Héroes. La historia la ganan los que escriben

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Autoridades presidenta de la naci贸n

cristina fern谩ndez de kirchner ministra de cultura

teresa parodi jefa de gabinete

ver贸nica fiorito secretario de pol铆ticas socioculturales

franco vitali



Héroes, la Historia la ganan los que escriben : antología de ficción / Horacio Roberto Fernández ... [et.al.]. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2015. 190 p. ; 22x16 cm. ISBN 9789873772405 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Fernández, Horacio Roberto CDD A863

Fecha de catalogación: 15/07/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Asistencia editorial: Juliana Portilla • Diseño gráfico y diagramación de tapa e interiores: Pablo Kozodij • Ilustraciones de tapa y logo: Lula Urondo • Ilustraciones color Microrrelatos: Diego Figueroa • Ilustraciones color Cuentos: Pablo Pérez • Agradecimientos: A los prejurados del concurso Nina Jäger, Agustín Montenegro y Matías Raia. A Martín Smoje, Gaby Comte y a todos los compañeros de la Secretaría de Políticas Socioculturales que colaboraron con la realización del Concurso Federal de Relatos: Héroes "La Historia la ganan los que escriben". • Coordinador Programa Letras Argentinas: Daniel Mapelli


Es una extraordinaria alegría impulsar desde el Ministerio de Cultura de la Nación la edición de esta antología de relatos finalistas del concurso federal: “Héroes, la Historia la ganan los que escriben”. Tres mil historias participaron y hoy, a través de la Secretaría de Políticas Socioculturales, treinta de ellas se publican por primera vez para llegar a nuevos lectores. Sin duda fue un desafío realizar la selección entre relatos escritos por miles de argentinos y argentinas desde tantos y tan distintos puntos del país. Historias intensas, imaginadas, soñadas, susurradas, transitadas, historias que en todos los casos necesitan ser contadas y merecen ser leídas. Por eso agradecemos el esfuerzo del jurado, compuesto por Leonardo Oyola, María Pía López, Félix Bruzzone, Juan Diego Incardona, Marina Mariasch, Damián Selci, Cristian Alarcón, Mariana Enríquez y Cecilia Palmeiro, que tuvo a su cargo la responsabilidad de elegir entre extraordinarias historias, narradas en forma de cuento, microrrelato o crónica, de acuerdo con las bases del certamen. Y agradecemos de todo corazón el aporte de quienes nos honraron con su participación; no todos ganaron esta vez el concurso pero ganamos todos cuando los argentinos escriben sus historias. Los relatos llegaron desde Alta Gracia, Laprida, Plottier, Resistencia, Berazategui, Martínez, San Fernando del Valle de Catamarca, San José del Rincón, San Miguel de Tucumán, San Juan, Campana, La Plata, Mendoza, por nombrar solo algunos de los lugares de donde provienen las voces que aquí se presentan. Voces que se dieron permiso para dejar el ámbito de la intimidad y salieron a circular. Voces que encuentran, como nunca antes, espacios colectivos donde pueden completar su sentido toda vez que son leídas por un otro que vuelve a recrearlas en cada lectura. Es maravilloso comprobar hasta qué punto ha vuelto a tener valor la palabra: el valor de ser compartida, de ser sostenida y también de ser discutida porque, sin dudas, esto es necesario para continuar construyendo la


Argentina que siempre hemos soñado ser: plural, inclusiva y solidaria. El acceso cada vez más igualitario al ejercicio de la palabra y su difusión es un derecho conquistado. El impulso y el fortalecimiento de voces antes excluidas de la esfera social ha sido una política permanente del Estado nacional. Los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner nunca dejaron de trabajar en esa dirección por el país que hoy tenemos, implementando políticas socioculturales con las que logramos sacar fuerzas de nuestras propias cenizas para recorrer el camino de los héroes, que saben que el sentido es siempre colectivo. Es imprescindible que la palabra sea de todos y cada uno de nosotros. Con mucho esfuerzo volvimos a ser protagonistas de nuestra historia; sigamos escribiéndola para no dejar que unos pocos la escriban en nombre de todos. Sigamos escribiéndola para continuar viviendo con paz, con crecimiento, y sobre todo con el gran amor hacia el otro que significa construir la justicia social. Porque solos somos muy poco, pero juntos podemos continuar escribiendo una historia de la que podamos estar orgullosos cuando, dentro de muchos años, nuestros nietos se la cuenten a sus hijos.

teresa parodi ministra de cultura de la nación


das agua

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roberto alejandro chuit

los eximidos

20

maría alejandra araya

vivencias

28

patricio alberto cullen

el cartógrafo en su laberinto

34

lucas dal bianco

xs/m/xl

42

nöel volonté

en el tiempo que tarda en abrirse una flor

48

fernando raúl álvarez

fuego / mujer

56

diego schnabel

herencia de luz

62

laura scaccheri

meses

68

nuria inés giniger

tres siglos: carne, filo y espíritu

78

cintia mannocchi


trincheras

88

horacio r. fernández

san vicente

96

diego miceli

en la boca del río

108

diego fernando suárez

wandergúman

120

flavia pantanelli

cosa funesta

132

eduardo fernández

juan "palomo"

142

aldo gabriel garcía

el capitán escarlata

154

leonardo garcía pareja

eulalia

160

claudia orefice

el último inca

168

gustavo provitina

ese hombre cualquiera

176

débora mundani




córdoba (1992). Obtuvo el primer premio en la categoría microrrelato del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Estudia Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba.

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Bajaron de las naves los célebres hijos del Padre blanco. Vinieron de Extremadura a perlar el imperio, a hacerse dueños de cuanto abarcara el ojo desde las terrazas del mundo bautizando las costas, hendiendo la tierra, sometiendo al toloache y la coca en nombre del que a veces es tres y a veces uno. Cuauhtémoc, el Alto Jefe, despertó entre el sopor argentino. Había en el aire la furia de esos hombres con sed de fama, llegados de la tierra de donde nacen los corceles, cubiertos con placas, invulnerables. Su hijo —que por armas había escogido la flecha, el arco y la aljaba de cacería, y que guardaba en viales de madera, para hacer más letales los disparos, los venenos de las fuerzas de la selva— entró en la tienda, agitado y a los gritos. Las huestes estaban listas. Cuauhtémoc negó con la cabeza, sonriendo. Se vistió y salió a la noche. En la plaza abrazó al sauce, un milagro breve, y caminó luego hacia el mar, con la solemnidad de la sierra al encuentro de los bravos, practicando una reverencia; y en un instante, como un pasado resuelto, la sangre parda se somete a la fiebre; la tierra abre el pecho para la estampida de los sementales; las niñas se doblegan a los nuevos graves péndulos. La pluma del Quetzal en la aureola de Cristo; la impotencia, más al sur, del astro inca. Los monos lloran en las copas de los árboles.

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La Orden baja en caballo por una colina, ahora ennoblecida por el oro de los uniformes. No son más de veinte y en la punta desfila el capitán. Lo patricio de su armadura se distingue a la legua: grabada, como ciertos géneros ricos, con motivos religiosos y bélicos, y adornada con pedrería turca. Está enamorado, sin que nadie sepa, de las dos hijas púberes del verdugo de la capital, y las corteja siempre discreto y por separado. Levanta la mano derecha y ordena, así, que se detengan. Desmonta y camina hasta el arroyo: trago fresco del agua Mosela. Baja también de su caballo el segundo en armas, el pastor-de-lobos, y se arrima a la rivera en calma. Ya cerca, pone una mano sobre el hombro del capitán, se encorva para decirle unas palabras al oído, y con la otra lo apuñala, cuchilla grande de matarife justo debajo de la axila, donde las placas de metal no llegan. Lo desviste y vuelve al sendero. Se reanuda la marcha. Los soldados, por mandato, ni se quejan ni vitorean, se quedan en silencio. El cuidador-de-canarios, ahora segundo en armas, se pone al flanco del nuevo capitán y le estira una bolsa de cuero con el dinero que los amotinados ofrecían al primer valiente; monedas de ese reino y de otros, por ingenio hidráulico labradas con Atreo y Demofonte, con los portones de Solaris, con flores de lis, con escarabajos y tigres. En el centro del dolor, yéndose en sangre en el arroyo, un hombre casi desnudo sabe ahora que sólo la más chica, Jimena, vale tres Jerusalén, con sus montañas y santuarios, con sus faunos, sus cardos, sus postres hechos con leche de oveja y nueces. Comprenderlo vale una muerte. El verdugo sabrá entender.

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Refiere la historia que en el decimoprimer día del ramadán del año 1193 el capitán musulmán Ilhan al-Saad volvió a la ciudad de Izmir coronado de victoria por la guerra santa, llevando a un flanco el legendario sable corvo que Sibt Ibn al-Yawzi habría de historiar en los postreros capítulos de Miraat az-zaman. Izmir, entonces, se jactaba de sus jardines tropicales, de sus bailarinas, superiores en audacia a las de Medina y El Cairo, y de sus mercaderes, que comerciaban con relicarios que terminarían por adornar, tiempo después, los atuendos de los mandarines. El héroe, todo un lujo viril, cruzó los portales y se abrió paso entre las ramas de olivos que el pueblo tiraba a su paso. Por la noche un relámpago bajó de los astros. Vieron los hombres la línea violeta que dibujó en el cielo. Cuando los convidados se hundieron en el encanto, se apagaron las lámparas y las calles de tierra se llenaron de una multitud que marchó en silencio. Entendió el héroe que el gran dios lo quería a su lado; se desembarazó así de la túnica, del cinturón, del gorro de fieltro azul y se sumó a la muchedumbre, casi desnudo. La procesión avanzó magnífica hasta las costas entre antorchas, aceites y sahumerios y ahí, en un coro de boticarios, escribas, matronas y ladrones, Ilhan al-Saad se hundió en las aguas a paso lento, para no salir jamás, sintiendo ya el perfume dulce de las vírgenes que esperan arriba, dormidas, pacientes.

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san juan (1968). Obtuvo el segundo premio en la categoría microrrelato del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es profesora en Letras (UNSJ). Trabaja como columnista de El nuevo diario y coordina la ONG “El arte nos une”. Publicó la novela Examen final (2008) y el libro de cuentos Miradas (2012).

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“Siéntese y espere”, le dijo la empleada de mesa de entrada. Las 4 de la tarde y a ella ni un sorbo de agua le pasaba. Gente sentada, caminando, médicos, gente en silla de ruedas, gente con barbijo. Habían salido a las 8 de la mañana de San Juan después del llamado: “Hay uno y sos compatible. ¿Podés estar en Buenos Aires mañana a las 10hs?” “Sí”, dijo él y ninguno de los dos durmió. Una heladerita de telgopor entra por la puerta del Hospital. Una heladerita con faja de seguridad, sellos y firmas. El hombre que transporta la heladerita aguarda ser atendido. Ella sale del sopor, advierte la presencia de la heladerita, cofre de los deseos, pregunta qué lleva ahí y el hombre le contesta: “Un riñón hay, un operativo de trasplante”. Ella le dice: “Ese riñón es para mi amor” y le pide permiso para darle la bienvenida. El hombre le aproxima la heladerita sin soltarla, ella le habla: Hola, no sabés lo que te hemos esperado, ahí estás frío y oscuro pero hay un señor muy valiente que te ha hecho un bolsillo calentito y te va a cuidar mucho. Tiempo después, cuando el riñón arrancó, y todos festejaron la libertad de haber cumplido la condena de cinco años de diálisis, cuando la ciencia aproxima la salud pero sólo la tatúa la fe, cuando agradecer al donante es la llave que abre la cárcel, uno se da cuenta de que los sueños pueden viajar perfectamente en heladerita.

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—La chica viene conmigo, oficial. —¿Exposición? —No, no, exposición no. La Meli viene a hacer la denuncia. De-nun-cia. —No tiene nada. —¡¿Cómo que no tiene nada?! Meli, sacate el pañuelo del cuello. Mire las marcas: dos manos le estuvieron haciendo cariño. ¿Puede creer usté? —¿Cómo se llama? —¿Yo? Victoria López desde que me dieron mi DNI, tome, acá está. Victoria porque lo considero un triunfo. ¿López? Por mi abuelita Encarnación, la madre de mi papá que era policía como usté. La Encarna le dio de escobazos cuando lo vio pegarme a los 7 añitos porque andaba con tacos jugando a las muñecas. Por puto, pum, el cachetazo en la jeta que me tiró al piso y al quererme patear, ahí vino la Encarna y santo remedio. De ella heredé eso de Mujer Maravilla y defender a la gente. Mientras mi abuela vivió, estaba protegida, pero a los 15 me echaron de mi casa. “A la cochina calle”, me dijo el viejo. “Cuando me llamen de la comisaría, no voy, me entendiste, te dejo que te cojan por puto del orto”. Así me dijo mi papá. ¿Puede creer usté? —¿Domicilio? —Barrio Manantiales, monoblock 3. Yo vivo abajo, la Meli arriba. —¿A quién se denuncia? —Al Torito, el verdulero que hace box, el morrudito pelo crespo, el que le incendió la verdulería a la Carmela por la competición. ¡Y la Melina se mete con él! Linda la Meli, terminó el secundario de noche. Pero se quedó embarazada del Torito. ¡Ya tiene un año el nene!. —Describa el hecho. —Yo venía sintiendo escándalos y gritos hace rato, oficial, pero cada uno

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en su casa y dios en la de todos, decía mi abuela. Anoche, los gritos crecieron al pedido de auxilio. En dos zancadas subí la escalera y eso que con taco aguja, la Meli colgada de la baranda, y el Torito que la tenía del cogote como una gallina. Soltala, le dije. “Salí de acá, puto del orto” Soltala, insistí, y pasó lo de la abuela Encarna y los escobazos. —Ah, entonces, usted intervino. —¿Yo? Naaquevé. Fue la Mujer Maravilla. ¿Puede creer usté?

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Como chofer de la empresa de colectivos, el Sapo, unía el Centro con Marquesado por la Libertador y paraba en la puerta del Regimiento. —Sapito buenudo. ¡Cómo le vas a prestar la firma al Gómez para sacar un crédito! ¡Te clava, seguro! —Le quiere festejar los 15 a la hija… ¡Vos no tené sensibilidá! ¿Cómo te fue con el nocturno? —¡Callate, un movimiento! Operativo que le dicen. Me pasó un falcon que entró arando al Regimiento. Pero en Buenos Aires es la cosa. ¿En San Juan? Y… en San Juan, no pasa nada, Sapito. El Sapo hacía nocturnos, horas extras, cubría los descansos de sus compañeros para juntar plata, quería comprarse un Siam di Tella. Esa noche de junio, con el frío castañeteando los dientes, al dar vuelta frente al cuartel divisó una sombra en la acequia. —Señor, señor —una mancha de sangre con las manos atadas le hablaba. —Subí, pibe, escondete en el último asiento —dijo el Sapo sin dudar. A las dos cuadras, unos soldados, detuvieron el colectivo. —Ah, es el Sapo. ¿Cómo andamos los de Boca? —Y… ¡Con el Toto a la final! ¡Este año salimos campeones! —¡Sapito agrandado! ¿Te estás robando el Mercedes? —El patrón me lo deja llevar cuando al otro día me toca en la mañana. —Ah, sos chupaculo, andá nomás. Cuando el espejo retrovisor le devolvió la nada, el Sapo habló: —Muchacho, la única solución es que te tiré al tren. Yo pongo el colectivo pegado cuando haiga salido de la estación, vos te subí al capó y saltá, saltá, ¿me entendé? Tomá, limpiate la cara. ¿Tenés hambre? Me sobró un sánguche de milanesa. Las hace rica la Gladys, tenemos tres hijos. No sé quién sos, no quiero saber, vas a

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zafar. Shhh, nada, no me contés, no llorés, maricón. El humo de la locomotora empezó a traquetear. El 1114 detrás de unos árboles, arrancó. Un bulto de heridas y sueños se lanzó y cayó con los dedos en V. El Sapo pensó que en julio se compra el Siamcito.

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santa fe (1944). Obtuvo el tercer premio en la categoría microrrelato del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Actualmente vive en Campana. Es Ingeniero Químico (UNL) y es Profesor en la Universidad Tecnológica Nacional. Publicó Hacia el Renacimiento Educativo (2006) y Universidades para el Siglo XXI (2010).

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El bus parecía que se iba a parar. El camino era de tierra y el viento azotaba la luneta. Las ventanillas no cerraban y entraba aire caliente y saturado de tierra. Luis, el viajante, un auténtico héroe por sobrellevar ese ir y venir por los pueblos de La Pampa en esos micros descangayados, conversaba con Zoilo y con Damián que manejaba con una mano mientras cebaba mate. Zoilo contaba que ya no podía trabajar, dominaba a los potros pero más de uno lo tiraba y cuando la caída era sobre el pescuezo y a la izquierda, sobre el hombro y brazo, donde los huesos estaban fuera de lugar y no se podían acomodar, hacía que el dolor durara semanas. Damián le preguntó qué iba a hacer y la respuesta fue un silencio triste seguido de “nada más que envejecer haciendo changas para comer”. Luis, que lo había conocido de un viaje anterior sin tierra pero con lluvia, acollarados bajo un paraguas, interrumpió para preguntarle por su hijo. Zoilo lo miró y dijo: desde que no está Rosa, el pibe se las toma meses y vuelve cada tanto a ver si todavía vivo. Siguieron en silencio respirando tierra hasta que entraron en un pueblo de una docena de casas y pararon frente a la tienda que era también bar y ferretería. Ahí Luis entregaría bulones, tornillos, cables, alpargatas y lamparitas, le pagarían con un cheque a sesenta días, lo convidarían con un fernet con hielo y agua, irían los tres al baño, Damián recibiría su paquetito con el sándwich y la coca helada y Zoilo su salame casero semanal, pan y un bidón de jugo que el puestero le regalaba porque le gustaban los caballos y lo había admirado. Cuando el bus arrancó, Luis pensaba en su vida, que era una especie de epopeya tan solo transitarla, que quizás estuviera contribuyendo a algo con su trabajo, mover la economía, que alguien pueda arreglar el velador, comprender que la patria pasa también por Zoilo y por quien ahora le alcanzaba un mate, que no pudo tomar porque casi se había dormido.

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Esperé toda la semana para lo que estaba haciendo de la mano de papi. Cada vez me sentía más rodeado de gente que caminaba como nosotros, nerviosos y casi corriendo. Algunos con gorros, camisetas o banderas. Otros vestidos común pero con la misma ansiedad que la mía. Mi abuelo me había contado que papi iba sin ningún grande con dos pibitos de cinco como él. Yo había escorchado desde los cinco, durante tres años, para hoy, al fin, poder ver un partido en serio, no en la tele. Pasamos unas vallas con unos tipos grandotes que nos hacían levantar los brazos para palparnos, buscaban bengalas o petardos. Pasamos otro control y salimos al estadio que aullaba. No había visitantes pero yo sabía que algunos se las arreglarían para gozar si no ganábamos. El empate era nada, valía ganar. Nos costó subir y llegar casi a la mitad. Yo me veía más chico frente a tanto muchachón desorbitado y empecé a sentir miedo. Papi se dio cuenta y me alzó en brazos cuando entraron los nuestros y el estadio tronó muy fuerte con rugidos que se entrecruzaban desde los cuatro costados. Cuando sonó el pitazo ya temblaba. Abría grande los ojos cuando cruzábamos la mitad de la cancha y me paraba en puntas de pie o pedía upa. Cuando avanzaban los contrarios me acurrucaba contra las piernas de papi para no mirar demasiado aunque espiaba y si llegaban al área sufría en un frenesí creciente de desesperación si pateaban al arco. Después el alivio porque la teníamos nosotros y así, oscilando mi ánimo, pasaron los 90 y dieron 3 más. El 0 a 0 parecía clavado pero yo grité fuerte “vamos a hacer un gol vamos gol, gol, gol” y el grupo que nos rodeaba empezó a seguirme “gol, gol, gol” y la ola creció “gol, gol, gol” y todo el estadio rugía “gol, gol, gol” y de pronto, sí, un tiro a la ratonera desde 30 metros gol, gol, gol y sentí que lo había hecho yo. Los de alrededor me alzaron en andas, era el héroe impensado de la tarde en que el gol se celebró antes.

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“El fuego avanza” grité mientras me abría paso entre el calor y el humo ya sin agua. Estaba de estreno con el traje ignífugo que permitía que me vistiera de héroe y me mandé porque oía una voz desesperada pidiendo auxilio. Vi un hombre mayor abrazado a un bebé. Atiné a tirarle una manta y a hablarle para tranquilizarlo mientras estudiaba cómo podría acercarme lo suficiente para sacarlos de allí. Con el hacha rompí un mueble grande atravesado y ya estaba atándolo por las axilas bien cubiertos con la manta ignífuga los dos dejándoles libre las puntas de las narices. Empecé a tirar de la soga y llegué al balcón que crujía. Mis compañeros desplegaban la otra manta, la elástica. Los tiré para que cayera el viejo de costado con el bebé arriba. Cuando los sacaron y volvieron a desplegar la manta me tiré yo y no recuerdo cómo caí. Despertaba ahora en el hospital. Me sentía como en una nube cuando sonó una voz cálida, era Beatriz, pero no pude verla. Tenía toda la cara vendada con una oreja afuera. No pude tocarla ni tocarme porque mis dos manos estaban vendadas, ni hablar pero sí oír como una melodía la voz de mi amor: “Estuviste dos días inconsciente, te van a salvar un ojo y una estética te va a arreglar la cara, sobretodo los labios y la boca”. Yo la miraba sin verla y pensaba que había hecho fuerza para salivar mucho y mojar la carita del bebé bajo la manta. Ella seguía tratando de darme ánimo: “Te pondrás bien, en una semana vas a empezar a notar cambios. Los injertos van bien, disminuirán la medicación y los vendajes. Tus compañeros quieren verte pero tendrán que esperar”. Siguió el silencio que ella hizo para comunicarnos mejor. Se sentó a mi lado, apartó la sábana, masajeó con suavidad mi pecho, se inclinó sobre mi oreja libre y dijo lo que esperaba: “Los dos están bien, vos los salvaste mi amor, mi héroe”. Con un súbito palpitar acelerado seguido del ritmo suave que inducían los remedios le trasmití emoción y paz y también que estaba feliz, muy feliz.

