿Quién será la que camina con esa armonía en las piernas, con esa soltura tan peculiar en las conchetas?. Te metés un chicle en la boca y te das cuenta que naciste para esto, que es innato a vos. A quién no le pasa. La cosa te dura menos de media cuadra, ella se para para comprar algo en un negocio, vos te haces el distraído que mirás Roberto Rowies


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porque parece que se te cayó algo, y le fichás la cara. Te dás cuenta que lo mejor para ella es que la miren de atrás, no es como la piba que reparte volantes en el banco, ni siquiera como la putita. Ahora sí. Te dás cuenta que estás llegando tarde. El llegar tarde es, quizá, común. Siempre pasa algo. Depende también dónde trabajemos, si tenemos horarios flexibles o jefes flexibles. La cosa es que parece que llegás siempre tarde. Te quedan dos cuadras y pensás por qué no te tomaste un taxi apenas saliste de tu casa. Lo sabés, sabés por qué fue. La sensación parece estar ahí, la regurgitas, la traes de nuevo hasta la garganta, y sentís gusto a vómito. Tu jefe te está esperando. Lo que no sabés es que enfrente, en la plaza, dos flacos se preguntan por primera vez que es lo que venís carburando. Los flacos están ahí sentados, tomando mate, pero discuten algo, algo de vos, porque te vieron doblar y hacer todo lo que hiciste, te vieron levantar algo del suelo y mirarle el culo a la mina. Que cómo estás vestido trabajás en una oficina, que tenés guita, que tu novia debe estar que se parte, que venís de buena familia, que nada en este momento te está rompiendo las pelotas, que tu trabajo es perfecto. Se preguntan, de ingenuos, si existe alguien que este pensando algo de ellos, tal cual como ellos de vos. No lejos, sino ahí. Que los estén mirando y diciendo, ¿que pensaran estos flacos?, ¿qué estarán haciendo sentados a esta hora, en horario laboral, tomando mate?, ¡que vida, eh!. Vos venís a los pedos, podrías mirar pero no lo hacés, te Roberto Rowies


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parecen vagos. A la cuadra, sentís que te hubiese gustado estar en su lugar, sin presiones, escandalosamente tranquilo, sin esa cosa por dentro. ¿A quién no le pasa que quiere por un momento ponerse en el lugar del otro?. Mirás la hora, te quedan tres minutos y una cuadra. La cosa se puede complicar, es tu primer cliente. Te viene esa cosa que sentiste todo el viaje y que sentís todos los días. Lo sienten todos, ese vacío, esa cosa que no es cosa. Y tocás timbre. El portero te abre. Te dás cuenta que el trabajo es así, que las cosas no se pueden cambiar, que vamos a vivir encadenados al laburo hasta morir. Pero te acomodás la corbata, no te queda otra, además el trabajo te gusta, no lo negás, ponés siempre la mejor cara, la que elegís del ropero. Es el primer cliente tuyo, después de que hiciste de todo para la compañía. Ahora te dás cuenta de que con 30 años sos un tipo importante y podrías disfrutar más de la vida. Sabés que las cosas cambian, pero sabés también que te amoldás rápido, que sos como la masa de un panqueque, como la crema, como la plastilina. Todos lo hacemos. ¿Quién puede ser tan arrogante y negarlo?. ¿Quién no dejó alguna vez todos los ideales para hacer un trabajo pelotudo, para ser simpático, para tener química con los demás, para ser un poquito mejor, a costa de mentirse descaradamente?. Sacás lo mejor de tu vanidad y te parás en el medio del hall para acomodarte el pelo, que lo tenés bien, pero lo querés repasar. El portero, que te mira, es un portero. Y subís. Sabés que la empresa te dio mucho, que no le podés fallar, que tenés que dar un poco más. Tirás Roberto Rowies


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el chicle en el piso del ascensor. Tu jefe en persona te abre la puerta. Eso es importante, y que el tema de que llegaste tarde no lo va a tocar. Te pide que pases a la otra habitación donde tu cliente te espera. Antes, te presenta a su jefe, el que está más arriba, que te quiere conocer. Te hace quedar bien, lo sabés, por las cosas que le dice y más que nada por todas las que omite. Y querés dar todo. Ahora sí sos feliz, ahora sí querés abrazarlos, como te pasó en plena calle Ayacucho. Querés echar una ojeada al historial de cada uno y alabarlos. Querés compartir tu felicidad. Ya no sentís esa cosa en el estómago, se fue. Se fue la putita, se fue la flaca de buen culo y hasta la piba del banco. Entrás a la habitación. No te dás cuenta, pero el cliente está nervioso. Se le ven algunas gotitas de transpiración. Vos te sentás, con estilo, te acomodás la corbata y abrís un cajón. Te preguntás ahora si es necesario saber el nombre del tipo, la vida. Y cerrás el cajón. Él te ve, claramente. No te preocupa tu camisa, ni la pared, ni las cortinas nuevas de la oficina, menos el piso recien encerado. ¡Pam!. Sabés que naciste para esto. Sabés que el seso enchastrando la pared, la sangre chorreando de las venas, y el nombre de un tipo común no te importan, como a todos.

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EL CASO POMAR

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Murieron los Pomar. Es trágico. Sin embargo, lo cómico, irrisorio y relevante es lo que queda después de encontrarlos. No sólo los cuerpos medios putrefactos, ni siquiera la resolución final del accidente, sino resabios de una realidad que convive con nosotros, articuladas magistralmente por los medios para sea un mero recorte de lo cotidiano. Yo tenía uno de esos en las manos, lo venía ojeando en el auto, hoja por hoja, con el dedo índice, hasta que ví la nota central del diario con el caso Pomar resuelto. Yo venía de una semana agitada y no había tenido el tiempo suficiente para informarme. Lo hacía así, de a ratos, cuando me detenía en un semáforo o en la cola del peaje. Y hablando de eso, ví la foto de ellos unas horas antes de morir, con él sacando las manos por la ventanilla, tal vez pidiendo auxilio de alguna manera, o simplemente para denotar que algo no andaba bien. Digo, porque yo sacaba también mis propias conclusiones, que era poco propable que alguien que se estuviera escapando saludara a la cámara del peaje, digo, lo más lógico, y esto lo pienso y tal vez lo pensaron miles de personas al leer el matutino más conocido del país o cualquier otro, sería que se tapara la cara con la mano libre, o que usara una gorra para despistar, o miles de posibilidades y cosas que pudo haber hecho para despistar, si es, como yo pienso, o como dicen también los diarios, que se estaba escapando porque tenía deudas. Era poco probable porque con este simple hecho Roberto Rowies


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toda la masa de acreedores ya estaría en conocimiento de que se estaba tratando de escapar y no saldar sus deudas. Había salido del primer peaje y llegaba al segundo. Mecánicamente me abroché el cinturón de seguridad y saqué unas monedas que tenía preparadas. Bajé el vidrio de mi lado y pagué. No lo había pensado hasta el momento, pero tal vez, de la misma manera, digo mecánicamente, Pomar había hecho los mismos movimientos en el último peaje donde se lo vio con vida, tal vez abrochándose el cinturón sólo para simular que tenía todo bajo control y que era un conductor responsable, tal vez giró a los asientos de atrás donde estaban sus hijos y les indicó que se abrocharan los suyos, ellos tal vez se lo reprocharon, él se habrá puesto firme y les explicó que era sólo por un momento, también se lo habrá dicho a su mujer que iba a su lado; y de no tener ese tipo de seguridad en el auto, lo más probable es que desde la ventanilla del peaje le hubiesen advertido de lo peligroso que era viajar sin cinturón de seguridad y que, por precaución, no sobrepasaran los 90 km por hora. Habrá buscado las monedas que venía juntando de los vueltos y así pagó el peaje. Yo hice lo mismo, aunque iba solo en el auto, sin embargo, pensé en ese hecho en particular, en el de hacer cosas mecánicamente. Si los Pomar lo habían hecho, ¿por qué yo no podría hacerlo?. De la misma manera hice lo que ellos hicieron, pasar la barrera, sacar la mano por la ventanilla y hacer una señal, mezcla de “socorro y me estoy escapando”, “o no sé que estoy tratando de decir”. La cosa es que lo hice frente a la cámara del peaje. Roberto Rowies


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Era poco probable que me pasara algo hasta mi casa, que estaba a unos 5 kilómetros, pero fue un movimiento inconsciente, mecánico, diría yo. Saqué la cabeza sin pensarlo apenas se bajó la barrera detrás del auto, levanté las manos e hice una cara de “esperame, voy para casa”, o “llamá a la policía que me están secuestrando”, o “poné la paba que yo llevo las facturas”; nadie lo iba ni siquiera a sospechar. No era Pomar, que en ese entonces había estado desaparecido ya por un día. Yo venía de una semana agitada y aunque esa mañana no había ido a trabajar por estrés, nunca me había preguntado cuánto tiempo hacía que no le decía a alguien donde estaba, tal vez después del caso Pomar los tiempos se acortaran y unas cuántas horas ya eran motivo suficiente para hacer la denuncia y reportar a un desaparecido en la ruta. No sé, yo venía haciendo la cuenta mientras pensaba en por qué había sacado la mano por la ventanilla y había hecho ese gesto confuso y arbitrario, y contaba unas cuántas horas de ayer a la noche, donde salí a caminar por la costanera después del trabajo, había llegado a casa y mi novia me había dejado una nota, que su mamá estaba enferma, que me ocupara de las cosas por esa noche, que ella por la tarde del día siguiente estaba de regreso. Yo a la tarde salí a caminar de nuevo como me había aconsejado el médico unas semanas atrás, unas cuántas horas por la tarde también, iba en auto hasta la costanera, pateaba hasta la zona vip y volvía. Contaba mientras manejaba, y ojeaba las hojas del diario para ver en que artículo decía cuánto tiempo habían desaparecido antes Roberto Rowies


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de que los medios de alguna manera se enteraran de la situación; venía contando y los números me daban bastante bien, digo bastante bien porque era bueno para la suma, pero venía manejando con una mano, ojeando con la otra el diario, un ojo aca y otro en la ruta hervida de autos, y otra parte en la cabeza, que por qué Sandra no me había mandado un mensaje de texto, que quizás su mamá no estaba tan bien que digamos y ella se tendría que quedar una día más para cuidarla, pero un mensaje de texto no le costaba nada, yo estaba con estrés laboral, todo me producía calor y me desganaba, pero me obligaba a caminar para aliviar los síntomas, entonces ella había aprovechado para ver a su mamá mientras yo caminaba por la costanera, pero ahora estaba en el auto, había pasado el segundo peaje y me dirigía a casa, estaba ojeando el diario mientras manejaba y me desabrochaba mecánicamente, sin pensarlo, el cinturón de seguridad, como una molestia subsayente e implícita. Me sentía liberado, con menos estrés y ponía cuarta y las cuentas me daban ahora y tenía un número en concreto si es que eran las 8:30 pm como creía, y pasaba las coloridas noticias de los Pomar de acá para allá y ojeaba la ruta de a ratos, porque no hacía falta una mayor atención y leía algún artículo. Habían desaparecido pero no podía encontrar dónde decía con cuánto tiempo de anticipación habían hecho la denuncia, yo pensaba que un día, o había escuchado eso por ahí, pero tal vez había sido menos tiempo, o llegó tarde la información a la prensa y todo tardó un día en salir. Pensaba, un día es poco tiempo, muy Roberto Rowies


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poco tiempo para desaparecer, pero como están corriendo los tiempos hoy en día, lo que antes era mucho hoy es poco, pero para mí poco era siempre poco, aunque antes fuese mucho y hoy menos, por no decir poco. Y mucho era mucho, fué siempre así. Pero mucho, antes, era mucho más que hoy, que mucho es mucho no hay duda, pero no comparable con el mucho de antes, que era sustancialmete más y el de hoy era considerablemente menos. Un día, sin embargo, era poco para desaparecer. Pobre Pomar, pensé. Desapareció un día y lo mandaron en cana por todos lados. Le aparecieron deudas, historias de violaciones, de abusos, de secretos de familia, de consumo de drogas, de pedofilia, de violencia doméstica, pero nadie dijo que lo vio saliendo del peaje con el cinturón de seguridad puesto como un hombre responsable y sacando la mano por la ventanilla en señal de muchas cosas; en realidad conjeturables, pero poco común era hoy sacar la mano en el peaje para saludar a la cámara, digo, nadie lo hace, y Pomar creo que estaba dentro de ese grupo, del que no hace ese tipo de cosas raras para llamar la atención o para decir que le está pasando algo y que no tiene otra forma de decirlo. Para mí, además de él, yo era el único que había sacado la mano por la ventanilla para hacer un gesto a la cámara del peaje. No creo, como le pasó a él, que me hubiesen visto. Pero las cuentas daban, unas veinticuatro horas y media que nadie tenía contacto conmigo. Contacto que haya quedado implícito, como un mensaje. Digo, alguien en la costanera me tuvo que haber visto mientras caminaba de un lado para el otro Roberto Rowies


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con mi cara de estresado y de no dar más, alguno me tuvo que haber visto, aparte tenía una remera con dibujos amarillos bastante llamativos que a nadie se le puede pasar por alto, aunque me venía a la memoria, mientras doblaba mecánicamente la curva con mi mano izquierda sobre el volante y la otra que buscaba el celular, las calzas verdes de una maratonista que estaba practicando cerca del río también, pero no me podía acordar la cara de la mina, lo mismo podía pasar conmigo, que se iban acordar de mi remera con dibujos llamativos pero no de mi cara de estresado y de no dar más. Giraba la mano izquierda hacia la derecha sobre el volante, aguantando la curva siguiente y tanteaba en los bolsillos de la campera si estaba el celular y pensaba en el título de la nota que acababa de leer, que supuestamente Pomar había mandado un mensaje de texto a la casa donde iba, para avisar de su llegada en una hora, y después sobrevino el accidente. Yo arqueba el brazo para hacer girar bien las ruedas del auto sobre el asfalto caliente y doblar lo suficientemente bien como para mantener la velocidad constante del carril en el que venía circulando; bien era bien, acá y en la China, o acá y en otro tiempo, no se podía decir que bien, hoy, había significado mal antes, o viceversa, aunque antes sí hubiese estado mal girar a 100 km por hora en una curva de una autopista y hoy, prácticamente, era un uso aceptado y no se lo veía con malos ojos, digo, de haber sido antes, antes en el tiempo, me figuro que los Pomar no hubiesen muerto porque habrían llevado el cinturón de seguridad puesto, aunque hubiesen viajado en Roberto Rowies


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otro vehículo, más de la época y con dispositivos de seguridad menos efectivos, pero evidentemente se hubiesen salvado porque no irían a la velocidad que hoy en día se maneja, porque antes los conductores eran más precavidos, tenían mejor preparación, y bajo ningún punto de vista hubiesen doblado una curva potencialmente peligrosa con una sola mano al volante y la otra revisando el celular, sabiendo que llevaban dos criaturas atrás sin cinturón probablemente cantando alguna canción de los programas de televisión, felices de que llegaban a casa. Yo estaba en el hoy, en el que las cosas que estaban bien, antes estaban mal y tal vez viceversa, pero no había motivos todavía para pensar que lo bien de hoy antes era mal, y lo mal de hoy antes era bien, por eso estaba bien manejar así, era una costumbre, y con la otra mano revisar el celular también, y con los ojos revisar la cabeza como si estuviese buscando un pensamiento perdido en las cosas. Había pasado un día entero sin que nadie tuviese noticias de mí y eso, de alguna manera, me preocupaba, como también no encontrar en las páginas del maltratado diario una referencia al tiempo que habían tardado para denunciar como desaparecidos a los Pomar. Se hablaba de un mensaje de texto mandado, algo como en una hora llegamos, o estamos a una hora de llegar, sin duda pensando en mantener la velocidad constante en la que venían viajando, cruzando las curvas de la misma manera y sin el cinturón, sin pensar, sin embargo, que habían saludado en el peaje la noche anterior y que tal vez los estarían buscando, pero como había pasado el Roberto Rowies


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tiempo, y ellos, aparentemente, ya estaban muertos cuando la noticia dio la vuelta en los medios y en cada casa del país, la cosa parecía menos espectacular de lo que se creía. Ellos habían mandado el mensaje y estaban llegando a esa curva mucho antes de que se denunciara que habían desaparecido, o que lo medios invirtieran todo su tiempo y su capacidad cacofónica para transmitir la situación de un mero empleado que había salido con su familia si avisar a nadie a pasar unos días en su casa de Pergamino. Yo no iba para Pergamino. Pero había hecho un gesto, y había desaparecido de la faz de la tierra, por así decirlo, por un día. Por eso buscaba el celular. El diario decía que los cuerpos habían aparecido a 40 metros del vehículo y que el accidente había sido violento. Si hubiese pasado antes se dirían otras cosas, en realidad si hubiesen pasado antes, no habrían pasado. Venía otra curva y había podido encontrar el celular. Decían que el auto se había volcado, que estaba entre los árboles en un pequeño bosque, que no se podía ver desde el helicóptero policial, que estaba bastante oculto, que antes que ellos ya habían muerto tres personas en otro accidente el mismo año, y que no llevaban cinturón de seguridad. Yo doblaba a la izquierda y tipeaba con la otra mano como podía. No era para tanto no haber dado señales de existencia durante un par de horas, unas veinticuatro, o un día, hoy por hoy eso no es nada, no significa que alguien tuvo que haber muerto porque desapareció esa fracción de tiempo, quizá si hubiese pasado antes te lo creo, pero hoy, como vivimos y como pasamos las curvas de la Roberto Rowies


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autopista, no te creo. Te creo que hoy tenga estrés y antes no. Antes no había estrés. No estaba esa fatiga mental, ni el diario que se ojeaba en el auto, ni el celular con su teclado diminuto y sus inexpresivas y mecánicas pulsaciones para explesar una idea, a veces profunda. Digo, tendemos a la inexpresión. Por eso si yo hubiese de alguna manera pagado el peaje y hubiese sonreído a la cajera con mi mejor cara y hasta me hubiese atrevido a hablarle de mi estrés y mi cara de cansado, todo habría sido diferente, para ella inclusive que parecía tener los mismos síntomas que yo. La curva venía y había tipeado como pude en 10 minutos estoy en casa, y había embragado para frenar y doblar. Había tomado una calle que no habituaba pero siempre creí que me llevaría más rápido hasta mi casa, y por primera vez pensé en todas estas cosas como un acto cotidiano, de salir y pensar cuántas horas había deambulado sin decir dónde estaba, estafando de alguna manera al estado, sin haber contado las horas que había estado desaparecido, sin pensar que un helicóptero me puede estar buscando por ahí, más 50 mil efectivos policiales con perros especializados y demás, y uno está lo más tranquilo doblando nada más por una cellecita poco transitada porque piensa que puede llegar más rápido, porque viene estresado y le hace falta tirarse en el sillón y prender la televisión para ver lo último que está pasando en el caso. Los Pomar habían volcado el auto sin pensar en estas consecuencias lógicas del ahora, porque antes, antes digo unos días atrás, nadie las hubiese creído como probables o metódicas o diarias, Roberto Rowies


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pero ahora como la cosa iba cambiando todos lo días a un ritmo desafiante, era plausible y tal vez eficaz. No me preocuparía por desaparecer un día entero porque ya al segundo medio país iba a estar enterado y toda la policía estaría rastrillando los posibles lugares donde estuve, la costanera, el kiosko tal, la parada tal, la autopista tal, la callecita tal, la casa tal, y estaría mi cara de estresado y de no dar más en todos los noticieros y en las tapas de los mejores diarios; pero me preocuparía también, porque inconscientemente había estado más de un día sin dar señales de existencia y mi propósito no era el de alarmar a medio país para que me buscara, yo estaba bien, no me estaba escapando de nadie, quería mandar un mensaje para avisar de eso, pero tal vez pude haber dejado en claro otras cuestiones para que después no se dijeran pavadas, como que tengo algunas deudas pero estoy esperando un crédito para saldarlas y salir adelante, como todos los que pertenecemos a la clase baja, no digo clase media porque prácticamente no existe, no como antes que estaba bien diferenciada, pero ahora ya no existía, y no quiero decir que el antes era mejor o que la clase media en si misma era mejor o más pudiente, sino que en perspectiva parece como que el antes fue mejor, y el hoy es peor, pero todos sabemos que lo mejor siempre fue lo mejor hoy y ayer, y lo peor, fue lo peor. Y no estaba tan mal, no tenía tantas deudas como para salir en todos los titulares, ni tenía problemas con mi pareja, aunque quién no tiene algunos pero no le hace falta ventilarlos, no tenía hijos ni seguro de vida puesto a nomRoberto Rowies


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bre de nadie, tenía algunos altercados normales con clientes que me habían hecho la cruz en algun momento pero no era para alarmarse, tenía un saldo negativo todavía con el Banco Hipotecario por la casa que estaba pagando y una tarjeta de crédito difícil de dar de baja, tenía algunos ahorros pero conjelados en un plazo fijo renovable automáticamente, tenía ciertos arreglos que hacerle al auto pero todo eso se solucionaba con el aguinaldo de los dos que no tardaba en venir, y algun aumento que no vendría mal, si es que el estado estaba de superávit y de humor, o alguna fortuita promoción en la financiera donde trabajaba también me podía ayudar. No digo que todo esto fuese motivo para una sensacional noticia en los medios, ni mucho menos, porque había desaparecido sólo unas cuantas horas, pero había mandado un mensaje para avisar que llegaba en 10 minutos, que ahora eran cinco, pero no dije que había tomado otra calle, y que si los Pomar hubiesen tenido el cinturón de seguridad hoy serían la familia más famosa del país, digo, serviría más muerta que viva, de ninguna manera los hubiesen podido encontrar vivitos y coleando en su casa de Pergamino tomando mate, porque toda la guita gastada en operativos, en difusión, en publicidad, y tantas cabezas que ya habían puesto en la guillotina para cortar, serían en vano, un gastadero de plata que pagaría el estado provincial y en definitiva nosotros, sólo porque una familia no avisó que iba a hacer un viaje y no tuvo ganas de enviar un mensaje de texto a la policía y sí a sus familiares, sólo unos kilómetros antes de llegar. Yo estaba vivo, estresado Roberto Rowies


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pero vivo al fin. Tampoco quiero decir que estar vivo hoy no era como estar vivo antes. Estás vivo en cualquier momento de la historia, no más o menos vivo, sino vivo. Estar estresado parecía no estar tan vivo, pero por definición, estaba vivo, aunque una persona visiblemente antes, sin estrés, pudiese parecer más viva. La callecita se terminaba abruptamente en una cortada que tenía salida hacia la derecha nada más. Yo doblé con la mano derecha sobre el volante, la otra en la pierna izquierda. Era inconcebible pensar que me hubiese estado esperando toda la prensa para preguntarme dónde había estado todo éste tiempo, por qué no los había llamado para dar información de mi paradero, ni me comuniqué con mi novia para aclararle por qué no estaba en el trabajo y sí caminando por la costanera con una flaca de calzas verdes, pero indudablemente lo pensé. Pensé qué decir también. Todos mis argumentos, por descarte, eran válidos. En mi declaración, frente a la policía, diría que las cosas se viven así hoy en día, que circular a esa velocidad es común, y manejar con una mano mientras la otra revisa el celular o pasa las hojas del diario también, que hoy por hoy es así, que quizá no era necesario avisar a nadie de lo que estaba haciendo, si en definitiva a muy pocas personas les hubiese importado si yo estaba estresado y con cara de no dar más, caminando por la costanera con esa remera amarillo patito de dibujos raros, es común hoy en día, no el volcar un auto y aparentar que murieron en un accidente, eso todavía parece no ser tan común para asimilarlo como algo cotidiano, aunque, señor Roberto Rowies


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policía, con el tiempo eso va a pasar, y vamos a pensar que lo mejor estaba en el antes y no en el hoy, o sea el después que le estoy tratando de figurar a usted, el hoy de mañana sería así, al parecer, también arbitrario. Sin duda que es mejor que estén muertos para usted. Para mi también porque me figura toda la vida que sigue de otra manera. Que tengo que recordar esto todos los días y que me puede pasar, en cualquier curva, y que estar desaparecido por más de un día puede tener dos consecuencias casi lógicas; estar muerto o ser inmensamente famoso.

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| UN POBRE TIPO

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Pobre tipo, pensé. Todos alguna vez lo somos, pero ser así, como ése, como ése tipo, de verdad daba lástima. Y no de la lástima que se mezcla con pena, no, esta no era anecdótica, ni se iba a olvidar fácilmente, era una de esas lástimas que duelen en lo profundo, que lastiman, que carcomen, que surcan de alguna manera y redimen algo que alguna vez fuimos todos, o tal vez lo somos sin admitirlo, unos pobres tipos, pero no, les aseguro, no como ese, que daba escalofrío con solo verlo. Su mirada profunda y perdida en algún objeto. La forma del hueso frontal de la cabeza, que le daba más profundidad a los ojos, que se perdían hacia atrás, los músculos de las cejas apretados, que sobresalían por su anormal estado de tensión. Esos ojos se perdían inevitablemente en algún objeto o en alguna idea. Su cuerpo era ordinario, cargado de una débil grasa que no alcanzaba a engordarlo. Tenía hombros pequeños y brazos largos. Su tez era blanca, pero salpicada de tonos colorados y amarronados, como manchas de sol o quemaduras, pero muy sutiles, que daban la impresión de una piel más homogénea y de color más oscura. No rebajaba el ser pobre con el carecer de medios económicos, no, que quede claro, lo rebajaba aún más que eso, a un hombre pobre de alma, de corazón y espíritu, casi como una sombra. El sistema nos deleitaba a diario con este tipo de personas, personas que no son, que no sienten, que no se estimulan, que se corrompen fácilmente por las Roberto Rowies


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debilidades de la carne, que se asustan, que fingen, que menosprecian, que juzgan, que doblegan, que soslayan, que especulan. El término parecía más ordinario aún cuando se lo comparaba necesariamente con otro pobre, porque este era pobre de alma, muy pobre, demasiado. Sin embargo era suelto de cuerpo, con una apariencia decidida. Ser pobre es ser pobre. Pero ser ese pobre, era no ser. Ya que los veíamos a diario, nos parecían comunes a todos, estábamos enajenados por ellos. Se veían en una esquina, en una plaza, en la cola del banco, en el colectivo, sentados a la cabecera de una mesa, en una banca del congreso, en la televisión, los escuchábamos en la radio, los leíamos en el diario; pero uno así, creanme, era difícil de encontrar, también difícil de digerir. Uno no sabía si permanecer a distancia, o débilmente enfrentarlo con palabras inteligentes, uno no sabía, porque él no las entendía, necesitaba de frases más sencillas, más ordinarias, que doblegaban a uno, que lo asfixiaban. Teníamos que hablar de ciertos aspectos de la política, como si el presidente tenía un ojo mal o los dos, que si tenía guita, que si afanaba, que si su mujer estaba buena, que qué comía cuando estaba en la casa rosada o si fingía cuando hablaba de la manera que lo hacía. No hablábamos de si en realidad esa persona era el presidente, o que si su mujer lo era por que él manejaba el país, no de las empre-sas que hacía accionar en el interior, no de cómo había perdido en el congreso pero todavía tenía voz y voto, no de como 9 de cada 10 tapas de revistas hablaban de él, mal o bien, pero hablaban y por qué lo hacían, no de Roberto Rowies


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coimas, de corrupción, de censura, por nombrar algunos temas. No porque éstos fuesen más profundos o más técnicos, sino porque formaban una realidad que debía ser conocida, ad-mirada y criticada. No teníamos que ser meros entes que se dejaban ser por otros, no, debíamos saber si había conso-nancia al pronunciar, por ejemplo, la palabra libertad con dos laringes distintas, quizá una en el congreso y otra per-dida en la charla de una familia en un barrio. Decir libertad no era lo mismo. Por eso ser un pobre, o un pobre de alma, tenía connotaciones diversas, fuertes y emblemáticas. Uno no podía tolerar ser del segundo tipo, no. Tenía que luchar, morir inclusive en el intento de no ser. Pobre tipo, pensé de nuevo. Iba por avenida Libertador sin casco, rebasando otra moto que manejaba una mujer. Me gustaba sentir el aire fresco de la mañana. Me gustaba llevarlo conmigo a donde fuese. Yo, sinceramente, pensaba de mí que era un pobre tipo, del primer grupo. Sin embargo no podía fingir el miedo de volver a ser uno de los otros. No podía. Ese día renuncié a mi trabajo. Le dije a mi jefe que lo de la moto no era para mí, que estaba para cosas más serias y redituables. Él no objetó ni una palabra. Lo vi revisar una pila de curriculum para llamar a un próximo candidato para el puesto. Dejálo no ser, pensé, y salí con una sonrisa en el rostro, dibujada. Tenía la suerte de tener que dar pocas explicaciones y a pocas personas, a dos. Me volví a pie, porque la moto no era mía. Ví pasar a la mina que yo había dejado atrás en la avenida. Venía con una Roberto Rowies


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sonrisa figurada y al verme me mostró los dientes, como una señal de aceptación. Detuvo la moto en la vereda y me dijo que te vaya bien, no ibas a durar mucho en ésto. Y era verdad. No quería ser de nuevo ese pobre que se dejaba no ser, aunque me desagradaba también la idea de ser el otro pobre, ése que se dejaba ser, pero que sin embargo no era. Yo había sido pobre alguna vez. En los dos sentidos. Primero uno y después, con el tiempo, el otro. Después con cierta urgencia volví al primero. Por eso podía hablar y decir. Había tenido hambre, sueño, y también había llegado a no tener nada, aunque tener nada, ahora que lo pensaba, era, en fin, tener algo. Quizá para no tener realmente nada, había que pensar que esa nada no era nada, un nada de nada. Pero se caía en algo sumamente más trágico, en una repetición indefinida del término, en algo filosófico, astronómico, universal, aunque sumamente digno. Pensar que uno no tuvo nada de nada de nada parecía absurdo o psicótico, pero para figurarlo se podía decir como que no tuve ni siquiera un nada. Después tuve todo. Riqueza, mujeres, dignidad imaginaria, marginalidad consciente del alma. Me doblegué. Por un lado había luchado por no ser ese pobre que tanto despreciaba y por el otro lado caía en el agujero de Alicia en el país de las maravillas, con un vaso de whisky en la mano y la nariz ensangrentada. Ya no era el pobre del que todos decian, ése, el pobre, sino el otro, el que podían llegar a decir, pobre... Tuve todo. Pero parecía como no haber tenido nada. Roberto Rowies


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Aclaro, parecía, porque diariamente me preguntaba, ¿qué es lo que tenés, a qué te aferrás con tanto esmero, a qué te dejás ser?. El día que salí por la puerta de atrás humillado por ellos, deje de ser ése. Dije: ya no sos. ¿Qué era tener todo al final?. Todo no puede ser nada ¿Todo es nada? ¿Nada puede ser todo? ¿Todo es todo?. ¡Que ficción!, dije. ¿Cómo pude haber creído que tenía todo, si no era nada? Me afeitaba con la paciencia de un cirujano. Iba a contrapelo, desde el mentón hasta el labio inferior, enjuagaba, iba desde el cuello pasando por la mandíbula hasta los pómulos, enjuagaba, pasaba en los bigotes, desde el labio superior, subiendo, hasta la unión con la nariz. Así una y otra vez. Me miré al espejo por primera vez en años. ¿Quién sos?, dije en voz alta. Hubo consonancia. Los dos, el pobre y el otro pobre habían hablado. Se volvió a repetir. Sos vos, al fin. -dijeron. La bala me atravesó la laringe hasta el occipucio. Eso, por supuesto, me lo explicaron después.

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VARIACIONES

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¡Sí!, no tengo la menor duda de que fue por eso que no pude ir esa tarde, ¿te acordás?, ¡me lo reprochaste tanto tiempo!, pero ya pasó, no se puede hacer nada. Nada de lo yo quiero, pero si en definitiva no se puede, no se puede. Hoy es jueves y me acuerdo de vos ahí en tu lugarcito de trabajo, tejiendo cosas en tu cabecita de rulos, ¡pero que tonto! ¿cómo no me di cuenta de que era tu primer viaje lejos de tus viejos?, ¿cómo iba a saberlo? Yo, si apenas me acordaba de los míos. Te sonreías a veces sola como una loca en su mundo y yo apenas me daba cuenta de eso, ahora que es jueves me acuerdo y de ese martes al mediodía cuando te fuiste y fue la última vez que te ví. Ese día corrí como un loco, pero cómo explicarte si no me viste, ¡me tendrías que haber visto!, corriendo por la calle enloquecido, transpirado y con los mocos hechos agua en la nariz del frío; ¡que frío que hacía ese martes, yo salí con un sobretodo marrón y un sweater color azul, ¡pero que frío!, las veredas estaban congeladas y yo corriendo por la calle, que locura, nunca lo había hecho y ahora corría por la calle como un pelotudo, porque yo también estaba en mi mundo. ¿Qué te puedo decir flaca?, te corrí pero no te alcancé, hay tantas analogías pelotudas que se pueden hacer con esa frase que mejor mirá, lo dejamos ahí, que así está bien y lo demás ya no importa, nos fuimos los dos con cada uno, y vos estas ahí, todavía con los rulos apoyados en la espalda Roberto Rowies


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y tu mirada perdida en los pasillos, con los hombros arqueados y los codos apretados contra la caja; ¿qué mirarías? me pregunto ahora, porque cuando te miraba no me preguntaba nada, ¿que mirarías con esa tranquilidad digna de pocas mujeres? y tus rulos tan tuyos, tan de nadie, mirabas todavía y yo pienso que sigue, si Mozart o Malher, y vos mirás ahora por la ventana hacia el lado de los cerros, ¿qué raro no? Desde que te fuiste donde yo miro siempre es a ese lugar y yo corrí... pero... seguís y yo no me decido o me dejo llevar por esa rara sensación que traen los recuerdos que nos parecen tristes, en realidad se vuelven todos tristes porque vos no estás y yo miro siempre lo mismo, ¡qué diferencia tan innata entre dos personas que no sienten lo mismo! ¡Que diferencia entre los que miran como yo, pero no miran hacia el mismo lugar, deberías haber mirado conmigo pendeja!, ya tu sonrisa que se va, vos que no miraste, ¡que pesadez que siento en el cuerpo!, como que no tengo ganas de hacer nada, es algo interno pero muy mío, muy tuyo son los rulos y esa sonrisa que se pierde y no tiene forma. ¡Que me importa lo demás!, esto que es mío ya no lo es y lo tuyo tampoco. Anoche te mande un mensaje de texto, todavía siento que podemos estar comunicados, ¡pero tan lejos!, te siento que parece que no estás, no se que sentirás vos pero yo eso y también más cosas, asi como la de decidir entre Bach o Mendelssohn, música o esencia, ¿cuál de los dos somos nosotros? ¡qué mas da, es lo mismo!, vos esperando en la cafetería con tu amiga la gordita media Roberto Rowies


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pesada que siempre estaba donde no tenía que estar, siempre en el medio, ¿por qué no se buscaba un flaco que la acompañara lejos de nosotros?, yo quería estar con vos no con la gordita, ¡que pesada la mina! ¿siempre es así?, media aguafiestas ¿no? ¿pero que hacía esa tarde ahí?, yo había hablado con vos por teléfono, no quería a nadie más, que inoportuna, encima tuvimos que ir a tomar algo y no a caminar por el lago como yo quería; ¿qué pedimos? ¿te acordás?, una chocolatada ustedes y yo una lágrima mediana y esa sonrisa mezclada con tus rulos, que pesada la gorda, yo te miraba y ella me miraba a mí, y yo tratando de decidir entre Shostakovich o Strauss, entre Tchaikovsky y Dvorak, cambiaba constantemente y las cosas cerraban ahora, tu amiga estaba ahí porque estaba más sola que kunfú, nadie la quería ni se fijaba en ella, por eso tenía que estar ahí en medio de nuestra charla, aunque todavía no te había dicho nada y a ella si le dije que se corriera no se por qué, ahora me acuerdo y me quiero matar por no aprovechar cuando siento esa cosquilla en la panza, ¿o vos no te acordás cómo nos mirábamos, que sabíamos que íbamos a terminar mal y que, inclusive, nos podíamos enamorar? Eso decías vos, que se yo, pero a mi se me hacía un nudo en la garganta, qué queres que te diga, no sé si era amor pero me palpitaba el corazón, no sabés cuánto, ¿pero qué estabas mirando vos? Ya no había nadie, te entiendo, a veces lo pienso, que te querías ir y que extrañas , por mi no hay problema que extrañes pero decimelo porque yo no lo sé y ahora me entero que es por un novio que dejaste allá Roberto Rowies


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que te escribe a veces, pero yo algo te tiro, no me digas que no, ¿quién te dijo que tengo novia? porque no me importa, ahora estamos los dos iguales, pero dejame decidir primero si Piazzola o Chapi, que desilusión para los dos enterarnos así de las cosas, ¡pero si todo iba bien hasta que sacaste el tema!, mejor quedate callada y no digas nada. Hace unos días nos escribimos por el chat, apenas tuve la suerte de encontrarte y de casualidad reconocí tu link tan particular, tan confidencial, ¿y que pretendías?, no entiendo, que te contara la biblia por el msn, estás pirada, para qué decirte que te extraño y no paro de decir tu expresión más burda, que no era tan confidencial pero tan nuestra, pero se me pegó, a todos se nos pegó después, ¿te acordás en los bares?, ¡como tomábamos, che!, era una locura pero la pasábamos genial, absurdamente genial y yo te miraba y vos también y querías que se fueran algunos a dormir para besarnos, y los contábamos, ahí se va Sergio, ahora el pelado ¡pero dale que se vaya! Y vos no querías aflojar si el no se iba y yo ya estaba jugado, pero no se iba, volvía y se pedía otra cerveza. ¿Sabés que pienso al final? Que él algo sabía o sospechaba, si no no podía ser tan cortado, como la gordita, esa gorda ya le tengo bronca. Pero ¡che! ¿Te vas o no? ¿o te gusta?. A otro me consta que sí te miraba y mucho, y a veces el tampoco se iba y estaba hasta lo último, ocho y media de la mañana más o menos, cruzaba la calle en dirección al lago con la calle media nevada y un frío impresionante, yo no lo habría hecho y seguías así en esa postura de no aflojar pero por dentro Roberto Rowies


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querías, sí que querías y con qué convicción lo sabía, con qué fuerza me tocaba el pecho la palpable sensación, y te dije vení y me respondiste que no, y te ví dudar y caminar en sentido del baño y yo atrás, y la escalera, ¡uh, la escalera! Y los besos que no me querías dar, y el pelado allá imaginando y tragando un sorbo de cerveza helada, afuera todavía nevando. ¿Vos qué pensarás? ¿Dónde estarás ahora?, acá la séptima por Toscanini, afuera calor que raja las montañas. ¿Qué? No, parece que no nos entendemos. No decidimos estar juntos por miedo a enamorarnos, vos tenías tu pareja estable, tus rulos y la nieve y la gordita saltando como una caprichosa, que se quería ir, que tenía sueño, ¡que pesada!. No tenías reparo en dejarme mirando solo hacia las montañas o tomando una pinta con el pucho en la boca y los besos arriba y abajo artificiosos y hartos de vernos, y los demás mansos abriendo su boca agigantada para sorber todo el oxígeno del bar y vos pelotuda afuera gimiendo, que te querías ir, que extrañabas, que no ibas a poder con esto, que aquello no lo entendías. Te rozaba la nieve en los rulos y el viento te movía hacia el lago de a poco, yo te decía ¡esperá! ¿qué haces? Llamá a la gordita, o al pelado, sí, que deje de tomar o que la traiga si quiere, el lago se viene hacia nosotros, la nieve, todo. En vano correr hacia atrás porque era un dos por cuatro arrollador, alterable y peligroso. Acto I, Vals 6’08. ¿Y? Ponernos a bailar en el medio de la calle helada y casi cayendo granizo del cielo. ¿Te acordás bailando en el Roberto Rowies


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barro sin salpicarnos?, ya el pelado no estaba ahí con nosotros, estaba con la gordita amansando el hambre. ¡Fijate! Fijate bien como se mueve allá el agua cerca del puente, pero mantenelo en secreto nadie tiene que saber, ni la tía ni nadie. Esas eran maderas con vientos entonando la coda final. La cuestión era esa, sacarlos del medio porque podían buchonear, no a mí, si no a vos, vos que eras la que estaba más comprometida. Pero... ¡para!, hablemos un poco de cuando te fuiste. El micro se iba y yo corría gimiendo y pensando que no llegaba. ¡Sabés que no lo había hecho nunca por nadie! Y estás ahí con los rulos con un poco de nieve todavía y de barro también. ¿Es que no te lo sacaste?. Esta bravo cerca del lago, hay mucho viento pero esta bastante oscuro, más que acá. ¡Che!, no mirá, que hubiese dicho la tía de vos, estaría orgullosa si te viera. (Marcar como vuelvo enseguida) Ya pasaron varios meses. Me olvidé de tus rulos y de algunas imagenes infrecuentes, como las de cenar con velas en la costanera del lago y cosas como tomar mate en tu casa con facturas de la panadería de la vuelta, en esa terrible nevada de invierno. Ni hablar de la vez que fuimos al cerro y tuvimos ese encontronazo por teléfono. Yo creo que de ahí algo nos marcó para siempre, algo que sin querer me unió a tu sonrisa, esa si frecuente y más que nada espontánea. La vida es así, vos seguís allá flaca, con tus rulos abotonados a la espalda y esa sonrisa, ¡por dios!, la cerveza Roberto Rowies


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que viene y va, y otra más, dale, hacelo por mí, otro porrón ¿cómo bailamos esa noche, te acordás? La banda tocó hasta tarde y nosotros seguimos ese luto que no se concretaba, en silencio, había que hacerlo efectivo, y tus rulos y la inmensidad de la noche con sus estrellas arbitrarias, tiradas en el cielo, la calle resbaladiza y el patova que nos saludó y se reía cuando nos fuimos (porque no hay que negarlo, nos veía casi todas las noches). ¿Adónde íbamos a ir? Yo en ese momento me acordaba que tenía a mi novia esperándome en mi casa y vos sabías a tu manera quién te esperaba o quién podía dificultar nuestro encuentro. ¿Caminar? ¿Hacia dónde? Todo era nieve y viento. Yo estaba bastante ebrio como para caminar, pero la tía ya no estaba y podíamos ir ahí, donde la tía, ¿pero qué hubiese dicho?. Dejemos a la tía, vamos a buscar un taxi que tengo frío. Hola, señor ¿cómo le va? ¿a qué hora sale el micro?. ¡Que ya está saliendo!, ojalá hubiese podido guardar el mensaje de texto de esa tarde, el que me enviaste desde el micro, pero tengo el mail de unos días después. Te juro que corrí como un loco, pero hacía frío, de verdad flaca, cómo extraño tus rulos, pero corrí, ojalá la tía me hubiese visto. Llegué tarde, te estabas yendo para siempre, pasaba un micro y otro, ¿cuál será?, ¡ese!, ese, sí ese, ya te habías ido, sí. Después escupí porque no quería llorar pero sí escupir, tal vez estabas lejos pero sabías que había llegado como te lo prometí, porque me viste y también la gordita pesada que ya no me caía tan mal y el pelado, no creerás que no Roberto Rowies


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los quiero a ellos porque no tengo los mails. (Marcar como vuelvo enseguida) Todavía tenía barro cuando llegué a mi casa, el lago estaba bastante bravo y vos que no ayudaste mucho. Ese día, el día que te fuiste, llegué a mi cuarto y lloré como un tonto porque no había podido llegar a tiempo. La tía estaba donde tenía que estar, pero vos no me hablaste de la misma forma, algo no te gustó y no me lo querías decir. Esa tarde que no alcancé el micro volví a mi casa, lloré un poco por la tía, después por vos, y más tarde hice el amor con mi novia. Al otro día tomé el colectivo que me llevaba a tu casa por la ruta de montañas y antes de llegar tuve un sentimiento amargo de culpa, no sé si por la tía o por vos, o por mí, ¡qué se yo!. Afuera ya no nevaba y no hacia frío, iba agarrado del caño del colectivo en una de esas curvas bastante empinadas que giran a noventa grados en dirección al lago, cuando me detuve a leer un cartel en la parte superior de una de las ventanas, decía: “en caso de emergencia, rompa el precinto de seguridad y destruya el vidrio con el martillo en ambos laterales”. (Marcar como no conectado).

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NADA

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Nada de lo que hizo hubiese tenido sentido sino no lo hubiera visto bajar al viejo como un felino por la calle que iba hacia a el lago. No tardó en perderse su cabeza en el horizonte cuando él se levantó y tomó el sentido opuesto de la calle, en la dirección donde suben los números. Iba pensando en el olor atípico de los hospitales y en el de las farmacias, y que en ninguna donde había tratado de resistirse o acostumbrarse la conclusión había sido contraria a la de una frescura vomitiva. Un odontólogo lo había atendido ese día por la tarde pero lo que recordaba no era el olor de su consultorio, sino el aliento soberbio con que había sido atendido, pensó que la gente en general busca un poco eso, y después se queja. Se acordó de la luz tenue en los pasillos del departamento de Gallardo al 600, los pelos de los perros de la simpática de al lado, de las pulgas pasando por debajo de la puerta, de la encargada agachándose para pasar la correspondencia por esa misma puerta, de los días soleados y alguna película buena que daban por Space, de los supermercados a las ocho de la noche y el resumen de la tarjeta a fin de mes. Suspiró cuando dobló la esquina y se metió la mano en el saco. También alguna pueril jovencita en algún bar le vino a la memoria, de la cerveza fría en verano, y los inviernos crudos que se avecinaban. Prendió un cigarrillo y sonrió. A la tarde había leído el díario, un hombre (creo que odontólogo) había matado a su mujer y después se había suicidado, antes había leído algo sobre las Roberto Rowies


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coimas en el senado y algo de las papeleras en Entre Rios. Pasó por la tele, lo que pasaba en el Chaco con el bosque y las empresas que accionaban allí. Volvió acá, donde un policía corrupto había amenazado a un hombre para que no dijera nada acerca de un robo o su vida y la de su familia correrían peligro. Retomó la guerra en Oriente medio y la posible invasión a Irán por parte de los ingleses. En la tele un actor conocido promocionaba con ímpetu su nuevo documental sobre la guerra de las malvinas; los testimonios desgarradores de los pocos sobrevivientes le daban a uno la impresión de que valía la pena mirarlo, pero era como el programa Gran hermano, superficial, e inverosímil. Hablando con no sé quién o mirando no se qué, cayó en la terrible conclusión de que éramos extranjeros. Lo había pensado cuando fue al correo, o no, mejor dicho, a Telefónica de Argentina. El nombre estaba mal puesto, en realidad era española como las empresas que financiaban proyectos terroristas en Colombia y otros países (lo había visto también en un canal de cable), pero también dominaban algunos canales de aire, como canal trece y Clarín, por supuesto. Había publicado en primera plana, “ganó el equipo de Ramón”, “cayó Federer ante Cañas” ¡momento histórico!. En los noticieros como Tn, se sucedieron las mismas imágenes, todo en un mismo día. Canal 2, 7, 11, CNN en español, Tve, lo mismo. Cambió de canal y sobrevino esa película que no quería encontrar porque el día era hermoso, pero cómo no quedarse, había trabajado como un perro toda la semana ¿y no se podía dar el lujo de ver una película Roberto Rowies