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*La historia de un clandestino

tres arroyos, buenos aires (1987). Es Licenciado en Comunicaci贸n Social. Integra proyectos de investigaci贸n sobre los estudios de comunicaci贸n en la Argentina. Se especializa en violencia pol铆tica y DD.HH.

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La mañana oscura del 7 de agosto de 1974, un hombre camina con las manos enterradas en los bolsillos de su Perramus; es el encargado de abrir el local de la JP de la calle 12, entre 45 y 46. El olor a pan caliente lo despabila, siente frío y ganas de seguir durmiendo. Cuando dobla por 45 y alza la vista, una imagen lo estremece, saca las manos del bolsillo y corre; frente al local, hay un cuerpo con la cabeza despedazada por un escopetazo. Gonzalo estaba buscando a su padre. Sabe que la noche anterior la Triple A lo había ido a buscar a la casa —también se llevaron a su hermano—. Esa misma mañana lo llaman del juzgado y le avisan que está muerto. Lo habían rematado con un disparo de escopeta y arrojado frente a un local de la Juventud Peronista. *** Llovió toda la noche. Sin embargo,desde temprano, jóvenes de distintas unidades básicas de la ciudad, oficiales de la conspiración de 1956, miembros de la vieja guardia de la resistencia peronista y familias enteras se acercan a la capilla ardiente a rendirle homenaje. Los primeros voluntarios cargan el féretro y dirigen la marcha fúnebre. Delante de todos camina Gonzalo metido en un gamulán negro. Durante largas horas, sólo se limita a asentir con la cabeza saludos de unos, abrazos de otros. Pancho Molina que estuvo en el funeral cuenta: “Mirabas alrededor y era impresionante la cantidad de gente. Nosotros avanzábamos por las calles y se seguían sumando compañeros. Todos te contaban una historia, todos tenían una historia con el Viejo Chaves”. Gonzalo debe cerrar los discursos en el cementerio y despedir a su padre, al pie de la tumba. Tiene que parecer fuerte, medir las palabras, estar a la altura

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de la multitud, del dolor, de las obligaciones. —Los muertos no se lloran, se reemplazan. No hay tiempo para la resignación —se convence. Y recuerda algo que escuchó de su padre: “Primero se resiste, después se piensa”.

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La familia viene viajando desde hace días. De Colombia a Chile en avión; de Santiago a Neuquén en ferrocarril. Entretanto, dedican algunas horas a recorrer la capital chilena. Gonzalo observa el Palacio de La Moneda destruido, siente que siempre será 11 de septiembre de 1973 e imagina a Salvador Allende resistiendo entre los escombros, el fuego y la muerte, como ellos. Durante su exilio —el primero— ya había tenido tiempo para sufrir la nostalgia de su tierra; ahora, en esa vuelta, después de visitar el Palacio de la Moneda, entiende además que ellos, todos ellos que ahora resisten, son nostálgicos del futuro, porque el desterrado vive pensando en volver y cuando vuelve se encuentra con otro país. También sabe que en la lucha se resiste y después se piensa, esa idea lo consuela, lo devuelve al mundo, al paso fronterizo Osorno-Villa La Angostura. El guardia de la aduana revisa los pasaportes de la familia, contrasta la imagen del documento con la cara de los viajantes, observa la fecha, los sellos. Gonzalo aprieta el hombro derecho de su hijo; el chico lleva una patineta que arrastró durante todo su viaje y no soltó nunca. Esa patineta los mantiene vivos. Los papeles están en orden y pasan; el viaje vuelve adonde se había iniciado un año y algunos meses antes. Se fueron cuatro y regresan cinco: la compañera de Gonzalo empuja el carrito donde duerme Julieta, que nació en el exilio, en el Hospital Francisco Franco. La historia, a veces, tiene un sentido del humor bastante particular. En la patineta hay plata para vivir un año y dos juegos de documentos completos para cada uno. Julieta no necesita recordar todos sus nombres, tiene menos de un año. Todavía no habla.

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Gonzalo levanta el brazo derecho y el colectivo gruñe antes de detenerse; el chofer le corta el boleto sin dejar de mirar hacia el frente y acelera. Él se acomoda en uno de los últimos asientos, frente a la puerta de descenso. Una costumbre que trae de antes, de cuando era clandestino. Mira el reloj, sabe que salió con tiempo; había calculado el recorrido del colectivo —eso también le venía de antes— había contado las dos cuadras a pie, un minuto veinte cada 100 metros, y había sumado alguna imprevista demora a su favor: el viaje no podía tardar más de 20 minutos. Esos números le dan seguridad. Durante la mañana, cuando calculaba el recorrido y los tiempos de su viaje, había estado pensando en un viejo compañero de la Juventud Trabajadora Peronista, Zapata, que era delegado del subterráneo. Cuando estaba exiliado en Madrid le había llegado una carta suya. Gonzalo la había leído muchas veces buscando algo, un indicio que le permitiera entender eso que le contaba. Tanto repasó esas líneas que ahora podía recitarla de memoria. Toca el timbre y el micro vuelve a gruñir hasta detenerse; mira el reloj y los carteles de la esquina. Algo salió mal, se subió al colectivo incorrecto o la línea cambió de ruta. Cruza la avenida y espera el próximo. Sentado en el banco de fierro sin respaldo, Gonzalo vuelve a la carta de Zapata en donde le contaba que salía todas las mañanas de su casa, tomaba un micro, tomaba otro y bajaba. Y nunca llegaba a ningún lado. Es desgarrador, piensa. Ojalá no se haya vuelto loco. A las pocas cuadras se da cuenta que se ha equivocado de colectivo y se baja; después otra vez y otra. Le voy a tener que escribir a Zapata, él me va a entender.

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buenos aires (1977). Es arquitecta y docente de Proyecto Urbano y Dise帽o en la FADU (UBA). Es poeta y realiz贸 diversos talleres de escritura.

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Se posó sobre la púa haciéndola saltar apenas, suficiente como para impedir que él siguiera con su siesta. Sabía que Sinatra no repetía lo que cantaba. Si lo escuchaban bien, y si no allá ellos. “Come fly with me… come fly with me…” La repetición le hacía rechinar los dientes. Le habían dicho que de tanto saltar los discos se arruinaban y después no servían más. Ni que hablar de la púa. Desde los ochenta no se conseguía una púa decente, todo trucho. Saltó de la cama y se apuró hasta el living. A un paso del tocadiscos vio la mosca: gordita, tornasolada. —Enfundada en lamé verde —pensó—. Está vestida de fiesta. Se acercó un poco más para escrutarla. Se limpiaba la ¿cara?, se frotaba las ¿manos? Un asco. Se hacía la higiénica pero era un asco. Bajó su cara hasta tenerla muy cerca de la nariz y se miraron. Era un reto. Ella subió y desafiante lo envolvió en un vuelo frenético. Él la siguió con la vista y el cuerpo hasta que mareado casi se desplomó. Apoyó la mano en una silla y recuperando el aliento se zambulló en la cacería. Ella aterrizó en el ventilador de techo, él trepó el sillón y estimando distancia ajustó el impulso y saltó con los brazos extendidos. El aire anticipó el movimiento y ella despegó, él llegó al piso. Ella esperó en un jarrón, él se incorporó de un salto y tiró de la carpeta haciéndolo tambalear. Ella subió hasta un cuadro, él le revoleó un cenicero, ella lo esquivó. Él manoteó y la rozó con el índice. Ella se posó en su hombro, él se lanzó contra la pared queriendo aplastarla, ella voló hasta la punta de su nariz, el sopló por instinto. Volaron hasta la cocina, primero ella después él. Se midieron. Caminó en su dirección, ella. Pensó, él. Esperó ella. Pensó él. Comenzó a subir la mano de a poco, arriba, un poco más. En el pináculo del envión, la mano se suspendió y bajó a toda velocidad para atraparla en el huequito. Acercó su mano al borde de la mesada, deslizó la otra debajo, se acercó a la ventana y la echó.

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De un manotazo mató a la mosca. Con esto de que la vieja del B se la pasaba encerrada cocinando pan de miel, el resto del PH se llenaba de insectos perdidos en busca del santo grial. Abejas, avispas. Era como estar en una pradera pero en el medio de Almagro. En el calor de enero todo se volvía más insoportable: pegote de transpiración sumado al aire melaza sumado a la media de mujer que evitaba que lo reconocieran. Eso lo había visto en las películas y era una precaución que le había evitado más de un dolor de cabeza. Lo que le resultaba cada vez más difícil era tratar de meterse en la casa de la vieja sin lastimarse. Parecía un búnker. La puerta trabada con pasador. El ventilete del baño, tapiado. La ventana de la cocina, sellada. Si en definitiva ese era el problema, la vieja estaba más preocupada por los ladrones que por respirar. Pero si uno hacía bien el camuflaje y se encomendaba, dios siempre proveía. Entrar iba a entrar. Cuando terminó con la media buscó los guantes quirúrgicos, no quería dejar huellas. Después tomó las herramientas, subió a la terraza y trepó la pared divisoria desplomándose al otro lado cerca de un malvón que zafó por poco. Había traído una soga de casi cuatro metros y estimaba que si se descolgaba por el patio sería posible entrar descalzando la puerta corrediza. Después habría que colocarla sin ruido en su lugar, pero la vieja era medio sorda y solía quedarse dormida mirando la novela. Así hizo. Ató un extremo de la soga a la escalerilla del tanque, la pasó por detrás de las piernas y fue bajando pegado a la pared dando saltitos. Cuando llegó al patio sacó una barreta del bolso, hizo palanca y descolocó la puerta. Ya estaba adentro y andaba sigiloso como gato, cuando entrando en la cocina la vio: parada, en camisón, con la puerta de la heladera abierta. La tomó por los hombros la zamarreó y le dijo: —Es un asalto Doña Esther, siéntese acá y por favor no cocine más —. Cerró la llave de paso de gas y con un portazo salió.

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Otra vez no puedo dormir, el portazo de cada noche. El vecino del C cree que va a poder pasar toda la vida salvando a la vieja. Escribir ayuda, sobre todo cuando lo hago sin parar, como en un mantra. Las ideas se van acumulando en esta hoja y a veces termina dándome sueño nuevamente. Resulta curioso lo de este tipo. Le debe gustar verse como un salvador, un elegido. Él quiere ser yo y yo quiero ser él: un tipo común. Si fuera él no me ocuparía de nada. Dejaría que los meteoritos llegaran a la tierra de una vez por todas. Que cada vez que se descuelga un ascensor, llegara al piso y se hicieran todos torta. ¿Por qué no pueden arreglarse solos y me dejan de joder? O como siempre hablamos en terapia, si al menos yo pudiera decir no. No sé decir no. No tengo ganas de sacar tu auto de la vía, estoy ocupado viendo la novela y tu auto con toda tu familia adentro me importa un comino. Sería mejor no enterarse, sería más fácil. Lo que los demás esperan puede volverse agobiante. A veces siento como si los escuchara. Si los defraudara ya no podría mirarme al espejo. Parece como si no tuviera opción y es ahí donde me pregunto: ¿si no tengo opción soy realmente súper? ¿Si no puedo evitar hacer lo que hago, no soy solamente un autómata? Programado para hacer lo que se debe. A veces pienso que no hay nada bueno en mí, sólo actos reflejos que no puedo evitar. Ojalá fuera como los que van en contra de su propia condición maligna. ¡Eso! Creo que sin esas peleas internas no es posible ser realmente virtuoso. Como en esa viñeta que salió el otro día en el diario (Nota: para la próxima sesión googlear “Limpito” de Paz). Lo que hacía el tipo ahí sería exactamente lo contrario. Toda su mezquindad fluía libremente. Ellos pueden ser mejor que yo, mucho mejor. Un tipo que frena un impulso dañino, ése es un héroe. Y es probable que uno muy grande nazca cada vez que alguien aguanta sus ganas de matar algo tan molesto y mínimo como una mosca.

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santa fe (1950). Actualmente vive en Buenos Aires. Es realizador de Cine Documental. Realizó los documentales Compañeras reinas (2005), De alpargatas. Historias de trabajo (2009), Historias del Barracas al norte (2011) y Campo de batalla. Cuerpo de mujer (2013) con subsidio del INCAA. Publicó el libro de cuentos Cuerpo de letra (2005) y el poemario Texturas (2005). Y las crónicas y reflexiones en Cuando con otros somos nosotros (Mtd y Peña Lillo, 2007) y El documental en movimiento (Movimiento de Documentalistas, 2008).

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La vida pasa Entre un abrir Y un cerrar de ojos. De Haikus contemplando el Riachuelo. manuel sarratea Cornelio se sueña pescando, de pie sobre una chata tirada por dos bueyes en medio del Riachuelo. Azuza a los bueyes que tienen el agua por la verija y el carretón empieza a moverse. Sobre el piso de madera lleva un surubí no muy grande, alrededor de 30 kilos, sueña. Siente sobre la cabeza descubierta el rigor del sol, un golpe de viento le ha arrebatado el sombrero. Ve al vapor que se levanta de las aguas menos profundas de la orilla. Tiene que recorrer trescientos o cuatrocientos metros hasta llegar a la sombra de un ombú donde descansan, recostados en el tronco, dos negros que lo esperan. Le resulta extraño, debieran ser ellos y no él los pescadores. Qué vida regalada que se pasan estos, piensa. La imagen que ve empieza a difuminarse, como si todo lo sólido se desvaneciera en el aire, siente temor de perder el sentido y apura a los bueyes que se afanan enterrando y desenterrando sus patas en el fondo barroso. Las ruedas se mueven lentamente, calcula que no debe haber avanzado más de cincuenta centímetros. —En el tiempo que tarda en abrirse una flor —piensa. Sueña que ve puntos negros, siente que se hunde y escucha un ruido que

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atribuye a que su cuerpo ha golpeado contra el piso de la carreta. El médico deja de golpear el pecho de Cornelio y constata que no tiene pulso. Mariano piensa que debería llorar mientras mira el cuerpo que alguna vez creyó inmortal. Los bueyes brillan, ¡Intensamente! Tal como dos Carontes… “In memoriam” De Haikus esa pasión tan rioplatense juan josé paso

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Locura de los ángeles de Dios ¡en un puto infierno! De Haikus en el atrio. sor yacqueline Juan José cruza la calle de la Virreina cuando ya la claridad del atardecer es postrera. Dentro de la casa de Francisco “el liberto” encienden una vela y él, Juan José, a través de una ventana ve al párroco de Santo Domingo esconderse. Trata de ocultar lo que toda la aldea conoce. Registra el gesto aunque él no le da importancia a esas cuestiones. Sí lo hace reflexionar acerca de que tanto él como ellos, algún día, van a tener que arreglar sus cuentas con Dios. Son ocurrencias que tiene últimamente. Las atribuye a los insoportables dolores que siente en la garganta y a las tareas que imagina deberá emprender. Para los dolores tiene opio, para la conciencia ideales. Igual cuesta. Si todo se desarrolla como supone ¿Qué le dirá a Dios? “¡Los tuve que fusilar, no había otro modo!”. ¿Y si a Él le importaran tres carajos todos estos menesteres? Los futuros fusilados, los amores del cura, la muerte propia y ajena… Pequeñeces en el decurso inmemorial de los planetas. Repara en que debe apresurarse, llega tarde a la cita con Manuel y eso lo saca de sus cavilaciones. Desconoce que, ajeno a todo pensamiento metafísico, este agradece el retraso ya que comenzó apoyándose a la cocinera junto al fogón

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y culminó con sexo sobre la mesa. Ahora, conciente de su pose poco elegante, se sube el pantalón después de haberse higienizado con el agua de la bacinilla. Todavía se relame internamente pensando en esa hermosa morena. A pesar de todo no ha podido relajarse. El deseo no le ha hecho olvidar su cita con Juanjo y lo espera con cierta ansiedad para convenir las inmediatas, necesarias acciones, ahora que la contrarrevolución se ha apoderado de Córdoba. Atormentada independencia, como obispo gay …¿y? De Haikus patrióticos en ocasión de un nuevo onomástico de la Revolución de Mayo manuel moreno

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Cuando te da Como un chucho Y la vida pide cuero De“La invención del haiku 4-5-8 en la Banda Oriental” jaime roos La gota desciende lenta sobre la cara morena, cae al pectoral izquierdo y corre deslizándose sobre el húmedo cuerpo que brilla al sol. María Josefa observa a José que trabaja en el huerto, lo hace desde la penumbra de la cocina. Siente el temblor interno de su cuerpo. Piensa que no puede ceder a la tentación. Nadie debe sospechar, menos ahora que está embarazada. ¿Y si el bebé fuera negro? … Inspira profundamente. Se da cuenta de que el deseo se esfumó cuando apareció el temor. —Bernardino, Bernardino, por favor, sé rubio como un inglés —ruega al feto o a Dios. Mulato, negro, Indio culiado Peste del virreinato. De Haikus a propósito de la pureza benedictino carlés

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martínez (1983). Estudió publicidad y se desempeña como redactor creativo en una agencia. Administra el blog La Página Que No Es De Papel.

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Fuega camina sin mirar atrás. Nada le importa más en este momento que enfrentarse a ese futuro inminente que le choca de lleno la cara en forma de viento. La revolución casi nos cuesta la vida, pero la vida no hubiese valido nada sin la revolución. Todavía corren frente a mis ojos las imágenes confundiéndose con el presente: el día que la conocí; la noche en la que, años después, nos encontramos (¿existen las casualidades?); el sueño que me contó llorando; las primeras manifestaciones; el primer discurso; la mañana en que todo empezó a ocurrir; el bombardeo; los gritos y la sangre. Pero estamos acá. Caminando, verticales al mar. Sus huellas quedan impregnadas en el suelo; las baldosas nunca volverán a ser las mismas. Las hormigas que las recorrían se esconden detrás de algunas piedras y la persiguen con la vista, con respeto. Y, de repente, frena sus pasos. Da una bocanada de aire que hace trabajar el doble de rápido a los árboles, dejando la alquimia de lado y usando la más arcaica manifestación de magia para generar oxígeno desde dióxido de carbono. Mira hacia abajo. Se sienta en el suelo. Juega con una hoja seca. La rompe. Se para de nuevo (toda la secuencia pudo haber durado una eternidad, no pude contar el tiempo, pero ahora es casi de noche). Se da vuelta y me mira fuerte a los ojos. Sonríe. “Ya pasó”, me dice. No sé qué es lo que pasó o lo que ya está pasando en su mente o corazón, pero me alegro por ella, por mí, por todos. Hay cosas de Fuega que nunca entenderé. Soy rehén de esas circunstancias. “Vamos”, me agarra del brazo y caminamos en silencio por las calles en ruinas de esta capital, la que nos tocó. Las hormigas se vuelven a animar a las baldosas y comienzan a recuperar el tiempo perdido de trabajo, ellas también tienen una reina a quién deben devoción. Ellas me entienden. Somos hermanos de una misma suerte.

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Somos la estela que un avión dejó antes de estrellarse; la última oración de una novela jamás escrita; la constelación que dio origen a todo lo que nos rodea y entendemos como real. Mientras la mitad del mundo inhala oxígeno y el resto expira dióxido de carbono. Mientras el equilibrio del universo pende de la concentración de un profesional circense en cada movimiento dentro del sueño de Brahma. Mientras el 99% de los mortales que caminan en dos patas y usan celulares, van a trabajar para mantener los vicios secretos y explícitos del 1% restante, me alejo de la historia de la que fui parte al lado de Fuega para liberar a los oprimidos. Abrimos con los dientes la caja de Pandora donde yacía encerrado el latir revolucionario. Lo hicimos realidad y aire para que entre en cada pulmón y viva. Viva Fuega y el sueño eterno que al fin despertó, ayer, para siempre. Ojalá. No volví a mirar hacia atrás por miedo a recular los pasos, el tiempo o la decisión. Las palabras fueron dichas en voz alta y su vibración traspasó los límites curvos de la tierra para perderse en el misterio del espacio y sus rincones. Ella era fuerte como su nombre. Y así será recordada. Hay aviones que tienen que chocar. Hay constelaciones muertas. Las fábulas terminan para ganar sus moralejas. También hay personas… nobles héroes anónimos de la historia que no serán recordados en nombres pero sí en ADNs. Hay caminos que se repiten, en diferentes pies, para volver a darle sentido al movimiento…. Para que algunos cuerpos tengan la suerte de ganarse su alma. Fuega ganó la suya y la quemó frente a nuestros ojos eternizándola, para que quienes estamos hoy podamos sonreír sin culpas. Somos quienes vemos en los espejos, y más. Y, desde hoy, nos queda todo el futuro por delante.

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Estábamos esperando que el cielo de Buenos Aires se decidiera a llover cuando sonó la primera explosión. Después vinieron las otras. Los pedazos de edificio caían y sonaban secos contra el suelo. Después venían los ecos, más graves. La gente se transfiguraba en heridos, y todo pasaba tan rápido que se convertían al instante en estadísticas. En sangre. En dolor y olor. Los militares estaban desquiciados y trataban de solucionar con muertes, los traumas coleccionados durante todos los años de su vida. La plaza parecía una hoguera. El monumento elevaba las llamas y cubría en negro todo el cielo. Comenzaba a llover ceniza. Y los aviones que pasaban sobre esa capa espesa parecían pequeños meteoros con trayectorias rectas. Salimos de aquel infierno con algunas heridas que no llegaron a sangrar porque cicatrizaron antes. Nos sentamos en el cordón de la vereda. Ella se sacó la campera que la protegía y dejó libre su cara. Los sobrevivientes que estaban tirados en el piso, intentando meter todo el aire limpio posible en sus pulmones, se levantaron hipnotizados y la rodearon. El silencio humano tapaba el ruido del fuego. La reconocían aunque nunca antes la hubiesen visto. Era ella. Era Fuega. La chica que había despertado de su sueño dormido revolucionario, la que había hecho bombear la sangre con voz y palabras aquella tarde de abril, en esa plaza. Quien les había hecho entender al fin la verdad y la que los había movilizado hacia adelante, sin posibilidad de vuelta atrás. Jamás. Y uno se paró y gritó: ¡Viva Fuega! Y todos se pararon y gritaron: ¡Viva! El miedo de esa gente desapareció para siempre. El silencio no pudo contener el sonido. Y marchamos, todos, hacia adelante, hacia el futuro. Hacia la destrucción de aquel despotismo que nos había robado el aire durante demasiado tiempo para recuperar nuestra esencia. A pelear. Y a ganar.