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de mierda?. No se por qué le vino a la mente la caída de las torres gemelas y la segunda guerra mundíal. Algo había entendido; por la mañana lo preocupó que por la tarde tuviese que ir al dentista, por lo del miedo al tornito y eso y también una llamada que habían hecho desde su trabajo. Lo había dejado preocupado toda la tarde. Ya era de noche por entonces y el ajetreo del día llegaba a su fin. Otro más. Muerte en un supermercado, la asesinaron a balazos sin piedad, en Berazategui acuchillaron a un hombre, mataron a un anciano para robarle 20 pesos en belgrano, Riquelme vuelve a la selección, Luis Miguel, después de varios años, saca a pasear a su hija, en Indonesia es tanta la prostitución que no saben como frenarla, Cuba sigue siendo vieja, el Papa da un discurso, Tonny Blair dijo que los marinos estaban en territorio Iraní, ¡basta!. Otro día enfermo. Secuestraron y violaron a una chiquita de ocho años en Misiones. Ya entendió, la barba le quedaba mejor con candado que al ras. ¿Dónde es más barato? ¿En Disco o en Carrefour?, ¿sino no como hoy, qué me importa lo que pase en Irak?. Había llegado a la puerta. Apagó el cigarrillo y subió rápido, no quería que nadie lo viera. Instintivamente prendió el televisor como si necesitara algo. Nada, ni hoy jueves ni hoy viernes. En Veintitrés leyó que Cavallo había ayudado a los ricos a escapar con la plata en el famoso corralito. Jajaja. Leyó la incertidumbre de las multinacionales con respecto a la economía argentina, el “riesgo país” ¿dónde quedó esa manipulación de la prensa?. Ahora pasaba que Kirchner Roberto Rowies


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quería argentinizar YPF y tenía que ver qué le daba a los europeos para el arreglo, pasó que se había suicidado un juez corrupto y un médico pedófilo. Pasó, después de muchos años de constante bombardeo de información a través de los medios, que el entendía una cosa muy importante; la eyaculacion precoz era un problema psicológico y no fisiológico como se creía. Abrió la puerta despacio para salir. Metió la mano en el saco y sacó un cigarrillo. Bajó por las escaleras y tomó la calle. Le vino a la mente el nombre de un hombre que había salvado muchas vidas en otra, en una anterior, y que ahora, transfigurado, estaba en un libro. Se sorprendía de la magnitud del día; amplio, sereno, de un cristalino sol. Recorrió las playas que estaban bajando algunas cuadras y pateó algunas piedras. Le vino a la mente un perro que se las tragaba y que lo habían operado siete veces del estómago, ¿qué gusto tendrían?, el segundo movimiento de la Fantastica de Beriloz, los carnavales en Gualeguaychú, los veranos polvorientos de un barrio perdido de zona sur y los caballos corriendo, el churrero a la mañana y su silbido tan particular, la vecina gorda de enfrente, la pelota de los viernes, las moras, los perales, la rosa mosqueta, los bivarietales, la inmensidad del mar. Se sonrojó cuando se acordó de su primer beso de verdad en la esquina de su casa cuando tenía doce. Ese día se había quedado mirando por la ventana toda la noche, jamás había sentido lo que sintió en ese momento, creyó amarla para siempre, ingenuamente. Hinchó el pecho al otro día cuando Roberto Rowies


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recorrió los pasillos del colegio y miraba a los de tercero como quien mira a alguien inferior y sin posibilidades. Se sonrojó al darse cuenta que en algún lugar de su memoria esa historia exisitía. Hasta se acordaba su nombre, como olvidarlo. La calle era de tierra, polvorienta, y la esquina era como cualquier otra. Había un tronco en el cual todos se sentaban y jugaban. Ahora bajaba hasta el lago y las piedras negras y húmedas le recordaban de nuevo a un perro negro que se las tragaba. Se veía sentado en la mesa de la cocina trabajando con la música, horas y horas. Repetía el año y sus padres lo echaban de la casa. Había andado en bicicleta todos los tramos circulares que entraban al barrio privado y a los countries; le venía eso del pasado. Pateaba las piedras buscando otra cosa y vino su abuela postrada en un cajón común de pino y acostada en una cama del hospital, y el engañando a su novia con otra mujer y su padres gritándole, el asado de los Domingos, la pizza de los Viernes, la facultad, alguna chica judía que lo había sorprendido con sus habilidades para el estudio, una casa por la calle Tucumán en Congreso, un bar que estaba ahí cerca, una mesera, avenida 9 de julio, alguna mañana húmeda y calurosa, algún Mc Donalls del centro, los libros de filosofía, las letras de los que no escribieron nunca, un concierto para violonchelo, algun día ajetreado que viajó en tren, los vendedores ambulantes, los encendedores, las lapiceras, las caras, las medías, los juegos que se hacían en los cumpleaños, las tortas de la vieja, los chizitos, los alfajores, los regalos, los tios aburridos, la mala fama del Roberto Rowies


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que era pobre, el inconmensurable tiempo, una obertura de Ravel. Un pobre viejo que apenas podía caminar le vino a la mente, como si supiera que aquello le produciría un asco aterrador y lo sumiría en un estado difícil de salir, para darse al fin consigo mismo saliendo de un puterio medio en pedo y con olor a no se qué, apenas si se podía mover, apenas si le daba la voluntad para recordar donde vivía. Pero si ya no vivía más ahí, se había mudado pero con el pedo que tenía no se acordaba, ¡que se va a acordar!, si era un vago, un cualquiera que no era nada y nunca lo iba a ser, se moriría pobre y boludo como todos. Y otra vez ese memorial de cosas absurdas; él meando borracho en un paredón, la mujer de él cosiendo unos pantalones viejos, la mucama de una tía lejana, otra mesera, una almhoada sucia, el olor de la ropa recien planchada por la vieja, el cigarrillo después de comer y la abominable ceniza dentro del plato, algunas monedas en un pantalón que nunca llegaron ser plata, el caminar por las calles oscuras de su barrio, un pelo en la camisa que no era de su esposa, un vals de Strauss lejano y sencillo que se interpretó en el cumpleaños de su hermana y que le venía a la memoria por lo mal que había bailado y veía ahora como alguien muy parecido a él lo hacía igual, el olor de Constitución y el de los baños, la metafisica de Espinosa, un recreo de tercer grado donde el corría por el patio persiguiendo a su chica favorita, el gimnasio del colegio, el micro naranja que lo llevaba a primer grado, la directora, Roberto Rowies


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las alcancias, los duendes, los reyes magos, la navidad. Fue por esa casualidad de la vida dificil de comprender que en la televisión vio como mataban a un palestino en oriente medio y le vino a la memoria la negra desagradable que hacía servicios a los hombres en la calle Rivadavia por cinco pesos, también le vino su abuela postrada en una cucheta y ella misma sentada en una mesedora con los ojos abiertos, le vino una foto de su perro en la pileta un Domingo, los pibes del barrio, el asado del viejo y la Coca Cola, el olor del pasto recien cortado, la lluvia de verano cayendo por la ventada del living, la calle inundada, la caca de las palomas en la mesada blanca, las canillas de plástico. Al rato nomás retomó la calle que tenía sentido hacia abajo, ésa por donde los autos bajan y no suben, aquella por la cual subió un día y jamas bajó, como aquel árbol de la niñez que tenía una oruga en el extremo y le dejó en brazo hinchado por tres días, o el freno incrustado en la rodilla que le dejó una cicatriz de por vida, o el golpazo contra una mesa de luz que el confundió con su cama, el rosedal de la canosa charlatana que le astilló toda la cara, el hospital de ahí nomás, el olor de la gasa esterilizada, el mertiolate, el azufre frotando la espalda después de un mala noche, la vieja preparando un té de boldo. No había caminado mucho. Bajó la escalera un piso en círculo, volvió a subir un tramo más y tocó la puerta. -Buen día. ¿Está el doctor? -dijo él. La secretaria lo miró pensativa, luego sonriendo le contestó que lo había estado esperando porque su cita era a las cuatro. El se levantó y Roberto Rowies


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miró el celular. -¿Son las cuatro? -No -respondió ella. Van a ser las cinco. Nada le produjo más placer que el salir por aquella puerta con una sonrisa soberbia en el rostro, es que no se había afeitado y todavía sentía gusto a la salsa del mediodía en la garganta que le revolvía el estómago. Antes de tomar el ascensor dió con un cuadro y alzó la vista. Este le recordó el azar de los dados y algunas tardes de carnaval donde el tiempo parecía de nadie y fugaz, le vino la superflua voz de un padre que bautizaba a su primo que ahora tenía quince años y estaba en la cárcel por asesinar a una anciana, le vino su primera confirmación, y la única confirmación de que su padre era homosexual, el dedal de su abuela, las jaulas de los pajaros del abuelo, el almacén de la esquina, las calles embarradas, la lluvia vista desde la ventana del colectivo en la calle Rojas, el fiambrero de hace 15 años, los chinos, las garrafas, las bombitas del carnaval, la vieja en la pileta tapándose los oidos y la nariz, el tercer hermano, la perra Samanta amamantando a los cachorros, la pelota en el terreno húmedo después de jugar toda la tarde, el humo del asado del Domingo y la radio sintonizada siempre en mismo dial, el mundial del 90, el Diego, el Che, la guerra de las Malvinas, ¡todo eso che con ese cuadro de mierda!, ¿qué era el Guernica?. No, ni eso, ni se le parecía, pero no es que el cuadro o lo que tuviera él le hiciera recordar ésas cosas, sino el mismo que las venía carburando, y al bajar las escaleras las concentró allí. Que desilusión Roberto Rowies


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cuando se fue de la escuela primaria y tuvo que pasar a la secundaria estatal porque el país se venía abajo con ése que nadie quiere nombrar, que lástima, que lástima los amigos que perdió y las maravillosas cosas que dejó. Hoy tuvo la extraña sensación de conocerse a cada esquina, a cada paso que daba, con cada movimiento, con cada pensamiento. Tenía 35 años y la vida le había pasado como un haz, tendría que soportar los cuarenta que le quedaban recordando todo lo que había pasado, porque la vida era eso, vivir para recordar continuamente. Que se le hacía un nudo en la garganta cuando escuchaba el segundo movimiento del quinto concierto para violín y orquesta de Mozart no era mentira, ¡que increíble como había pasado el tiempo y los primeros acordes estaban aún frescos en la memoria!, pam, pa, pamm, y la quinta sinfonía de Beethoven era para matarse, papapapaaam, papapapaaam, tantos sentimientos reunidos en esas cuatro notas, tantos libros y escritores que balbueceaban cosas al oído, tantas notas apócrifas y términos borgeanos que todavía no entendía, tanta memoria y alarde de conocer ciertas cosas que van unidas a otras, y que ahora orbitaban desordenadas en la memoria, ¡que bárbaro!, cómo explicarlo, cómo sentirlo sin tener ganas de llorar. Las pizzas de los Viernes en la casa del chino, el fútbol de los Sábados, las mañanas de primavera en el jardín, los coches que siempre quería, los autitos, las rosquitas de la vieja Arminda, los chanchos, el lechero, los viejos, los recuerdos de los otros viejos, el campo, las vacas de Cañuelas, el tren, las alpargatas, la Roberto Rowies


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calle de tierra. Todas esas ideas refugiaban un inminente deseo de compartir el pasado, de sosegarse nuevamente. Quedaban los recuerdos. Él se encontró dentro del banco cerca del mediodía. Escuchaba de cerca la charla de tres hombres adultos que no compartían la idea de hacer cola y esperar como unos tontos tanto tiempo. Hablaban de lo que era Buenos Aires y con eso se consolaban, citando situaciones en donde era casi imposible entrar al banco con plata. Él los miraba, impaciente. Decían que tenían que ponerse la plata en las medías para poder entrar, pero otra señora que estaba del lado derecho gritaba por el pobre Pedrito que había salido con zapatillas y la calle estaba con hielo y se había caído, es que tenía las zapatillas gastadas, que otra vieja le había sacado el canasto donde tiraba la basura y otra de enfrente le quitaba el sueño por las reuniones que hacía. Su hijo Pedrito iba a fútbol y no se drogaba, como si fuera ya un milagro que los adolescentes no lo hicieran, que hacia Karate, como si fuera importante que un chico se sepa defender, ¿para qué?, y del otro lado los dos viejos verdes hablaban de cómo el banco le permitía a las mujeres embarazadas avanzar sin hacer la cola, y cuchicheaban entre los viejos. Que estaba bien darle prioridad a la gente con discapacidad, pero no a las embarazadas. Pasaba que ellos sabían que en un futuro caerían en esa pero no en la de ser madres con los chicos a cuestas. Por dentro se reia pero disfrutaba la deliciosa argumentación de cada uno y las hazañas de Pedrito. La señora, por otra parte, apoyaba a Roberto Rowies


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las mujeres embarazadas. Por dentro, paladeaba, mientras esperaba, el último movimiento de la Heroica de Beethoven, pa pa papa, pa pa papa... Lo siguiente que siguió fue él viendo la televisión desde el cuarto de la vecina por una ventana, o él cocinando en la casa de su madre con un gorro y un delantal de falso cocinero que quedó retratado en una foto de por vida. Ni hablar de todos los libros que leyó y que ya no recordaba, ni con un máximo esfuerzo, ni con los libros en la mano podía recordar la sensación, la primera sensación que sintió por ejemplo, al leer a Stevenson, a Julio Verne, Bram Stoker, Shakespeare... el Courante y la Sarabanda de una suite de Bach le venía firme en la memoria, como si hubiese escuchado los primeros acordes del violonchelo... panananananaam. Bajar era lo más fácil, el tema era subir esas calles empinadas que te dejaban las piernas echa bolsa, y más trayendo cosas del supermercado y todo eso. Las viejas se quejaban y se tomaban un taxi, que también las dejaba quejando por el precio, es que por esa época se había ido todo a la mierda, ¡que lo parió!, se fue todo al carajo, pero si en Europa se vivía bien con dos mangos, ¿por qué aca no se podía?. Somos un pais productor y nos cagamos de hambre, mas de 300 años con la misma pelotudez y la misma resignación. Y volvieron las marcas de las manos en la cara después de dormirse en la mesa, la pesadez de los ojos después de los cumpleaños, el primer día de escuela, el olor de los zapatos Roberto Rowies


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recién lustrados, el profesor nuevo, la calle desierta un día domingo, los árboles de primavera que se mueven, que se mueven. No había fingido el dolor de las piernas después de subir, ni en las escaleras. Pasaba la mano por el celofán de la revista sin abrir y la quería dejar así, como un recuerdo, sin el envoltorio, sin haber tocado las páginas, sin haber leído nada, le recordaba a algunos libros de su papá, a las macetas vacías, al rosedal, al cementerio, a la avenida 9 de Julio, a Proust, ¿a quién más?, si recién venía de la calle, y no había abierto la revista, ni el celofán, ni nada, quería acordarse así de las cosas, no servían de otra forma, para qué. Entrar para después salir, para no cortar esto, la ambigüedad. Volvió un clarinete y Mozart, no de piedra, sino el de madera. El olor de la madera recién limpiada no le gustaba, eso era cierto. -No me gusta, dijo. Se vio de nuevo en el hospital porque le dolían las piernas, se vio vomitando en el consultorio toda la mezcla de comida del mediodía, se vio peleando en un boliche medio borracho y la nariz rota al otro día, se vio jugando a la pelota en la quinta, masticando los palitos del pasto, tocando las cerillas de los cigarrillos del viejo, jugando al Family Game, se vio sentado en una mesa con la sopa fría y endurecida, tirando con la gomera a los gorriones cerca de la cancha de golf de los judíos, jugando al ajedrez en una ciudad perdida del sur, apostando, sirviendo café a sus amigos, oliendo ruda, menta, y masticando las aspirinetas, comiendo en la vereda maizena, armando hombrecitos con Roberto Rowies


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los chizitos y los palitos, mirando una mujer hermosa de reojo, fumando marihuana, se vio estrechándole la mano a un desconocido que era el padre, y a su padre bebiendo un whisky malo. Se vio él mismo, bajando por la calle que da hacia el lago, en la dirección donde estaba la avenida y no hay semáforo, vio a su mujer, a su hijo, a su abuela de nuevo tirada en la cama con cáncer, a su perra que él mismo había matado con sus manos, se vio a si mismo, echado en la vereda, acurrucado, despedazado, entrelazado, deshecho, hediondo, muerto, harto de la vida.

Roberto Rowies


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03 de Diciembre de 2001, Argentina.

Corralito(1), corralón, como lo quieran llamar, injuria, choreo, afano, anticonstitucional, avivada, menosprecio, caradurez, infamia, tomada de pelo, despojo. ¡Argentinos!, ¡ay argentinos!. Cuando alguien con una cacerola y cualquier elemento que hiciera algun ruido golpeaba y decía: ¡Que se vayan todos!, ¡que se vayan todos! En los ya famosos cacerolazos(2), no sabía que sus palabras ya se habían tomado en serio por las empresas extranjeras, americanas y europeas, y que desde 1992 habían empezado a girar plata sin control hacia el exterior, provocando en 2001 la crisis más grande la historia de Argentina. Connotaciones: dos; que al estado no le quede otra que pedir plata a entidades como el FMI para salir de la recesión: dos; provocar un derrumbe económico para promover la exportación sin impuestos hacia los países desarrollados. Medidas que, no por una mera coincidencia, se registran desde hace siglos. En realidad es la forma tácita para explicarnos lo bien que nos cagaron siempre. Cuando sacaba plata del cajero ese año, por supuesto, no pensaba en eso, menos ahora cuando leo en los diarios, con colores y banderas de afuera, que Argentina otra vez deja que los inversores saquen la guita al exterior y que nosotros nos caguemos de hambre. Somos insolubles en todo sentido de la palabra. Me acuerdo de ese día porque vi como una camión de caudales de Prosegur se llevaba la recaudación del banco. Unos años despues leí en Clarín Roberto Rowies


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como moría José Luis Cabezas, y después Yabrán, tendrá algo que ver? ¿tendrá que ver que él tenía el poder sobre las empresas de caudales? ¿habrá sido él con algún grupo de políticos que posibilitó la huída de la guita? ¿habrá tenido algo que ver?. Me lo imaginaba a Yabrán en el camión, riéndose, con un escarbadientes en la boca, diciendo, -sí, sí, canten, manga de pelotudos argentinos, el que se vayan todos, que se vayan todos!. Adornar a los políticos era lo más fácil, girar la plata al exterior también, difícil era quedarse, no pagar la deuda, mantener la convertibilidad, fruncir el orto y mirar en la calle a toda la gente con la sangre en el ojo que querían matar a todos, difícil era decirle no a las empresas de afuera. -¡A ver pará, para un poco!, no pará de verdad, pará, calmate, no te hagas el vivo que para la guerra ustedes no sirven, sí a ustedes les digo, a los argentinos que se creen que la tienen clara. Es mejor que se maten entre ustedes, eso sí saben, jueguen a eso, nosotros en el norte, en unos años, tendremos nuestra recesión justa. No, no se hagan los giles, ustedes no sirven para la guerra. Y así pasaban los gerentes de este quioskito que apenas daba para pagar los impuestos. -¡Que se vayan todos! -decia un viejo en Avenida de Mayo, con una cacerola y una cuchara sopera de madera. -Que se vayan todos! Pero si no quedaba nadie, ya se habian ido. Estábamos en el año 2008 y la queja del viejo parecía casi profética. El quilombo del campo había pasado en 2007 y todos nos Roberto Rowies


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habíamos olvidado con facilidad, igual que de la papelera europea en Entre Ríos, igual que de las retenciones de la Soja (que acá se seguía produciendo para vender a los países del primer mundo, con aditivos químicos como el Glifosato, denominado cancerígeno por el CONICET y la Secretaria de Salud pública, vease el expediente de la camara de diputados de la nacion N°2007-D-2009), igual que de Aerolineas Argentinas (que se argentinizó vendiéndose por partes a empresas europeas), igual que de Yabrán, que de Cabezas, que de Julio López (principal testigo de la ESMA en el genocidio más grande y menos castigado de la historia Argentina), nos habíamos olvidado fácil de Soledad Morales (asesinada supuestamente por el hijo del gobernador de San Luis), de Saa y el petrolio (expresión utilizada por un ex-presidente argentino al querer referirse al "petroleo" en un programa de televisión ex-menemista). Ya se veían vestidos de soja caminando por la calle, todos, no sé por qué, estaba de moda en sudamérica, pero en europa salian leyes de todos los colores para evitar su producción, y aca, los del sur la ingeríamos a montones, estaba en cada cosa que comíamos como lecticina de soja, pero nos vestíamos todos por igual, siempre hay algún boludo, si, siempre hay, y gente que diga que el conicet puede tomar una decisión objetiva, para qué, (figura en el expediente elevado; primero a favor de la producción y luego, como si se pudiera jugar con ésto, fallaron en contra ), sí, sí, también dejan que la gente se quede con sus modismos, que los impone el gobierno de turno, y sí, la Roberto Rowies


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soja era la frutillita del postre para ingresar al poder, habia que decir, sí, adonde firmo, che pero mirá que necesitamos millones y millones de hectáreas para producir y el suelo queda inservible, ojo, podés hacer tus milllones, pero necesitás alguien que te avale, bueno para que esta el Conicet, sí, que ellos hagan un convenio con Monsanto, la multinacional que fabrica el Glifosato, y a la mierda con todo, la gente se va a acostumbrar, sí, se la va a comer, como todo, ¿y yo tengo que poner nada más a alguien que la maneje y listo? ¿dónde más te firmo? ¿acá? ¿qué dice que no leo bien?, está demasiado chica la letra, no leo, (dice: Glifosato, producto principal para los herbicidas que se van a utilizar para la produccion de soja y otros cultivos, tóxico, muy tóxico, cancerígeno a largo plazo); ¡ah...bueno es a largo plazo dice acá!, firme que nosotros nos encargamos de lo demás, ah bueno, por lo menos eso. Pero existe actualmente un proyecto de ley, con un pequeño informe donde dice que el Conicet, ahora, con recientes estudios, afirma que el producto es cancerígeno, produce malformaciones, alteraciones gastrointestinales, buee che, eso es producto del estrés, eso dicen, ah y también daños en el sistema nervioso central, problemas respiratorios y destrucción de glóbulos rojos, ¿ah nada más?, no, ley no derogada, pasemos a otra cosa. Adelantemos las elecciones. Unanimidad.Aprobado. Sin embargo, era profética la petición del viejo: -Que se vayan todos!, repetía el viejito. Ésta vez con la voz tenue, melancólica, mirando al suelo. ¡Pam!, ¡pam!, ¡pam!, Roberto Rowies


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¡pam!, le daba a la cacerola. ¡Pam!, ¡pam!. ¡pam! El papapapamm que se escuchaba afuera era más complejo. Un teatro, en londres, inglaterra, en minúscula. Era la quinta de Beethoven, paris, zurich, ginebra, madrid, nueva york, berlin. Y la batuta... la batuta, la batuta era nuestra, carajo, la batuta era nuestra. (...) el chino de Recondo, en Villa Fiorito, dueño de un mercadito, mató a uno de los pibes que había ido a afanar. Después lo mataron a él". (20 de Diciembre de 2001). Los pibes que habían muerto, el chino, y los que después lo mataron, poco sabían lo que significaba el corralito, lo que abarcaba. Si habían participado del pam, pam, pam, pam, fue por inercia, por ignorancia. 50 mil millones de dolares se fueron para estados unidos, en minúscula. Lo mismo en euros. -¡Que se vayan todos!, ¡que se vayan todos!, decía, con qué ganas, con qué fuerza. Me ponía la piel de gallina. Ése mismo día, en Avenida Libertador, un hombre mataba a quemarropas a dos delincuentes que le habían robado un rolex en su auto. (...) la policía nos dijo que tiráramos a matar, afirmaba un argentino. ¡Al final nos tirábamos entre nosotros!. En un barrio de zona sur, la gente incendiaba una comisaria. -A ver si cerras la boca, pendejo. -Me dijo el viejito. En los angeles, en minúscula, un aficionado prendía un cigarrillo y decia: Roberto Rowies


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-Cada vez son peores estos cigarrillos!. En un subte de madrid, cuatro jóvenes golpeaban a un marroquí que tenía mal aspecto. -¡Puta, coño, moro de mierda, vuelvete a tu pais!. Me había dicho que no pronunciara su nombre, ni se te ocurra, ¿estás loco? no lo tenés que nombrar. Pensaba que si no lo tenía que nombrar a ése, no tenía que nombrar a ningun otro, a nadie en realidad, me tenía que quedar mudo. Algún que otro nombre diría si me apuraban, pero no, no podía decir casi nada. -Un elefante entró!, afirmó. -¿Pero vos estás loca? ¿cómo va a entrar un elefante? ¿te lo imaginás acá dentro?, de pedo nos metemos nosotros. Pero era una afirmación, el simple hecho de serlo implicaba que éso de alguna manera pasaba. -¡Que se vayan todos, entonces!. -¡Que así sea!, dijo un cardenal en italiano. Cuando bajé por la callecita del barrio hacia la canchita estaba pensando por que otra cosa iba a cambiar mi camiseta 10 de argentina. La tenía de pendejo y me traía recuerdos de partidos de potrero donde siempre había piñas, del barro, del arrollo, de la vez que cayó el rayo y mató a un pibe que estaba peloteando. Ese día íbamos a jugar y no sé por qué no fuimos. Estaba gastada, pero bien puesta, sí que la tenía bien puesta. Cuando bajé había cola hasta la calle y una gordita repartía numeritos para entrar. Creo que salía un crédito la entrada. -No sé, te la cambio por una torta de ricota, le dije. Roberto Rowies


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Por 5 créditos la vieja una vez trajo una docena de empanadas. Yo no estaba metido en el tema, pero parecía que la cosa del trueque andaba. La gente del barrio iba a la canchita y se traía de todo, pan, tortas, se cortaba el pelo, compraba pilchas. Teníamos tantas boludeces que habíamos juntado dos mil créditos en una época y era canjeable por un ciclomotor, pero después se fue todo a la mierda cuando entraron los políticos del barrio, cobraban la entrada en pesos, y habían aumentado los créditos, como si hubiese inflación, la gente no entendía nada, de a poco dejó de ir y la canchita se cerró. -¿Cuántos creditos vale la camiseta?. -No, pibe, ahora te sale 50 patacones (moneda provisional emitida fuera de la ley que hizo circular el gobierno al no disponer del efectivo que se habían llevado los bancos extranjeros). 5687. La cosa era que me querían llevan en cana porque no me andaba la clave del cajero y no podía sacar plata. Para colmo vi un camión de Prosegur que sacaba guita del banco y me puse como loco, no sabés, se me volaron los patos, se me corrieron los jugadores de la barrera, quería matar a alguno, éstos hijos de puta no se van a quedar con mi guita, no. El flaco en el camión, se pasaba un escarbadientes de lado a lado en la boca y hacía una risita burlona, como cargándome. -Se van a la be. Me decía. Se van a la be de nuevo. Pasó que después me enteré que en estados unidos había corralito, que la deuda pública de Argentina seguía en Roberto Rowies


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canje, que había fuga de capitales de nuevo, que había nueva publicidad de los bancos de afuera para que los pelotudos volvieran a depositar sus ahorros, que la guita se iba de a poco, deslizándose, escabulléndose entre nosotros, que la veíamos, era palpable, circular, como un cuento borgeano, era circular, sí, iba y volvía, estaba en cada cosa que hacíamos, nos rodeaba, se nos ponía de frente, nos empujaba, nos maltrataba, nos mataba. Pasó que muchas cosas pasaban a nuestro alrededor, pero un poco mas arriba, donde no la podíamos ver con claridad, pasaban así, en nuestras cabezas en realidad, pasaba por ahí, apenas la olíamos, apenas la sentíamos, era un flujo, una vertiente, un río, a veces alguno cagaba y nos caía a nosotros que estábamos abajo, ¿y para qué levantar la cabeza?, ¡no!, seguíamos caminando, con perfil bajo, agarrando la camiseta fuerte, sintiéndola, pasando la mano y diciendo, hijos de puta, cojan, cojan tranquilos que está todo bien, y pasabas de nuevo la mano con alguna lágrima imposible de evitar, imposible, porque sabías lo que hacían pero qué se podía hacer, solo fruncir, fruncirlo bien fruncido, y caminar, esquivar la mierda, pisarla, sacarla del pelo, de la remera, del pantalon, de la cara, pero había que seguir, seguir, ¡pero no!, ¡no señor!, nunca pase la mano con mierda por la camiseta, no señor, me la limpiaba, sí me las limpiaba porque no era mía, ni ese hedor nauseabundo, hasta se podía ver lo que habían comido, la puta madre. -Se van a la ve, repitió, se van, hijos de puta. Ellos se habían pasado las manos con mierda por la Roberto Rowies


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camiseta, desde las tetillas hasta el ombligo formando una Ve bien grande, se querían limpiar, sí se querían limpiar porque les daba asco su propio excremento, eso le pasa a cualquiera, ¿no? No, a nosotros no. Nos la limpiabamos en la cara y seguíamos, con las manos limpias. Eramos argentinos, carajo. ¡Carajo mierda! (insulto proferido por una celebridad argentina). Escucharlo, recordarlo, pronunciarlo, era glamoroso, si sin la u, bien argentino. ¡Che!, pero si estamos bien representados, sí, te lo aseguro, ¿vos te pensás que ésta va a tener la guita afuera del pais?, naaaaaaaa, ¿en qué pensás vos?. Mirar la tele era un ejercicio cotidiano, escuchar frases como ésas, tan delicadas, tambien. No, también podíamos ver a unas boludas bailando, patinando, cantando por unos mangos, enriqueciendo la tele, sí, el conductor más todavía, era ejemplar, ¿la guita?, ¡la guita la tiene acá, papa! seeeeeee. Caminemos por un sueño. Caminemos para que la bosta extranjera no caiga mas arriba de nosotros, caminemos para eso. -A ver... dejame decir algo. ¡Que se vayan todos! pam, pam, pam, pammm. Ahora caminabamos por la avenida de las dudas, esa por la cual alguna vez, y hoy mismo, circularon miles de millones de dólares, pesos que no me alcanzan los ceros de la cabeza para imaginarlos, calculemos $70 mil millones de dólares entre 1992 y 2001, unos 250 mil millones de pesos al cambio de hoy, y entre 2001 y 2008 más del doble en Roberto Rowies


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dólares y en euros, o sea unos 138 mil millones de dólares, sería algo así como 500 mil millones de pesos, asi caminabamos nosotros en ese mar de billetes extranjeros que iban y venían en menor cantidad, digamos que de cierta forma caminabamos juntos, uno al lado del otro, pegados, y los bancos hicieron de puente, un puente real, no imaginario, un tobogán por el cual se tiraban todos los que podían, el del escarbadiente, el judio innombrable, con otros personajes bufonescos, chistosos, peladitos amigables que sonreían y saludaban con la mano manchada de mierda y la otra apoyada el las estrellitas de su bandera. La nuestra, nuestra camiseta, los otros la tenían enrollada entre las piernas y la apretaban firme, bien firme, jamás la dejarían, como a otras tantas banderas sudacas(3). Nosotros caminábamos y veíamos de cerca ese tobogán majestuoso que pasaba por nuestras narices, por supuesto que queríamos jugar tambien a ese juego, pero era evidente que habíamos nacido de una raza inferior, subliminal, deforme, inherte. Encima se daban el lujo de decirnos sudakas. Forcejeamos tibiamente varias cuadras hasta que el semáforo a nosotros nos paró, y a ellos los desviaron con todo su jugueteo por el lado derecho de la avenida, donde habían montado un operativo con conos celestes y blancos como nunca antes, para desviar la circulación, y ellos pasaban, ahhh como pasaban, los canas hacian señas como diciendo, pasen, pasen por acá que está liberado, ustedes, los de allá esperen, usted señor, no usted pase, please, uh gracias, y se lo metía en el bolsillo, venga el que sigue, si Roberto Rowies


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coño, cómo no va a poder pasar, ah gracias, otra vez al bolsillo, pase, la próxima vez lo esperaremos con masitas, y cuando se vaya, ¡si! cuando se vaya hasta le haríamos una festichola con todas las trolas de acá, que por cierto, y permítame el desliz, tienen los culos más lindos del mundo. Acuerdense de nosotros, los de trajecito barato y medio embarrado de mierda, los sudacas, que cuando vayamos para allá con nuestro vuelto nos hagan un lugarcito, si, yo soy el pelado, si, tal vez pueda enseñar en alguna universidad historia, o política argentina, uhh que linda que es nuestra política, no sabés cómo te enseña, sí, una clase con nosotros y ya la tenés clara, después elegís con el dedo cualquier país del globo y ¡pafff!, como una bofetada, como un baldazo de agua fría, se quedan todos pasmados de lo clara que la tienen, siiiii, puedo enseñar, aparte tengo algunos ahorritos y me puedo mantener bien, en pesos sí, pero tiene varios ceritos atrás, y después al final, bien al final, cuando casi ni se acuerden de nosotros, volvemos y nos ponemos una camiseta nueva, si nuevita, porque el que la fabrica y el que la auspicia ahora es otro, y seguimos con lo mismo. -¿Y qué piensan hacer con los que están esperando allá, del otro lado, con el semáforo en rojo? -¿Ésos? ¿los sudacas? ¡Que se mueran todos! ¡Que se mueran todos! ¡Pam! ¡pam! ¡pam! ¡pam!.

Roberto Rowies


Política Sudaca (1) En Argentina se denominó corralito a una restricción a la extracción de dinero en efectivo de plazos fijos, cuentas corrientes y cajas de ahorro impuesta por el gobierno de Fernando de la Rúa en el mes de Diciembre de 2001. (2) Una de las manifestaciones más grandes de la historia argentina en contra del gobierno. Es una forma de protesta exclusiva de los países latinoamericanos. 1971-1973: Chile, 1982-1984: Uruguay, 1982-1987: Chile Década de 1990: Venezuela 1996: Argentina 2001: Argentina, España (hecha por argentinos residentes), 2002: Argentina, Uruguay y Venezuela2008: Argentina, 2009: Islandia. (3) Neologismo que no lo es. En todas las lenguas, los neologismos son precisos, siempre que el término haya sido creado para enriquecer el idioma y nombrar aquello de lo que carecíamos, pero en éste caso no lo es; acuñarlo sería violento y discriminatorio; digámoslo así: Sudaca es el término actual más violento y discriminatorio que se ha creado para denominar a la gente que vive en América Latina; digo, el término, acaso, ¿no hace una distinción explícitamente geográfica con America del norte, EEUU y México?. El quiebre es un quiebre cultural. No hay meridianos ni paralelos para ésta excepción, el trópico de Cáncer no abarca la palabra ni los límites, la guerra tampoco. Cuando una persona en europa dice sudaca, está diciendo "países de américa que comparten el mismo idioma, por lo tanto ideologías, formas culturales, sociales, académicas, etc", y no metafóricamente, sino conscientes de que existe otra palabra para denominar ésta homogeneidad que poseemos los "latinos", "sudamericanos", "latinoamericanos" "hispanohablantes" (éste último término es arriesgado ya que engloba a todos los países del globo que hablan español). No existe en ninguna de éstas denominaciones algo tan despectivo y flagrante como en el término "sudaca". Segun la Real Academia Española se define como "adjetivo despectivo coloquial para referirse a un sudamericano”. Presentemos adecuadamente a los países: México (tiene que estar, sudaca, chamaquito, o como los quieran llamar en europa, pero forman parte la concepción del término), Guatemala, Belice, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Bahamas, Cuba, Haití, Jamaica, Rep. Dominicana, Puerto Rico, Antigua y Barbuda, Barbados, Trinidad y Tobago, Venezuela, Guyana, Surinam, Guayana Francesa, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Paraguay, Chile y Argentina. Podríamos emplear el término "euracas" para los europeos, pero lastimosamente englobaría a todos los países europeos no gestores de la burda expresión. El término surgió en Madrid en la década del 80, en la famosa "movida madrilena", para todas las personas que viviesen en latinoamérica: dos exponentes de ésa época, Prada y Almodóvar. Significa entonces que el marco de creación impone una nueva pregunta: un país que habla español e introduce éste termino al habla común, ¿no pretende hacer una distición categórica de los hispanohablantes? ¿si quisieran materializar a todos lo que hablan español, inclusive ellos, no usarían algo asi como "espacas"? ¿es necesaria tal diferenciación? ¿acaso todavía no admiten que en algún punto de la historia ellos vivieron gracias a nosotros, los amerindios?. En fin, nos merecemos que los “euracas” o los “espacas” nos digan “indios” o “aborígenes”, según sea el caso. Nota del autor.

Roberto Rowies


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HAY QUE SER PACIENTE, PENSAR EN EL PRIJIMO

Roberto Rowies


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Un dolorcito más no lo iba a matar, tenía que bancársela un poco más, ser fuerte. Había que ser de otro planeta para tener una obra social que te cubriera todo, por eso había que ser duro y aguantar, aunque si ya estabas en la sala de urgencias tenías que convencer de se estaba realmente mal; en definitiva, para que te atendieran en el hospital, si había gente, como nunca antes, había que hacer cola y esperar, sin número, salvo contados casos en los que la persona evidentemente se moría; todo era con gritos, el que gritaba más fuerte el dolor lo atendían, si tenían ganas, vaya a saber uno por qué, los médicos están siempre ocupados, haciendo sus cosas, vaya a saber uno qué hacían, había que esperar y enfrentar el dolor. Estaba un poco en crisis la medicina en el país, y bueno, uno tenía que ser comprensible, tener tacto, no ser egoísta, pensar en el prójimo, sentarse para qué, no, la cosa era estar parado para olvidarse del dolor, y sí, también pasar un poco de frío, eso también paraba un poco el dolor, uh si, los riñones, si, no doy más, y vos, yo, tengo la vesícula que me explota, parece un melón, me duele hace unos días, pero no hay turno hasta marzo del año que viene, che están muy ocupados los doctores, sí, no queda otra, hay que esperar, ser paciente, pensar en el prójimo, pero qué mala leche che, justo ahora te viene a pasar esto, tendrías que haberte ciudado, qué comes vos, y yo como de todo, sí, como en el comedor del barrio, es que mis viejos laburan todo el día Roberto Rowies


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así que no me queda otra, el gas no me llega a casa y la garrafa...vos viste cuánto sale una garrafa de mierda, entonces como ahí, creo que trae comida la municipalidad, comida envasada para que trabajen menos las voluntarias, pero bueno, a veces pasa que la comida se queda mucho en el transporte por falta de nafta, viste cómo está el país, entonces viene un poco tarde y tenemos que hacer cola porque hay mucha gente esperando, de hace rato, algunos hacen cola desde las seis de la mañana como si fuese un recital de Shakira, ah sí, yo fui, estuvo bueno, pero es así, comí una partida que supuestamente no estaba bien y me cayó mal, se me inflamaron los intestinos, una intoxicación nada más y aca estoy, esperando hace unas horas, pero bien ya va a pasar, hay que ser paciente, esperar, pensar en el prójimo. Tres horas y media pasaron. Bueno, quedaba para el otro dia, tenía que dormir un poco, al otro día tenía que laburar, como todos. Eran cinco y media y mi jefe me decía, no te podés ir, no te das cuenta que me quedo con uno menos, cómo sacamos los laburos que quedan, explicame eso, porque yo no lo entiendo, hay que entregarlos para cobrar, vos te querés llevar plata a tu casa, no, como todos, así que no me vengas con que te duele un poco lo riñones, ya se te va a pasar, pero no puedo, ayer fui al médico porque no podía dormir, pero no, no me pudieron atender porque había mucha gente y estaban todos los consultorios ocupados, también los médicos, no pude preguntar bien pero parecía que así era, Roberto Rowies


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no es que te chamullo ni que no quiero laburar, pero es así, no aguanto más, entendeme, no, no me puedo quedar, pero si ya cumplí mi horario, podés hacer quedar a otro, para qué me necesitás en este estado, si me podés pagar igual, solo por hoy, me duele, me está matando, entendeme, no me puedo quedar, si sabés que cobro por día, no hace falta que me lo descuentes, hice un monton de horas. Sí, al final me tuve que quedar, me amenazó con que me iba a echar, sí, me iba a dejar en la calle el muy hijo de puta, y que ni siquiera me iba a pagar el último sueldo, sí ya sé, tendría que haberle dicho algo, no dejarme caminar así, ya sé, pero qué querés que haga, es el laburo, es lo que me da de comer, hay que ser paciente. No señor, no tengo obra social, si trabajo pero no tengo, y cuánto cuesta, haga que no me duela más, voy a ver si puedo conseguir la plata pero no creo, la cosa está dificil, encima si falto al trabajo me descuentan el día, sí, sí estoy en negro, pero qué puedo hacer, no, eso no, no, no puedo, necesito la guita, si ya sé que usted también, que el consultorio es privado, ya lo sé, que tienen cosas que pagar, pero le aseguro que no tantas como yo, que si tengo deudas, sí, muchas, qué, una más no me va a hacer tan mal, sí, puede ser, pero le digo que no puedo pagar lo que me pide, tiene que haber otra forma, alguien que me cubra, no puede pagar una parte el estado a las personas que no tienen obra social, yo no sé cómo se maneja todo, pero le repito que no puedo pagar esa plata para la operación, se supone que me tiene que ayudar, que puede quedar entre Roberto Rowies


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nosotros, no sé, tendría que ver, que me puede hacer precio, mejor, porque lo necesito, pero si me puede hacer cuotas mejor, tendría que pedir plata a algunos amigos, sí, tengo muchos que me pueden prestar, pero el tema es después devolverla, deudas puedo tener pero no con mis amigos, ah, eso es problema suyo, tendría que actuar mejor con los suyos, algun día los puede necesitar y no es bueno deberles plata, tiene que pensar en el projimo y no en uno, pero dígame si me va a curar o por lo menos calmar el dolor, es que no aguanto más, debería sentir un poco lo que yo siento, qué, vengo mañana, ok, chau doctor. En el hospital; pasillo al fondo, con algunas luces que titilaban porque habían sido mal arregladas, otras apagadas para no gastar tanta luz, estaba impregnada una pequeña realidad, una realidad que pasaba día tras día. Las paredes estaban descascaradas por la presión y la angustia de la gente que estaba podrida de esperar, que miraba al techo, a un dibujo en la pared que decía como prevenir el sida, un afiche con la cara de un famoso que decía como evitar el dengue, un cepillo que hablaba de cómo cepillarse los dientes, pasillo, mugre, paredes angostas y de un tono beige acaramelado, las sillas agrietadas por el uso diario, una gorda, un manco, una sifilítica, una con dengue; no me sentaba ahí ni en pedo, ni que me pagaran; bah, esa posibilidad la podía pensar. Al final del pasillo la gente se acurrucaba a la única estufa y a la puerta del doc clínico que atendía a todos por todo, porque era la guardia nocturna y era uno solo, pobre, debería estar cansado de atender a Roberto Rowies


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las mujeres con caspa y mal bañadas, debería estar asqueado, pero no le quedaba otra, tenía que prestar servicio como un soldado fiel, paciente, tranquilo. El médico, en el cuartito, se fumaba un cigarrillo en la ventana, harto de la gente. Tal vez quiera verme a mi. No soy una persona que tenga mal aspecto, estoy limpio y tengo buen aliento. No hablo tan mal, capaz si le toco despacito la puerta...pero tenía que tener huevos para pasar por entre la gente y colarme. Eso sí, ahora teníamos numeritos porque éramos muchos, sí, porque a veces éramos más de cincuenta y tenía que haber cierto orden. La puerta se abrió. ¡Gimenez! -vociferó el doctor. Gimenez había cuatro. Todos se avalanzaron con el numerito en la mano, ¡acá!, ¡acá!, ¡acá!, ¡acá! -Gimenez, María-repitió el doc., admitiendo su error. Había dos. -Pase la que se anotó primera, vamos. -¿Qué número tenía la tal Gimenez? -le pregunté a la gorda que estaba al lado mío. -Catorce. -¿Usted cuál tiene? -¡Veintidós! -Yo, treinta y uno. -Bueno, estamos cerca. Clima de clásico. Algunos ya se puteaban entre ellos porque no sabían que hacer, otros estaban en el mostrador, gritando y enumerando las deficiencias del servicio. Los que Roberto Rowies


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ya sabían y la tenían clara, se quedaron sentados. Ante cada turba, el que se levantaba le ocupaban el asiento. -Ni en pedo me peleo por un asiento mugroso, me lo repetía a mi mismo una y otra vez, mientras veía al que se había quedado parado por curioso, que ahora miraba de reojo a la flaca que le había sacado el catre para apoyar un rato el culo. -¡Almodóvar! -dijo el doc. Una señora canosa se levantó como resorte de la sillita y chancleteó hasta la puerta. -Pase nomás. ¡Jajajaja!, ¡mirá si Almodóvar va a estar acá, esperando en la guardia de este hospital de cuarta para que lo atienda un médico de cuarta!. No me lo imaginaba, a un tipo tan elegante e inteligente esperando ahí, peleando por una silla, puteando, ni siquiera me lo imaginaba en la gráfica del cepillo de dientes sonriendo. La cosa entre la gente ya estaba caliente, lo del clásico ya había pasado. Ahora era medio oriente. La gorda y un encapuchado empezaron a golpear los vidrios de la recepción, que el hospital había adquirido unos meses atrás con otras gestiones de directorio. Eran vidrios templados usados y recortados para que la gente no pudiera golpear a las telefonistas. Me acuerdo una vez que la sacaron de los pelos y la cagaron a patadas a una rubiecita que les decía a todos que esperen, que tengan paciencia, que piensen en el prójimo, pienso que de esa vez me quedó esa frase de mierda. Creo que nunca más iba a pensar en nadie, ni a hablar, porque le dieron una paliza... la guardia ese día se Roberto Rowies


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cerró. -¡Gimenez! ¡dieciseis! Al doc. se lo veía cansado. Calculo que cada vez que sacaba la cabeza y miraba por el pasillo deseaba no estar, o estar pero no ahí, sino en su casa, tirado, fumando un habano, o postrado en la cama con algunas de las trolitas del hospital que se lo veía caminar por la calle. Creo que miraba y se frustraba. Y había más aún de lo que él pensaba. Cada vez que salía había más gente. Lo que en realidad sucedía era que la gente sacaba un número y se iba a dar unas vueltas o se quedaban en el auto, el que poseía uno, o esperaba en la casa si vivía cerca, hasta se podía ver una pelicula hasta que le llegara el turno. -¡Podrían haber puesto una tele estos putos! -susurró una señora huesuda y mansita, que parecía no tener vida, pero lo dijo desde adentro del alma. Había estado, quizá, más de veinte años en la misma situación y en el mismo hospital. -No creo -le dije, como respondiéndole a su queja. No creo que pongan una tele, porque se la afanarían. ¿Qué quilombo sería ponernos de acuerdo en un programa? ¿no?. La viejita levantó los ojos cansados y me miró. No sé qué me quizo decir, porque no movió ni un músculo de la cara, todavía pienso en eso y creo que me trató de tarado o de mala leche. -¡Gómez!, adelante. ¡Recién están en el diecisiete! Me tenía que quedar toda la noche ahí, otra vez, ya estaba que me comía a alguno. La gorda se había cansado de hablar con el vidrio, sin darse Roberto Rowies


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cuenta que del otro lado no había nadie, el flaco encapuchado estaba silbando en un rincón, recordando que le dolían todos los huesos y que era el momento de sufrir, no de pelear. -¡Sufrí, puto! -pensé por dentro. Sufrí, que por lo visto y con ésa caripela te lo merecés. Las viejitas ya movían las piernas flacas, elongando los pocos músculos, es que los pies no le daban más, y la gente joven que estaba sentada, poco y nada quería dejar su lugar. Habían peleado por él y no lo iban a dejar. Las viejitas seguían elongando y se frotaban las manos porque ya hacia frío. Otra tocaba la estufa que la tenía ahí nomás para palpar si tiraba calor o no, movía las piernas y se escondía atrás de una bufanda vieja, decolorida y sucia. Diez de la noche pasadas. La hora de las madres con los nenes que tienen angina, rubeola, dengue, o un resfrío común que lo confunden con escarlatina, bronquitis y hasta pulmonía. La cosa se ponía seria, los nenes lloraban y no paraban y para colmo cuatro criaturas que nos mataban los nervios, -¡Calláte pendejo de mierda! -decía la madre de uno. Las otras madres la miraban, perplejas, pensando que jamás dirían eso delante de la gente. -¡Callate! y ¡pafff! cachetada de por medio para que el nene ya no llore, sino para que grite con un acorde más amplio y una entonación más marcada hacia el espanto, acompañado de los gemidos y los mocos, porque ¡pafff!, otra bofetada y la cosa se ponía seria entre las caras de los que esperaban, ya se sentían incómodos con la situación, no podían estar ajenos. Estaban también los que miraban con gusto la situación, Roberto Rowies