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buenos aires (1977). Es Maestra Nacional de Dibujo. Realizó diversos cursos de restauración de obras de arte y curaduría. Participó de obras colectivas que reconstruyen la historia reciente de la Argentina: “El Laberinto” en el Teatro San Martín (1996); la muestra de arte “Nietos” organizada por la O.N.U, Suiza (1997); la exposición de grabados “Identidad hoy”, Villa Ocampo, Mar del Plata 2000. Es Cofundadora del espacio de Arte “La Esquina”.

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Ian va a la escuela a la mañana y para llegar recorremos dos barrios. Atravesamos una zona de pasajes con construcciones inglesas del S XIX. Allí los pájaros cantan como en ofrenda al cielo. Estiro mi brazo hacia el taxi, al verme enciende las luces. El hombre al volante es mayor. Su cara está deshidratada y tiene una congestión nasal. Observo su camisa, lleva la manga doblada hacia arriba que deja ver un brazo con tatuajes. Distingo una esvástica y me recorre un gran temor. En mi interior aparecen imágenes de la Alemania Nazi, visualizo al dictador hablando desde un podio, con violencia iracunda, todo en blanco y negro. A través del espejo retrovisor escudriño los ojos del viejo. Su mirada es oscura. Pareciera indicar la puerta de entrada o salida a un pasado de horror. Pienso en mis padres, el día en que fueron secuestrados y su inevitable destino: los campos de concentración argentinos. Evito volver a mirarlo. Suena música clásica muy fuerte; vuelvo a los relatos de los sobrevivientes; me siento en una cacería. Me dejo llevar por las melodías de aquella música cortesana, en contraste con la frenética ciudad, y con lo que mi mente ha pensado en segundos. Vuelvo sobre Ian. Mira un mazo de cartas. ¿Ha percibido lo mismo que yo? Se pega a mi cuerpo. El taxi se detiene. Pago y al abrir oigo: “Que tengas buen día” Camino shockeada y me pregunto: ¿fueron esas palabras un mensaje de ironía criminal?

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Sigo con mi vista la curva de tiza verde, que la mano de Joaquín dibuja sobre el pizarrón improvisado; mi memoria selecciona de improvisto la historia de los tres policías. Se juntaban todos los días en la esquina de la pizzería. Como excusa cada uno llevaba un perro, y como la esquina era parte de mi rutina, no los pude evitar. Hacían mucho ruido pero sus carcajadas eran ante mis ojos como mudas. Nunca me interesó de qué hablaban. Uno de ellos miraba siempre el suelo. La mujer era impiadosa; sus ojos verdes rígidos como el juicio. El tercero era alto y medio desbocado. Era tal la ley de atracción que nos unía que casi enloquezco. A uno de ellos me lo crucé en la panadería, salía con sus perritos. Mi curiosidad no se hizo esperar e indagué graciosamente a la panadera. Al salir del comercio me fui con algo más que pan en mi bolsa. Era un comisario retirado. La parra luce fresca y radiante bajo el sol; miro a los niños jugar y el círculo cierra en su perfección. Eran policías retirados. ¿Por qué se juntaban todos los días a la misma hora? La cúspide de su actividad laboral coincide con la dictadura. ¿Estaba llegando el momento de elaborar mi perdón? Eran personas, cuidaban animales, charlaban animadamente y se reían. ¿Buenos o malos? ¿Inofensivos o peligrosos? Una mañana, exhausta de esta repetición, llegó a mí la claridad. A 35 años del Golpe de Estado, recordando a mis padres, detenidos desaparecidos por razones políticas, les declaro a estos tres policías un toque de queda moral.

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Cruzaba la avenida meciendo su pelo largo, legado hippie. Tenía un morral cruzado por delante que subía y bajaba dando golpecitos en sus muslos; sus pasos eran firmes como si tuviera que llegar a un lugar. Se dirigía a la entrada del subte cuando la vi desde el taxi. Me invadió una ola de felicidad y pensé: ¡está ahí caminando! ¡es ella! Instante seguido la confusión, y luego el miedo, me bloquearon. Stella Maris, artista de alma y férrea militante peronista, fue secuestrada en 1977 por las Fuerzas Armadas, a solo cinco meses de haberme traído al mundo. ¿Qué hacía mi madre ese día, de vuelta en su cuerpo y a la vista de todos?

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buenos aires (1977). Es Doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires e investigadora del CONICET. Además de ser docente en la Facultad de Ciencias Sociales, dicta cursos de posgrado en la UBA y en la UNComa. Integra proyectos de investigación sobre grandes empresas y sindicatos. Escribió numerosos artículos para revistas científicas.

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Andaba lento pisando los cerámicos fríos, casi congelados en julio. Se tambaleaba. Un pie descalzo adelante. La yema de los dedos, luego las almohadillas y finalmente el talón, erizados. Ahí la temperatura se había hecho costumbre y no dolía tanto. Lo que dolía mucho era la presión en el pie izquierdo. Su intuición le decía que al movilizar el fémur, el congelamiento temporal no impediría en nada aquella punzada ardorosa. Había perdido la cuenta de cuántos pasos hacía que las yemas izquierdas, ¿o era solo el dedo gordo?, pinchaban al contacto. Un pequeño movimiento de cabeza aún le permitía mantener el equilibrio e intentar buscar los rastros, las pistas que le permitieran entender aquel tironeo en la piel. Solo podía recordar y reconocer la puerta recién atravesada. Eso había cambiado: la temperatura en las plantas de los pies. De un tibio y rugoso homogéneo había pasado al heterogéneo helado. Eso era seguro y conocido: del parquet a la cerámica se sentía así. Pero esta vez, la punzada, el dolor frío. Al siguiente paso, la derecha se resistía, sabía que luego seguiría la izquierda. Pero quedarse quieto era un riesgo que era mejor no correr allí, en ese julio invasor del piso. Terminaría todo congelado. Una sensación lo invadía con cierta claridad: no convenía, a pesar del tormento que se avecinaba, dejarse llevar por el deseo de quietud. El pie izquierdo en puntita, apenas detenido frente al cerámico gélido y rechazante, nuevamente aulló. Milésima de tiempo que movilizó el aullido desde el dedo hasta la boca. Y se hizo señal. Treinta y dos centímetros de diferencia. Una enormidad. Una eternidad. Sentía que el micro tiempo de su dedo a su boca se reproducía fuera de sí, se había corporizado en treinta y dos centímetros extras y con ellos el alivio. Julio

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se convertía en enero. La tibieza de la reparación, el calor de la respuesta. Allí estaba, a instantes de su aullido, el Salvador. —¡Mamá! ¡Simón aprendió a caminar y tiene una astilla en el dedo!

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Se suponía que estábamos preparados o al menos esperando que algo así pasara. No exactamente así, pero de ese estilo. Salimos por el ruido. No estábamos para nada con las cacerolas, nada que ver. No nos gustaba eso de hacer ruidos con lo que hubiera. Hacía años que íbamos bastante organizaditos. Siempre un bombo y hasta un redoblante. Incluso megáfonos y hasta a veces camión con micrófono amplificado. Eso sí, siempre con banderas. No era que no supiéramos que estaban mal vistas. Al contrario, formaba parte de la rebeldía. Nos daba bronca que nos dijeran "sin banderas" o "bájenlas". Olía a claudicación. Creo que no sentíamos que a veces generábamos distancia. Lo decíamos cuando hablábamos o escribíamos: el "no te metás" y el "sálvese quien pueda". Cada vez, explicábamos la historia por allí. Pero creo que en el fondo nunca nos lo creímos del todo. No era lo que nos pasaba a nosotros. Por eso fue una sorpresa rara. Lo esperábamos o lo deseábamos. Al final ambas cosas se parecen o se confunden en la experiencia. Y salimos con los ruidos, tímidamente hasta la esquina. No teníamos ni idea de qué quería decir "estado de sitio". Claro, nos sonaba a dictadura, a terrorismo de Estado. Pero técnicamente no sabíamos. Así que llegamos despacio, pero volvimos rápido a buscar algo, que después terminó en chatarra con que acompañar el sonido a madera, metal y plástico que se mezclaba en la vereda. No sólo vimos nuestra esquina. Había miles de esquinas. Una sorpresa in-

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creíble. ¡Caminamos más de sesenta cuadras a eso de las nueve de la noche y no había cómo organizar una columna! Risueño, hoy. Anticipaba. Bajaban y bajaban; subían y subían. Eso se sentía: movimiento. Y cambiamos en una noche.

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En la esquina de Bernardo de Irigoyen y Rivadavia, se olían intensos los gases, pero no se veía nada. "¿De dónde estarán tirando?". Igual seguíamos e igual seguimos. Otra corrida más y nos desencontramos. Casi no se veía nada, o se veía pero no se entendía esa repentina soledad compartida. Un zapato suelto. De mujer. En plena avenida. Nadie lo agarró. Y volvimos sobre nuestros pasos. Avanzar. No éramos tantos y aparecían dudas sobre la cantidad. —¿Esto servirá para algo? —nos preguntábamos. Podían, sí, podían hacernos mierda. Avanzamos todo lo que pudimos, mientras nos reencontrábamos. Sentíamos una felicidad inmensamente incertidumbrada, que nos provocaba temor o desconcierto. Al rato, volvimos. Pero ahora cruzamos 9 de Julio y ya éramos de nuevo muchos. Y la escalinata nos recibió como mirador. Éramos muchos. Y apareció una bandera nuestra. Y la algarabía conocida, de cantos y aplausos y saltos y abrazos y sonrisas y brazos y puños. Algo pasó. No puedo recordar cuándo empezaron los disparos. Pero bajamos de las escalinatas, (como habíamos aprendido en el jardín de infantes, despacito y sin empujar al compañerito) y cruzamos la plaza en diagonal. Miré hacia arriba. Las ventanas —balcones franceses de por ahí— con mirones. El calor del 19 de diciembre los hacía salir. Me parecieron estar a gusto con la muchedumbre. Le pregunté al Flaco: —¿Así fue el Cordobazo? —. Tendría ganas de estar haciendo historia, supongo. —Y… En cantidad de gente, capaz… —. Ridículo, no iba a ponerse en

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esa situación a explicarme la enorme diferencia. Pero necesitaba oír su voz, me tranquilizaba. Ahí sí, ese sonido infame, tremebundo. —Caminemos un poquito más rápido —me dijo con una tranquilidad conmovedora. Ya no se respiraba nada, se escuchaban gritos, estruendos. Y me sentía ciega con los ojos abiertos. —No veo, no veo nada —intenté que sonara cierto, para que me protegiera. —Si querés parar, paramos, sino, seguimos rapidito, yo te llevo del brazo —me salvó. —Sigamos.

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buenos aires (1985). Es Profesora y Licenciada en Historia. Publicó artículos en Revista del Instituto Gino Germani (UBA), Revista Archivos Ciencias de la Educación (UNLP), Revista Questión (UNLP), Anuario de la SAHE, Revista Sociedad y Equidad (U. Chile). Fue premiada en certámenes literarios de temáticas históricas y políticas. Actualmente se desempeña como docente en escuelas secundarias e institutos terciarios de Hurlingham.

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Puedo dar fe del coraje de la negra porque aquel atardecer yo estaba ahí, como otros, esperando por sus servicios en el campamento de Navarro, haciéndome el despistado, tomando mate. Doy fe porque me tocó matarla. Según contaban, la negra venía con las tropas desde el Uruguay, aunque muchos no la habían visto antes. Contaban que era muy buena en su trabajo, higiénica y silenciosa. Entre las otras cosas, limpiaba, cosía y cocinaba. Sus servicios eran indispensables entre los hombres cansados y solos. Así que soldados, cabos y sargentos la tenían en su consideración. Se decía incluso que los rangos superiores la requerían por su delicadeza y suavidad que no eran de negra ni de prostituta. Todo lo escuché y de manera lamentable no lo comprobé. Y me había lavado especialmente. Como se avecinaba tormenta, los soldados nos guarecimos bajo la línea de toldos. Nos extrañó que la negra no saliera, pero por un raro sentido de dignidad ninguno habló. No hacía falta, nos acomodaríamos por orden de llegada. La guerra parecía haber terminado, después supimos que estaba empezando. La ansiedad daba lugar a la necesidad de un alivio rápido. Los grados superiores también lo verían así porque de golpe escuchamos el grito del General. Un grito de dolor. Inmediatamente salió corriendo de la carpa, a medio vestir, tomándose sus partes íntimas. Minutos después fui llamado junto a otros soldados. La negra fue arrastrada de los pelos y llevada a la sombra de los sauces. Se corrió el vestido con fiereza y dejó los pechos al aire. “¡Disparen!”, gritó. “¡Que sepan todos que la hija del Capitán Antonio Videla hizo sangrar al cobarde asesino de Dorrego!” La ejecución habrá sido cerca de las seis y media porque era la hora de preparar el fuego. Joven e ignorante, no supe entonces quién era tal Capitán. Cuando

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con el tiempo me anoticié mejor, y el tiempo pasó, me vinieron las dudas. Ahora ya soy viejo y no sabré nunca si luché en el bando equivocado.

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Uno de los inspectores, vestido con traje negro, golpeó insistentemente la puerta plateada pidiendo que se le abriera de inmediato en nombre de la ley. Sus zapatos no fueron los apropiados para un piso cubierto de sangre. Resbaló y cayó con tan mala suerte que su nuca golpeó contra unos tambores llenos de huesos y pezuñas. Murió. Del otro lado, los hombres con cuchillos empezaron a inquietarse, a saber lo que les esperaba. La acusación fue de desacato, resistencia y homicidio no premeditado. Mi bisabuelo se declaró responsable absoluto de las consecuencias del atrincheramiento en su frigorífico, sin embargo los treinta obreros dijeron haber realizado un pacto en conjunto, sin líderes ni órdenes, en defensa de la fuente de trabajo y en lucha contra las injusticias del gobierno de Justo. Veinte años les dieron. Como se suponía, el pequeño frigorífico pasó a manos inglesas que lo desmontaron, tal era la intención de las corruptas inspecciones nada interesadas en que mi bisabuelo pagase el doble de salario en comparación a otras empresas extranjeras en el rubro. No todos sobrevivieron a la cárcel y a la deshonra de ser llamados asesinos. Y al salir, en 1954, el país se había convertido en otro, pero por corto tiempo. Mi bisabuelo consiguió empleo en el frigorífico Lisandro de la Torre y en 1959 falleció de un infarto, unos días después de la famosa toma en la que, de nuevo, agarró un cuchillo buscando defenderse. Las medias reses colgadas y el filo ensangrentado no serían las imágenes genealógicas más apreciadas por una persona como yo: amante de los animales, pacífica, y biempensante. Allí se encuentra la razón por la que me resistí en mi naif juventud a conocer mejor los hechos y a comprender lo que representa mi bisabuelo. Ahora, ya adulta, quienes me hubiesen podido contar algo más han muerto o, peor, han sido anestesiados por las injusticias.

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Apenas con veintitrés Mario cantó envido, seguro de que Marcelo no tenía nada. Anotaron los puntos y siguieron la partida simulando no escuchar lo que decían en la radio. El agua ya estaba tibia, pero Marcelo no se atrevía a pedir otra botella y obligar a Mario a que tomase el bastón y fuese a la cocina. Menos se iba a animar a pedirle permiso para abrir la heladera y ver dentro lo que ya sabía. Tantos años de conocerse y no lograba quebrarse la barrera entre vecindad y amistad. Marcelo se secó la frente sudada. Mario quedó mirando el reloj plateado que en el movimiento se desprendió de la muñeca rolliza de su vecino, y Marcelo lamentó la involuntaria ostentación de llevar puesto un regalo caro de su difunta mujer; traía días malos y recordarla lo reconfortaba. El as de espadas en la mesa y los palos y sirenas en la calle. Al escuchar unos gritos Mario ocultó la mirada entre las cartas e intentó frenar las lágrimas que terminaron por empañar sus lentes de cerca. Ya no pensaban en el juego ni en el calor. Las noticias desde la radio se emitían de forma agitada, veloz. —De acá a la estación son pocas cuadras —dijo Marcelo. —No más de siete. Tardaríamos bastante, yo con esta pierna y vos con tu peso —explicó Mario mientras disimuladamente tanteaba las monedas en el bolsillo. La joven voz de la locutora habló del estado de sitio. Mario se puso a contar las monedas en la palma. Las manos le temblaban. Atento, Marcelo lo tranquilizó acercándole el bastón y diciendo con sereno convencimiento: —Vamos. Nunca se movían del barrio y sólo salían de la casa a comprar. Tomados del hombro se ayudaron en el paso. El corazón y los pies pesaron

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en el camino, y de pie, en el tren, les pes贸 todo el cuerpo hasta que dos chicas les cedieron los asientos. Luego, un colectivo. Llegaron extenuados. La Plaza de Mayo les pareci贸 tristemente hermosa: vallada; sucia; llena de gente unida, de recuerdos de otras Plazas y de esperanzas.

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quilmes (1960). Obtuvo el primer premio en la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es diseñador gráfico. Obtuvo varias distinciones tales como el premio del Concurso IPS (2011), el premio Biblioteca Mariano Moreno de Bernal (2013), el premio “Ars Creatio - Una imagen en 1.000 palabras” (España, 2014); el premio SADE Zona Norte (2014) y el premio Biblioteca del Paraná (2014). En septiembre de 2014 editó su primera recopilación de relatos, Cuentos a escala.

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"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. julio cortázar, “La noche boca arriba”.

Era un verano de siestas interminables y noches aburridas. Mi amigo Juan y yo le pedimos permiso a mis viejos para armar la carpa en el fondo de casa como habían hecho los de al lado; para vivir la aventura del campamento de mentira, sin tele ni luz tenue de velador ni colchón cómodo ni beso de buenas noches. Papá estuvo revolviendo los estantes del desván hasta que encontró su equipo de mochilero. Había pensado en regalarlo pero desistió, tal vez por la vergüenza de hacerse el generoso con cosas inservibles: la mochila y la bolsa de dormir no hubieran resistido ni un fin de semana en Chascomús. La carpa estaba vieja, rota, apolillada; así y todo, para nosotros era más que suficiente. Mamá nos dio comida para racionarla durante la estadía y llenó las cantimploras con gaseosa. Fuimos hacia el fondo con la carpa. Juan creía que podíamos armarla por nuestra cuenta, pero el intento resultó un fracaso. Después de un par de horas sólo habíamos logrado meternos debajo del techo, que había caído sobre nuestras cabezas como si se arrojara un lienzo sobre un mueble arrumbado. Papá nos ayudó a terminar con la tarea de forma más o menos decorosa y se fue a la casa, ahí nomás, demasiado cerca para nuestros sueños de independencia. Cuando cerró la puerta del fondo sentimos que había empezado la aventura. La primera noche fue pura adrenalina; en la segunda, y en las que se sucedieron, la libertad sin límites que creímos haber ganado se fue empapando

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de normalidad. Para combatir la monotonía nos imaginábamos en vísperas de la batalla final. El desembarco enemigo era inminente y nuestro campamento era la trinchera perfecta. Discutíamos estrategias de defensa, planificábamos ataques devastadores y por un minuto nos sentimos tan héroes como los del manual de quinto grado. Esas noches nuestros corazones latían con fuerza. Costaba conciliar el sueño; algo parecido a la felicidad andaba rondando el fondo de lo de mis viejos. Cuando uno es chico cree que entre el fin de las clases en noviembre y los primeros días de marzo hay tiempo suficiente para vivir varias vidas. Aquel era un simulacro inocente, sin pretensiones. Los del otro lado de la medianera siempre fueron más reos que nosotros; en el último enero se habían jactado de dormir a la intemperie y sin que merodearan adultos. Juan y yo jugábamos a ser tan valientes como ellos. Una tarde, por hacer algo nomás, Juan revoleó una piedrita por encima del muro y los de al lado contraatacaron con un terrón de humus fresco que se deshizo sobre nuestra tienda de campaña. Cada tanto se arrojaba algo desde un lado y al instante llegaba el contraataque. A veces tirábamos bolitas de canto rodado inofensivas; el enemigo respondía con piedras arrancadas del contrapiso. Una noche revolearon un cascotazo sobre la espalda de Juan. El moretón en la clavícula se desdibujó en una semana. El intercambio de agresiones tenía un lado positivo. Disparaba una fantasía: Juan y yo contra el mundo. Después de aquella noche fuimos más cautos, al menos por un tiempo no volvimos a tomar la iniciativa. Cuando los sapos callaban, hacíamos silencio para escuchar las voces que llegaban del otro lado de la medianera. A veces no parecían los pibes de siempre. No hablaban como chicos, discutían en tono castrense con aires de grandeza, pasaban horas rememorando epopeyas que ni ellos se creían, invocaban un pasado heroico y se erigían en súbditos de un reino con las asentaderas puestas en el mito de la invencibilidad. El cambio despertó curiosidad