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como el forro que silbaba hacía un rato y ahora se había acercado al fogón de las madres; las viejitas gemían con los nenes, y hasta pensaban en darle el asiento a la jovencitas, para que se calmaran. -Veni nena, sentate -dijo una vieja. La nena, madre, se sentó con gusto. El nene dejó de llorar, como si lo hubiesen actuado y practicado. La viejita se acurrucó en un rincón, a esperar. La cosa se tranquilizaba de a ratos, cuando lo nenes se cansaban y se perdían el los cartelitos de los preservativos de colores, o la cara de Almodóvar en el cepillo de dientes, o en una flaca que se comía las uñas sucias, flaquita como un escarvadiente, y ojerosa como una drogadicta. La flaca los miraba con la cara tensa y sacada, y los pibes se callaban del susto, -vení para acá -decía una de las madres a su hijo que iba y le tocaba la muleta a un amigo de la casa. -¡Vení para acá que el señor se va a enojar! -le repetía. El viejo apenas si podía aguantar el dolor de los huesos, se había caído y no sabía si se había quebrado algo, porque ya no sentía. La miraba a la nenita que corría y le tocaba la muleta derecha. -¡Tirame, nena! ¡tirame así me rompo del todo!. A ver si por lo menos me atienden. Esto lo pensaba, tal vez, por la cara digo, parecía que lo tenía dibulado en los ojos, tan tristes. -Tirame que me hacés un bien, ¡la puta que lo parió! -¡Araoz! -gimió el doc. El viejito con las muletas pareció Roberto Rowies


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recobrar el entusiasmo de repente. Acá, acá, dijo, acá, como diciendo, espéreme, ahí voy, era mentira que me quería matar, que siento asco por la vida, que ya no quiero estar en este puto mundo, mentira que me duele tanto el cuerpo, tal vez exageré un poco, es la humedad, son los días así medios calurosos a la tarde y fríos a la noche, lo de hoy a la tarde cuando me caí fue un descuido, es que tengo que usar anteojos, y usted sabe, no me los pongo porque me quedan un poco mal, son culo de botella, es mentira que me quejo todas las noches, es mentira, me siento mejor, mucho mejor ahora que ya estoy camino al consultorio, diga lo que me diga estoy bien y me siento feliz, déjeme así, déjeme con mi vinito a la tarde que se me pasa todo, o por lo menos así dice la publicidad de canal once, asi dice... -¡Martinez! El viejo salió como un rayo, no tenía nada de qué preocuparse. -¡Ojeda! Ojeda era un hombre corpulento traído en años, que pasó desapercibido por mis ojos. Sólo me dí cuenta que estaba y recuerdo su apellido porque tardó casi media hora en salir. -Ojeda, ¡vayase de acá, por favor!. Por la cara y los gestos de descontento del doc parecía que le pronunciaba esas palabras. Sin embargo tenía la cara pálida y no había emitido sonido. Sólo al despedir al paciente y dar un vistaso al fondo del pasillo, dio esa sensación. -¡Ortega! Ortega pasó celebrando el culo entre la gente. Al parecer de Roberto Rowies


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todos, era una de las trolas que el doctor atendía de vez en cuando. No les puedo explicar la revolución que se armó en ese pasillo de espera. Las más vivas de las minas se avalanzaron sobre la puerta del consultorio, golpeando y gritando, otras de atrás insultaban en silencio. Los hombres se miraban y no sabían si aplaudir o cagarlo a trompadas. La piba había pasado sin número, sin haber esperado, y encima reboleó el culo entre las viejas. Almodóvar se cagaba de risa. Al parecer algo quedaba claro. Todo era una mierda, parecía que el sistema se cagaba directamente en nosotros. ni siquiera nos hacía burla, sino que nos cagaba descaradamente. Nosotros éramos los últimos del eslabón, que pasaba las fronteras, que se exhiliaba bien en el exterior, y desde allá, un puto sentado en una computadora movía el ratón para dar, clic acá, clic allá, y la cosa se complicaba, doble clic arriba, boton derecho y un año de recesión, inicio reiniciar, y a la mierda el país. Después abrían una nueva sesión y valía todo, compraban todo por dos pesos, algunos canales de televisión o todos, radio, comunicaciones, la salud, y al final nosotros ahí sentados esperando como boludos ignorantes, indios que no entendían cómo se manejaban los hilos del capitalismo salvaje. Todos puteaban sin ésta connotacion tan filosófica y profunda. Puteaban porque no les quedaba otra. El doc adentro aplicaba, casi de memoria, toda la teoría estudiada en la facultad. Distancia, frialdad, indiferencia. ¿Acaso el mensaje para los profesionales no era ese? Shiller, académico desde Roberto Rowies


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nacimiento, familia de doctores, guita hasta en las bolas. ¿Quá hacía?. Hacía la residencia, hacía trabajo de guardia porque no le quedaba otra, pero en la primera de cambio, se las tomaba. Cuatro horas y media. Esto ya es una cagada, mañana pierdo el laburo. Cuando me toco a mí, casi seis horas después, ya no sentía las piernas. Ya me había olvidado de los riñones con una rara sensación de bienestar. ¿Será en realidad que todo está preparado para que nos demos cuenta que nos somatizamos? ¿que no existe el dengue, la pobreza, los afanos, la dictadura, la inflación, la deuda externa, los políticos, la economía, el fraude, la coima, la privatización, el riesgo país, los presidentes negros, el paco, la merca, las putas, los ricos y los otros? ¿será que todo es una infame creación del puto con el mouse?. Cuando finalmente salí, ya no pensaba en ser paciente, esperar, pensar en el prójimo. Pensaba en la cara del doctor cuando me senté en el consultorio y saqué el cuchillo. Pensaba en cómo su cuerpo se retorció de dolor al cortarle la garganta sin tanto esmero. Pensaba en que ya no iba a poder salir y gritar un próximo nombre. Pensaba en cómo habría salido por última vez al pasillo entonando mi apellido con fuerza y con ganas... -¡Schiller! ¡Schiller!, pase por favor.

Roberto Rowies


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GRIPE PORCINA

Roberto Rowies


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La gripe porcina nos agarró de sorpresa, no les voy a mentir. Recién salíamos del dengue y ya entrábamos en otra paranoia general, ¿pero no habíamos quedado en que el dengue, como el mal de chagas siempre había existido?. Lo que pasa es que nos olvidamos, señora, nos olvidamos porque los medios no le dan más bola y nosotros seguimos en la nuestra, ¿qué nos vamos a preocupar por lo que le pasa a la gente de la provincia?. ¡No!, déjeme de joder, eso no lo podemos hacer aunque queramos, de eso se encarga el gobierno. Y ellos lo saben, lo saben bien, y están al tanto de que nosotros no podemos hacer nada, salvo olvidarnos y mirar para otro lado. Si no nos dicen de qué nos tenemos que preocupar nosotros nunca lo vamos a saber. Pero ahí están, a la espera, y ¡chan!, saltan con algo nuevo que tapa lo anterior y ahora a comprar un barbijo, sí, ¿para qué va a ser?, para no contagiarse señora, si ya sé que el ministro de salud dijo que estabamos cubiertos y que los hospitales estaban preparados, ¿pero no habíamos quedado en que el sistema de salud era uno de los peores de latinoamérica, que las obras sociales se afanaban toda la guita, que había recortes de la salud acá y allá? ¿No habíamos quedado en el recorte del 8% en el presupuesto para el 2009? ¿no habíamos quedado en que el dengue se nos había salido de las manos y habían muerto decenas de personas y más de 50 mil estaban infectadas? ¿No quedamos en que estabamos en un período de recesión? ¿no había sido así?. Roberto Rowies


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-Qué quiere que le diga, yo ya no sé que pensar. -dijo la señora, que acercaba un pañuelo a su boca para hablar. -¿No sabe que pensar? -dije yo incrédulo. Es fácil decir que no sabe que pensar ¿no ve a la gente psicótica en la calle, con dos o tres barbijos, creyendo que se viene el fin del mundo? ¿no los ve?. En los aeropuertos, esperando en una silla de la cafetería, pero evitando algún contacto con la otra persona, haciendo cola en las farmacias, desesperados por adquirir el último gel desinfectante, o el último barbijo 3M (tres micrones). Se decía que la habían traído los mejicanos, que era importada (otra cosa más), como si causara risa pensar que también podíamos importar una enfermedad a bajo costo y generar una ganancia redituable si se ponía unos a sacar cuentas. La ecuación era sencilla; virus a bajo costo+buena publicidad+pánico+productos+ consumo=bienestar, y la gente absorbía todo, todo. En TN, periodismo independiente, ya se habían olvidado del dengue, como todos los demás canales. ¿era el más creíble? ¿porque era independiente o porque era de Clarín?. La señora insistía en que si me quería informar, tenía que poner Todo noticias, que ahí nadie mentía, que el periodismo era serio. -Mire usted si no sabe que pensar. Mire nomás. La vieja se quedó callada. Lentamente se acercó el pañuelo a la boca, humedecido ya de tanto hablar. Con la otra mano intentó tomar el bastón que lo había apoyado en una silla e intentaba incorporarse. El canal, sin inmutarse, enviaba una señal clara y pareja a todo el país de lo inútiles que éramos. Roberto Rowies


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-¡Es independiente, señora! -le dije. No me va a decir que ahora no le cree. La anciana no tardó en salir del bar en Corrientes al mil y tantos, si es que había alguno. Tenía un andar parejo y equilibrado, no parecía tener serios riesgos de salud, pero para qué arriesgarse. Seguramente había salido por la veredita en busca de alguna farmacia (city) para comprar un barbijo. No me dio tiempo para decirle que el país estaba en crisis, no como en la era del gran Alfonsin, ¿no?, sino como en esta época que las cosas se iban a la mierda pero de a poco, como quien no quiere la cosa, como quien la ve de lejos, para un poco que limpio el mouse y el teclado, clic, clic, bueno la cosa era que todo se iba a la mierda, y ahora este cuento de la gripe porcina, y me olvidé de decirle a la vieja del bastón que las cosas estaban complicadas y aumentaba todo como el petróleo, como el gas, como el teléfono, como todo lo que producíamos acá y lo vendíamos afuera. Me olvidé de decirle, che, que boludo, tómese el colectivo, por avenida Rivadavia, cerca de Once, ahí parece que la cosa anda más o menos bien, y en un sucucho que vende de todo puede encontrar el barbijo para esta peste importada, che, que lo parió, pero si está a buen precio, de verdad, a mi el otro día me lo quisieron cobrar $1.50 y le regatee, le compré dos por $2.50, pero acá, donde va a ir la vieja, se lo van a romper de verdad, sí en serio te digo. -$7.90., me dijo el hijo de puta. Lo miré con una cara de "andá a la puta que te parió", vos y ese Quintana, ¿sabés Roberto Rowies


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quién es, no?, no sabés nada seguro, es el dueño de inversiones Pegasus, no no te miento boludo, los que compraron Musimundo, Freddo, cafeterías Aroma y Farmacity, no, no te miento, para qué te voy a mentir, nadie me cree cuando se lo digo, no, al que atendía la farmacia no se lo dije, pero es verdad, sí que miro la tele pero ahí no te dicen nada, eso no te lo dicen, no es joda hablar de eso, hay que tener huevos, tenerlos bien puestos, qué les vas a decir, nada, que hagan lo que quieran, él y los cuatro inversores extranjeros, porque son cinco sabías, no, no estoy paranoico, no, ¿que si tengo gripe?, no no tengo, dengue menos, ¿me estás cargando?. Alfredo, el dueño del bar, no quería ni escucharme. Siempre hablas de lo mismo, me decía, sos un loco, no sé de donde sacás todas esas pavadas que decís. El tenía un gran amor por el bar y la televisión. Eran sus dos pasiones; ergo, creía todo lo que decían. Mas bien, quién va a querer salir, le decía yo, prefieren quedarse acá hasta que se hace de noche. La gente tiene miedo Alfredo, eso a vos te viene perfecto, por lo menos por ahora, pero de verdad tienen miedo, vos no estás todo el día acá entre ellos, pendientes de lo que quieren, parecen sombras, están como metidos para adentro, no quieren hablar, tienen miedo, y si hablan es para decir lo justo y necesario, ni una palabra más, ni una menos. -Ves que hablás boludeces. -¿Sabés qué?, le dije, me voy. “Llenalo hasta que no entre mas nadie, hasta que la gente Roberto Rowies


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se queje, recien ahí hacete el boludo y cerrá la puerta. En las paradas hace seña de luces que la gente ya entiende que vas hasta las bolas” le habían dicho con seguridad al chofer. Era entendible que viajemos así, éramos muchos, y todos necesitaban llegar a sus casas, tomarse una cervecita, y a la cama que mañana otra vez temprano. Pero daba asco. yo pensaba en la gripe porcina, en el dengue, en la concha de la lora. -Ojalá que choquemos asi mañana no voy a laburar. Me subí a otro colectivo a los empujones. Quedé atrás agarrado de la baranda y viaje así, como un puerco, así, sin lavarme los dientes porque había salido apurado de casa, sin peinarme, sin atarme los cordones, sin haberme fumado un cigarrillo en la parada, sin haber buscado las monedas. Era un puerco con todas las letras. Me bajé donde me tenía que bajar sin pagar, como un chorro, como un pendejo de mierda, como un laburante más que quería llegar a destino. ¡No me digas que el pucho también aumentó porque me las corto, no me digas, cada vez se hace más difícil fumar, será que necesitan recaudar, será eso, o será que las compañías tabaqueras aumentaron los cigarrillos que hacen allá con nuestro tabaco y el estado tiene que aumentar para seguir teniendo el mismo margen de ganancia, será que es eso, o será que tengo que fumar otra porquería más barata que me hace pelota los pulmones, será eso, o será que tengo que mirar un poco más la televisión para darme cuenta que no tengo que fumar más, que tengo que dejar el vicio multimillonario, coimero y Roberto Rowies


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dueño de estados para mantenerme en forma, será así, o será que no leo bien la programación del cable vendido o de los diarios vendidos, será que me tengo que poner la camiseta y plantar tabaco en mi casa, o fumar porro, que ése sí se hace acá, o paco, que también se hace acá, o alguna pastillita que acá había varios laboratorios clandestinos que se dedicaban a eso, o será que tengo que plantar un árbol, tener una familia y comprarme un auto, tendré que sacar un crédito y hacer la mía, o comprarme una casa, o irme a la mierda. Tengo que comprarme una compu y ver Infobae, o Tn o Clarín, o La Nación, o era todo la misma cosa, dónde decía lo que tenía que hacer, o mejor dicho, donde decía lo que no tenía que hacer. -¿Qué estás haciendo, pavo? -Limpiando la mesa. -le dije a Alfredo. Estoy pasando por segunda vez la rejilla a todas las mesas. -Dale, que la gorda de la mesa cuatro quiere café. Que se lo sirva ella, pensé. Que se lo sirva ella, con ése culo redondo seguro que no se puede ni mover, qué se piensa, que soy el sirviente. -No señora, cómo le voy a escupir el café, eso es crema bien batidita, me dije. -No flaco cómo te voy a poner eso en la comida, comé y callate, no la mires con esa cara a ver si te la tengo que romper, comé y callate! -Le dí un beso nada más, un besito, comé tranquila la medialuna, flaca, comé tranquila. -Cien pesos. Le dije a uno. Y no me hagas la de Darín en Roberto Rowies


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Nueve Reinas, que esa no existe hace muchos años, es casi mitológica. Ojalá me pasara a mi eso, eso de vender unas estampitas a tanta guita y hacerme rico, si ya sé que era todo mentira, ya lo sé, ¿pero no queda como que el gallego ,que se hacía el que tenía toda la chapa, lo cagó al argentino que se creía el más vivo? ¿no parece así?, pero el que hizo la película es argentino, ya sé, pero el que puso la guita para la película no, sabés quien es, es Patagonik Film Group, un grupo inversor español, que es el que en definitiva da el ok a la idea y a la guita y participa de todo, o te pensás que van a hacer quedar mal al gallego, esto es así, el gallego se alía con un vivo de perfil bajo de acá para cagar al vivo más grande, y que linda paradoja la del final, cuando ve el banco cerrado y uno le dice ¡los hijos de puta se presentaron insolubles y se fueron con toda la guita!, ¡jajajaja! ¡y Darín, personificando al garca más grande de la ciudad no lo puede creer!, que risa me dio esa parte, en realidad que sublime, que metafórico, que pedacito de mierda recortada para refregárnosla en la cara, para decirnos ¡que boludos que son!, con nuestro término, con nuestra palabra en la boca, con el boludo bien grande, que boludos que son, eso es así, un clic, un boton derecho y el país a la mierda y ellos diciendo lo insolubles que son, y nosotros pensando en el corralito y en la gripe porcina, en nuestros diputados que se la repartieron toda, pero era un vuelto, alguien se comió todo de verdad, para dejarnos en la bancarrota, que hijos de puta. Me quedo con esa frase, con esa imagen final Roberto Rowies


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de ellos festejando en una mesa y repartiéndose la guita, todos los que aparentaban una cosa resultaron ser otra y se quedaron con todo, y el otro, el argentino, Darín, estaba entre la gente pidiendo que le devolvieran la guita y se agarraba la cabeza y no lo podía creer, y pensaba nunca más voy a confiar en los bancos, estos hijos de puta, pero al final todo volvía de a poco, y confiábamos de nuevo, venía un Galicia, un Río, un Santander, un Bapro, un Francés, un Bsch, BBVA, Consolidar, Mapfre, Orígenes, Global Exchange, Telefónica, Telecom, Claro, Movistar, Personal, Speedy, Banda ancha, Móvil, Clarín, Tn, Canal 13, Telefé, Torneos y Competencias, con promociones, con entradas gratis, con servicios nunca vistos, “pone treinta que te lo duplicamos”, con una cantante nuestra, Valeria, cantando para ellos "me das cada dia más", con otro actor diciendo los beneficios de "qué grande esta tarjeta" y en todos estos ponemos la guita de nuevo, y les decimos hagan lo que quieran con nosotros que si se rajan de nuevo los vamos a entender. Y otros, un poco más de arriba del mapa, a la larga compran la idea, les gustó, y no porque ellos no lo hubiesen hecho antes, sino porque la forma sutil que habían tenido esta vez los gallegos de mostrar una idea, les podía sugerir a ellos toda una gama nueva de películas con ese afrodisíaco, con ese detalle masoquista, que al final da con esto: después no digan que no les avisamos lo que podía pasar. El bonjour le dejó la boca abierta. Lo había leído de una notebook de uno que tomaba café y que trabajaba en el Roberto Rowies


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banco y se lo canté a Alfredo, cuando me dijo, -¡dejá de decir pelotudeces y andá a lavar los platos!. Creo que por varios días no me habló, creyendo que lo había cargado de verdad, que esta vez se me había pasado la mano, pero al final el gallego era bueno y se le olvidaban las cosas con facilidad. -Viste como es esto, al final después que hablamos tanto, el gallego se pescó el resfrío, que lo parió. Viste que la tele tenía razón, que no decía pavadas, lo venía diciendo, tengan ciudado, usen barbijo, no salgan de sus casas, no se resista a los robos que lo van a matar, no deje baldes con agua sucia, lávese las manos, limpie los alimentos, lave los pescados con lavandina, no tome agua, no coma carne, no coma verduras, siga viendo la tele que lo seguiremos informando, siga, siga, siga, que siempre algo nuevo va a salir, vea que no le mentimos, no le mentimos. El gallego se murió. Fue un caso atípico en el barrio, nadie me creía cuando se los contaba, me trataban de loco, de pelotudo, de enfermo mental, pero no, che, es la pura verdad, se murió. -¿y de que murió? - de cólera.

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II. El secuestro de Federico Burman

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PERSEGUIDO

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Burman había pensado en bajar por las escaleras, pero eran seis pisos oscuros, de corredores vacíos y luces bajas. Decidir tomar el ascensor parecía lo mas seguro en ese momento, bajar en el primer piso y retomar las escaleras hasta el hall de entrada. Lo hizo. Salió rápidamente sin saludar al portero como lo hacía siempre, se frenó en la entrada, miró hacia ambos lados de la calle y prendió un cigarrillo. Antes se subió la capucha y apagó el celular. El portero, sin embargo había llegado a notar la barba descuidada de Burman, de unos tres o cuatro días y el pelo sucio y de otro color. Caminó por la callecita hasta Callao y dobló a la derecha, antes de mirar hacia atrás y fingir sorpresa al reconocer que alguien detrás suyo lo miraba, mientras hablaba por celular. Era un hombre canoso, de buen aspecto. Usaba ropa informal, a la moda, y zapatillas un tanto adolescentes para la edad que aparentaba. Este caminó unas cuadras hasta que dobló en una avenida y se perdió. Burman se bajó la capucha y dobló en sentido contrario, hacia la izquierda, para tomar la circulación vehicular de contramano. En este sentido era muy cuidadoso y riguroso, siempre caminaba de manera contraria al tránsito, sin fijarse si era una avenida, una callecita, o la ruta. Caminó dos cuadras y se quedó en una parada de colectivo. Lo esperó intranquilo, fumando, tocándose la Roberto Rowies


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barba, mirando hacia atrás, cuidando todos lo detalles. Miraba la gente que iba acumulándose en la fila, reconocía las caras, las memorizaba. Todavía no se había animado a sacar fotos, para tener una imagen más vívida de cada uno. Cuando el colectivo llegó, fue el único que no subió. Siguió, en cambio, caminando por la calle hasta la parada próxima. Ahí se afirmó, prendió un cigarrillo y esperó el otro colectivo. La salida de la traffic, donde él tenía que ir, estaba a unas 30 cuadras, que antes las caminaba. Ahora se bajaba en Cerrito y caminaba unas diez o quince cuadras todavía, por precaución. Si duda que no disfrutaba para nada el viaje. Estaba desarreglado, excesivamente nervioso, apenas fumaba cuando caminaba, y ya los últimos días ni siquiera sacaba el celular para ver si tenía algun mensaje de texto. Apenas paraba para leer alguna revista o lo que había pasado en el fútbol el día anterior. No se detenía en los negocios a ver lo último de la moda, o por lo menos lo que él podía llegar a comprar, ni las últimas películas que estrenaban los yanquies, ni alguna peliculita de por acá media perdida, alguna obrita de teatro, o un concierto gratis, ni siquiera en las librerias paraba, eso sí que era raro. Apenas comía. Apenas escuchaba lo que decían los demás. Se limitaba a confiar en lo que sus sentidos le proferían. Lenta y violentamente sus costumbres cambiaron. La última vez que había cenado en un restaurante estaba lejana en el tiempo, tal vez dos años, tal vez tres. La última vez que había viajado en tren, dos años. Todavía no se podían contar los días que no comía o no Roberto Rowies


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dormía. Todavía faltaban unas semanas para que descubriera que todo podía pasar, incluso en su imaginación. Ya estaba prácticamente en la traffic cuando descubrió que la oficina donde vendían boletos estaba cerrada, con una pequeña abertura para agacharse y pasar. Dudó un momento, miró para todos lados y se metió. Apenas con un pie adentro se tiró contra la pared y se aseguró de que no hubiese nadie más que él y el recepcionista en la habitación. Compró el boleto, controló billete por billete del vuelto y salió sin pestañear, para evitar que algún detalle se le escapara. Súbitamente tuvo un escalofrío positivo, unas ligeras ganas de fumar antes de entrar al vehículo. Se prendió otro cigarrillo y pacientemente esperó. De todo lo que había hecho e iba a hacer fue lo más normal, después eso él lo pensó y se dio cuenta de lo expuesto que estuvo. En el viaje se tranquilizó un poco, se puso los auriculares y dejó caer la cabeza contra la ventanilla hasta casi dormirse. Se despertó a mitad de camino sudado y con un temblor casi imperceptible en la mano derecha. A veces pasa, pensó. Comenzó, como de costumbre, el reconocimiento para ver las caras de las personas que viajaban, sus actitudes, la cantidad de mensajes que mandaba cada una, lo celulares y las marcas que tenían cada uno, dónde bajaban, qué ropa llevaban puesta, si iban solos o acompañados, dónde podían trabajar, cuáles serían sus sueldos, y lo fundamental, la conclusión, por qué tenían que viajar, por ejemplo, ese Martes, cuando él viajaba. Estaba sentado al fondo del lado Roberto Rowies