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en Juan, que cada tanto trepaba el muro para espiarlos. Como en la guerra de verdad, empezaron a usar uniformes con estampados de camuflaje y unas réplicas demasiado perfectas de metrallas que seguramente eran de juguete. Otro día ataron un trapo negro a un palo a modo de pabellón, con dos tibias y una calavera pintadas de blanco. Para no ser menos, nosotros clavamos una banderita argentina de las que se usaban para alentar a la Selección. Entonces, vinieron tiempos de guerra fría. Entre Juan y yo crecía la convicción de que los del otro lado del muro se estaban pertrechando para el ataque final. Una noche de tormenta nos pareció escuchar un ruido extraño, como si algo hubiera detonado cerca de la carpa, pero por precaución, o porque preferimos no enterarnos de lo que estaba pasando, decidimos no salir. Era raro que mis viejos no vinieran a ver en qué andábamos; además, aunque no teníamos forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, calculábamos que las clases ya deberían haber comenzado. Había cambios en el paisaje, como si el verano hubiera muerto. El pastito húmedo de noches tibias ya era escarcha, el frío calaba los huesos y ni Juan ni yo teníamos más que lo puesto: un pantalón corto, una remera desteñida, una bandera celeste y blanca, unas zapatillas Flecha. La carpa no era impermeable —nunca lo fue, había confesado papá aquella noche en la que nos ayudó a armarla, pero en ese momento no nos pareció relevante—. A poco de empezar a llover el techo de lona se cargaba de agua; unos minutos después los charcos que se formaban en el interior la volvían inhabitable. Una mañana nos despertó un ruido que no era habitual, como si un batallón entero hiciera sonar los tacos al juntar los pies. Al rato izaron tan alto su bandera que pudimos verla desde este lado de la medianera. Nosotros quisimos hacer lo mismo. Improvisamos un mástil con una vara de paraíso pero al fin de semana siguiente se desató un vendaval que volteó el palo mal clavado y desarmó la carpa, que luego reconstruimos pobremente y sin ayuda. Miramos hacia la casa, seguramente mamá tendría abrigos y comida, pero detrás de la bruma no se veía

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nada; todo parecía estar demasiado lejos. Desde aquel día, en cada amanecer, la bandera enemiga trepaba con frenesí marcial por un mástil altísimo; escuchábamos himnos de guerra que cantaban a viva voz dos gargantas roncas. En un inicio parecían dos, luego fueron diez, luego cientos, más tarde, miles. A cada God save the Queen no sabíamos dónde meternos: mirar hacia la pared nos infundía temor. La aventura había dejado de ser divertida. Ya no se veía el sol, nos rodeaba un velo blanco oprimido por el hielo que pisábamos y por un techo amenazador y cerrado de nubes espesas. Una noche se desató un viento fortísimo; parecía que la carpa no iba a resistir más. Llegaron las luces del día: no habíamos podido pegar un ojo. En medio del delirio por el hambre y el insomnio decidimos intentar el regreso. Todavía quedaba algo de la comida que nos había dado mamá, pero la racionábamos en porciones tan pequeñas que se nos había cerrado el estómago. A la mañana siguiente salimos de expedición. Caminamos por senderos de aguanieve y el terreno desparejo nos obligó a cambiar el recorrido; seguimos huellas que parecían atajos y resultaron desvíos. Luego de mucho andar, volvimos a encontrarnos con la carpa. Sin darnos cuenta habíamos cerrado el círculo sobre nosotros mismos. No volvimos a intentarlo, era más seguro esperar allí que desandar caminos inciertos. A esa altura lo único que deseábamos era tener señales de vida, aunque fueran del enemigo. Entonces le propuse a Juan: —Tirémosle una piedrita a los de al lado. Juan fue a buscar las municiones. Encontró un canto rodado chiquito que arrojamos por encima de la medianera. Cayó suavemente, como pidiendo permiso. Dos minutos después recibimos una andanada de bombas que hicieron cráteres en la escarcha del invierno más largo. Juan trepa la pared y agota sus fuerzas en el intento. Yo ni siquiera soy capaz de reconocer a mi amigo. Juan no parece un chico: tiene ojos vencidos, barba de días, ojeras que parecen dibujadas en la cara. Expone ante mis ojos una

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delgadez que asusta. Asoma la cabeza por encima del ladrillo más alto del muro y lo bajan a ráfagas de metralla. Se desmorona sobre el hielo como esos muñecos que se usan para reconstruir caídas al vacío. Entonces a la mierda con la bandera del Mundial 78; levanto un trapo blanco tan alto como puedo, con el terror invadiendo mis tripas. Desde el muro asoman cientos de cascos gurkas. Antes de convertirme en prisionero les pido un minuto. No conozco la lengua de ellos, pero de alguna manera me van a entender; les pido un minuto para cavar una fosa con mis últimas fuerzas, enterrar a mi amigo debajo de la escarcha y clavar dos maderos, para tallar en ellos un nombre y una fecha: Juan, junio de 1982. Algún día vamos a juntar el coraje necesario para mirar hacia atrás. Bastará con que alguien empiece. Al rato lo seguirá otro, y otro, y otro, hasta ser millones. Hasta que todos sepamos que, en el fondo de lo que era mi casa, la patria ganó un héroe.

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buenos aires (1985). Obtuvo el segundo premio en la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es veterinario y músico. Estudia Licenciatura en Letras en la UBA y participa de talleres de escritura creativa en Casa de Letras. Actualmente, está trabajando en su primer libro de cuentos.

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Para Rita, estés donde estés

Es un hombre. Está sentado en un sillón, frente a un escritorio lleno de papeles, trabajando. Es flaco, petiso, medio pelado, con grandes anteojos negros. En una de sus manos cuelga un cigarrillo que no fuma. En la otra, una lapicera. El hombre sale al jardín. Toma un jarrito con agua y se pone a regar sus lechugas. Están saliendo los primeros rebrotes. El viento silba con rabia y hace temblar las pequeñas hojas verdes. Es un otoño frío, desolador. En el fondo de la casa hay un inmenso laurel, un aljibe seco y unos eucaliptus que murmuran como la lluvia fina. Atardece. El hombre termina de regar y levanta la cabeza. Algunos pájaros sobrevuelan el terreno. El cielo está negro y las nubes son tan espesas como impenetrables. Sin embargo, el hombre alza un dedo y dibuja algunas constelaciones. Con un solo movimiento, delinea las cabezas de Cerbero, el esqueleto del Dragón, la furia de Hidra, la espada de Perseo. Luego vuelve a la casa. Toma unos papeles del escritorio y se sienta en el sillón, preocupado (“invirtiendo”, “invirtiendo ese camino”, “han restaurado ustedes”, “ustedes”, “la corriente de ideas”, “ideas e intereses de minorías derrotadas”). La habitación está a oscuras, apenas iluminada por el sol de noche. No hay luz eléctrica. El hombre estira su mano y tantea en la superficie del escritorio hasta que encuentra una botella. Es un whisky escocés. Lo agarra con desgano y toma un trago áspero. Después anota algunas líneas en unos papeles. Subraya. Corrige. Piensa.

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De pronto, alguien golpea la puerta. La casa entera retumba, como si fuera una cueva. El hombre se sobresalta y asoma un ojo por la ventana: hay una sombra en la calle. Inmediatamente, abre el cajón del escritorio y saca una Walther PPK, calibre 22. —¿Quién es? —Estoy buscando al profesor de inglés. La voz del visitante es indecisa, oscilante, como si estuviera agonizando. El hombre no contesta, duda por un instante, pero finalmente abre la puerta. Un viejo de saco y corbata está parado en la vereda. Tiene la cabeza gris, el rostro cansado y un bastón entre las manos. Su mirada es ingenua y parece perdida en el tiempo. —¿Norberto, no? —dice el viejo. —Sí, pasá. —Disculpe que no lo reconozca fácilmente. Apenas veo el amarillo, algunas sombras y algunas luces. El hombre le extiende una mano y lo guía con delicadeza por el interior de la casa, como si fuera su lazarillo, hasta ubicarlo en una silla, frente al sillón. El hombre también se sienta y apoya la Walther PPK sobre la mesa, junto al tablero de ajedrez. —Además, usted me hace acordar a esos personajes de las novelas rusas — continúa el viejo— que cambian de nombre permanentemente. En pocas hojas, Raskólnikov puede ser Rodión, Rodia, Ródenka y Rodka. El viejo habla con soltura, como si estuviera hablando con un amigo de toda la vida. Dice que una vez empezó a leer Guerra y Paz, y de repente se dio cuenta de que esos personajes no podían interesarle, que no desea esforzarse cuando lee, sino divertirse, y que si tuviera que elegir entre la literatura inglesa y la rusa, se quedaría con la primera. —Prefiero Dickens —sentencia el viejo. El hombre no contesta. Sigue sentado en el sillón, con los ojos en la ventana,

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persiguiendo constelaciones (“Colmadas las cárceles”, “las cárceles ordinarias”, “crearon ustedes en las principales guarniciones”, “guarniciones del país”, “virtuales campos”, “campos de concentración”). Luego sirve un poco de whisky en un vaso y se lo ofrece al visitante. —Cuando venía para su casa —continúa el viejo— me tropecé con muchas palomas. Las reconocí por sus aleteos y por su olor. Defecaron sobre mi ropa. —No son palomas —dice el hombre, con voz seria, ahuecada, como salida del fondo de un pozo—. Son buitres. El viejo se queda en silencio. Acaricia su bastón. Sonríe con una mueca demorada. —Disculpe mi ignorancia, pero no sabía que había buitres en Buenos Aires. —Hay en todo el país. —No estaba al tanto. Será porque no leo los diarios —el viejo toma un sorbo minúsculo—. Nunca vi uno, ¿cómo son? —Son despiadados. Comen carne humana, viva. El viejo sigue acariciando su bastón, con impaciencia. Su mirada está concentrada en un punto indefinido, ubicado entre los papeles del escritorio y la botella de la mesa. Mientras tanto, la noche avanza lentamente. En la casa ya no se distinguen las personas de los objetos. El hombre se levanta y desaparece en la oscuridad. A los pocos minutos, vuelve iluminado, con una lámpara de querosén en la mano, deshaciendo sombras. —¿Sabías que les gusta la música? —pregunta el hombre. El viejo se queda pensando. Luego comenta, incrédulo: —Eso lo leí en algún lado… —el bastón se eleva del piso y señala al hombre. —¿Kafka? —No te estoy hablando de libros, ¿me creés que les gusta? El viejo no contesta. —Te lo voy a demostrar. Entonces se pone de pie y cierra todas las ventanas de la casa. Abre el cajón

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del escritorio y saca un pequeño maletín. Lo apoya sobre sus piernas y, al levantarle la tapa, desnuda una máquina de escribir. Una Olympia portátil. Después enrosca una hoja en el rodillo y se pone a tocar las teclas: Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas. Las teclas suenan con violencia como si fueran martillazos contra el papel. Poco a poco, los buitres comienzan a aparecer. Los primeros dan vueltas alrededor del jardín, sin acercarse demasiado a la casa. Son blancos y negros, con la cabeza pelada y el cuello encorvado. Luego llegan los demás, en bandadas atrevidas, que se acumulan en las ventanas, en el techo y en las puertas. Rápidamente, las aves se transforman en una masa voluminosa de bestias que tapan el cielo, como una nube negra. Tan pronto como el hombre deja de tocar, los buitres se alejan. Salvo uno, que permanece colgado del laurel. —Nunca había escuchado nada semejante, ¿no le da miedo? —A veces, sí. —Usted me impresiona —dice el viejo, con su sonrisa tenue, remota— pareciera estar disponible para cualquier aventura. El hombre saca la hoja del rodillo y la apila junto a las otras. Cierra la tapa del maletín y lo guarda en el cajón del escritorio. Antes de sentarse, toma otro trago, con determinación. —Yo también puedo contarle algo curioso —dice el viejo. —… —El hecho ocurrió hace unos días, a principios de marzo. Serían las once o doce de la noche, yo estaba acostado en mi cama, con los ojos entornados, hundido en pensamientos inconfesables. Me encontraba casi dormido, en esa frontera imprecisa que separa el sueño de la vigilia, cuando de pronto, tuve una revelación. Ignoro si fue un trance místico o si efectivamente fue un viaje en el tiempo,

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a lo H. G. Wells. Lo cierto es que pude ver el futuro, en su compleja inmensidad. El viejo suspira, acaricia su bastón, convida un poco de su sabiduría. Dice que, en ese instante gigantesco, ha visto millones de actos deleitables y atroces (y aclara: con absoluto predominio de los segundos). Dice que su memoria es frágil, que no alcanza a recordar ni una fracción infinitesimal de todo lo que vio y que tiene enormes dificultades para llegar al centro de su relato. El viejo hace una pausa y toma un trago. Después retoma el hilo de la conversación con verborragia, como si el último vaso de whisky le hubiera refrescado la memoria, súbitamente. Entonces viene la lista: un catálogo prolijo de los sucesos más sobresalientes que ocurrirán en el porvenir. El viejo dice que vio la cólera del mar, azotando pueblos; la cura para el cáncer, escondida en un cofre; las muchedumbres de América; un poniente en el Tánger; un titán resquebrajado (era México D.F.). Dice que vio el collar de Al-Naseur VII, derretido por las llamas de un volcán; el odio de los monjes Feyrïnes; el ocaso de un Imperio, de dos, de tres, y el nacimiento de otros nuevos, más salvajes. Dice que vio al mundo repitiéndose a sí mismo, dando vueltas en un círculo infinito. Así, el viejo enumera y enumera por varios minutos hasta que se le seca la voz. —Vi monstruos inefables, devorando herejes. Vi sangre fresca, en la esquina de mi casa. Vi los sobrevivientes de una batalla. Si el hombre le hubiera respondido “amén” o alguna frase equivalente, no habría desentonado con la conversación. El viejo habla como si fuera un santo, como si dominara el lenguaje de los dioses. Pero el hombre no dice nada. Está absorto, mirando por la ventana, sosteniendo su cabeza con una mano. Luego se levanta y comienza a caminar alrededor del visitante. Enciende un cigarrillo y lo fuma con desprecio, amontonando el humo en el ambiente. Durante varios minutos, nadie dice nada (“en la política económica”, “no sólo debe buscarse la explicación de sus crímenes”, “de sus imperdonables crímenes”, “sino una atrocidad mayor”, “que castiga a millones”, “con la miseria”, “la miseria planificada”). —¿Me estaba escuchando, Norberto? —reprocha el viejo, despejando el

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humo de su rostro. El hombre detiene su marcha, apaga el cigarrillo y se acomoda otra vez en el sillón. No sabe si el viejo alcanza a verlo, pero igualmente lo mira fijo a los ojos. —¿A qué viniste? —dice el hombre, severo. El viejo se ofende, pero no pierde la cortesía: —A conversar con usted. Acaso también, si me concede un último capricho, a desafiarlo en una partida de ajedrez. —No es momento para jugar —responde el hombre, con fastidio. En el jardín, el buitre abre sus alas, de una punta a la otra, abrazando al viento, y se deja caer. Ni siquiera aletea, más bien flota por el aire hasta posarse en la ventana. Es todo negro. Parece una sombra camuflada en la opacidad de la noche. Está inmóvil, en posición de alarma, pendiente de todo lo que sucede en el interior de la casa. —Tal vez estaba distraído, pero hace un instante le dije que vi a los sobrevivientes de una batalla —dice el viejo, su sonrisa ahora se mueve entre la ironía y el enigma. —Sí, te estaba escuchando. El viejo hace una pausa artificial, ensayada. —Bueno, debo confesarle que usted no estaba entre ellos. El hombre levanta sus anteojos, frunce el ceño y se frota los párpados con los dedos. Está inquieto pero no sorprendido. De modo instintivo, enciende otro cigarrillo. Lo fuma con ganas, como si fuera el último. Al instante, el humo acumulado se fusiona con el nuevo, inundando toda la habitación. El viejo sacude el aire con su bastón. Se rasca la nariz. Tose. —¿Podríamos abrir la ventana? —suplica el viejo. —No sería muy conveniente. Entonces el hombre se levanta y le sirve más whisky al visitante. Luego da media vuelta y camina hacia la ventana, deteniéndose a pocos centímetros del vidrio. El buitre sigue del otro lado, implacable, con las garras aferradas a la

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pared. Su cuerpo es imponente y no permite contemplar el jardín, los árboles, el cielo (“Reduciendo, congelando”, “congelando salarios”, “a culatazos”, “mientras los precios”, “los precios suben en las puntas de las bayonetas”, “aboliendo toda forma”, “toda forma de reclamación colectiva”) El humo pronto se desvanece, aunque deja un olor residual, a tabaco quemado. El visitante recupera el aire perdido y saborea otro trago. —¿Recuerda el caso Dreyfus? —dice el viejo, no sin soberbia. El hombre ya ni lo mira. —A Zola le valió el exilio, las calumnias y, desgraciadamente para sus lectores, una muerte misteriosa. Esa fue su elección. El hombre cierra los ojos. Respira hondo. —Si usted empleara su ingenio en otra dirección, podría burlar su propio destino y así continuar su obra. De ese modo, evitaría que su voz se evaporase en el silencio. El hombre balancea su cabeza de un lado a otro, en señal de negación. Está agobiado, pero no tiene ánimos de discutir. Entonces se aleja de la ventana y camina hacia la puerta. La abre sin disimulo, exagerando el ruido de las llaves. Inmediatamente, una ráfaga de viento se entromete en la habitación y hace flamear las cortinas. El viejo se estremece. Estornuda. El buitre que antes se posaba en la ventana, ahora está en la calle, frente a la puerta, vigilando. —¿Leíste a Rulfo, no? —dice el hombre mientras se acerca a la mesa. —Con fervor. El viejo saca un pañuelo de tela y se limpia la nariz. Luego lo dobla con prolijidad y lo guarda en su saco. Cuando el hombre llega al borde de la mesa, extiende su mano por encima del tablero de ajedrez y agarra la Walther PPK. La coloca en el bolsillo trasero del pantalón. Después se acerca al viejo y lo levanta de las axilas. —Tal vez no te acordabas, pero los muertos también pueden hablar —dice

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el hombre mientras lo sujeta con fuerza de una mano. El viejo se paraliza. No puede hacer otra cosa que descargar su peso sobre el bastón y caminar en la dirección que le impone el hombre. —Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare —improvisa el viejo— yo converso con ellos a menudo. El hombre vuelve a balancear su cabeza, resignado. Con indiferencia, acompaña al visitante hasta la puerta y lo suelta en la vereda. El viejo pierde el equilibrio, pero no llega a caer. Mientras tanto, el buitre aprovecha para acercarse unos metros. Sus pasos son lentos pero firmes y dejan huellas profundas en el camino. —¿A qué tipo de inmortalidad aspira usted? —pregunta el viejo, desafiante, desde la calle. El hombre mete la mano en el bolsillo y saca la Walther PPK. La sostiene con una mano, firme, perpendicular al piso. Del otro lado, el viejo espera, desorientado, con los ojos llenos de inocencia, interpelando al vacío, mientras el buitre sigue avanzando hacia la casa. Entonces el hombre levanta el arma y apunta (“sin esperanzas”, “sin esperanza de ser oído, escuchado”, “con la certeza de ser perseguido”, “pero fiel al deber, al compromiso”, “al compromiso que asumí hace mucho tiempo”, “de dar testimonio”, “testimonio en los momentos difíciles”). Antes de que el buitre se metiera en la casa, el hombre se aferra a la puerta y la empuja con todas sus fuerzas. Inmediatamente, la cierra con llave y se queda detenido, durante un tiempo impreciso, sosteniendo el picaporte. Luego se dirige al baño y se refresca la cara con agua helada. Está agotado, pero no tiene sueño. Cuando vuelve a la habitación, mira por la ventana: no hay nadie en la calle. Después abre el cajón del escritorio, saca el maletín y lo destapa sobre la mesa. Afuera, ya se escuchan los batidos de las alas, merodeando la zona; los aullidos de las bestias, cada vez más cerca; el crujido de las garras, sobre el techo de la casa. El hombre no retrocede: toma asiento y enciende un cigarrillo; coloca una hoja en la máquina y comienza a escribir.

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rosario (1968). Obtuvo el tercer premio en la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es profesor de Historia, egresado de la UNR y vive en Plottier, Neuquén, desde 1995. Es autor de Cuentos de Historias…lejanas (Educo, 2009) y colaboró con el diario La mañana de Neuquén con la serie Terra Incógnita. Imaginar la historia, pensar la revolución. En 2015 publicó Los Gajos de la Mandarina, ficciones históricas para trabajar en nivel medio.

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21 de febrero. 1811 Mi nombre es Juan Bautista Azorpardo, comando una flota de tres embarcaciones y hace dos días zarpamos de Buenos Aires. Santa Fe será la primera escala. Nuestro destino está más allá de Corrientes. Manuel Belgrano espera los refuerzos prometidos para su expedición. Llevamos provisiones, animales, municiones, pertrechos, almas y voluntades. Cien hombres tripulan el Bergantín 25 de mayo; setenta la Invencible; apenas veinticinco puede soportar la América, la balandra que no consigue mantener el ritmo de la flota. Tengo órdenes de tomar los buques realistas que encuentre a mi paso y sumar naves a la expedición. Ruego que esto nunca ocurra. 22 de febrero. Las sogas están bien, las velas han sido correctamente desplegadas, la velocidad del viento es aceptable, el color del cielo no amenaza tormentas pero la fuerza de la corriente es un verdadero problema. El estado de los cañones es deplorable. La pericia de los marinos para manejar los barcos no existe. 24 de febrero. San Nicolás quedó unas millas al sur. La falta de vientos y la fuerza de la corriente en los recodos nos tienen frenados. Ayer ordené soltar anclas. No debemos retroceder un paso. 25 de febrero. Los vientos contrarios empeoran la situación. No existe embarcación que

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pueda remontar el río en estas condiciones. 26 de febrero. Cinco de la tarde. Una columna de polvo indica la proximidad de un jinete. Mando a cargar los cañones y la maniobra desnuda la falta de pericia del cuerpo de artilleros. El jinete se detiene en la costa y adivino la información que trae. Envío una chalupa. De regreso me avisan que siete buques nos persiguen. Intuyo que debe guiarlos Jacinto de Romarate. Y eso es grave. 27 de febrero por la mañana No es sensato enfrentarlos. Hay que continuar. Pero la flojedad del viento y la corriente nos obligan a maniobras estériles. Es inútil. Vencidos por la calma completa y sin un plan alternativo, ordeno soltar anclas nuevamente. Estamos dos leguas más arriba de San Nicolás. Once y media de la mañana. Las noticias las envió el capitán de San Pedro. A las ocho, y con buenos vientos, los buques de Montevideo pasaron frente al pueblo. Ahora falta poco para el mediodía. Seremos alcanzados tarde o temprano. Será mejor elegir dónde. La angostura de San Nicolás es el mejor lugar para enfrentarlos. Ahí tenemos dos ventajas considerables: la corriente a favor y las primeras brisas que soplan hacia el sur. 27 de febrero por la tarde Al llegar a la angostura no vemos señales del enemigo. Doy órdenes al comandante Hubac de abandonar la América e instalar una batería en tierra con cuatro cañones de ocho libras. Le asigno dieciséis hombres de tropa y, en la retaguardia, San Nicolás provee cincuenta milicianos. Enfrentarán cualquier intento de desembarco y buscarán lastimar a sus cazadores con todo el daño que puedan causar desde la costa.