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izquierdo. Se levantó e hizo un paneo general para descartar personas. Doce, de las veinte que viajaban, estaban dormidas, lo que las descartaba inmediatamente, a no ser que fingieran. De las ocho que quedaban tres eran hombres mayores, de entre 60 y 70 años, algo poco habitual para el perfil de persona que buscaba Burman. De los cinco que quedaban el primero estaba al lado de él. Una mujer de unos treinta años, castaña, de facciones grotescas pero de linda y suave piel, bastante baja y de ojos oscuros. Llevaba la cartera enrollada en las manos como si la fuera a perder. Vestía bien, una blusa y una camperita pastel que no tenía marca. Al lado de ella, otro, un hombre joven de unos 25 años, vestía ropa informal y llevaba un handie. Pasajero o policía, pensó. ¿Me bajo o sigo?, prosiguió. Cuando sus manos comenzaron a sudar se sacó el buzo, lo enrolló y lo guardó junto a las tarjetas de crédito que traía en las medias. Guardó el celular y la plata que llevaba encima. La mochila la metió debajo del asiento. Las otras tres personas que estaban más adelante prácticamente se convirtieron en cómplices. Alguna bajó antes que él se diera cuenta. El hombre del handie una o dos veces volteó para mirar a Burman que iba intranquilo, nervioso, aturdido, pero metódico, silencioso, preparado para cualquier cosa. Unos meses atrás se había chocado con un desconocido en el supermercado que lo quedó mirando desafiante. Él no le prestó atención y no lo memorizó hasta unos días después cuando en otro mercado dos hombres lo siguieron con la mirada mientras elegía fiambres de la góndola. Unos días Roberto Rowies


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después un Renault 12 se estacionó frente a su departamento y lo vigiló dos o tres días. Él lo fotografió y guardó la evidencia con recelo. Otro día, en que iba caminando por una cuadra que cercaba el cerro, cerca de su casa, vio estacionar un Gol rojo con patente de una ciudad del sur. Lo fotografió también pero perdió la foto cuando viajó a Buenos Aires. En otro episodio un Regatta se estacionó en plena calle para pedirle una dirección. Burman se metió en un kiosko y esperó 15 minutos hasta calmarse. Ese día había caminado cinco kilómetros sin indicios de ser perseguido. -Creo que cambió el número -habría dicho su novia unos días después de llegar a la capital, confusa por llamarlo y que le diera el contestador. Quedaban menos de dos kilómetros para llegar a la casa de sus padres cuando el hombre moduló por el handie y afirmó no saber nada sobre una venta de un automotor, que él no había estado presente, que se lo tenía que preguntar a su jefe que era el que estaba en esos asuntos, que estaba llegando a su casa y que al otro día tenía franco. Burman se pasó la manga de la remera por la frente y suspiró. Me voy a recuperar, dijo. Es sólo cuestión de tiempo. Nunca podía suponer que pasarían meses hasta volver a salir. Apenas quedaban dos de los que había identificado. El del handie había bajado junto con la mujer que viajaba a su lado. Los dos que quedaban podían estar junto con ellos y trabajaban de manera escalonada para vigilarlo. Tres se Roberto Rowies


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habían bajado ya, y por su ubicación, en el asiento de atrás y solo, fácil de reconocer, lo dos que quedaban ya sabían a quien seguir atentos. Eso pensaba Burman, mientras sacaba lentamente el celular y las tarjetas y se acomodaba de nuevo la ropa. Estos dos que quedan son fáciles. Yo estoy atrás de todo, así que puedo ver cuando bajan o esperar hasta que lo hagan. La combi terminaba su recorrido en un lugar cómodo para Burman, pordía especular, saber lo que hacían, cómo se movían, si se comunicaban, si estaban nerviosos, si miraban para atrás. Pensó instintivamente en dejarse caer en el asiento para no ser visto y que creyeran que en una distracción había bajado. Lo hizo. Fue instinto. A unas cuadras los dos bajaron y se perdieron por las calles del barrio sureño. Unas cuadras después ya se estaba tomando el segundo colectivo para finalizar el viaje de más de dos horas. Sentado, contra la ventanilla izquierda movía las piernas de adentro hacia fuera, las dos al mismo tiempo. Con la mochila tapaba ese reflejo de nervios. Se puso la capucha. Este tiene una cara de chorro. Ese también. No los tengo que mirar, me tengo que hacer el boludo, como que voy pensando en otra cosa y si alguno me ficha… Se había dado cuenta que la apariencia que llevaba no cuadraba con el barrio. Él venía de caminar por las calles de Recoleta y ahora estaba en un barrio donde no existía ni siquiera el agua potable. Lo conocía bien al lugar, pero sabía que una mínima distracción lo dejaba en la morgue con un agujero en el pecho, o en el mejor de los casos, en Roberto Rowies


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una villa, encerrado en una prefabricada y pensando en cuánta guita estaban pidiendo por él. Se miró los zapatos e inmediatamente supo que algo no andaba bien. Eran de cuero marrón, bien lustrados, terminaban en una punta recta al estilo italiano, le habían costado unos cien dólares en el aeropuerto. ¡Paff!, se pegó una cachetada en la frente y esbozó una sonrisa de temor. Adentro de la mochila tenía las zapatillas que le había regalado su novia para la nieve. Mientras tanto había llegado a la estación de un pueblo y la gente de a poco iba ocupando los lugares que quedaban vacíos. Tengo que cambiármelos –pensó. Se cambió de lugar hacia la derecha del colectivo en un asiento para dos, contra la ventanilla. Muy despacio, con el empeine izquierdo, se sacó el zapato derecho y se puso la zapatilla, lo mismo con el otro. Guardó los zapatos entre la ropa y se dejó caer en el asiento, exhausto. Las diez cuadras que quedaron le sirvieron para calmarse temporalmente hasta que se levantó, miró a los que estaban sentados en el fondo y bajó.

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EL BALCÓN

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El día era espantoso. Melancólico. Gris. Burman movía con el tenedor algunos fideos fríos que no había alcanzado a comer con gusto. La radio lo ponía nervioso. La humedad. El frío. El ventanal del living dejaba entrar un aire espeso cargado de tristeza, como si su sentimiento saliera a dar una vuelta por el balcón y regresara con eso y con los ruidos de la avenida. Jugaba con los fideos y de a ratos pronunciaba una arcada firme que lo contraía. La radio prendida lo sacaba de sus cabales. Su novia que iba y venía le daba un dolor pronunciado en el estómago. Su tía. La sirvienta. Todas se podían ir a la mierda. Quería estar solo, sentirse solo. Quería verse deprimido. Quería volar sin alas. -Me voy mi amor -dijo con asco su novia Cecilia, que miraba su mano inmóvil con los fideos secos en el tenedor. -Terminá de comer y acostate, que te va a hacer bien. -Si, dijo él, distante. Miraba el enrejado del balcón como si fuera una cárcel. –Si, quedate tranquila. La tía de ella dijo: -Chau, hasta luego. La sirvienta se movía para todos lados. -Es la radio de mierda esta que me pone así, pensó Burman. Se levantó en cámara lenta, con la mano en el tenedor y caminó hasta la cocina. Un estremecimiento le durmió el brazo izquierdo al instante. Otro le dio vuelta el estómago. Roberto Rowies


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La arcada firme le trajo lo que había comido hasta la garganta pero no salió. Se arrodilló, sintió el mismo dolor interno que le abría los intestinos siempre. En un restaurante italiano le había pasado lo mismo tomando un café con medialunas. Tuvo que salir y esperar afuera hasta que su novia salió indignada, sin preguntar lo que le había pasado. El se miró en el vidrio del lugar y dijo: -Que pelotudo que sos. En otra ocasión, mientras comía pollo con crema en un aeropuerto, tuvo que ir de emergencia a la unidad médica del lugar para que le inyectaran una dosis de no se qué. Se habría intoxicado. El estómago y los intestinos se le hincharon tanto que no podía caminar. Hasta tuvo que sacarse los pantalones. Alguno de la cocina, creyó él, se lo había hecho a propósito. Habían perdido en algún partido de fútbol, y además era sabido que no les gustaba su cara, ni los ojos verdes, ni el pelo ceniza, ni el lugar donde trabajaba, que era sustancialmente mejor. Resignado ese día había vuelto al trabajo de oficina, hasta que no dió más porque le subió fiebre y se fue a su casa a descansar. Eso había pasado en el 2006, cuando vivía en el sur. Otras veces le sucedería algo similar, con secuelas graves para su digestión. Los cuatro años que trabajó cerca de ese comedor se llevó comida hecha por su mujer, o se tomaba algún café de expendedora para saciar el hambre. Ahora otra vez. No como aquella vez en otro restaurante, uno de carnes, un día que nevaba como nunca. Le bajó la presión cuando iba al baño y tuvo que ser atendido por las Roberto Rowies


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meseras del lugar que lo encontraron en la escalera medio desmayado. Ese día tenía una cena con altos ejecutivos de la empresa, donde festejaban el año exitoso y proponían otro más concreto y grande. Nunca se imaginó ni preguntó lo que pensarían de él, que fue protagonista de ese papelón. Caminó de la cocina hasta el living tomándose el abdomen. La constricción iba y volvía haciéndose más fuerte cada vez. Cuando se paró, rígido, le bajó la presión. Empezó a caminar moribundo, con una sensación de vómito, las piernas no le respondían, le temblaban involuntariamente y transpiraba como con una fiebre interior. Así, como pudo, alcanzó el picaporte del baño para lavarse la cara. El dolor era constante, interior, profundo, como un aguijón, como una incisión, como un cuchillazo intencional. Empapado salió y caminó por el corredor hasta el balcón y tocó las rejas. Apoyó la mejilla y exhaló tibiamente, ensayando un gemido de dolor, pero entrecortado, la saliva que le caía por el mentón le dificultaba el habla. Le parecía escuchar el sonido de los autos amplificado, y la voz débil de la mucama que le decía ¿Estás bien? ¿Queres agua? ¿Qué te pasa?. Podría ser ella, pensó. Podía ser ella que lo envenenó, o que le metió un tranquilizante en la comida para dormirlo. Podía ser ella. -Si, estoy bien, le dijo. Traeme agua. Se dominó por unos segundos, sin saber que lo que venía iba a ser más fuerte. -Me voy, Federico. -Dijo la mucama con el vaso tembloroso en la mano. Pero me da cosa dejarte así, ¿estás seguro que no querès que llame a nadie? Roberto Rowies


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¿A quién vas llamar?, pensó Burman. -¿A quién?, si estoy solo. No, anda, estoy bien. -Pero... -Anda, cualquier cosa la llamo a Cecilia. Tuvo, finalmente, tres recaídas. Llamó dos o tres veces a la portería del edificio y hasta pidió una ambulancia. El portero lo llamó unas diez veces por el teléfono interno. -Federico, le llegó la ambulancia, me dicen que ahora que llegaron no se pueden ir, que vinieron de muy lejos para atenderlo. Burman dudó, pero bajó finalmente. La médica le pidió que se metiera en la ambulancia, que lo esperaba en la calle. Él se negó. Ella insistió. El acompañante insistió también. Él no los miraba, los escuchaba. Observaba a la calle, al portero, miraba a las tres o cuatro personas que lo habían ayudado después de la segunda recaída, cuando el bajó al salón y les pidió agua con azúcar. Lo habían sentado en una silla, en el pasillo. Toda la gente que subía lo miraba y preguntaba que había pasado. -Nada, estoy bien, me bajó la presión nada más, gracias. -¿Pero no querés que llamemos a una ambulancia? ¿Estás seguro? ¿Mirá como estás, nene? Al fin, resignado, dijo que si. Dudaba, como siempre, de la finalidad de esas acciones tan cordiales. ¿No estarán todos metidos? Si, seguro que la que limpia antes de irse dejó alguno dando vueltas, sí, estoy seguro. Miraba a la calle. Un gordito con bata blanca lo esperaba. Dale, dale, venì, metete en la ambulancia que te tomamos Roberto Rowies


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la presión. Burman dudó, dudó mucho. Se bajó la capucha y entró, temblando. –No me cierres la puerta, advirtió. No la cierres. -Sentate en la camilla, le dijo la doctora. -Prefiero en la silla ésta. -No, en la camilla. El gordo le cerró la puerta violentamente. Burman se alertó, se conmocionó, se violentó. -¡Para! ¡la puta que te parió!, te dije que no me cerraras la puerta. La doctora lo miraba y no sabía que hacer. Atinó a tomarle el brazo pero no pudo. Burman se deslizó por el asiento de adelante y abrió la puerta del acompañante. Dio un salto, trastabilló y se cayó. Se quedó en la vereda aturdido. -¡Eh! ¿Qué te pasa?, le decía el tipo gordo, que ahora le parecía un cana, o un chorro camuflado. -Te dije que no me cerraras la puerta y lo hiciste, ¿A vos qué te pasa? ¡Y no me quiero sentar en la camilla! La doctora ya había salido y estaba en la calle sin decir nada. Hubo un pequeño silencio de unos segundos. -¿Qué queres?, le dijo al fin, resignada. -Tomame la presión adentro. -¿Qué estás tomando? -Xiprexa, 100 mg por día. -Ah... ¿Tenés ataques? -Si. -¿Por qué no lo dijiste? -Les dije que no me cerraran la puerta, ¿Qué más tengo que Roberto Rowies


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decir? El gordo hablaba con el portero que había salido con todo el lío. Le hubiese gustado decir que el pibe estaba loco, pero no lo dijo. Burman quería registrar la cara del cana camuflado. Se la olvidaría con facilidad, sin embargo. Le tomaron la presión como si fuera un chancho. Le pusieron mal el estetoscopio, y el extremo del que toma la presión. Eso pudo notar Burman con cierta facilidad. Las caras le parecían familiares. En algún viaje, tal vez, las había visto. O por la calle, quién sabe, ni él sabía. No escuchó lo que la doctora le indicaba. -Tomate ésto que te va a poner mejor. -Bueno, respondió él. Después lo tomo. -Tomate media pastilla, tomá, tomala ahora, y cuando vuelvas a tu departamento vas a estar bien, te lo aseguro. -Después la tomo. Respondió Burman en un tono más serio y seco. -No, ahora. Tomala ahora. -insistió la Doctora. Burman ya había esbozado una pequeña sonrisa de sarcasmo. El gordo lo miraba de cerca. Lo quería reconocer. Le sacaba una radiografía mental de la cara. -No, ahora no la quiero tomar. Cuando esté arriba, ¿ok? Burman se incorporó con violencia y les señaló con la mano izquierda la salida. Se miraron los dos médicos, o los supuestos médicos, hicieron una cara de ¡anda a la mierda, pendejo!, y se fueron. Walter, el portero, lo miraba desde la salida. -Che, ¿estás bien?- le gritó. Roberto Rowies


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-Si, gracias. Burman se esfumó. Subió por las escaleras de a dos escalones. Cuando entró al departamento dió un suspiro largo, pero entrecortado, con vestigios de nerviosismo. Enrolló la pastilla en un papel de cocina y la tiró por el balcón .Se acercó en puntas de pie hasta el extremo, que le llegaba hasta el cuello, y trató de ver el recorrido de la furtiva pastilla en la servilleta. Tocó las rejillas de la reja con ambas manos, tratando de meter los dedos entre ellas. Volvió a suspirar, esta vez con más aire. –Pensar que te quisiste tirar, pelotudo. ¿Cómo ibas a saltar? ¿Mirá lo que mide ésta reja y lo chico que son los agujeros de la rejilla? No ibas a poder hacer pie, no te ibas a poder levantar hasta quedar suspendido, no te da la cara. -Pero casi lo haces, ¿no? Te faltó fuerza, eso te faltó. Si no hubieses comido esos fideos de porquería y no te hubieses sentido tan mal hubieses tenido todo para hacerlo. Vas a tener que esperar otra oportunidad. -No, otra no va a haber, dijo Burman -Siempre hay una salida. -No, porque me voy de acá en unos días. -¿Cómo que te vas? ¿adónde te vas? -Me voy con mi familia. Viste que todos los fines de semana, hace unos meses, iba para allá. Pero pasaron cosas que me fueron alejando de la calle. Acá estaba tranquilo, hasta que situaciones como éstas me hacen querer irme. -Te entiendo. -¿Me entendés? Roberto Rowies


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-Si, por supuesto. Me acuerdo bien de tu casa. En tu casa, tus viejos, esconden celosamente un revólver que era de tu abuelo y que, si mal no recuerdo, no se disparó nunca, porque alguien no tuvo el coraje para hacerlo. -¡Por qué no te callas! Eso pasó hace muchos años. -Hoy pasó también. Parece que los Burman tenemos cierta inclinación hacia lo inconstante, hacia lo indefinido. Dejamos las cosas siempre por la mitad. -¿Eso parece?. No sabés cómo me gustaría que eso cambie de una vez por todas. -Va a cambiar. -¿Si? -Si, te lo garantizo. Lo vinieron a buscar un viernes. El día, otra vez estaba nublado, melancólico, gris, tenue, depresivo. El auto había hecho seña de luces al portero para que le abriera la cochera, pero éste lo miró y como no lo conocía se metió para su sala de cámaras. -¿Éstos que quieren?, le dijo al empleado que lo venía a reemplazar. Tocaron timbre. Desde adentro les abrieron con desgano. -¿Me podés decir dónde está Federico? -No sé. A mi no me avisó que se iba solo. Me llamó por teléfono y arreglamos que lo veníamos a buscar, porque tenía que llevar algunas cosas. -Este pelotudo...-pensaba Cecilia. -Quedate tranquila. Seguro que se fue a la casa. En algún momento tiene que llamar. Roberto Rowies


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El teléfono sonó. Era Federico. Estaba en plena Avenida Corrientes, debajo de la lluvia, empapado. –Estoy yendo para allá. Había abierto la puerta del ascensor antes que éste llegara a la planta baja. Por fortuna quedaba un espacio de medio metro para salir. Ante el miedo de que alguien lo viera tiró la mochila y dió un salto. Se levantó la capucha y salió corriendo a la calle. Había apagado el celular. Se tomó el primer taxi que vió. Estaba nervioso. Hacía un mes que no salía. –Hasta Avenida Corrientes. Se había puesto a llover de a poco, con una llovizna tímida. Burman leyó el certificado del conductor, parecía legítimo, aunque si se puede truchar un documento de identidad, se puede con cualquier cosa, pensaba. Iba masajeándose las manos, se las apretaba, se giraba el anillo de compromiso, se estrujaba los dedos. El taxista lo miraba de a ratos por el retrovisor de pasajero. El semáforo los paraba en cada cuadra. Llegando a Cerrito una marcha los detuvo de nuevo. Burman ya no daba más, pero por dentro sabía que tenía que aguantar. El auto aceleraba y paraba. Un bocinazo. Otro. Una moto que paraba cerca de ellos del lado izquierdo. El tocó el seguro de su puerta, la derecha, y levantó la traba. Bajó el vidrio. Afuera ya llovía que daba miedo salir. -Dejame acá, le dijo. -¿Acá? Mira como está lloviendo flaco, quedan un par de cuadras nada más. -No, dejame acá. Pagó y no esperó el vuelto. Salió al trote hasta una garita y Roberto Rowies


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se hizo el que esperaba el colectivo. Miró la hora y empezó a caminar por Cerrito. A la media cuadra ya estaba empapado, no tenia paragüas, nada. La ropa que llevaba era liviana y de algodón. Se metió en otra garita. Después atravesó una plaza y una avenida. En la esquina, a cinco cuadras de llegar a la traffic, vio a dos hombres parados frente a un banco. Una salidera, pensó. No, o me están esperando a mí, ya me ubicaron. ¿Cómo hacen? Son buenos los hijos de puta, son buenos. Tienen mucha gente. Una que me vio salir del departamento y me reconoció, otra o esa misma que vio el taxi que tomé. Pusieron a dos en un auto o en un taxi por la avenida hasta que me ven llegar. Cuando empiezo a caminar se adelantan hasta un punto en que los veo y me esperan. Pero yo ya los vi primero. Son dos. Burman cruzó la calle, los miró, avanzó rápido unos metros y se puso en la fila de un colectivo, tapado por la garita. Los dos hombres, aparentemente, salieron detrás de él, manteniendo entre ellos una distancia prudente. Él los vió desde la garita. Desde ahí prendió el celular y llamó al departamento. –Estoy yendo para allá.

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LA FERIA DE MATADEROS

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Eduardo y María habían salido de la estación de Ezeiza alrededor de las siete de la mañana. Federico Burman iba con ellos. Habían estado largas semanas convenciéndolo de que fuera con ellos a la feria de Mataderos, hasta que lo lograron. Salieron esa mañana por la callecita de tierra y caminaron hasta la estación donde pasaba el tren. -Al fin salió este pibe –había dicho su madre a Eduardo, antes de salir. El fumaba y lo le daba la máxima importancia al hecho de que su hijo saliera de la casa, después de tantos meses de encierro. Esperaron unos quince minutos y entraron al transporte. Como pasaba con cada cambio de gobierno, los trenes estaban acondicionados de otra manera para que la gente viaje mejor, pero en un suspicaz revoleo de la vista se podía ver claramente que estaba adaptado a las necesidades políticas del momento. Los asientos, por así llamarlos, porque ya no respondían a esa descripción, eran ahora catres encastrados en los costados del tren, sin límites entre uno y otro, dejando un espacio libre, un pasillo en el medio del tren para que cabiera más gente parada; ésto era una señal clara de que lo importante era que viajara más gente y no con una calidad relativamente mejor. Argentina no era un país que creciera demográficamente como China y demandara estos cambios drásticos y repentinos. AbsolutaRoberto Rowies


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mente no. Era un país como todos los Sudakas. Cada dos o tres años sufría una fractura en su economía que paulatinamente bajaba la calidad de vida de todos los estratos sociales. “La clase media de hoy en día no viaja en tren como antes” –pensaba Burman. “La clase media de hoy es otra cosa, prácticamente no existe, está endeudada, porque tiene acceso al crédito y otros beneficios” “Todos los demás somos pobres y tenemos que viajar así, como animales” “Ésto que se ve acá en el medio, éste espacio, significa algo, tiene cierta connotación, cierto artilugio que la mayoría de la gente no sospecha”. -Fede, ¿Querés otro chip para tu celular? –preguntó Eduardo. ¡Está por pasar el que vende los chips por cinco pesos! “No se dan cuenta que éste espacio sirve para transportar a otro tipo de gente, la gente que está pagada por los políticos y participa de cada acto que se hace, sin saber para qué va; le dicen que el tren o el colectivo pasa y los va a llevar gratis a algún lugar. Antes minga que te llevaban así, como si fueras un mono, Antes había conventillos, pelotudos, putas, putos, travestis, mafiosos, chorros, políticos, pero con cierta ética ciudadana, con cierta educación. Mi Mamá apenas si terminó la primaria y pudo salir adelante, con esfuerzo y con todo, no necesitó dejarse llevar de la nariz por unos pesos”. El tipo que vendía chips había pasado delante de Federico. -¿Me compraste el chip? –preguntó -No, te pregunté y no me contestaste. Roberto Rowies


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-María hizo un ademán como de “dejálo, está loco” y agregó -Ya tenemos que bajar-. Los tres caminaron por una callecita circular hasta llegar a la parada del colectivo 306, uno de inscripciones rojas, que paraba enfrente de la plaza, en la iglesia del barrio, donde el había ido unas cuantas veces y donde tomó la comunión. -Acá tomé la comunión, dijo Federico a los dos. -Si, si. –respondió la madre por la comisura de sus labios, mientras trataba de prender un cigarrillo. -¿Ah, si?, no me acordaba, dijo Eduardo, intentanto una sonrisa de sorpresa. Es que pasaron tantos años... -Federico se subió la capucha. Habría recordado, quizá, que ése día festivo vino con su madre y un desconocido, que con el tiempo supo que se llamaba Ricardo y era el amante. -Si, pa, tenes razón. -¿Eh? -Que tenes razón. -¿Razón en que? -En que pasaron muchos años…. -Si, si, la verdad. Se subieron al colectivo en silencio. María subió el último escalón, se puso el cigarrillo entre los dedos mayor y anular, lo apretó y lo tiró cerca de la vereda, con extraña certeza. Llegaron a la feria de Mataderos cerca de las once de la mañana, con un sol brillante y una brisita fresca. Estuvieron más de tres horas recorriendo los distintos Roberto Rowies