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Fondeamos de costado a la Invencible. Situamos la América en la última línea de combate, en el paraje donde dobla el canal. Las dos embarcaciones quedan con la proa aguas abajo y junto a las barrancas. La Invencible, en las riveras del pueblo; el 25 de Mayo espera en la costa de enfrente. El lugar parece inmejorable. 27 de febrero por la noche. La escuadra española espera en la isla de Tonelero. Los espías me informan que navegan con Cisne a la vanguardia, el buque insignia. La otra nave es Belén. Los faluchos son el San Martín y el Fama. Aranzazú es apenas una sumaca y los dos buques restantes son embarcaciones menores. Estamos anclados en el canal oeste, todavía no fuimos descubiertos. Ya es noche cerrada. El comandante del 25 de mayo me sugiere soltar anclas y escapar río abajo. Son palabras sensatas. Pero Romarate nunca abandonará la persecución. Tampoco hay tiempo de avisarle a Hubac ni de cargar la artillería. La noche se ha detenido en su hora incierta. Algunos dicen que Dios está dando vuelta la página del libro de los días y poniendo nuevamente el mundo en marcha. Los primeros segundos son cruciales, marcarán el destino de la jornada completa. Y así es. La hija del viento, esa brisa que no es más que una especie de suspiro, infla las velas de los buques. Son los primeros rumores del nuevo día: telas agitadas por la brisa y el mecer crujiente de las naves que parecen despertar. La brisa es española, sopla favorable y le regala a la división de Romarate la fuerza que necesita para llevar sus naves hasta la boca del canal. 28 de febrero Jueves. Sin brumas, nieblas, ni rocíos, los enemigos se ven con nitidez. Intento adivinar sus movimientos y reconocer las naves. En la humareda del combate las insignias no significarán nada porque no existe una bandera de la revolución. Ambos bandos buscaremos destrozarnos utilizando estandartes españoles. Todavía no son las ocho. Una lancha se aproxima con el distintivo de

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Romarate. La pequeña embarcación queda al alcance de nuestros cañones. Están reconociendo y verificando nuestra posición. Los muchachos de la tripulación disparan fusiles y arcabuces. Levantan el agua con chasquidos dispersos hasta que una de las balas perfora una pierna enemiga. Ahora sacuden los remos y ganan distancia. Pero nuestra posición ya está verificada. Y la brisa caprichosa es solo eso, una intervención insolente. Porque se hizo invisible y no volvió durante esa tarde pegajosa. Son las cuatro. Cisne abre fuego y un cañonazo sin bala sobresalta la impaciencia de propios y extraños. Incontables bandadas de pájaros estallan en las arboledas y pajonales aleteando el aire entre cantos, chirridos y gritos. Solo es una señal, un gesto, puedo comprender. No tarda en desprenderse un bote que rápidamente suelta los últimos aparejos a estribor. Se trata de un parlamento, seguramente una intimación. Formalidades, bravuconada, fanfarronerías del españolito. Cuando la embarcación llega hasta nosotros para hacer oír la voz de los remeros, se detiene. El griterío de mis hombres apenas deja entender el mensaje. Elegí no acallarlos. Es mejor así. Los mosquetazos repiquetearon en el agua y la torpeza de los remeros en retirada causó un tipo de gracia extraña, esa de las que insufla valor en aquellos que se intuyen tan cerca del final. Las palabras del manifiesto que no pudieron leernos deben ser las mismas que escuché en Buenos Aires. Seguramente se declaraba traidores a todos los que tomaran armas en defensa de la Junta "subversiva", así la llamaron. Para declararnos traidores y sobre todo cobardes. Por respuesta, bajé las banderas de España e icé banderas rojas en los mástiles al tope de trinquete, en cada buque. Son las señales que quiere Romarate, el vizcaíno. Será un combate a muerte y sin cuartel. Y nada más ocurrió. Anochecimos observándonos. 1 de marzo Ahora los vientos son nuestros. Estas ráfagas, y la corriente a favor, nos

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llevarían hacia Buenos Aires con la velocidad de un rayo. Pero no estamos aquí para escaparnos. La lucha se iniciará cuando los vientos caprichosos soplen desde el sur. Cuando la división Romarate infle sus velas y sacuda los buques adormilados en el sopor que preludia los combates. Y si los colores del cielo no me engañan, todo eso ocurrirá mañana. 2 de marzo Son más de las siete y media de la mañana. Cisne y Belén se mueven. Están virando para tomar el canal por el medio y alcanzarnos exactamente por donde planeo. Los dos faluchos siguen a la par de los bergantines. Las naves buscan entrar en combate. Se desplazan con resolución sobre nuestra línea de batalla. Ya estamos a tiro, ambas partes. Los primeros estruendos revientan desde la costa. Hubac grita sus órdenes y sus carronadas retroceden escupiendo fuego y metralla. Sus artilleros vivan y aplauden cada descarga aunque por ahora, los proyectiles, levantan columnas de agua. Los bergantines de Romarate continúan avanzando con la lentitud de las grandes máquinas de guerra. Nuestros buques refuerzan la violencia de Hubac. Ahora ya no hay disparos y silencios. La armada española truena de un extremo al otro en esa danza que generaliza un redoble de todos los calibres. Hubac empieza el segundo ataque. Bouchard grita como loco y el 25 de mayo tiembla hasta los mástiles con cada cañonazo. Nosotros esperamos. El fuego se hace general, parece caótico pero es tan calculado como mortífero. Los buques españoles navegan muy próximos a las barrancas. La corriente los empuja hacia la costa. Veo que los oficiales al mando gesticulan a sus marinos en medio de la niebla ensordecedora de las descargas. Una y otra vez bajan algunas de sus velas para que el viento no los arrastre contra las paredes de tierra. La corriente los empuja con una fuerza ruidosa. Una bala de los cañones de Bouchard alcanza el casco del Cisne. Las astillas revientan el aire y perforan parte

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del velamen. Romarate lucha contra la tozudez del agua, los vientos revueltos y una descarga de furia que no cesa. Las maniobras se complican y los bergantines comienzan a frenar su retroceso. El grito de un marino asomado a la borda, en la popa de babor, anuncia la información que Romarate ya tiene que haber adivinado: los bancos de arena y el fango espeso de los riachos. El combate es nuestro. Con sus buques varados, levemente inclinados a estribor y bajo el fuego de nuestros cañones, Romarate debe imaginar el peor final. Hipólito Bouchard agita banderas y me sugiere soltar anclas para iniciar una ofensiva inmediata. No abandonaré mi posición. Bouchard no sabe nada. Yo, sí. El esfuerzo de los españoles es formidable. Son animales enjaulados. La corriente que los encalló en la arena también hace su parte para salvarlos. Si tuviéramos artilleros diestros haríamos un desastre completo. Pero después de las primeras descargas no tenemos coordinación, conocimiento ni pericia para sistematizar cañonazos repetidos. La artillería de Hubac, desde la costa, permanece en silencio desde que las naves vararon. No llegan hasta ellas sus cañones de a ocho libras. Primero se desprende Belén. Endereza sus mástiles inclinados a estribor. En el acto pone sus aparejos en facha, para que el viento hiera las velas por la cara de proa. Las maniobras son perfectas. Logra escapar del fuego y fondear lejos del combate. El Cisne, menos feliz que su nave compañera, sigue sufriendo nuestros disparos por más de dos horas. Cuatro balas se introducen en el casco y quiebran algunos aparejos de la arboladura. Pero los hombres del Cisne no se dan por vencidos. Trabajan en la cubierta como si la tormenta mortífera fuera una tempestad en altamar. Con sogas tiradas desde la costa, palos hundidos en el fango, postes clavados en la arena, cañonazos disparados al aire, movimientos de velas y un hormigueo de marinos que saben qué hacer, Cisne consigue desencallar. Flota herido río abajo, dándose prisa para reunirse con los faluchos y la Belén, que lo esperan a la distancia, en el lado este de la isla. Romarate ha retrocedido solo un instante. Los vientos continúan y no

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tardarán en volver. Estiro el catalejo y observo. Confirmo lo que sospecho. Las órdenes para los oficiales son replicadas en gritos de alerta. Todos en sus puestos, recarguen los cañones, nadie abandone su lugar, reparen los daños, atiendan a los heridos. Las banderas de señales se agitan claramente para Hubac y Bouchard. Nada ha terminado. 2 de marzo por la tarde. Son las tres. La escuadra de Romarate, con sus velas desplegadas a pleno, vuelve al canal, las siete embarcaciones vienen juntas con una decisión que asusta. Romarate ha cometido errores que no repetirá. El Belén trae la delantera y se encamina directamente contra mi nave. Ahora nos quieren abordar. Los proyectiles nos alcanzan por la banda de babor. Disparan con balas calentadas al rojo vivo. Con algunas cubetas, mi tripulación intenta apagar el incendio que amenaza con llevarse todo. Y el fuego se generaliza. No estamos preparados para este choque. La revolución podrá improvisar muchas cosas, pero en momentos como estos, la falta de coordinación es sinónimo de desastre. La mitad de la artillería no sirve. La sordera provocada por los primeros disparos cortó la comunicación entre los propios artilleros. Los proyectiles españoles han comenzado a perforar el casco de la Invencible. Los ataques de metralla que vomita el Belén lastiman, destruyen y matan. Sangre y humo es todo lo que puede verse en la penumbra de los puentes y en la luminosa cubierta de mi buque. El Cisne, tremolando el gallardetón de Romarate, y con proa sobre el 25 de Mayo, sostiene una descarga de fuego y destrucción que no tiene piedad. Los proyectiles de Hubac no lastiman, no dañan, erran sus objetivos o no los alcanzan y cuando dan en el blanco no parecen efectivos. Son calibres menores, balas de tres kilogramos y se están terminando. Pronto sus baterías enmudecerán, avergonzadas. Veinte disparos más y el oficial de la revolución es un espectador de rodillas. Su América está recibiendo impactos que le abren un boquete en la

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proa. Comienza a inundarse y su tripulación no tarda en abandonarla. El fuego se ha concentrado en el 25 de Mayo. Los tripulantes de Cisne logran abordarla. Es el fin. Ahora es mi turno. Nuestro turno. Nos abordan desde todos los flancos. La lucha en la cubierta se extiende por dos horas hasta que la situación es insostenible. El combate es menos ruidoso. Comienzan a desaparecer los gritos. Somos cada vez menos los que combatimos. Ocho hombres ilesos, de los cincuenta con que había iniciado la lucha, son toda la tropa que me queda. Voy a volar la Santa Bárbara pero los heridos me suplican que no lo haga. Estamos rodeados en nuestra propia cubierta. Soltamos las armas y, sin rendirnos, logramos mantenernos dignos. Romarate, quien alguna vez fuera mi amigo, se abre paso entre sus hombres y, diciendo palabras que no quiero escuchar, me da un puñetazo. En un susurro cercano al suelo oigo cuando dice “lo quiero encadenado”. 5 de marzo Con sus buques pesados, los capturados y cinco de tráfico, pasamos al otro brazo del Paraná. Allí se divide su escuadra. Romarate me lleva a Montevideo mientras los faluchos navegarán libremente hasta Asunción. Voy con sesenta y dos prisioneros. Río arriba, los faluchos abastecerán a los enemigos de Manuel. ***

Leo estos escritos cuya última fecha es 5 de marzo. Por mi condición de comandante me han permitido conservar el cuaderno. Lo terminé de escribir con un trozo de carbón. Pero ya no queda y no me proveen tinta ni pluma. Así que el resto no hago más que recordarlo y repetirlo.

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Al llegar a Montevideo, fui enviado a bordo de la fragata "Proserpina" y bajo partida de registro, a los calabozos de Ceuta, en donde permanezco cautivo compartiendo la celda con el Inca Juan Bautista Tupac Amaru. Lamento que Belgrano no haya recibido los auxilios prometidos. Sabe Dios, los mĂĄrtires que se ha llevado a su lado, los sobrevivientes y mis enemigos que, en la boca de aquel rĂ­o, hemos hecho lo imposible por cumplir esa misiĂłn.

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olivos (1966). Estudió fonoaudiología en la Universidad de Buenos Aires. Es ama de casa y escritora. Realizó talleres con diversos escritores de renombre. Obtuvo distinciones en el concurso María Elena Walsh (2012), certamen literario Manuel Mujica Láinez (2013) y los concursos literarios de Lomas de Zamora y el Victoria Ocampo (2015). Participó de la antología La frontera durante (Ediciones Outsider, 2014) y publicó Haceme lo que quieras (Ediciones Outsider, 2015).

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Con cuidado, casi en penumbras, porque la nena duerme, Marga tira de la media con las dos manos y la sube casi hasta la rodilla. El relámpago ilumina por un momento la habitación y enseguida el trueno, tan cerca: los vidrios de la ventana tiemblan. Todavía no empezó a llover, pero ya hay ese olor a tierra mojada que dice que si no es acá, a dos cuadras o tres, deben estar cayendo las primeras gotas. No importa lo que le digan, ella va a ir igual. ¿Qué tiene de distinto esta noche de cualquier otra? Un poco de lluvia, nada más. ¿Acaso no son las noches todas iguales para Alicia también, en donde sea que esté? ¿O ella tendrá descanso, tendrá esperanza, tendrá algo, por el hecho de que afuera llueva? La media va subiendo por la pierna. Se tuerce, se gira y a la altura de la rodilla es un bollo inmanejable. Marga se la saca con fuerza, casi se la arranca, la arruga y la tira a un rincón. Después, la busca, la desenrolla y la mira un rato largo, colgando de sus manos. Como las piernas de un ahorcado, piensa. ¿Qué diferencia hay en que llueva o no llueva? ¿O Alicia, donde sea que esté, se dará cuenta si llueve o no, si es verano o si es invierno? Quién sabe cuál va a ser la noche. ¿Y si es justo esta la noche en que alguna de las pibas de la parada, una nueva, recién llegada de algún otro lado, de Tucumán o de Costa Rica o de San Fernando, reconozca la foto de su hija? Se sienta con cuidado en la cama para no despertar a su nieta que duerme atravesada, con un poco de fiebre. Marga se da vuelta, la mira. A pesar de la suavidad de los movimientos, la nena se sobresalta, ronca una vez o dos porque tiene la nariz tapada y gira sobre el colchón, dándole la espalda. Vuelve a poner el pie en la embocadura de la media a tirar despacio, para arriba. Lo mejor para una noche como la de hoy, piensa, es ir por Balvanera o

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por San Cristóbal. Constitución también puede ser. Cualquier cosa, si se larga el chaparrón con todo, se mete debajo de la autopista. La lluvia da para charlar con las otras porque los clientes vienen menos, pero ellas igual se quedan, a cuidar la parada. Se inclina un poco hacia adelante y mete otro pie en la media, después la va subiendo otra vez. Así, inclinada, el pecho contra las rodillas, gira la cabeza y mira a su nieta dormir: suda, tiene el pelo pegado a la cara. La boca abierta, los labios un poco paspados. Se levanta con cuidado y termina de subir las medias hasta la cintura. La nena no se parece en nada a la madre, dice siempre Marga. Es la cara del padre. Completamente la cara del padre. No es que tenga cara de hombre. No. Pero mejor, así no se le confunden, a ella, la nena, con Alicia: no corre el riesgo de creer que la nieta pueda reemplazar a su hija. Así no se olvida, no se duerme, no se resigna. Acomoda bien la entrepierna de la media, la costura prolija en su lugar. Vuelve a mirar a la nena que es la cara del padre. Mejor, piensa. Que sea fea. Muy fea. Ella va a afearla. Cortarle el pelo. Hacerla gorda. Que nadie la mire. Después se arrepiente. La ve dormir y se arrepiente. Le corre el pelo y le mira la oreja. La hélice retorcida de la oreja, un poco rígida, el lóbulo cortón, sin perforar, igual que el de Alicia. Le pasa una mano, suave, por la cabeza, se acerca, la huele, se llena del perfume a frutillas, el perfume inocente del champú de frutillas, y le da un beso. Entonces la ve así, tan linda, con los labios rojos por la fiebre, y se arrepiente, se arrepiente, se arrepiente. Y le da miedo. Miedo de que sea linda como Alicia. Corre un poco la silla, se sienta frente a la mesa con espejo y enciende el velador. La luz tenue, amarillenta, dibuja un círculo sobre una foto protegida por

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un vidrio: Alicia. Tiene a la nena en brazos, para las fiestas de hace tres años. Un papá Noel de traje brillante y barba enrulada trata de darle un beso, pero la nena llora, y se abraza con fuerza al cuello de la madre. Alicia mira a la cámara, sonríe. Todavía tenía el pelo largo, todavía no se lo había cortado de un costado. Eso fue el invierno siguiente. Se recoge el pelo y lo aplasta dentro de la redecilla. Acerca la cara al espejo y se mira de frente. Se pasa una mano por las ojeras. Suspira. Se lleva el delineador a la boca, lo moja con un poco de saliva y dibuja en el ojo derecho una línea gruesa, definida, que prolonga un poco hacia arriba. La habitación vuelve a iluminarse por un relámpago: ahora el trueno es menos fuerte y caen las primeras gotas. Marga las ve resbalar por el vidrio y un remolino de hojas secas y rotas parece querer levantar vuelo en el balcón. Todos le preguntan lo mismo: ¿con esta lluvia? ¿Hoy también vas a salir? ¿No te da miedo dejar sola a la nena, que te pase algo, que no vuelvas? Pasa el delineador por el otro ojo y, de a poco, Marga va viendo en el espejo su transformación de cada noche en Wanda. No le da miedo dejarla sola. No. Ella no está sola. Tiene a su padre y a la otra abuela. Y también, un poco, la tiene a ella. Le da bronca que le digan que la nena está sola. Qué sola ni qué sola. Sola está Alicia allá afuera, en algún lado. Viva o muerta, pero sola. Y ella también está sola, en la otra punta de este laberinto. Sola. Las dos están solas, una en cada punta de este infierno, buscándose. Qué va a estar sola esta nena. Después se arrepiente. La escucha respirar fuerte con su resfrío. Y se siente culpable. Tan chiquita, primer grado. Sin madre. Porque madre no tiene. Sí tiene. Sí. Se llama Alicia. Alicia Barraza. Se sube el short de lentejuelas azul. Con el short de lentejuelas ya es por completo Wanda. Una Wanda a medio vestir, pero ya es Wanda. O al menos

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mucho más Wanda que Marga. No le teme a la lluvia ni a dejar a la nena sola. Solo le preocupa encontrar a Alicia. Y no puede. Cada noche sale a encontrarla y no lo logra. No es que no la quiera a la nena. Aunque se parezca al padre, aunque se parezca a Alicia: la quiere. Le tira los bracitos al cuello y le dice abuela. O Marga. Una vez le dijo mamá. Salían de la escuela, de un acto del 25 de mayo y la nena le dijo “mamá”. Y ella le dio un bife. Después se arrepintió. Pero ya estaba hecho. Sí. La quiere. Pero Alicia la llama cada día. De noche cuando duerme. Y de día le parece verla en cualquier lado: la de veces que casi se tiró del colectivo porque le pareció verla en alguna esquina, entrando, saliendo de cualquier parte, subiendo a un auto. Alicia la llama. No sabe desde dónde, pero la llama, le habla. Casi todo el tiempo tiene la seguridad de que su hija no está viva. Y eso la alegra. Y se siente terrible. Que esté muerta. Piensa que ojalá esté muerta. Porque muerta no pueden hacerle ya nada. Pero se arrepiente. Es posible que esté viva. Ahora se pone el top de lurex, rojo y dorado, ajustado como una faja, sobre el corpiño con relleno. Mira de reojo a la nena. Vigila que duerma. No le gustaría que la viera así: le daría vergüenza. Qué se le puede explicar a una criatura de seis años. La madre que no vuelve, que no está. Y ahora esto, la abuela vestida así, con esas medias, ese short de lentejuelas. Y el top de lurex, brillante. A veces sueña que Alicia está viva. Y que no está muy lejos de su casa. Otras veces, no. Sueña que está lejos, en Catamarca, en Paraguay. Pero viva. De una manera orgánica, viva. Porque no cree que su alma siga viva. Después de tanto, no. Pero quiere que esté viva. Con todas sus fuerzas reza para que esté viva. Quiere que esté viva. Quiere y no quiere. Afuera ahora llueve fuerte. Escucha el viento doblando los árboles, silban-

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do en las rendijas. Ella igual va a salir. Como cada noche, ella va a salir a buscarla. Desenrosca la máscara negra para pestañas y se pasa el cepillo por el ojo derecho. Un mal movimiento y se le mete en el ojo: le duele, lagrimea. Se le hace un manchón negro alrededor al frotarlo. Tiene que volver a empezar, se limpia el delineador y otra vez, la máscara. Una vez, dos, muchas, hasta dejarse una costra grumosa negra, compacta como un escudo. Ya casi está listo el uniforme de cada noche, el disfraz de Wanda. El nombre se lo puso Shyla, una travesti de Merlo. La vio llegar, así vestida, la primera noche y gritó: “¡Cuidado que ahí viene Wandergúman!” Wandergúman, gritaron todas, cagadas de risa, mirando de reojo a Shyla, obedeciendo a Shyla. Y de ahí le quedó Wanda. Con el disfraz ese, con esa armadura, ella sale cada noche, desde hace dieciocho meses, a patear la calle, a chamuyar clientes, a sobornar canas, lo que haga falta, hasta encontrar a su hija. A meterse en todos, en cada uno de los tugurios, no dejar ni uno sin revisar, ni uno solo, porque Alicia en alguno tiene que estar. Y la va a encontrar. A Alicia y a los hijos de puta que la tienen, la Yoli y el Sairi. Se pasa varias capas de máscara por las pestañas del otro ojo. Ahora sí parece que tuviera los ojos abiertos. Sin esa raya, los ojos son como carne muerta. Casi no miran. Casi no ven. Esos ojos huelen. Huelen cualquier señal de Alicia. De la Yoli, del Sairi. Huelen los rastros, las señales, siempre entre piedras, entre escombros, trapos sucios, colchones. Siempre de atrás. Pisándole los talones, siempre tarde. Cuando ya se fueron todos, los clientes, las Alicias y solo quedan trapos sucios, colchones hediondos, botellas rotas. Ya se fueron todos, las Alicias y las yolis, los sairis y todos los reverendos hijos de puta. Los hijos de puta se vienen dando cuenta. Aunque la mayoría son mujeres, los poronga, como el Sairi, no se ensucian. El laburo sucio lo hacen minas, como la Yoli.

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No la quiere ver muerta a la Yoli. No. Lo que quiere es que le agarre un cáncer. Un cáncer lento. Que la mate de a poco. Que la queme por dentro. Que duela. Pero antes que le diga dónde la tiene a Alicia. Viva. O muerta. La lluvia golpea los vidrios. Una ráfaga abre con fuerza la ventana, el marco golpea el velador, lo tira al piso, las cortinas se agitan, se retuercen, se empapan. Wanda se apura a cerrar antes de que se despierte la nena; el aire es helado, los árboles se sacuden con violencia, los flecos de los toldos hacen ruido a chicotazos, el farol se balancea en la bocacalle, hasta que el foco explota. La calle queda a oscuras. Wanda se apura a cerrar la ventana y ve, a la luz de los relámpagos, el auto azul estacionado otra vez en la esquina. Le parece ver la sombra de dos personas adentro, pero no puede estar segura. Vuelve a la mesa. Seca unas gotas sobre el vidrio que protege la foto de Alicia. Ahora se acomoda la peluca negra con esos rulos de muñeca sobre su cara de vieja. Cuanto peor le quede, mejor. Así no la levanta nadie. Las noches en que no la levanta nadie, ella trabaja tranquila. Puede acercarse a las chicas y, si da, cruzar alguna palabra. Las chicas a veces le hablan; a veces, no. Casi siempre no. Ella se les acerca, les da charla y saca de su cinturón una foto de Alicia, dos, tres. Y plata. La plata que, a veces, ablanda las lenguas. Pero, en general, las pibas no hablan. Wanda les ve el miedo en el fondo de esos ojos pintarrajeados como máscaras. Hacen que se ríen, como si ella les hubiera contado un chiste, miran para todos lados con disimulo, y se alejan unos pasos. No sabe si le dan pena o no. Toda la pena es para Alicia. No tiene lugar para más pena. No es verdad. Quince chicas lleva liberadas en estos dieciocho meses. Cuidate, le dice la vecina cada noche que ella sale.

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Destapa el lápiz de labios, lo hace girar y la barra colorada asoma del cartucho como un glande. Con mucho cuidado va dibujando el contorno del labio con esa masa grasosa que con el correr de las horas se derrite, le pinta los dientes, se le mete en la boca, le llega hasta la garganta, le envaselina la lengua. No le da asco. Antes sí. Tampoco le da asco la de pijas que tiene que chupar, la de semen que tiene que escupir o tragar, para justificar, cada tanto, la presencia en la parada. Al principio, sí. Vomitó la primera vez. Tal vez haya sido un reflejo, al tocar la campanilla. Pero no. Sabe que no. Que fue el horror de pensarla a Alicia, en ese mismo momento, en esa misma posición, arrodillada sobre un tipo, quién sabe dónde, quien sabe cómo, tal vez drogada, encadenada a una cama, cagada a palos y la pija entrando, saliendo en su boca, el semen saltándole, tocándole la campanilla, igual que a ella, en ese preciso instante, disparado a su cuerpo, y después, otro, y otro más, ¿Cuántos en un día? ¿Ocho? ¿Quince? ¿Cuántos? De imaginarla a Alicia en la misma posición que ella. Pensó en eso y vomitó. Se levantó, se dio vuelta y vomitó. ¿Dónde? Sobre todo dónde. Piensa en eso y la náusea la vuelve a invadir. Se lleva una mano a la boca, contiene el espasmo. Agarra una de las botas rojas. Se la pone en el pie izquierdo. Tantas pistas, todas falsas. Falsas para Alicia pero no para las otras. Piensa en las quince chicas que logró liberar, todas menores. Diez detenidos en la causa Alicia Barraza, todos perejiles y un cabo. Pero la Yoli y el Saira se le escapan. Y, más que todos, el Poronga Mayor, que trabaja para las fuerzas. Se pone la otra bota. Por esas botas, Shyla le dice Wandergúman. Las botas

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rojas, altas hasta la rodilla. Donde lleva la plata que ablanda las lenguas y para el poronga, para que la deje laburar. Abre el cajón de la mesa de luz. Saca una foto donde se ve a Alicia embarazada, otra en la que se la ve con el pelo corto de un lado, de ese año que se le dio por hacerse la rolinga, y otra en la que está con la nena y el papá Noel, las guarda en el cinturón dorado. Se acerca a la cabecera de la cama. Mira un rato largo a la nena dormir. Acerca una mano y le acaricia el pelo: “ángel de la guarda”, murmura, pero se interrumpe: la nena suspira y se da vuelta con un quejido. Wanda retira la mano, se mira por última vez al espejo, apaga el velador, agarra las llaves y cierra la puerta con cuidado. Afuera, la noche está fría; la lluvia le corre por la cara. Wanda se agarra con una mano la peluca, que se le vuela con el viento. Para el lado del río, los rayos cortan el cielo como navajas. Ahí está, nomás, el auto azul parado en la esquina. Wanda camina por la vereda con pasos largos, mete las botas en los charcos, en los pozos. Alguien al pasar le chifla, la gente en los autos le toca bocina. Ella se acomoda el cinturón dorado, mete la mano, toca las fotos de Alicia y sigue caminando.

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buenos aires (1962). Es docente y coordinador de talleres literarios de lectura y de escritura creativa.

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La revolución es un sueño eterno. andrés rivera

¿Cómo hacer para ganarle al viento?, se pregunta por segunda vez, turbado hasta la obsesión, el negro Cirilo, mientras golpea con los talones los flancos del animal que ya casi no resiste en su lucha por atravesar el centro del vendaval que azotó durante ocho largos días el sur de Buenos Aires; el mismo que lo separa de la Ensenada en donde, muy probablemente, un barco espera mejores condiciones para poder deslizarse por las barrosas aguas hasta ganar el mar abierto. A pesar de los malos augurios que lee tras cada tropiezo en su derrotero y en cada uno de sus sueños premonitorios, el negro Cirilo no abandona la esperanza de llegar a tiempo. Esta renovada fe la fundamenta en el mismísimo temporal que lo rodea por completo y que demoró la salida de toda embarcación por más de una semana, según le confirmó el samaritano gaucho que lo socorrió al costado del camino. Quizás..., piensa; quiere creer. Aunque le resulta difícil obviar sus sueños. Acaso porque siempre se cumplen. Su cara, tumefacta luego de la rodada, es un ejemplo de ello: días antes, él se había soñado con el rostro bañado en sangre. La caída en la que salvó la vida providencialmente lo mantuvo inconsciente por dos días, ya le había hecho perder demasiado tiempo. “¡ARRE!” A su alrededor todo es viento y diluvio girando. Pega su untuoso cuerpo al del caballo, igualmente empapados de sudor y de lluvia, lo aprieta entre sus

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piernas y vuelve a sujetarse de las crines por miedo a resbalarse y caer otra vez. Mira hacia la izquierda y, entre tanta agua que lo ciñe, logra distinguir, a lo lejos, la mancha plomiza en que se ha convertido el Río de la Plata, notablemente crecido. Y pensar que él lo había visto —primero en sueños y luego con sus propios ojos— seco, ausente, retirado por más de una legua... En aquella oportunidad había soñado que, así como pocos años atrás milicias y vecinos habían participado conjuntamente en la Defensa y la Reconquista de la ciudad, ahora todos tomaban parte nuevamente en el asalto a la fragata española Mercurio, que en aquellos primeros meses de la Revolución se encontraba bloqueando el Puerto de Buenos Aires: pero no lo hacían con botes y remos, con barcos o a nado; no. Lo hacían caminando por sobre el lecho del río, bajando apenas la barranca. Recuerda el negro Cirilo, y hace una mueca de sonrisa en medio de este infierno de agua y viento y calor; recuerda y se sonríe cuando, en medio de esa nada de campo mojado, la cara de su amigo don Mariano aparece riéndose de aquella ocurrencia onírica y le dice que esa noche no lo acompañe a la tertulia en casa de Castelli; que, mejor, descanse. Y ahora, el negro Cirilo larga una risotada enorme, acostado como va, sobre el caballo, al rememorar la cara que le puso luego, a las pocas semanas, cuando aquel pampero que devino en huracán comenzó a soplar y empujó el río a más de una legua, haciendo encallar a la Mercurio. “Eres el mismísimo Mandinga”, le dijo don Mariano en ese julio del año de la Revolución, antes de romper en carcajadas y palmearlo varias veces en el hombro, con ese mismo cariño de siempre, desde cuando eran niños —la parte del sueño que no se cumplió fue la del ataque a la fragata, por decisión del indeciso presidente de la Junta—. La madre del negro Cirilo había llegado a la casa del recién nacido Mariano con dos invisibles meses de embarazo para ayudar a la joven madre primeriza en las tareas domésticas. Debió hacerlo por trece veces más. La cercanía dada por las edades y por la vida en común cimentó en ellos una fraterna amistad, solo interrumpida en los años que Mariano pasó en

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Chuquisaca, aunque periódicamente recibía alguna carta a su nombre, que podía leer gracias a que su amigo le había enseñado a hacerlo y a la que podía contestar, ya que también en la tarea de escribir lo había aleccionado. “La Revolución no es otra cosa que el movimiento de los criollos a ser protagonistas de su tiempo y de sus ideas, Cirilo. Y la educación popular es el medio por excelencia para poder llegar a difundir esas nuevas ideas”, recuerda el negro que le decía. Por eso es que tiene que llegar a tiempo, antes que el viento. No vaya a ser que sus sueños y algún rumor que había llegado a sus oídos fueran a resultar ciertos. Cuatro días antes de que don Mariano —como él lo llama desde su regreso del Alto Perú, casado y graduado en leyes— embarcara en el “Milestoe” rumbo al Puerto de la Ensenada, Cirilo había soñado que las próximas serían las últimas jornadas en que se verían con su amigo. Cuando se lo dijo a don Mariano lo hizo como si fuera una sensación que tenía, un presentimiento; pero el doctor le preguntó si lo había soñado. Cirilo, como única respuesta, dejó caer su cabeza sobre el pecho. Entonces, don Mariano le confesó también sus temores. “No sé qué cosa funesta se anuncia en mi viaje”, dijo con una seguridad tal que le despertó asombro y le sumó inquietud. Por eso, en la agobiante y nubosa mañana del 24 de enero, nueve días atrás, erguido sobre el muelle de piedra y viendo alejarse la nave con rumbo sur, cuando escuchó el chillido de un cuervo romper el silencio de aquel momento y lo vio interponerse entre él y el barco y atravesar por el medio de aquel cuadro gris de río y viento, como rasgándolo, no pudo evitar que un frío helado le recorriera cada uno de sus huesos. Después fue que vinieron otros sueños que sobrevinieron en pesadillas, con venenos manipulados por pusilánimes, hostiles conspiraciones y erráticas conversaciones sobre la conveniencia de ciertas muertes. El negro Cirilo sabe tan bien como don Mariano que, si hay algo que abunda

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cuando se llega a los talones del poder, son dos cosas: los amigos y los enemigos, en cantidades iguales. Y, en ocasiones, hasta subyacen con una misma máscara. Dentro y fuera del gobierno la imagen de don Mariano siempre gozó de muchísimo prestigio debido a su alta capacidad e innato talento, y esas virtudes —se sabe— suelen provocar recelos. Por otra parte, no escapa a juicio de nadie que don Mariano se opuso desde un primer momento a la conformación del nuevo gobierno. Muchos son quienes dicen que el enviarlo a Londres en misión diplomática fue una estudiada argucia de algunos miembros de la Junta Grande para alejarlo por un buen tiempo de Buenos Aires. Otro foco de hostilidad, preocupante ante la posibilidad de atentados, el manifestado por parte de Montevideo en su declaración de guerra, tras la negativa unánime de la Junta, la Audiencia y el Cabildo a reconocer a Francisco de Elío como nuevo virrey, nombrado por el Consejo de Regencia, que conlleva la implícita desconsideración del propio Consejo. Y por cierto que hay quienes no duermen desde que escucharon a don Mariano prometer publicar un manifiesto no bien llegara a Inglaterra. “...Acerca de mi conducta pública en toda mi carrera política y, particularmente, de mis motivos en la transición que produjo los últimos disgustos”, se le oyó decir. Cirilo cree que, tal vez, la Revolución no sea más que una sucesión de malos presagios. El calor abrasador que hostigó en sofocones a la gran aldea los días siguientes a la partida de don Mariano, contribuyó a alterar el buen dormir y, por consiguiente, a alborotar los sueños, interrumpidos por el fastidioso malestar del calor inalterable y constante, haciéndolos más variados. En uno de ellos estaba Cirilo cuando lo despertaron: de la borda de un barco en movimiento, un féretro de madera caía desde unas seis varas de altura, al mar. La sirvienta de una casa vecina irrumpió en el cuarto del negro para hacerle llegar a sus oídos el rumor que había escuchado en casa de sus amos.

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Un trueno resonó a lo lejos. Ya era tarde. “¿Cómo hacer para ganarle al viento?”, se preguntó, por primera vez, el negro Cirilo. Comenzó a llover. Y no paró. El agua del cielo lavó las angostas veredas y la cal de todas las paredes de cada casa, embebió calles por días enteros y profundizó pozos en los que varias veces se han visto hasta caballos ahogados. La ciudad entera parecía un pantano. Desde la rada, Buenos Aires no era más que una visión desconsoladora. A pesar de las copiosas lluvias los lecheros armaron sus tambos bajo toldos improvisados con palos y cueros, como cada verano, en el bajo, a la vera del río crecido, entre resaca y cascajo, casas pobres y basuras, arena y pestilentes peces muertos. Allí fue que Cirilo escuchó a un tambero decir que el mal tiempo había provocado desmanes más al sur y que hacía varios días que no salía ningún barco desde la Ensenada. El hombre no sabía con exactitud cuánto hacía de esto, pero el negro Cirilo, lejos de lamentarse por el tiempo perdido, corrió entre resbalones, como pudo, pensando en que quizás aún podría llegar, rodeando el fuerte, cruzando la plaza, dejando atrás la recova, a los tumbos, internándose en el barrio de casas al fondo de la Iglesia de la Merced. Al rato, con un caballo tomado en préstamo sin demasiados preámbulos, saltó a la playa para iniciar una carrera de pocas horas a máximo galope, que se tornó en una fragmentada odisea que ya lleva dos días, una rodada, un considerable tiempo de desmayo y dos corceles. Y aquí va; lo más rápido posible. Ahora escampa. Sigue el calor. Sigue el viento. Aparentemente la tormenta ha quedado atrás. Ahora debiera apresurarse más, pero sabe que es imposible, el animal sigue dándolo todo y ya no puede más. Varias leguas más adelante ya divisa lo que pudiera ser la ensenada. Cada galope es una apuesta a la esperanza. Pero, tal vez, como todo ocurre como debiera y no como el negro Cirilo quisiera, ya bastante antes de llegar al borde del río, puede ver el barco de su

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enfebrecido sueño con la leyenda “Fame” pintada de blanco en la popa y las velas henchidas, como de orgullo, lejos y alejándose más, todavía. Detiene el caballo y se apea. Se deja caer de bruces y un llanto lento y profundo, como pensado, le brota de las entrañas al evocar a su amigo, don Mariano Moreno, prisionero de los malos augurios. “¿Cómo hacer para ganarle al viento?”, se pregunta por última vez, el pobre negro, sabiendo ahora que jamás encontrará la justa respuesta.

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sáenz peña, chaco (1971). Es arquitecto y docente. La participación en el Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben” es su primera experiencia como escritor profesional.

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Con las palomas, Juan “Palomo” tenía un raro metejón: las adoraba en escabeche, con mucho ajo, perfume de albahaca y un chorrito de vino blanco; pero también saboreaba ver sus piruetas y sus atolondrados aterrizajes en el patio de tierra, para picotear las sobras de comida. Paladeaba esos instantes en que se quedaban suspendidas en el aire, con el sol de la siesta plateándoles las plumas, tanto como el momento en que el escopetazo les destrozaba sus cuerpitos lívidos por encima del sorgo maduro. —Hola, Aldito… ¿Qué querés saber del babo? —. La voz de mi tío Chuchi en el teléfono se iba aflautando; el nudo en la garganta se le cerraba truncando las palabras. Jamás lo había oído emocionado, el Chuchi no se tomaba nada en serio. —Mis recuerdos del Babo son intensos, pero no dejan de ser fragmentos… Uno de estos días me invitás a cenar y me contás todo, ¿te parece? —le propuse. Qué se yo, por ahí soy un tanto impresionable y magnifico las cosas y las emperifollo un poco, pero de algo estoy seguro: Juan “Palomo”, el babo, no fue un tipo cualquiera. Por ahí el Chuchi exageró un cacho en algunos detalles, pero no iba a andar exigiéndole rigor científico cuando me estaba hablando de su viejo. Juan “Palomo” tenía un sueño que iba y venía con empecinada recurrencia. En esas noches en que la nostalgia lo adormecía con una lágrima arrinconada en la comisura de los párpados, soñaba con su padre corriendo a campo traviesa; veía a su rebaño alzar las cabezas y oler el miedo en el aire. Soñaba a Stana, su madre, de rodillas junto a él, que no tendría más que año y medio, y a su hermana María; la veía apretándolos contra su cuerpo desvalido, zamarreándolos entre sus huesos convulsionados por la desdicha inevitable. Soñaba a un joven húngaro,

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rubio, de ojos azules y postura marcial, impecable en su uniforme gris. Con la chacra en silencio, con toda La Montenegrina en silencio, oía el sollozo lejano de su madre, suplicando sin esperanzas la misericordia que jamás conocería. Soñaba a su padre cayendo desparramado, arrastrándose sobre la hierba mutilada, manoteando el viento en busca de una mano que lo ayudara a levantarse. Veía al joven oficial húngaro detener a sus soldados con un gesto, fijar su mirada inexpresiva en la presa que trastabillaba de nuevo. En el sopor de esas noches, Juan “Palomo” sentía la respiración entrecortada de Elías, su padre. Veía el ojo izquierdo del húngaro cerrarse con un gracioso movimiento de pestañas, el derecho abrirse enorme y azul; veía aquel brazo que se extendía en todo su largo, que sostenía con firmeza la Luger, que le apuntaba con infinita paciencia y deleite. En silencio, los dormitorios de la casa; la Kika, en silencio, dormida en su mitad de la cama. A esa altura del sueño, Juan “Palomo” ya estaba despierto, con la cara desfigurada por el esfuerzo inútil de arrancar la tristeza de su alma de posguerra. ¿A quién le importa si no es estrictamente cierta cada cosa que diga o si el viento que desvaneció sus esperanzas es el mero producto de mi imaginación? Al fin y al cabo, no asumí ninguna obligación con la historia de la humanidad; solo me propuse acordarme del babo, que lo tenía medio olvidado. Usted puede creer o no lo que le cuento, pero le juro que estoy seguro de que fue así, tal cual: esa imagen de Juan “Palomo”, orejeando las cartas de truco; a sus espaldas, el retrato de Perón de a caballo; sus ojos, que siguen mirándome; su sonrisa y su voz atronadora. —Nene, cuando sea grande, no sea gorila, un gorila es ¡flooooor de alcahuete! —. A través de esos ojos, puedo verle los dientes a la vida hostil que le tocó vivir. En Velje Me solo había pastores; una maestra, un cura ortodoxo y un médico borrachín llegaron luego de Cetinje. Cada cual hacía su queso de cabra y su licor; todos remendaban sus pantalones y abrían en la tierra pedregosa una sepultura para sus padres. Había un bar, propiedad de un ruso desertor del ejército del

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zar; ahí, tres italianas entradas en años, entretenían a los soldados que pasaban hacia el frente. En Velje Me, un poblado extremadamente pobre de Montenegro, los hombres llevaban al hombro sus escopetas de caza; se hundían en la espesura de los bosques cercanos en busca de ciervos y de liebres. Los jóvenes hacían silencio para oír a los ancianos repetir una y otra vez las ancestrales dolencias de la nación eslava. Jovan nació en Velje Me, un 23 de septiembre de 1916, cuando los huérfanos, muchos acribillados para entonces, se contaban por millones en Europa. Las patrullas austro-húngaras vagaban por los caminos como manojos de nervios, horrorizadas por las guerrillas invisibles que los acechaban. Las piedras salpicadas de sombras; las ramas deshojadas de los árboles como manos de un nigromante adivinándoles la mala suerte. A su alrededor, todo era presagio de muerte: los escotes de las muchachas eran emboscadas en las que tarde o temprano caerían. El arrogante invasor estaba ciego de miedo. Un bando imperial y real ordenaba a la población entregar toda arma que obrase en su poder, so pena de ser considerado un criminal enemigo de la corona, siendo castigado en el momento y lugar en que fuere hallado. Corría el año de 1918; en Velje Me solo había pastores desarmados, viendo cómo el humo salía de las gargantas de sus viejas escopetas, perpetrada la infamia de cazar con ellas a sus propios hermanos. Elías reconocía la suya en manos del oficial que merodeaba su casa y miraba con ganas a Stana. Estaba decidido a matarlo si se le ocurría acercarse a su mujer. Arrimaría la silla, escarbaría entre la paja del techo, bajaría el bulto de tela raída, desataría los cordones y contemplaría por última vez la espléndida beretta, que le regaló su padre y que había llegado a esconder antes del decomiso de armas; saldría decidido y le pegaría un tiro en la cabeza. No pudo ser: un vecino rastrero lo denunció por un puñado de kronen roñosos. Allanaron su isba, pusieron un cuchillo en el cuello del pequeño Jovan y Elías confesó. Lo sacaron a empujones; frente a Stana, horrorizada, le ordenaron

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correr a campo traviesa. Por encima del hombro de su madre, Jovan vio un desparramo de palomas asustadas huyendo del ruido seco del disparo. El olor de la carne calcinada sobrevivió al cese el fuego y la rendición incondicional. Una viuda, dos críos y un rebaño que ya no daba leche. Los machos se habían vuelto estériles por los sobresaltos causados por tanto bochinche; a las hembras se les había puesto amargo el carácter y la carne. Y un día, Stana no aguantó más y se mató. Jovan tenía nueve años y María un poco más; quedaron al cuidado del tío Djuro que sobrevivía a duras penas entre las ruinas de Velje Me. María iba a la escuela, mientras Jovan acompañaba a Djuro al campo yermo. —¿Adónde van todos? —, le preguntó a su tío. El pasto crecía en los corrales abandonados, en las habitaciones vacías de las isbas, crecía en los fogones fríos. —Van para la América. Mirko y Petra están allá. Dicen que llueve a la mañana y a la tarde el sol calienta el suelo y brotan plantas sin que nadie las siembre. El 29 de diciembre de 1928, en el puerto de Hamburgo, abordaron el transatlántico Cap Arcona, con proa hacia la Argentina. En Buenos Aires, las condiciones del Departamento de Migraciones eran más laxas que en Nueva York. Jovan, inscripto como Juan Kapetinich, llegó en enero del ‘29 a La Montenegrina, una colonia agrícola fundada en el corazón del Chaco por un puñado de exiliados, con la ilusión de reunir fuerzas para volver a la patria devastada. Orgullosos, los eslavos. Curtidos por la civilizadora prepotencia que los abrumó a lo largo de su sufrida historia. El temperamento de Juan maduró pronto; quizás en altamar, o mucho antes, cuando Stana degolló la última cabra, con el mismo cuchillo con que más tarde se abrió las venas. Las memorias de la guerra y el hambre, y el instinto de libertad, harían de él un chúcaro. Una cachetada del tío Petra y otra y otra; y los ojos de Juan húmedos de lágrimas, que se negaban a ser llanto, se clavaban en los de Petra, rojos de rabia. Tuvo la temprana noción de dignidad del hombre que no se compra ni se vende. Fue un peón errante, yendo de chacra en chacra, ordeñando vacas, echando maíz a las gallinas, sacando agua de los aljibes. De todas, sus tíos lo corrían por retobado.