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puestos, preguntando precios, comparando, haciendo una lista mental de cual precio era mejor que otro y en que lugar estaba. María, acostumbrada a ir a la feria, tenía un registro magistral de cada puestero y cada producto que vendía, por lo que cada cosa que necesitaban saber se lo preguntaban a ella. A veces, cuado estaba ocupada mirando algo, contestaba con desgano y poca exactitud. Varias veces en el día los mandó a pasear por cualquier lugar y por varios minutos. Cuando se encontraban perdidos entre la gente ella parecía contenta. Eduardo, un poco resigando, un poco enojado por la situación, movía la cabeza hacia los lados y miraba el suelo. Federico se mordía tibiamente el labio inferior en señal de desprecio. Fijaron, en caso de perderse, salir a las tres de la tarde, por el mismo porton que habían entrado. “A Burman lo habrían hecho perder de manera intencional unos vendedores que le indicaron mal el camino de salida” “Lo habrían robado en el camino unos punteros que siempre andan atrás de la gente, les roban en un lugar apartado, los amenazan, y luego los sueltan” Burman apareció una hora después con un moretón en el ojo izquierdo, que pasó imperceptible para los demás. Se habrían ido, si no hubiese sido por la extraña precipitación de voluntad que tuvo Eduardo con la situación al ver que no llegaba. -Vamos Eduardo, él va a saber como ir solo, dejálo, capaz que se encontró con algún amigo, ya es grande… Eduardo aguantó sin decir una palabra. Cuando al fin Roberto Rowies


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apareció Federico, lo tomo de los hombros y le dijo: -Tené ciudado, boludo. Acá te puede pasar cualquier cosa. Sin duda que como su primera salida, ésta no iba a ser bien recordada, y no generaría buena salud para el resto de la semana. Ésto lo atemorizaba. Pero ya casi no lo hablaba. Las perturbaciones eran tan profundas y difíciles de explicar, que se tradujeron en síntomas enfermizos, bulímicos, esquizofrénicos, y hasta hipocondríacos. Apenas le temblaba la mano derecha de los nervios cuando salió. Tenía un retorcijón en el estomago y un leve movimiento del párpado derecho. Cruzaron una calle ancha y esperaron el colectivo en una garita que no tenía techo y estaba parcialmente enchastrada con desechos de todo tipo. Había botellas descartables de cerveza y algunos tetras de vino tinto doblados en el suelo. Las colillas de cigarrillo eran incontables, de todas las marcas. Como para dejar su marca, María prendió un cigarrillo en el extremo izquierdo de la boca; con el otro extremo de los labios trató de decirle algo a Eduardo: -¿Por qué no vas contando las monedas para el colectivo? que no pase lo que pasa siempre… Él la miró de costado, sin mover la cabeza, mientras contaba. Después giró la cabeza hacia donde estaba Federico. -Che, ¿Te duele? -No, esta bien. –respondió. Un colectivo amarillento y sucio llegó de improviso y paró, dejando salir un aluvión de gente que se dirigía a la feria. Roberto Rowies


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En el viaje estuvieron parados la mayor parte del trayecto hasta que vieron la plazita, la rotonda y la iglesia donde él había tomado la comunión unos años atrás. -Tenemos que bajar, dijo María. -Ya sé, respondió Eduardo. –Ya sé. Instintivamente los dos se prendieron un cigarrillo. Uno con los labios apretados y el pucho en el centro. Otro en uno de los extremos de la boca, tratando de hablar por el otro. -¿Por qué mejor no tomamos el colectivo que pasa por acá en vez de ir a tomar el tren? Ya estoy cansada de caminar. Eduardo asintió con la cabeza. Federico no dijo nada. Se quedaron sentados en un paredoncito, al lado de la iglesia. Federico caminaba cerca de la parada, mirando para la plaza, donde había un grupo de personas que hablaban y discutían. Tenían banderas, palos, y capuchas en la cara. Otro grupo, más atrás, traía algunos carteles de alguna agrupación política o sindical de colores fuertes. Estaba separado de aquel primer grupo que discutía. Al parecer, todos, estaban esperando a otra gente que venía en el tren. “Ves, que te digo yo” “No ves que viajan a toda hora para organizar alguna protesta para o en contra del gobierno” “termina siendo siempre la política que está detrás de ésto” Federico, acaso sin darse cuenta, hacía el análisis habitual de la situación. Antes, cuando salía solo y le pasaban cosas, era reprochable su actitud, porque nadie estaba presente para corroborar lo que el decía que sucedía. Ahora que lo acompañaban podía justificar todo, ya que estaba a la vista. Roberto Rowies


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Pero necesariamente creía que tomaban las cosas a la ligera, como si fuese algo normal y cotidiano, y que le podía pasar a cualquiera. “Lo que me pasó en la estación no le pasa a cualquiera”. El grupo de gente se reunió, finalmente. Eran alrededor de 400 personas que desfilarían hasta la municipalidad, unas cuadras adelante, y después a la fabrica, en protesta por el despido de algunos compañeros. Mucho más atrás irían los quilomberos, los que iban a romper todo si pasaba algo que no querían, o si venía la policía. Burman se quedó parado en el cordón de la vereda, esperando, para verlos pasar. La marcha salió de la plaza, atravesó la calle, cortó el tránsito, y tomó la rotonda en dirección a ellos. Después girarían en sentido al tránsito para dar una vuelta completa y se desplazarían por la calle principal de la ciudad, dónde pretendían ser escuchados. Después retomarían por esa avenida, darían otro giro a la misma plaza e irían en otra dirección, hacia la fábrica. Burman eso lo intuyó, probablemente porque siempre hacian lo mismo. Se quedó y esperó. Eduardo y María, esperaban sentados en el paredoncito, mirándose los pies, sin decir nada. De vez en cuando levantaban la vista para ver lo que hacía Federico que estaba a unos metros y como lo veían entretenido no trataban de sacarle conversación. La marcha llegó hasta ellos con todo su lío y sus tambores. Burman se cruzó de piernas contra un caño de la garita y cruzó los brazos. La gente iba pareja, dentro de los límites, Roberto Rowies


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pero venía tanta por detrás que algunos optaron por subirse a la vereda con sus trapos y sus pancartas, y como no podían caminar cómodamente empujaban a la gente, con una total libertad que daba asco. Burman repentinamente se incorporó y miró hacia atrás. Los padres seguían ahí. Pero la gente los tapó en un segundo, con una distancia de unos metros. Sin querer o queriendo un grupo lo empujó hacia la calle y todavía pasó más gente. Otro grupo cercano lo volvió a empujar y lo llevó hasta el extremo del otro cordón. A cada empujón lo miraban, como diciendo “éste es”, como le había sucedido en el Hospital unos meses atrás cuando se tenía que sacar sangre para unos estudios. Ése día, con la alteración que tenía por las pastillas que tomaba, tuvo que subirse a tres taxis distintos para llegar, porque desconfiaba de cada uno. Cuando sacó turno no le gustó como lo miraba un obrero que también iba a atenderse, pero que extrañamente llevaba todos los instrumentos colgados. Un destornillador, una martillo, un cutter, una pinza. “¿Quién deja entrar a gente con esas cosas a una sala de médicos?”. Cuando lo vió a ese mismo hombre en la sala de Psiquiatría, tuvo que salir de la habitación. Esteban, su amigo, y Cecilia, que lo habían acompañado, se dieron cuenta de lo que pasaba y salieron al pasillo con él. “No voy a entrar, no puedo ahora”. -Tenés que entrar, le decía su novia. Hace mucho que estás sin salir y es normal que éstas cosas te alteren. Ese tipo ya entró con su médica, ya no está más. En otra ocasión, cuando se tenía que sacar sangre, vio a Roberto Rowies


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una pareja de buen aspecto seguirlo por el pasillo y sentarse a unos bancos de él. Federico se acurrucó en la silla y vio como la chica se levantaba, se desperezaba con delicadeza, lo miraba fijamente, y le decía al novio “Ese es”. Burman no lo dudó un segundo. Observó que en la sala contínua, otros tres hombres, éstos de mal aspecto, lo esperarían hasta que saliera. Lo dedujo en cuestión de milisegundos. Los observó, eran tres, ninguno con el número de turno en la mano, ni con señas de estar mirando hacia arriba, donde en un cartel electrónico se iban sucediendo los números para los pacientes. “Que raro que éstos vagos estén esperando ahí, sin turno, los tres solos, es muy extraño” Salió disparado por el pasillo. Se cruzó con dos policías y el vigilador que estaba en la puerta. Se tomó dos taxis para llegar hasta Libertador y otro hasta el museo, muy cerca de su departamento. Después caminó las últimas dos cuadras. “Ya va a pasar” “No hiciste nada para merecer ésto”. La marcha ya había girado para tomar el sentido de la municipalidad cuando Eduardo salió de su letargo y vió gente por todos lados. -¿Dónde está Federico? La miró a María con los ojos desorbitados. -¿Dónde está? -¿Habrá encontrado a alguien conocido? -Maria, dejate de pelotudeces. -reprochó levantando la voz. ¿Te pensás que toda la gente es como vos?. Sos la única que podría encontrar a un conocido en una manifestación. Eduardo se subió al paredoncito de la iglesia para buscarlo. Los carteles de todos los que pasaban no le dejaban ver Roberto Rowies


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nada. Burman estaba del otro lado, en línea recta a él, con una constricción en las tripas que le impedían decir algo. Levantaba una mano y la agitaba, pero el paso de la muchedumbre le impedía cualquier cosa. Eduardo se bajó del paredón. -Vamos a esperar que pase toda la gente. -dijo. A esteban lo bolsillearon de nuevo. Eran tres pibes de unos 15 años, unos borregos, pero lo apuraron. No tenía nada, ya lo habían robado en la feria de Mataderos. “Si no estuviese así, hijos de puta, los cago a trompadas”. Burman se dejó prepotear hasta el medio de la calle al ritmo de la caminata. Otros dos que venían cerca lo agarraron de los brazos –¡Caminá pelotudo! -le dijeron. -No, yo no estoy en la marcha. -Camina igual. Levantó la cabeza para ver al viejo si estaba ahí cerca, pero no vió nada. El paredoncito estaba vacío. “Capaz que se tomaron el colectivo”. Siguió moviendo los pies por inercia, como lo venía haciendo en los últimos meses, desde que estaba parcialmente enfermo. “Así es como estoy viviendo, así es como me siento. En medio de una marcha de pelotudos totalmente diferentes a mi, una masa homogénea de personas que lo único que hace es caminar por la vida sin darse cuenta del verdadero significado que tiene el vivir. Pero cuando los miro bien, me doy cuenta de algo todavía peor. Esa masa compacta tiene fisuras, tiene como hongos en todas partes, como lugares podridos. Ahí están ellos, éstos que me siguen, que forman parte de Roberto Rowies


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alguna banda de chorros, dirigidos a su vez por alguien del sindicato, o de la policía, o ex militares, que al final de todo le rinden cuentas a algun político o empresario de turno. Son como peones de la ciudad que persiguen a gente y generan laburo. Están en cada esquina, donde haya gente, en Once, en Palermo, en Recoleta, en Constitución, en cada estación, en cada parada. Viven como gusanos, se arrastran para que no los vean, se toman los mismos colectivos que uno y van sigilosos haciendo la vida del otro. Te fichan cuando salís del cajero, tratan de ver cuánta plata sacaste, lo que compraste, lo que comés, con quién salís, dónde dormis, a qué hora viajas. Se visten como vos para pasar desapercibidos, se ponen zapatillas y remeras de moda y no se dan cuenta que parecen una linterna en la oscuridad, tratan de ser invisibles, se creen invisibles, pero la mayoria de éstos boludos no terminó la secundaria, apenas sabe escribir. Saben de choreo, de guita, de arreglos, de garcar a la gente. Así es como los educó el estado, para que sean éste tipo de cosas, tipos que se creen personas, pero que son verdaderas larvas que viven de los demás, viven como los demás y se tienen que esconder, como ratas. Todos éstos son los que me siguen y me atormentan. Desde que salí una vez de esa ciudad de mierda en el sur que no paran de seguirme. Hijos de puta. Siguió con la marcha hasta que completaron el circuito y volvieron a la plaza. Tenía a los dos tipos pegados, uno de cada lado. Cuando pasaron de nuevo por la iglesia dio un grito que pareció perderse por completo entre los tambores. Roberto Rowies


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Sin embargo alguien calvo, desde la vereda, levantó la cabeza y lo siguió. Era Eduardo, que no se había ido. Levantó las manos y las agitó. –Acá estoy Fede, acá estoy. Una mujer, que había pasado desapercibida, pero que iba entre ellos, lo agarró de la mano a Burman. -Quedate en el molde, pendejo. Si hablás te rompemos la cara. Hubo un forcejeo que Eduardo no llegó a precisar. Sí lo vio moverse, de la mano de una mujer y caminar más rápido. En unos segundos desapareció de su vista, y en unos minutos, toda la gente ya había pasado. Eduardo lo espero más de media hora. Resigando, pensando que realmente se había encontrado con alguien conocido, se tomó el colectivo rojo. Un Ford Falcon estacionó en una cuadra cercana. Bajaron dos hombres y una mujer bien vestidos. Burman venía a paso lento, de la mano de la desconocida. Se hicieron señas y a los pocos metros se lo pasaron de manos. -Quedate tranquilo, que no te va a pasar nada. Lo subieron en la parte trasera del auto y arrancaron. A las pocas cuadras lo hicieron bajar. Otro coche los esperaba, un Renault Clio. –Subite, pendejo –le dijeron. Salieron por la avenida, cruzaron el puente y se estacionaron en una calle desierta. Uno de los que iba con el atrás lo interrogó, sin soltarlo de la muñeca. -¿Sabés quien soy yo? Mirame, mirame bien a los ojos. Burman lo miró, decididamente soberbio, pero lo miró. Tardó unos segundos en reconocerlo. Roberto Rowies


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-Sí, ya sé quién sos. Sos el tipo de la estación. Te ví hace unos meses. -Si, soy ése. No sé qué tenés, pibe, pero con mucha suerte te estuviste escapando. No se quién te pasaba la data, pero no te podíamos agarrar. ¿te acordás de la calle Corrientes, del taxista, de los tipos en el hospital? ¿te acordás de eso no? -Si. -Decime ¿cómo carajos sabías que estabamos ahí?. -Lo sabía, nada más. -¿Lo sabías…? ¡pelotudo! ¿Qué sos adivino?. -No, no soy adivino. -Encima te hacés el piola, la concha de tu madre. -¿Para qué me secuestraron? ¿No entiendo lo que quieren? -No entendés…pensá un poco. Pensá. -No sé. -Sos un pendejito bien vestido, de clase media, que fue a buenos colegios. ¿Cuánto podemos pedir por vos? ¿Cien lucas? -¿Cien lucas? Ni vendiendo la casa pueden juntar esa plata mis viejos. -Dale, no te hagas el gil. Sabemos bien que tenés guita. Nos pasaron bien la data. -El que te paso la data se equivocó, yo no tengo un mango. Mis viejos menos todavía. El ruido de un handie cortó la conversación. Una voz les dijo que siguieran hasta donde habían dicho. Un gordo, que manejaba, y que Burman no llegó a ver con claridad, Roberto Rowies


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contesto con un “ok” y puso el auto en marcha. Después se dió vuelta y lo miró. -No tenés que llevar las tarjetas de crédito en la billetera, pendejo. Las cosas estan difíciles en la calle. Y menos meterte en la feria de Mataderos como si fueras uno más. Tenías un cartel que decía “afanenme”. Igual, la que pasó el dato no se equivocó, sos un pendejo con guita. Burman lo reconoció al instante. Por la voz, por la forma de levantar las cejas cuando trataba de remarcar una palabra. Era el gordo vestido de médico, el de la ambulancia, de unos meses atrás, que ahora tenía bigotes y no tenía la bata. El tipo siguió hablando. -La feria de mataderos no es para vos, pibe. El 8 de enero, una llamada anónima, comunicó que tenían a Federico y que pedían por él la suma de $200.000 pesos. Volverían a llamar. El 12 de Enero una voz áspera preguntó si habían juntado el dinero, que la vida de Federico corría riesgo, que se dejaran de joder. La familia reunió $15.000 pesos. La voz exigió $100.000. Hubo un silencio. La familia repitió que tenían $15.000, la voz, por fin, aceptó. Pactaron la entrega en un baldío alejado de ciudad, en villa Domínico. Ellos dejaban la plata y al pibe lo soltaban una hora después. Nunca cumplieron con lo pactado.

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POMPEYA

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8 de Enero En una prefabricada modesta, en el barrio de Pompeya, dos autos se estacionaban de contramano en la calle de tierra. Se bajaban dos hombres de uno, un joven y una mujer de otro con dos hombres más. Lo llevaban a los golpes. Le hicieron abrir el enrejado de alambre de una patada y después lo arrastraron hasta la casilla. Adentro, lo ataron a una silla, le tiraron agua encima y lo dejaron. Al rato ingresó una mujer, joven, de unos 27 años, de pelo ondulado. Le preguntó cómo se llamaba -“Federico Burman” –dijo él. -Que raro que no hayas gritado. Hubo un silencio. -Te voy a dar un tranquilizante y te voy a poner cinta en la boca. Más o menos en una hora vuelvo, no hagas ninguna estupidez. Afuera hay un auto con dos flacos más. Donde escuchen un ruido sos boleta. ¿Te quedó claro? Burman no respondió. No había gritado porque tenía paralizado el cuerpo. Desde el momento que se subió al auto comenzaron sus síntomas esquizofrénicos y psicóticos. No podía diferenciar las cosas imaginarias de las que realmente estaban pasando. Sí, escuchaba voces, pero era la suya gritando, era la suya trepando por el balcón tartando de suicidarse, era la suya suplicando, era su cuerpo el que se arrastraba por el barro Roberto Rowies


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hasta llegar a la calle. Ninguna de las otras voces lo alertaban. Se veía sentado en un paredón, comiéndose las uñas y moviendo las piernas. Se veía sentado en una estación de ómnibus nervioso, moviendo los ojos para todos lados, viendo gente pasar que le hablaba “ése es” “ese es”, vio a su novia que lo calmaba, vio a otros dos hombres que, apoyados en una especie de barra lo vigilaban, vio a una mujer policía que hablaba por teléfono y pasaba datos suyos, vio de lejos a un gordo que lo vigilaba tambien, a otro que caminaba afuera y hacia señas con los ojos a los que estaban adentro. Escuchó por altoparlantes a una mujer decir que su micro se había demorado una hora más, sentía la mano de un hombre que le tocaba el hombro y le preguntaba adonde iba y por qué. Era él, que sentía los estrepitosos ruidos de sus intestinos por su nerviosismo, era él sentado en un sillón hablando con una Psiquiatra en el barrio de Recoleta, era él mirando por la ventana vigilando a los vecinos del barrio, creyendo que estaban todos metidos en ésa absurda confabulación y que una u otra manera lo iban a agarrar, era él sucio, harapiento, sin dormir, el que creía que su madre lo quería envenenar, era él postrado en una cama el que maldecía a dios y no veía la hora de morirse, eran sus dedos los que rompían los cigarrillos cada vez que imaginaba que la kiosquera lo estaba envenenando a través de ellos, era su mente la que memorizaba cada patente, sacaba fotos, filmaba desde la ventana a cada persona que pasaba por la calle. Era su cuerpo el que se cambiaba de colectivo, se subía a otro y caminaba para llegar a Roberto Rowies


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un lugar, era él que se veía en el espejo de su baño con un revolver y disparaba. Las horas pasaron lentamente. Burman estaba tiritando en medio de la habitación cuando entró un hombre morocho, fornido, con disgusto en el rostro. Se enrolló las mangas de la camisa y le dio un golpe en la cara. -¿Dónde está la guita, hijo de puta? –le gritó. ¡Paff! ¿Dónde está, pendejo?. Le volvía a susurrar con la cara pegada a la de Burman, que al segundo golpe ya había quedado inconsciente. Le siguió pegando en el estómago hasta que vió caer sangre de la boca. Luego le hechó agua encima y esperó. De a ratos lo cacheteaba, esperando reavivarlo. Burman tardó una hora en recuperar la conciencia. -¿Dónde está? -Siguió el grandote. -No sé... no sé de que plata me estás hablando. -Sí que sabés, pendejo. -¡No, no sé, te lo juro, se equivocaron de persona, te lo juro!. No quería llorar. El grandote estaba arrodillado, con la cara pegada a la de Burman. Se levantó, dio una vuelta y salió. 9 de enero Eran las 9 de la mañana cuando su captora entró a la casilla y le preguntó si quería tomar algo. Burman le dijo que sí y pidió que le sacaran los nudos, que le estaban lastimando las muñecas. Ella no le respondió. Llenó un vaso de agua de una canilla que estaba en el patio trasero y lo Roberto Rowies


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ayudó a tomar. Todavía tenía los ojos destapados. Ninguno, ni siquiera ella, se había percatado al principio. Ahora para ella daba igual si él la miraba o no. Burman sabía eso. Sabía que la discusión que había escuchado el día anterior entre sus secuestradores fue por ese motivo, tan banal que parecía, y de improviso se hacía relevante, porque había identificado a todos los que habían participado, que ahora ya no importaba que la viera. Al parecer, ésta joven lideraba la banda, por lo menos en las decisiones importantes. Delante de Federico había una puerta de chapa por donde se filtraba un poco del sol de la mañana. De vez en cuando se veía la sombra de alguien que se movía detrás, en el parquecito. Podía ser un hombre o un animal, eso no lo llegaba a precisar, pero evidentemente algo circulaba de un lado para el otro, a veces haciendo círculos, a veces permaneciendo en la puerta, tratando de escuchar. La noche anterior no pudo distinguir las voces ni los sonidos de las pisadas. Viendo la escasa altura que tenía su captora era fácil inferir si eran sus pasos, que podían ser inclusive de la mitad de distancia que la de los hombres, pero imposible tener una certeza de si era ella la que caminaba u otra persona involucrada. -Mirá lo que te hicieron –suspiró la joven, mirándolo. Si no la tenés, no la tenés... no tenían porque... Hubo un silencio. Burman tenía los ojos hinchados y la boca con varios cortes. -Tirame agua en la cara. Cerca del mediodía un hombre gordo entró, le revisó las Roberto Rowies


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cintas, la cuerda que sujetaba las manos y salió. -Yo no puedo creer que estos pelotudos lo hayan traído así. -le dijo a alguien que lo esperaba afuera de la casilla. ¿Dónde está Claudia? Hubo un silencio que preocupó a Burman. ¿Intencionalmente había dicho ese nombre o fue un descuido? El hombre dió zancadas largas, cerró el portón de alambre y arrancó un auto. Por la otra puerta no se veía nada. La casilla era muy precaria. No tenia reboques, ni estaba con el piso de cemento habitual. En su lugar habían esparcido una especie de arenisca fácil de corroer, que llegaba en desnivel hacia unos de los lados, y estaba como amontonada. Las paredes eran de ladrillo hueco, sin revocar, bastante desalineados en la pared derecha, como si la hubiesen levantado de manera apresurada. En efecto, no tenía más que unas semanas la construcción, habiendo sido articulada de manera improvisada, a las apuradas, con la única directiva de tapar los huecos y rellenar el piso. Sin duda, que si él pudiese safar de las ataduras un golpe a la puerta de pino o a la de chapa en el fondo y podía escaparse, sin duda. Pero desatarse de esos nudos que le estaban cortando la circulación era prácticamente imposible. La cinta que tenía en la boca poco a poco se le fue humedeciendo y el mismo vapor de la respiración le producía picazón. Sin embargo, se le fue cayendo hasta que se le despegó del todo. Cerca de las cinco de la tarde la joven de cabello ondulado entró por la puerta de atrás con comida. Le dijo al pasar que ya se habían comunicado con los Roberto Rowies


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viejos. Burman no dijo nada, si bien podía, porque ya no tenía la boca tapada, no quiso hacerlo. La mujer le acarició el rostro, acaso en el primer gesto de amabilidad, le acarició el pelo, y le dijo que se quedara tranquilo, que mientras ella estuviera no le iba a pasar nada. Permaneció sentada, pensativa, tratando de decirle algo más. Un sonido de afuera la hizo levantarse y salir por la puerta del fondo. Dijo unas palabras y volvió a entrar. Lo miró de nuevo, le preguntó si tenía hambre “Si” –respondió él. -¿Claudia? ¿No? -Sí, Claudia ¿Cómo sabés mi nombre? -Escuché que decían tu nombre... dónde está Claudia preguntaron... -Sí... Claudia... pero no es bueno que me llames por mi nombre. Afuera se escuchaban unos pasos que se detuvieron a unos metros de la puerta. Claudia hizo un gesto con el dedo índice indicando que se callara, luego revisó los nudos de las muñecas y le tapó la boca con cinta. -Ahora vengo. Federico Burman trató de erguirse en un gesto estúpido de valentía, creyendo que era la policía que lo había encontrado o algún vecino curioso. Caminó unos pasos como pudo hasta la puerta de entrada y trató de empujarla, en vano. Se escucharon más pasos, más tensos, como de lucha, sin duda que eran de lucha. El polvo lentamente entró por la puerta, dejando ver los rastros invisibles del sol. La lucha se hizo más violenta, se escucharon gritos, corridas, alRoberto Rowies


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guien que hablaba por celular, un auto que se estacionó. “No se escuchan sirenas” “No es la policía” –pensaba Burman. “Pero algo está pasando ahí afuera”. Una patada abrió la puerta de atrás. Alguien lo tomó del brazo fuertemente y lo tironeó hasta el suelo. Fué tan violenta la maniobra que no lo pudo reconocer. De inmediato le pusieron un trapo en la cabeza y le ataron los tobillos. Eran dos personas que lo arrastraron hasta la puerta de atrás de los pelos, como si fuera un perro. Otro los esperaba en el parque. Como pudieron, porque Burman instintivamente hacía fuerza con las piernas para zafarse, lo llevaron hasta un auto estacionado en la calle. “Alguien tiene que ver lo que hacen, hijos de puta”. Se escuchaba muy lejos un perro que ladraba, pero nada más. Lo llevaron desde Pompeya a una villa cercana, donde finalmente lo atarían a una camita de madera sin colchón. Era de madrugada cuando unos pasos le interrumpieron el sueño. -¿Claudia? -Shhhhh... -¿Sos vos? -Callate... si soy yo, pero callate, no hables... La joven se sentó en el suelo cerca de la cama de él. Tenía un celular que miraba constantemente como si estuviese esperando una llamada. Le llegaba un mensaje a cada rato, lo leía y lo cerraba. Después entreabría con el pie la puerta de la piecita, miraba afuera, la cerraba y se volvía a sentar, esperando. El silencio duró mas de media hora hasta que Roberto Rowies


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ella le habló. -¿Cómo te sacaste la cinta de la boca? -Se me salió sola... -¿Cómo? -La transpiración... -¿Tenés calor acá? -No. Burman intentó erguirse en la cucheta y sintió la soga que le rodeaba el cuello, el abdomen y las piernas. Aunque no veía nada, por el sonido de la voz podía inferir dónde estaba ella. -Tengo un poco de asma cuando estoy nervioso, y respiro por la boca. -¿Te sentís bien ahora? -Si. Claudia suspiró por primera vez. Había apagado el celular mientras hablaba, pero estaba nerviosa. -¿Pudiste dormir algo? Acá hacen un quilombo... los perros, vistes. -Sí, más o menos, me dieron otro tranquilizante. -Vos quedate tranquilo...son para que no hagas bardo, ¿entendés? -Si... Burman quería saber que había pasado con el contacto que habían tenido con los viejos, sin duda. Pero esperaba que ella sacara el tema. Lo habían tratado mal el último día, lo habían pasado de lugar y nadie le había dicho nada en toda la mañana. Lo último que quería escuchar era que todo se había ido al carajo y que no sabían que hacer con él, o Roberto Rowies


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todavía estaban pensando qué hacer. Quería dominar sus mecanismos de defensa esquizofrénicos, metódicamente, sabiendo lo que tenía que saber, sin desesperarse. Sin sus pastillas, y él lo sabía, las cosas se podían complicar. Hubo otro silencio, más prolongado que el anterior. Se escuchaban perros que ladraban en un patio cercano. Luego la voz de alguien que los callaba. Se escuchaban silbidos, pasos, voces, corridas. -¿Dónde estoy? –preguntó Burman. No sabía si lo que escuchaba era producto de su imaginación o realmente estaba donde pensaba. -Estás en una casa. Es una casita humilde, pero quedate tranquilo que es segura. No sabíamos dónde llevarte, nos desesperamos. Me pelee con mi hermano pero lo convencí y me dejó meterte acá. Es seguro, quedate tranquilo. Burman no respondió. Sin duda por una contradicción obvia. No quería especular, pero aparentemente habían decisiones que las habían tomado mal. Sin duda que eran varios los que participaban del secuestro, y sin duda que tenían ideas diferentes. Ella se había sentado en el piso y había pasado los brazos rodeando sus rodillas. -La cosa se complicó. -dijo. Por eso te metí aca. “Se complicó” significaba en realidad que no habían podido llegar a un acuerdo con la “guita”, o sea, el pago que ellos pedían o exigían, y que, debido a que habían pasado casi dos días, tenían que moverlo de lugar sin levantar sospechas y no darle tiempo suficiente a la policía Roberto Rowies


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para encontrarlos. De todas formas ésto último era lo que menos le preocupaba Claudia. Ya lo había movido de lugar, eso era cierto, pero la situación iba más allá de ése problema aparentemente resuelto. -Lo tuyo tenía que ser algo rápido. Un toque era nada más...no sé qué pasó... Hubo un silencio. -Se metió mucha gente de repente, todos querían sacar algo, querían meter mano. Otro silencio. -Te buscamos en la feria, en Mataderos, sabíamos que ibas a estar ahí, bueno, vos lo sabés muy bien, te veníamos siguiendo por todos lados, desde que vivías en la capital. La cosa no tenía que ser al voleo, porque te queríamos sacar mucha guita, pero se fue metiendo gente, vistes, todos querían algo..., encima el dato que nos pasaron... Silencio. -Ya fue... -¿Qué pasó? Dijo de improviso Burman que no quería interrumpirla. -Nada, es que hicimos toda la movida nosotros y la gente se fue enterando y se fue metiendo... Burman, inmóvil en la oscuridad, miraba hacia la nada. Le temblaba el parpado derecho y las manos, pero las tenía tan apretadas que no le llegaba la sangre suficiente para la sacudida involuntaria. Los perros ladraron de nuevo, anunciando la llegada de alguien, o gente en la calle que pasaba. Alguien los calló de nuevo. Roberto Rowies


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Claudia se arrimó a la puerta para mirar y silbó una vez. Desde otro lado alguien le contestó con dos silbidos y ella se metió de nuevo. -Como te decía, se metieron muchos boludos y la cosa es simple, nosotros te queríamos sacar mucha guita, como cien lucas, pero ésta gente quería más. Llamaron a tus viejos el viernes a la noche, el día que te secuestramos, y no arreglaron, la cagaron... después se rajaron, como hacen siempre. Se meten, ven que pueden sacar y se las toman. Claudia se había apretado más las rodillas contra el cuerpo. Tenía la mirada perdida en el piso. -No sé por qué te cuento todo ésto -dijo, suspirando. Me parecés un buen pibe, debe ser por eso. Burman, como podía, pensaba en los viejos. En Eduardo más que nada, que tanto esfuerzo había hecho por él y tanto sufría las desgracias ajenas. Era un tipo distante y frío, eso no lo podía negar, pero la familia era la familia. Le venía la imagen de él estirando la mano entre la gente, tratando de salvarlo, como si fuera su héroe, y ahora lo imaginaba sentado en la sillita de paja, entristecido por no poder haber hecho nada. Nunca se iba a imaginar Burman que su padre le hechó la culpa a su madre y a todos los demás. -¿Te dormiste? –dijo Claudia. -No, estoy despierto todavía. -¿Querés comer algo? A mí me agarró hambre. Si querés traigo unas empanadas que hice hoy a la noche cuando dormías. Roberto Rowies


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-Bueno –respondió Burman. Traeme algo también para el dolor. No aguanto más las muñecas, creo que se me infectaron. Claudia salió sin responder. Se escucharon ruidos de platos, un vaso que se cayó, un tubo de luz que se prendió, alguien que hablaba en voz baja, que le susurraba. La luz se apagó. Burman cerró los ojos. Claudia entró de nuevo con un ollita tapada con un repasador. -Vamos a tener que comer en la oscuridad. Después acercó la silla y la puso al lado de la cama. -Te voy a desatar las muñecas. -Gracias. Burman estaba de costado en la cama, con las manos hacia atrás del cuerpo. -¡Éste es un animal!, cómo te va a atar así, quedate quieto. En la oscuridad le desató las manos y el cuello, que también lo tenía infectado. Sin ésas ataduras Burman podía erguirse en la cama cómodamente con las manos libres. -Gracias –le repitió. Todavía tenía la cintura y los tobillos atravesada por una cuerda. La soga daba una vuelta por debajo de la cama donde estaban las ataduras. Burman empezó a comer, acaso por primera vez desde que lo habían secuestrado. Después de una hora Claudia lo despidió con un beso en la frente, cerró la puerta y desapareció. 10 de Enero Roberto Rowies


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Fue el día de más calor. La piecita estaba que parecía un horno. Burman había hecho fuerza sobre las cuerdas toda la noche. A la mañana, cuando se despertó, apenas tenía fuerza para comer lo que le había traído Claudia. Si sospechaba o no era un dato menor, ya estaba perdido de todas formas. Era la primera vez desde que lo habían golpeado que se veían cara a cara de día y sin la presencia de otra persona. Se produjo un silencio incómodo para los dos. Ella habló primero. -Te mejoró la cara. ¿Cómo estás?. Ella le hablaba mientras doblaba un repasador. -Bien, mejor, ya no me duele. -Qué calor que hace ¿no? -Si, ¿me podés traer un poco de agua?. Ella salió y dejó la puerta abierta. Se veía un perro revoloteando, oliendo la basura que estaba a un costado. Había moscas que deambulaban alredederor, se metían a la pieza, daban una vuelta por la cama de Burman y volvían a salir. En el patiecito se podían ver huellas de pisadas de barro, de la calle, posiblemente del día anterior. Pensaba que podía estar en una villa cercana, metido en una de las casas que hacía de aguantadero. La medianera estaba delimitada con alambre de púas, que daba a una callecita de no más de un metro y medio de ancho, como un callejón. Claudia regresó con agua en una jarra de plástico. -Tomá, -le dijo- es agua de pozo, pero fresca. Federico bebió, hizo una mueca con la boca, esbozando Roberto Rowies


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una sonrisa. Queria ser amable. -Che... y ahora que va a pasar... Claudia, que estaba apoyada en la puerta de espaldas a él, giró y lo miró bruscamente. -Nada. -¿Nada? -Sí, nada. Esperamos a que tus viejos paguen y listo. -No entiendo Claudia hizo una mueca de furia, tal vez por primera vez. Le dió un golpe a la pared con la palma de la mano, ofuscada. -¿Cómo que no entendés, pendejo?. Es corta, pagan y listo. -¿Me van a soltar? -Si te vamos a soltar... -No entiendo por qué no pagaron mis viejos. -¿No entendés?. No pagaron porque les pidieron mucha guita, por eso, ¿entendés?. Ya te dije, como cien lucas, o algo salió mal. -¿Qué salió mal? -Dejate de joder Federico, dejate de joder. Las cosas estan mal ahora. Claudia bajo la vista. Otra vez pensativa, nerviosa, buscaba alguna respuesta perdida en el suelo de cemento de la piecita, sin evitar la frustración en su rostro. Se frotó la palma de las manos en el jean y cerró la puerta. Regresó a la media hora con tortas fritas y jugo. -¡Comé! -le dijo groseramente. –Acá te dejo la pastilla. Sin sacarle la vista de encima, acercó la silla a la puerta, la Roberto Rowies


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arrimó y se cruzó de brazos, esperando. Burman, obediente, ingirió pedazo a pedazo cada masacote de harina, porque era eso, bebió dos sorbos de jugo y trago, literalmente, la pastilla. Afortunadamente, los tranquilizantes que le suministraban, evitaban una crisis mayor. Claudia lo miraba, sin sonreir, pero algo alegre y feliz, no por la plata que estaba esperando ganar con el pibe, sino porque algo de la situación la mantenia así, algo rara, pero así. Burman levantaba los ojos no sin cierta timidez. Se sentía prácticamente desnudo frente a ella. -¿Por qué me sacaste la capucha ayer? –le preguntó. -Porque sí. Es al pedo que la tengas, ya me viste. -Si me vas a soltar, ¿no te preocupa un poco eso? -No... ¿qué me vas a hacer vos? Los pibes como vos son cagones de nacimiento, no tienen huevos para hacer las cosas, se esconden atrás de las cosas materiales que tienen. ¿Dónde me vas a buscar? Y si vas a la cana es al pedo, ellos tambien son cagones, a la villa no entran a hacerse los guapos, fue siempre así, ¿Por qué iba a cambiar ahora? Burman permaneció en silencio. -Además, qué querés que te diga, me gusta verte de vez en cuando. Hay tantas caras feas por acá, que la verdad ni te digo... Burman apenas dibujó una sonrisa. Era cierto lo que decía, absolutamente cierto. Pero, sin embargo, sentía cierto recelo por cómo las había dicho, con una aberrante y sólida firmeza, como si supiera que otra cosa no podía pasar. -A veces me imagino como vos, pero mujer ¿no? -siguió Roberto Rowies


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Claudia- así caminando como vos, con la secundaria hecha, con buenas zapatillas, tarjetas de crédito, unos viejos que me bancan y son piolas, y todo eso. Ustedes no ven todo lo que tienen, hasta que estan así, como vos, y se cagan encima. Burman miraba la pared. Había desviado los ojos cuando ella le dijo que era un cagón. Había mucha certeza en eso, podría haber escapado dos o tres veces y no lo hizo, y era por eso, por miedo, pero quién no tiene miedo, se decía, quién no tiene miedo en una situación así, hay que vivirla y después hablar, ella está del otro lado, yo soy el que está aca, secuestrado, pensando que en cualquier momento te meten una bala en la cabeza y se acaba todo, en un arroyo, o en el río de la plata, y el valor te lo metes en el orto. -A las once estoy por acá, a ver si hay alguna novedad. Ella terminó de hablar, cerró la puerta y se fue. No pasaron unas horas cuando un hombre entró y lo despertó de una trompada en el estómago. Le revisó los bolsillos, y finalmente le preguntó cómo se llamaba. Le pidió el teléfono de su casa, y número de celular de algun pariente cercano. Cerró la puerta de un golpazo y lo dejó solo. Volvió cuando había anochecido. Burman estaba dormido. Lo samarreó y le dijo que se pusiera una bolsa alpillera en la cabeza. Lo arrastró por uno de los pasillos de la villa y lo subió a un auto, como pudo. Le decía constantemente que ya faltaba poco y la cosa se terminaba, que querían pagar y estaban arreglando eso, que se quedara tranquilo y callado. Él no dijo nada, le hubiese gustado Roberto Rowies


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preguntar por Claudia, pero no lo hizo, tal vez porque intuía que ella no sabía nada de lo que estaban haciendo, o porque, muy en el fondo, tenía la certeza de que sí sabía, pero no había tenido el coraje de despedirse, o afirmar que no le quería hacer daño porque algo raro le produciría hacerlo, no porque no hubiese matado a nadie antes, o no tuviera experiencia en eso, sino porque con él no podía, y se avergonzaba de si misma. Tal vez quería salirse de esa vida, y ésto era lo último que organizaba, y lo quería terminar de la mejor forma, tal vez por eso se dejó ver, y fue amable, y hasta le cocinó algunas tardes, con extraña familiaridad. Burman pensaba en eso mientras se retorcía en el baúl del Chevrolet que lo llevaba prácticamente en círculos y no se detenía. Algunas voces se filtraban por el armazón del baúl, pero no podía identificar o precisar lo que decían. En algunos tramos el auto aminoraba lentamente la marcha, como si un semáforo los estuviese obligando, nunca parando la marcha del auto, siempre en movimiento. Burman pensó en patear la puerta que lo separaba de la calle, de la gente que posiblemente estaba afuera, en su vida cotidiana, y algo harían si lo escuchaban, llamarían a la policía sin duda, porque ya no estaban en la villa, habían andado bastante como para seguir dando vueltas por ahí. Sin embargo, no lo hizo, se acobardó, volviendo a legitimar las palabras de Claudia, que le daban vueltas por la cabeza, pero ahora de otro modo, con una connotación más clara y específica, porque ella tal vez lo estaba previniendo de algo sabiendo que lo querían sacar, Roberto Rowies


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de no hiciese nada estúpido porque ahí sí que tenían un buen motivo para gastar una bala en su cráneo, ahí sí que no se iba a poder salvar, no haciéndose el héroe, no creyendo que por ser valiente la vida valdría más, que solo el hecho pragmático y cobarde de conservarla, a expensas no ser un héroe. Sólo se acomodó en posición fetal y esperó. A los tres kilómetros el auto se detuvo en el barrio de Pompeya. 11 de Enero Habían pasado más de trece horas desde que claudia dijo -a las once estoy acá- y no había aparecido, por lo menos no en Pompeya, donde Burman estaba en la parte de atrás de un auto, estacionado adentro de una casilla, todavía atado de pies y manos con la bolsa alpillera en la cabeza. Tenía la esperanza de que iba a aparecer y lo iba a salvar de ese sufrimiento, como otras veces, no porque le tuviese un afecto desmedido, sino porque quería mantenerlo vivo, por la plata. Pero no apareció. Se escucharon pisadas y pasos toda la tarde, no producto del sueño o las alucianciones que tenía Burman por no tomar sus medicamentos, sino porque realmente estaba sucediendo una especie de reunión entre estos hombres, que discutían que hacer con él, dónde llevarlo, sin el menor reparo o precaución, sabiendo que él estaba en la cajuela del Chevrolet escuchando todo. No había dudas para Burman de que lo querían matar. El paso de los días dejaban ver la realidad patética, que los secuertadores fueron ineficaces para Roberto Rowies


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negociar con la familia, que la policía, como siempre, fue poco astuta en detectar sobornos y gente enganchada en ésto, y la familia con poco tacto para detectar que alguien lo había entregado, y él lo sabía porque se lo había dicho Claudia varias veces -el contacto nos pasó el dato mal-, y finalmente, el mismo, con el poco valor para escaparse y dar fin a la situación. Ese 11 de Enero se lo podía escuchar a Burman llorando, cuando todavía tenía conciencia, anticipando su triste final. 12 de Enero Al amanecer alguien abrió la capota y lo manguereó como si fuese un animal. Burman anhelaba que fuese ella, que en un acto de locura, lo fue a salvar de esos animales. Pero no, no era ella. Era un hombre canoso, de mediana estatura, el que sostenía el extremo de la manguera justo sobre el cuerpo de Burman. Con eso le aliviaba el calor y la deshidratación que tenía por no comer y no beber nada. Además tenía un hilo amarillento de pus alrededor del cuello y de las muñecas, cosa que no era agradable, porque por lo huecos del auto se habian filtrado algunas moscas que le agusanaron toda la zona delicada en cuestión de horas. Ese manguerazo de agua fría le alivió los síntomas momentáneamente, ya que, como fue al azar, como bañando a un perro, no pudo ingerir ni una gota, solo mojarse los labios y el pelo. Unas horas más tarde tenía espasmos serios de deshidratación. El propósito, tal vez, al haber colocado el cuerpo de Burman en la parte trasera del auto Roberto Rowies


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directamente apuntando al sol, que por esos dias de Enero había elevado la temperatura ambiental a 44° de sensación térmica, era matarlo lentamente, por deshidratación, inhanición, de un ataque cardíaco, o por asfixia, simplemente. En los pocos minutos que tenía de lucidez, de a ratos, pensaba que Claudia nunca hubiese sido capaz de hacerle eso, sencillamente porque no tendría el valor para hacerlo, tal como se lo reprochaba a él, y lo sabía bien, ella sin querer se lo había dicho, en las charlas que tenían a diario, con indiferencia tal vez, pero con una lejana certeza, sabiendo que de una u otra manera la cosa iba a terminar bien y que nadie iba a salir lastimado, por lo menos eso pensaba Burman, cada vez que podia, o en ese momento donde creía que lo iban a matar. “Quedate tranquilo que no te va a pasar nada” “Te vamos a soltar” había dicho ella, sin el menor vestigio de falsedad, confiada de que su posición y de que sus hechos avalaban tal empleo de palabras, no para dejarlo tranquilo como haría cualquier persona que razona a la fuerza, no, lo hacía con la frialdad de un jefe que sabe de su jerarquía y de su prestigio en la organización, aunque fuese ésta delictiva. “Como te van a hacer ésto” le había dicho. Burman, involuntariamente, o con una pequeña voluntad, si es que aún le quedaba, tenía esperanzas firmes, contradictorias, pero firmes, de que se salvaría. Era el último día de su cautiverio silencioso, y el no sabía que en otro lugar, pero cerca de ahí, a unas treinta cuadras, sus padres estaban negociando su libertad, como si fuera un convicto, o peor Roberto Rowies


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aún, como si fuera un objeto del cual se podía discutir su valor, iban y venían los números y él no lo sabía, iba y venía también su vida, que dependía de esa burocracia que también se había infiltrado en las peores capas de la sociedad, en las más viles acciones, o tal vez se desprendían de ella, es difícil saberlo, pero definitivamente la historia había convertido al secuestro en un negocio lucrativo, sin perdidas materiales, sin empleados efectivos que hicieran paros gremiales, o sindicatos molestos que buscaban algún aumento salarial, sin oficinas que necesitaran ser limpiadas, sin impuestos que ser pagados. Necesariamente existía una jerarquía y una distribucion desigual del dinero obtenido, sin duda, que no ameritaba de ninguna manera ser declarado, pero que sí demandaba estar estructurado, con reglas lógicas, con jefes lógicos, vívidos en el imaginario colectivo que no era tonto, que sabía por donde venia la cuestión, que sabía cuál era el pilar más alto, aunque intocable, y a veces intachable, pero lo sabía, lo reconocía, lo veía a diario en los medios, aunque vivía allí, en el imaginario colectivo. ¿Y a quién pedirle respuestas después de todo?. ¿Quién las iba a dar? ¿Quién sería el responsable de todo?. Un olor intenso se filtró por la cajuela del Chevrolet verde, que Burman llegó a percibir, aunque estaba desorientado, pero se dió cuenta de inmediato que era gasolina y que estaba entrando a chorros por los lados de la cajuela. Luego hubo una pequeña explosión y el auto comenzó a arder sobre los asientos delanteros. Siguieron corridas, un Roberto Rowies


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auto que se puso en marcha y silencio. Eduardo Burman esperaba sentado en un paredón, en un baldío de Villa Domínico. Tenía un maletín de cuero oscuro, atravesado por un cinturón negro que le llegaba hasta la muñeca y la rodeaba. Lo había traído un remis desde el banco, donde había extraído $15.000 en efectivo. “Vos esperá un coche verde con vidrios polarizados” “Se va a bajar una mina” “Vos acercate y tirá la guita por la ventanilla” “Quedate 15 minutos esperando y después rajá”-le habían dicho. El auto llegó cuando Eduardo tiraba el tercer cigarrillo. Dio una frenada brusca y paró. Contrariamente a lo que habían acordado nadie bajo del vehiculo “Tira la guita, dale” -le dijeron. El cuerpo de Burman, o lo poco que había quedado de él fue velado unos días después, cuando la policía bonaerense encontró incendiado el Chevrolet verde en una prefabricada modesta de Pompeya. Su padre, tal vez por primera vez, dejó caer unas lágrimas. Un poco distante de él, estaba la madre de Burman, sosteniendo un cigarrillo entre la comisura de los labios. Eduardo apretó con fuerza un volante que tenía en su mano derecha, mientras observaba lo que había quedado de la cara de su hijo, decía: “No se olviden de Federico Burman”.

Fin. Roberto Rowies


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