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De golpe se convertía en un hombre alto, flaco, de hombros anchos. Le salían bigotes y los dientes se le ponían prematuramente amarillos por el cigarro. Fumaba tabaco “Defensa” y lo armaba en silencio. Tomaba el papel entre los dedos, acomodaba un puñadito de hebras y lo enrollaba con los pulgares. Pasaba la lengua sobre el borde y lo cerraba. Escupía alguna brizna negra de tabaco que le quedaba sobre los labios y encendía un fósforo. El reflejo del fuego en sus ojos era mucho más intenso que el fuego mismo; en sus ojos ardía Velje Me, ardía la Yugoslavia que aún no era. Pitaba una, dos veces; soplaba el humo negro, suspiraba: en su fuero más íntimo, celebraba el milagro de haber sobrevivido. Pero lo más asombroso era el tamaño que cobró su tórax henchido, como si contuviera todo el tiempo la respiración. Por eso comenzaron a llamarlo Juan “Palomo” y así sería por el resto de sus días. La jornada de trabajo era extenuante y el jornal, unos créditos tramposos escritos a pulso en papel vulgar. En el campo, los propietarios tenían moneda propia y una contabilidad inopinable. Los peones eran tratados sin la menor consideración. Juan “Palomo” sabía que no sería libre hasta no ser dueño de su propia tierra. Según el Chuchi, para 1936 había juntado la plata suficiente para comprar cincuenta hectáreas en Pampa Alsina. Sembró algodón por tres años; y volvió, masticando su orgullo, a empuñar el arado en tierra ajena, a ponerse en la fila de los peones para cobrar papelitos garabateados. Su fracaso estaba cantado: le faltaba mucho por aprender. Volvió a su chacra en el ‘41, cuanto su tío Antonio llegó para darle una mano con la siembra, y ahí se quedó para siempre. De pie, frente a los primeros brotes de su algodón, Juan “Palomo” se juramentó ser justo con los hombres que trabajasen a sus órdenes. La Kika era una gringuita de 16 años, hija de yugoslavos que huyeron de la guerra. Era 1943 y, por entonces, un grupo de oficiales del ejército volteaban a Ramón Castillo, en el ocaso de la Década Infame. Se casaron un año más tarde, al tiempo que en la Casa Rosada se decretaba el derecho al descanso dominical

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de los peones. A la espera de los hijos, Juan “Palomo” mandaba a agrandar la casa y a la Kika le parecía exagerado. Pasó la primera presidencia de Perón, el cáncer se había llevado a Evita y ellos seguían solos. Recordaba entonces al rebaño de su padre y lo angustiaba la idea de que también a él lo hubiera traumado tanto el batifondo de la guerra, al punto de haberlo dejado estéril. El Chuchi nació el 23 de junio de 1953 y, años más tarde, sus hermanas. —¡¿Cómo que dos pesos?! ¿Quién puede pagar dos pesos por estas alpargatas de mierda? —. De pronto, a la mañana llovía y a la tarde el sol calentaba el suelo y brotaban plantas sin que nadie las sembrara. El peronismo era una ilusión que Juan “Palomo” se tomó muy a pecho. —¿Qué pasa, compañeros? ¿Vamos a seguir regalándoles nuestra producción a estos chupasangres? —. Con los galpones llenos de algodón, los pobres minifundistas estaban en manos de unos malandras que se hacían llamar acopiadores. No tenía caso empacarse, cada vez que porfiaban con ellos, les bajaban más el precio. —No, compañeros, el punto es que en el puerto pagan diez veces ese precio. Yo prefiero quemar hasta el último capullo antes que seguir bajándome los pantalones. Juan “Palomo” enterró su escopeta en septiembre del 55; no iba a permitir que los milicos la usaran para fusilar peronistas. Pasó los siguientes dieciocho años desafiando al odio gorila, recordando a viva voz los días felices: hablaba de Evita y la voz le temblaba. Pasó los siguientes dieciocho años rumiando bronca y preguntándose por qué Perón se entregó tan fácilmente. Pasó los siguientes dieciocho años subido al tractor tirando del arado, inculcando a sus hijos el valor de la libertad y el respeto al ser humano, apretando la mano de la Kika cada vez que se despertaba con un desparramo de palomas y el eco de un tiro resonando en las montañas de Velje Me. Esperó dieciocho años para verlo volver y pensaba que: “Para esto, mejor

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no hubiera vuelto, mi coronel”. Se escucharon unos bocinazos que venían de la tranquera. Unos tipos con traza de cosecheros bajaron del Jeep. —Buenas. Buscamos a Juan Kapetinich. El peón negó con la cabeza, no conocía a nadie llamado de esa forma. Señalaron a lo lejos el tractor levantando polvareda. —Aaaaaah, no, ese es Juan “Palomo”. Las humillaciones ya eran intolerables, ni el gobierno popular se ponía de su lado. Los estaban echando de sus tierras. Juan “Palomo” desenterró su escopeta para unirse a las Ligas; estaba harto de justificar traiciones en nombre de los “días felices”. En La Montenegrina Juan “Palomo” era un patriarca. Las razzias de la Triple A evitaban el camino a su chacra y se quedaban con ganas de seguir pegando cuando él llegaba a la comisaría a reclamar la libertad de campesinos presos. Iba en su calidad de dirigente de la Federación Agraria, o de la Cooperativa, o del Consorcio Caminero; iba como fundador de la Sociedad Yugoslava. No importaba cómo pero, si era necesario, sacaba pecho e iba. Si pudiera borrar y volver a empezar, seguramente no cometería de nuevo la misma injusticia. Si esta noche volviera a cenar con el Chuchi, le preguntaría cómo era la Kika, cómo sobrellevaba el peso de ser la esposa de Juan “Palomo” y por qué hizo lo que hizo. Llegó para el atardecer. Ese día se lo habían hecho difícil; encanaron al hijo de un compañero que era estudiante de abogacía. La chacra estaba en calma, estremecedoramente en calma. Ni siquiera volaron las palomas al cerrar la puerta de la camioneta. Las ventanas de la casa estaban abiertas y era la hora de los mosquitos. Podía distinguir en la oscuridad a la Kika sobre la cama, el vaso sobre la mesita de luz. Fue derrumbándose de a poco; agarró el vaso y, más asustado que nunca, lo acercó a su nariz. —¡Ay, dios mío! —. El parathión era un veneno que usaban para curar a las

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plantas de una oruga. Juan “Palomo” comenzó a morirse ahí, arrodillado en la oscuridad, llorando con la voz ahogada. La dictadura terminó. La democracia volvió con la derrota del peronismo. A Juan “Palomo” ya todo le daba igual. ¿Habrá adivinado lo que harían del peronismo en los años por venir? Solo los nietos y las palomas podían producir altibajos en su estado de desánimo. Las palomas también tenían con él un berretín inexplicable. La tarde que el Chuchi abrió el portón del galpón de par en par para sacar el tractor, caminó en la penumbra, achinó los ojos y se quedó ahí, estupefacto, frente a la lánguida humanidad de Juan “Palomo” que se hamacaba levemente haciendo rechinar la viga de madera... Ahí estaban las palomas, dormidas sobre sus hombros anchos, sobre su ilustre cabeza ladeada y su pelo enmarañado como un nido, cagando insolentes sobre su saco de lanilla negra.

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san juan (1966). Es Ingeniero Civil y Profesor en Ingeniería. Se desempeña como docente. Obtuvo numerosos premios y distinciones a nivel provincial y nacional. Ha publicado los libros de cuentos La ira de los oficios, El amor en esas formas tempranas y la novela Viaje a La Resurrección.

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Con esos ojos, que ya no eran ojos porque eran como pasas de uva, con esos ojos pintaba las mañanas y me pintaba a mí. Con esos ojos secos. Es increíble que ese hombre haya sido el Capitán Escarlata, hasta me cuesta decirlo: Capitán Escarlata, Capitaáan Essscarlata. Esto es lo que quedaba del Gran Capitán. Me acuerdo cuando armábamos el show, entonces todo parecía divertido, la música, el disfraz, el público gritando… Pero había que verlo después, había que lavar el traje desteñido, frotar los puños y el cuello contra la tabla, había que saber planchar y doblar la capa en dos y en cuatro triángulos perfectos, pero sobre todo, había que rogar que el agua se llevara todo el maquillaje porque cuando el Capitán Escarlata se iba por el desagüe quedaba un hombre huesudo y con unos ojos de verde tristeza. Y decían que había que ayudarlo, que estaba enfermo, a mí me lo decían, pero es porque no sabían o porque no querían saber. Todos se iban a dormir y se llevaban los pedacitos dulces del capitán de la tarde, se repartían sus hazañas y a mí me dejaban a un Julio Sánchez amargo y mojado. Yo hubiera querido verlos viajar por esos caminos y aferrarse un ratito a esos pueblos para no caerse. Había que armar el escenario y vender las entradas a unas manitos cuarteadas por el sol o a un montón de arrugas y canas despeinadas por los nietos y esperar que saliera el Capitán por una esquina a los saltos, sonriendo, y mirar sus dientes amplios, sus manos, mirar cómo se movían, cómo dibujaban aventuras, cómo se agitaban en el aire, cómo inventaban. Hasta había que aplaudir porque sabía que me estaba mirando. Y así un año y otro y otro. Había tantos pueblos y un solo Capitán, una sola capa, una sola. Algo de bueno tenía ese dejarse arrastrar, era cómodo, así lo decía él, así lo

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veía a través de sus pupilas rodeadas de musgo que debían endulzarlo todo o casi todo. Julio siempre había tenido planes, itinerarios, programas de gastos, horarios, creo que en realidad yo no me había enamorado de él sino de sus planes. Podía quedarme tranquila, podía dejar Villa Albertina, saludar a mi madre desde la ventanilla de la casa rodante con una sonrisa exagerada para que ella la leyera y la guardara en el bolsillo del delantal. Mi madre nunca se explicaba por qué quería irme, por mucho que interrogara la borra del café. Es que esas son cosas que ni el café puede entender. Ya en la ruta comprobé, reconozco que disfrutándolo, que Julio observaba su agenda antes de dar cada paso y me miraba a mí antes de escribir en ella con tinta azul. Pero las ciudades nuevas en realidad eran como una parte más de la casa rodante; eran como habitaciones. Eso lo fui descubriendo de a poco. Mi madre no hubiera entendido que nunca logré salir del todo de ese vehículo desvencijado. Nadie lo hubiera entendido. Llegamos a Junín, a Vicuña Mackena, anduvimos por Venado Tuerto y Laboulaye. Las ciudades cada vez eran más parecidas, tenían una plaza principal, una iglesia, una comisaría y una casa rodante con un Capitán Escarlata pintado en la puerta y otro Capitán Escarlata adentro. Recuerdo que nos detuvimos en Villa de Soto. Me llamaron la atención sus árboles o sus niños. Era el lugar preciso para que Julio me escuchara. Y Julio se sentó en una piedra a escucharme, a escuchar lo que yo no podía decir. Era un pueblo demasiado chico, que no tenía suficientes ojos para alimentar al Capitán, de todas maneras nos quedamos en ese lugar. Así se fueron secando los días y el azúcar de sus manos se le fue asentando en el pelo. En poco tiempo no quedó suficiente Capitán Escarlata para repartir entre el público, apenas unas manchas rojas que, de rebeldes, me quemaban las manos. Mientras el Capitán moría, yo descorchaba el vino y plantaba geranios y

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malvones en la tierra negra. Por si no era tarde para intentar ser otra vez yo. Ya no recordaba bien cómo era. Quizá me había ido desmembrando, quizá cada pueblo se había quedado con un pedazo de mi alma. Las casas rodantes nunca dejan de ser casas rodantes, aunque uno plante malvones y geranios entre sus ruedas. Poco después supe que Julio me había seguido estafando, que el simulacro de arraigo también figuraba desde hacía tiempo en alguna agenda no escrita con tinta azul ni con palabras porque su misión de repartir felicidad era superior y estaba muy por encima de mi tristeza o la suya. Al comenzar a moverse otra vez aquel vehículo colmado de dolores escuché una cantidad de crujidos que nunca llegué a distinguir si pertenecían a sus amortiguadores o a mis huesos. Pero el pueblo de Almafuerte fue la última parada. Allí encendimos una gran hoguera y lo obligué a quemar el traje del Capitán, los dos telones, las bambalinas, el escenario, la capa, los dos pares de botas, la máscara y todo lo que estaba escrito en el inventario que también ardió. Ni siquiera me importó si eso también estaba en sus planes porque sólo podía estar en la furia de los míos. Entonces, con esos ojos tan arrugados como pasas de uva, Julio me pidió que subiera a la casa rodante y que quitara el freno de mano. Vi cómo el armatoste se iba alejando despacio y zigzagueante contra el cielo mientras yo me quedaba buscándome, inútilmente, preguntándome si aún sobrevivía algo de mí en las profundidades de mi ser. Cuando nuestro hogar cayó por el precipicio, ni siquiera estalló, se deshizo como una nube que se desintegra en el viento, ahí me di cuenta con terror de que yo misma había desaparecido, de cómo mis años se habían evaporado en el humo de su caño de escape y en el abismo de aquel silencioso barranco.

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san fernando del valle de catamarca (1978). Es profesora en Letras de la Universidad Nacional de Catamarca y especialista en Ciencias Humanas, menci贸n Lectura, escritura y educaci贸n otorgada por F.L.A.C.S.O. Ejerce como docente en Nivel Medio y Terciario. Actualmente trabaja en talleres de escritura para ni帽os.

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I Sus manos eran demasiado fuertes para ser las de una dama. Manipulaba armas con la misma destreza que bordaba. Esa noche eligió cuidadosamente una pistola y un rifle como si eligiera un fino vestido. Su voz de mando retumbaba como eco en las paredes de la capilla organizando la revuelta que cambiaría el rumbo de la historia de la provincia de Catamarca. El alma se le escapaba del pecho por hacer justicia. Había bajado la cuesta entre cóndores y quebradas con el objetivo de hacerse escuchar en nombre del pueblo. El día había llegado. Sacaría del poder a ese tartufo político y restablecería el orden como Dios manda. Ella, incomparable, soberbia, siempre ella. Ella que desde joven fue la única mujer que me arrancó un suspiro. La primera vez que la vi fue en la cima de las sierras de Ancasti. Había ido con mi familia, no recuerdo el motivo. El caso es que me la crucé por uno de esos caminos inhóspitos como quien se cruza con la fatalidad. Cabalgaba como una amazona con su melena azabache, resplandor de luna en el rostro y sus pechos rebeldes al son del galope. Pregunté quién era y me contestaron que era la Eulalia, la hija de Ares, un potentado de la zona, que ni se me ocurriera hablarle y que jamás iba a ser correspondido. Efectivamente, ella nunca se percató de mi existencia. La vi alejarse por la cuesta del Portezuelo, ensombreciendo con su belleza un verde paisaje de ensueño. Yo vendía santitos en un negocio que heredé de mi papá cerca de la plaza principal. Una vez a la semana, Eulalia bajaba a la ciudad vestida de primavera. Yo la esperaba. Sabía a qué hora vendría en su carreta y sabía en qué ángulo

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pararme para verla pasar. Un día entró en mi negocio. Su perfume de azahar circundaba todo a su alrededor y me erizaba la piel. La escuchaba hablar con ese tono de mujer sin miedo, me estremecí tanto que me sudaron las manos. Compró una imagen de la Virgen del Carmen. Era tanto mi nerviosismo que me limité a hablar escuetamente de lo referido a su compra. Estuve tan cerca de ella… Sentí que la oportunidad de hablarle se había esfumado… Hasta ahora. Soñaba hacerla mi esposa e inundarla de besos cada mañana. Pero el tiempo pasó y nuestros caminos eran evidentemente paralelos. Ella se casó y tuvo muchos hijos. Contrajo nupcias con un tal oficial Vildoza. Yo también me casé, pero prefiero no referirme al tema. Seguir los pasos de mi Eulalia era mi manera de soñar. Mientras tanto, ella soñaba con el bastión liberal de su marido unitario. Mi amada creció como una distinguida mujerona patricia, más fuerte que un roble. Los años pasaron, pero el correr del tiempo la llenaba de vida. Merced a su conducta solidaria de vocación se había ganado el respeto de otras familias tradicionales. Se involucró activamente en las cuestiones de la guerra civil. Asistía a las tropas que encabezaba su esposo. En cambio yo, alfeñique de mostrador, ni siquiera había podido infundir respeto. En todos lados me conocían como El Pollerudo, título que me gané por ser obediente a mi mujer y nunca levantar la voz más que un canario. Pero las cosas cambiaron cuando, el día menos pensado, Eulalia, mi Eulalia, me pidió ayuda. La felicidad me embargó y sentí por primera vez una esperanza a pesar de que habían pasado más de treinta años. Amarla con intensidad la trajo a mí. Debo admitir que saqué provecho de los abusos de nuestro adversario Moisés Omil, puesto que me permitió acercarme a quien siempre esperé. Este tirano usufructuó mediante el fraude y la demagogia la gobernación de Ramón Rosa Correa con sus triquiñuelas legislativas. El marido de Eulalia también fue vencido por el rufián. Entonces fue cuando ella decidió actuar y tomar las riendas. Últimamente la había visto disfrazada de vendedora de frutas espiando los movimientos del usurpador. Hasta que un día me sorprendió observándola y

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como en secreto me tomó del brazo y me dijo aparte: “Venga que quiero hablar con usted. Necesito que me dé una mano, debemos derrocar a este inmundo traidor que nos quita la paz y el orden. Estamos rodeados de cobardes gallos de corral, nadie se atreve a hacerles frente. Sé que puedo contar con usted”. Esta vez pude hablar y me di cuenta de que siempre supo de mí y mis miradas clandestinas, pero jamás había girado su cabeza para devolverme ni un parpadeo. Sin embargo, no pude negarme a prestarle ayuda. La cita fue en una iglesia junto con otras veintitrés mujeres adineradas de cuello estirado como pavo real. Me sentí inhibido por la mirada escrutadora de esas damas y aturdido por el murmullo de loros barranqueros. Habían invertido su dinero en fusiles y municiones. Pensé que mi nombre se estaba reivindicando. Mi fama de bonachón iba a terminar con la hazaña de ser el único que ayudaría a tantas mujeres y a mi Eulalia. Sin embargo, después se unieron otros hombres.

II El día llegó, el mismo punto de encuentro, las mismas protagonistas. La misma voz de trueno organizando estrategias. Un manto nocturno cubrió la ciudad y cerca de la medianoche las damas cambiaron faldas por pantalones y abanicos por armas. Oraron de rodillas a la Virgen del Valle y se encomendaron en su manto. Yo conseguí los caballos y era el vigía en la plaza principal. Me sentía lleno de vida y felicidad, aunque haya sido una pieza más de ajedrez para ganar el juego. Esa noche las comadronas estaban más belicosas y bulliciosas que nunca. “Amigas, es hora de hacer justicia. Yo me encargo del bicho rastrero de Omil”. Eulalia llena de furia y dirigiéndose al cabildo, apuntó a los guardias ensillada en su caballo negro, y secundada de un grupo de valientes señoras armadas, entró a buscar al usurpador:

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“¡Adelante!” Plantada en sus botas de cuero, rifle en mano, disparaba al aire llamando al déspota hasta llegar a su dormitorio: “¡Queda usted detenido en nombre de todas las leyes que ha violado!” En ese momento todo fue confusión y gritos. El malhechor se fugó pantalones en mano por los techos. Dicen que los frailes lo ayudaron y se escapó a Tucumán. Al fin y al cabo a Eulalia no le interesaba acabar con su vida: “La vida de Omill equivale a una cucaracha muerta”, decía la matrona. Apostado en lo alto de un viejo árbol de la plaza principal, yo la observaba orgulloso. Cuando hubo un poco de calma entré al cabildo a buscar a mi Eulalia. La encontré en soledad en uno de las salones. No me animé a hablarle, la espié detrás de la puerta labrada. Estaba vestida de dama nuevamente y con una sonrisa de satisfacción en los labios por haber cumplido su deber. Me di la vuelta y me despedí en silencio. Se hizo cargo diez horas como gobernadora de una provincia que había sido víctima del oprobio y los desmanes, para luego devolver el mando a quien le correspondía. Corrió la voz por un país machista que una dama con una turba de mujeres vehementes vestidas de hombres, habían hecho valer los derechos del pueblo y destituyeron a un dictador. Una tal Eulalia había sido la justiciera. Su nombre quedó solapado en la historia transformándose casi en leyenda. El rumor llegó a oídos del entonces presidente Bartolomé Mitre: “¿Una mujer gobernadora? ¿en Catamarca? Que una mujer esté frente al gobierno es tan creíble como que las vacas hablen”. Y se rió.

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la plata (1971). Es Licenciado en Realización Cinematográfica (UNLP). Se desempeña como docente universitario. En 2007 recibió el premio al mejor dramaturgo y mejor director por Shakespeare, la sombra en el laberinto del ciclo de teatro: “Evocando al Picadero: teatro de la resistencia” organizado por el Instituto Nacional del Teatro y la Asociación Argentina de Actores. Obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes en la categoría ensayo por el libro El Cine-Ensayo. Colaboró en las revistas Contratiempo, Todo es Historia, La cueva de Chauvet, Pichuco, Guregandik y El extranjero. Desde 2009 publica un blog: Contraplano71. Dirigió los films El Sur de Homero y La sombra en la ventana.

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La vasija se rompió antes de que el inca pudiera mojar los labios en ella. Se rajó, inesperadamente, como si un rayo la hubiera partido desde adentro. Mala señal. Atahualpa, perturbado por lo que creyó una advertencia funesta de la madre tierra, ordenó a sus sirvientes que trajeran otra cuba de chicha para agasajar al invitado. Los ojos de Valverde miraron fiero. Bebió un sorbo fugaz, hizo un buche y escupió con rabia. Un tenso reproche se le había incrustado en la quijada. El inca alzó las manos para perdonar la afrenta. El filo del hacha se detuvo a dos dedos del cuello del colérico fraile. Una electricidad furiosa imantaba el aire. Valverde subió la cabeza y, dejando al descubierto la pulpa de un desprecio no menos extenso que las leguas de historia que los separaban, le ofreció al inca una cruz y un misal. El sol se oscureció como si un velo mortuorio lo cubriera. Mala señal, pensó Atahualpa. El fraile, con los ojos desorbitados, le imponía, extendiendo los brazos desdeñosamente, la cruz y el breviario. Un tambor empezó a quebrar el incandescente silencio de la siesta, enterrando entre golpes asimétricos, el clamor de las chicharras. La sombra de un terror ancestral le asignó un ligero temblor a la intimación del cura. Atahualpa bebió el conjuro rebelde de sus dioses y, luego de reducir la eternidad a un puñado de instantes, tomó los devotos enseres que se le ofrecían y les aplicó el mismo tratamiento que Valverde había esgrimido contra la sagrada bebida de la providencia. Los hombres se miraron. El tambor se hundió en un candente silencio de mal agüero. Los sirvientes del cacique se abrieron paso, trazando un círculo en torno al fraile que empezó a recular, a los trompicones, con una indiscreta mezcla de temor y resentimiento. Bastó, una vez más, un gesto ronco del inca para salvarle el pellejo. Valverde sentía que la salida se iba alejando de sus trémulos

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pasos y que gritar hubiera sido atraer las habilidades del diablo. Dominando, esforzadamente, el fragor de su sangre, Atahualpa pisoteó la cruz pero conservó el misal, acaso atraído por esos signos dispuestos de manera ocurrente o quizá por temor a que una horrible superstición estuviera aliada a la destrucción del fúnebre adminículo. La tarde ya era una flama cobriza, cuando el último inca le recriminó al despavorido fraile los años de latrocinio y miseria que la conquista le había acarreado a su imperio y, entre insultos y plegarias, mentó la clemencia de pretéritas deidades. La voz de Atahualpa subía en un colérico espiral, flotaba entre las piedras como un zumo picado que le agujeraba las venas y volvía a la tierra con pertinacia de rizoma. El sudor caía por la frente del fraile que miraba la salida como si fuera la piedra que mató a Goliat; cuando estuvo próximo al dintel lo cruzó de una corrida dando voces de alerta y persignándose, tal vez, imaginando el estruendo de la séptima trompeta. Valverde salió endiablado. Las huestes de Pizarro respondieron con una ráfaga de fusilería tan precipitada como artera cuyo principal agente fue un tal Pedro de Candia. Los caballos cruzaron al galope en una asonada de piedras, sangre y fuego. Los cuerpos se confundían en un grito sordo de espanto que les partía los huesos bajo el sol reseco de Cajamarca. Confiados en el rigor de los arcabuces, los invasores se abrieron paso, mientras rodaban, deshechos, los cuerpos de los guerreros mutilados. Los ejércitos de Pizarro, sin rastro de compasión, masacraron por igual a hombres, mujeres y niños. La polvareda apenas si dejaba ver las siluetas aturdidas de los corceles desbocados que atropellaban a mansalva, con la ilimitada crueldad que incita el odio. Es posible reconocer con cierta exactitud el momento inicial de una masacre pero resulta improbable fijar el instante preciso del último disparo. El ataque pasó como una tromba capaz de transmutar el valle de Cajamarca y su periferia en un trágico reguero de osamentas. Atahualpa fue apresado por los insurgentes y obligado a comparecer ante Pizarro.

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El cacique, confinado a las geométricas soledades de una celda, se abocó al aprendizaje de la lengua invasora con resignado fervor. No fueron pocas las noches que pasó jugando al taptana con su carcelario. Las nueve filas del ancestral juego ecuatoriano le ofrecían al inca la única tentativa de vencer a los invasores. Un sueño recurrente ardía debajo de la noche: la cabeza sanguinolenta de su hermano Huáscar soplando desde las cenizas con fiereza vengadora. El muerto no atendía razones; sus ataques de ira atormentaban al inca día y noche. Atahualpa despertaba afiebrado, con la cara empapada y los pómulos hinchados. Sus mujeres lo miraban sin acercarse, como si fuera un alma en pena clamando por su salvación. Una de ellas, probablemente, se haya atrevido a susurrar algún cántico de resurrección. El cacique deambulaba en círculos hasta que rayaba el alba. Pizarro lo observaba desde lejos consultando con Valverde, lo sorprendía lo inmutable de aquella posesión demoníaca. El fraile volvía una y otra vez al episodio del misal para probarle a Pizarro que el inca no estaba poseído, sino que era uno de los tantos hijos de Lucifer que habían nacido con el único fin de retrasar la conveniente propagación de la cristiandad. “Sería mejor pasarlo a degüello y regar con su sangre la tierra para que el demonio escarmiente y podamos trabajar en paz de una buena vez”, repetía Valverde. Pizarro lo escuchaba haciendo cálculos. Las súplicas de Inés, la media hermana de Atahualpa, que el cacique había presentado al conquistador con la esperanza de celebrar una alianza de sangre, demoraron la decisión. En tanto, la voz de Huáscar era una imprecación helada que mordía la espalda del inca todas las noches, empujándolo a la locura. Reacio el insomnio a rescatarlo de esos trances, el sopor de las madrugadas perfeccionó el sueño o la pesadilla, según se mire, demorándole al inca la voluntad de despertar. Cada noche agregaba un nuevo artificio a la siniestra participación del visitante. Cuando los dientes del hermano le rozaban la garganta, el cacique abría los ojos dando gritos y arrastrándose, presa de exorbitadas convulsiones. Los soldados respondían descargando baldes de agua helada y, algunas veces, Pizarro debió intervenir para que no lo azotaran.

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El testimonio de una de sus mujeres describió la noche exacta en que Atahualpa, extraviado y acaso balbuceante, empezó a repetir la palabra oro “como un perro ladrándole a un ahorcado”. Lo vio de refilón cortando el aire entre las sombras. El inca se levantó al despuntar el alba y describió con su cuerpo un rectángulo perfecto. Murmuraba la palabra oro al llegar a cada vértice y hacía un extraño gesto similar al de un hombre que acumula piedras en un rincón. Pizarro escuchó a la mujer, chasqueando la lengua nervioso y moviéndose como si tuviera hormigas en el cuerpo. Luego mandó a desalojar la celda y, con el pretexto de disputarle al inca el invicto en los íntimos torneos de taptana, lo sometió a un interrogatorio cargado de amenazas y acusaciones. Pizarro conocía el tormento del cacique y cuando lo creyó oportuno mencionó las visitas nocturnas de Huáscar clamando venganza. Le detalló las coléricas apariciones del que decía ser “el legítimo heredero de los orejones del Cuzco” y los temores de Valverde frente a ese enviado del mal, capaz de arrasar, sin miramientos, las bases mismas del imperio incaico. Atahualpa, que albergaba la esperanza de ser el prisionero de un mal sueño, vio la demolición de la tierra de sus mayores, piedra sobre piedra. “Solamente uno de los nuestros conoce la clave para arrasar con todo”, pensó mientras se frotaba los ojos y maldijo una y otra vez la guerrera altanería de su hermano. La tarde era un capullo que se iba cerrando entre vapores escarlatas. Acaso, para conjugar los terrores del silencio, Pizarro empezó a murmurar la palabra oro con un débil jadeo, como si fuera un rezo. El inca concentró la mirada en las luces que improvisaban una chacana en el centro de la celda. Recorrió con los ojos afiebrados los tres escalones de la cruz. Pizarro, bordeando la exasperación, acariciaba la vaina de su espada con más ambición que odio. El cacique vio brillar la codicia en los ojos de su adversario y, temiendo la disgregación del imperio de sus mayores, ofertó un apeadero colmado de oro y plata a cambio de su liberación. Estaba dispuesto a pagar la recompensa que exigían los corsarios para rescatar a su pueblo y restituir los lazos

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quebrantados con la madre tierra. Sellaron el trato sin mirarse. El último inca cerró los ojos y se pensó al galope contra el viento, desafiando el vuelo de las águilas, otra vez al mando de sus hombres, libre de la codicia de los filibusteros y de la acechante figura de su hermano consagrado a esparcir, desde su tumba, los ancestrales venenos del odio. Pizarro, por su parte, se vio colmado de honores y fijó los plazos para eliminar a su rehén una vez obtenido el botín. Los aliados de Atahualpa hicieron cumplir la orden, tal vez con desconfianza. Acarrearon a fuerza de sangre y sudor innumerables toneladas de oro. Sin embargo, los invasores, ajenos a toda conmiseración, le tenían reservada al inca una última afrenta: la conversión a la fe que arrasó con las glorias de su pueblo. El bautismo del cacique, propiciado por Valverde, consistió en una muerte austera, cristiana, angelical. El instrumento sacro, que sugirió el vicario, fue el garrote vil. Antes de bendecir la ejecución, Valverde pidió una jofaina con agua fresca y se lavó las manos para remedar la costumbre de uno de sus más conspicuos precursores. El cuerpo del último inca reventó, bajo el cielo febril de Cajamarca, en lo que dura un ultraje. Las disputas que siguieron a ese crimen aún no han cesado.

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buenos aires (1972). Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) donde enseña Teorías y Prácticas de la Comunicación. Coordina talleres de narrativa y de lectura. Su primera novela Batán (Bajo la Luna) obtuvo el 2do. Premio del Fondo Nacional de las Artes 2010. Participó de la antología Las dueñas de la pelota (El Ateneo, 2014) y publicó la nouvelle Por cuarenta mil años (Exposición de la Actual narrativa rioplatense, 2014). En enero de 2015, obtuvo el 2° premio de novela Casa de las Américas por El río.

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Ahora que está muerto, me encargan un homenaje. —Dale, pibe —me dice el jefe— inspirate. Como si fuera tan fácil. Después de todas esas líneas que alguna vez escribí en su contra. —Un homenaje como Dios manda, hoy estamos de luto —me aclara. Todos no, pienso. Pero ahora el jefe nos pide atenuar el tono. Le huelo el miedo. A tipos como este, la muchedumbre en la calle haciendo fila para tocar el cajón, los desfigura. Vuelven los fantasmas del pasado, multiplicados por los miles que esperan despedirse y rendirle sus condolencias y lealtad a la viuda. Cientos de carteles de aliento embanderan las calles. ¡Fuerza Presidenta! Si no lo conociera, podría pensar que el jefe estuvo llorando. Lo dice su semblante. Uno de los ojos tiene un pequeño derrame y se le hinchó la cara. Tengo un día para pensar. Me dieron demasiado espacio por ser de los más jóvenes en la redacción. Me pregunto por qué, por qué yo. La entrevista la arreglo unas horas después del pedido del jefe. Como una revelación me viene ese momento. Busco datos. Llamo al Colegio Militar. Después de insistir mucho, de asegurarles quién está detrás de este suplemento, me pasan su nombre y apellido. Levanto el teléfono y el hombre me dice sí. Por un instante, tengo la sensación que desde aquel día, ese hombre está esperando este llamado. Nos juntamos esa misma tarde en su casa al sur del conurbano. Una casa baja con un jardín al frente. Rosales de un lado y del otro. Malvones cercando el camino de tierra pisada que lleva hasta la puerta de entrada. El sol baja arañando la medianera del vecino. Del otro lado de la calle, unos pibes juegan a la pelota. —¿Nos sentamos acá? —pregunta.

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—Sí —respondo. Y me acomodo en una silla de hierro a la que la pintura blanca abandonó hace tiempo. La galería está llena de macetas. —Le debo una limpiadita de cara, se justifica el hombre cuando me ve preparar la cámara. —Me gusta el óxido —le digo sin tener muy claro por qué, mientras miro a mi alrededor desde el lente buscando una buena toma y descubro herrumbre por todos lados. Temo que mis palabras suenen a burla. —Gracias —me dice entre emocionado y sorprendido—. A mí no tanto. Uno se va cansando de cuidar las cosas. Ese hombre quiere hablar. Mueve las manos siempre en el mismo gesto. Friega los dedos rítmicamente. —¿Qué quiere saber? —pregunta. Vuelvo a contarle sobre el suplemento. Un homenaje improvisado, pienso, pero no se lo digo. ¿Para qué?, me pregunto. Nadie va a creerlo viniendo de mi jefe. Sean originales, nos insistió a todos. Busquen donde nadie lo haría. ¿Qué carajo quiere? ¿Qué se trae entre manos? Detrás de la puerta, una mujer mayor, de pelo cano, me mira con recelo. No le gusta que esté ahí. No quiere saber nada con esta nota. —Lo que recuerde— digo — Algo de aquel día. Quiero que me cuente del original. Si ese hombre cuidaba esos pasillos, tiene que saberlo. —El día ese —dice y me mira. Hace silencio. Desde la silla, puedo ver a los pibes pasarse la pelota. Rueda unos cuantos metros sin que nadie llegue a tocarla. El polvo queda flotando en el vacío. Segundos después, el hombre retoma. —En el Colegio a nadie se le pasa esa fecha. Si habremos celebrado más de una vez.

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Mi cara debe ser de espanto, o al menos de desaprobación porque ese hombre se frena repentinamente. Intenta una explicación. —Cuando se está ahí adentro uno debe convencerse de que siempre se hace lo que corresponde. Si uno no está preparado para eso, mejor irse, tomar otro rumbo si se puede. Día tras día pasan cientos debajo del arco de entrada de una de las unidades tácticas. ¿Sabe qué dice ese arco? No digo nada. Pregunta sin esperar una respuesta. —Con la misión en la mente. En letras gigantes, para que no haya modo de no verlo. Para cuando un cadete, oficial, general, soldado raso, o el cargo que quiera, interviene, es porque ya hace mucho que esa acción está bien trabajada, metida hasta en el alma. Si algo se aprende en el Colegio militar es que nunca se improvisa. Enfrente, los pibes gambetean, meten patadas, corren, retroceden, avanzan hacia el arco rival. —Cuando llegué al Colegio, esa mañana, ya había revuelo. Algunos oficiales se habían reunido en el patio grande alrededor de dos generales. Uno solo hablaba y parecía dar un sermón. Yo hice como siempre: me puse el delantal y di la primera recorrida. Se sabía poco del acto pero cuando echó a correr la noticia que vendrían esas mujeres, no quedaron dudas. Ese hombre me mira. Me mide. Mientras, juego con el lente. Acerco y alejo el zoom de la cámara que duerme sobre mis rodillas. —Cuando el Presidente entró, ya habían formado. Antes de hacer silencio absoluto, algunos murmuraron, los conozco bien. ¿Quién se cree este?, andarían pensando. ¿Cómo se atreven estas viejas? ¿Le soy sincero?, si no lo hubiera sabido de antemano, si el teniente general no me hubiera dicho que contaba conmigo, quizás a mí también se me daba por pensar cualquier cosa. Le mentiría si le dijera que esperábamos ese día. No cabía en nuestra cabeza algo así, jamás. ¿Vio cuando dicen que el aire se corta con una tijera?, peor… porque ni aire había. Si bien miré todas las fotos publicadas de aquel día y las del archivo del

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diario, no logro armar la escena. No hay ninguna donde se pueda ver el conjunto. Solo fragmentos de los allí presentes. Reconstruyo como puedo a partir del relato de este hombre y lo poco que encontré. —En unos segundos, no se oyó nada más —continúa—. Todos esperábamos atentos. Él nos miró, juraría que uno por uno. Después quedó de espaldas a nosotros, la vista al frente apuntando a los cuadros. Solo los cadetes y generales, que estaban de costado, pudieron verlo. Había que ver las caras de quienes lo miraban sin ser vistos. Algunos daban miedo. El hombre me miró como esperando algo. Yo no llegué a decir nada cuando él continuó: —¿Sabe qué me decía mi padre cuando era chico? Pensé en mi viejo, la falta que me hacía. Qué recomendación me hubiera dado. Pero otra vez, no dije nada. Ante mi silencio, el hombre sentenció, como supuse, lo habría hecho su padre: —No se puede dar lo que no se tiene. Y volvió a hacer una pausa, una vez más, a la espera de algo. —Es cierto —dije. Solo eso. Podría haberle aclarado que nunca lo había pensado así, que sonaba lógico. —Esa gente tenía miedo. Y él lo sabía —me aclaró—. ¿Sabe qué es lo que asusta a la gente? —¿Qué gente? —le pregunté, sin decirle que nunca me convenció esa manera, tan actual, tan vacía, de nombrar y nombrarnos. —Gente como usted, con respeto se lo digo —volvió a aclararme, y mientras su voz comenzaba a sonar detrás de mis pensamientos como una música de fondo, gente como la que está en el Colegio, yo, sin ir más lejos, pensé en mis miedos. Miré el grabador que había apoyado a un lado, la cámara sobre mis rodillas y mi libreta completamente en blanco: ni un apunte, ni una idea, una mochila de prejuicios y el eco de mi jefe retumbando en mis oídos. Nunca sería un buen periodista, eso me asustaba.

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—Ella —dijo el hombre con una contundencia que no me quedó otra que mirarlo y deshacerme por un instante de mi reflexión. Ese hombre señalaba hacia la ventana donde se podía ver detrás de la cortina a su mujer. Imaginé la foto que podría sacarle: su contorno a contraluz detrás de la tela. Pero ni amagué a agarrar la cámara. Ese hombre me agarró del brazo y con un leve movimiento giré el cuerpo hacia la calle. —A los chiquilines esos, no —me dijo señalando a los pibes que jugaban a la pelota—. Ellos todavía no se asustan. —Seguro nos asustan cosas muy distintas —le respondí un poco aturdido. —No crea, la gente tiene miedo de que le cambien las cosas de lugar, las cosas que existen y las que no. Que le pongan en duda que la tierra gira alrededor del sol. ¿O no le costó la vida a ese que quería convencer a todos de que la tierra no se apoyaba sobre tortugas? Y ojo que cuando le hablo de gente no hablo de pobres. Pobres dejamos de ser el día que nos llaman como a los demás. Casi toda mi vida en el Colegio Militar, más de cuarenta años. Fui la esperanza de mi madre y no creo haberle cumplido. El hombre hace una pausa. Apenas un instante. —Mírela —me dice y gira para ver a su mujer, que sigue allí, detrás de las cortinas—. Ella es la que me hace dudar… ¿sabe? Sin darme tiempo a responder, avanza en esa conversación que, diría, mantiene consigo mismo desde hace tiempo. —La esperanza de mi madre también tiene que ver con el miedo. Mi trabajo se lo fue quitando un poco. A ella se le iba y a mí me iba creciendo pero no me daba cuenta. Si algo se termina aprendiendo en el Colegio, ya le dije, es que nada se improvisa, nada —repite enfáticamente— pero sobre todo que nada puede estar fuera de lugar. Iluminar la realidad, si lo habré escuchado tantas veces. Educar para ser faros. Luces que no muestran solamente dónde están las cosas, sino dónde deben estar. Te pareceré ingenuo, ya sé. Este viejo no entiende que matar es otra cosa, pensarás. Claro que entiendo… pero para convencer a muchos hay que

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hablar el idioma de todos y todos creemos saber lo que es el orden. Lo miro mientras habla. Tengo la cámara en una mano, en la otra una birome que no llego a usar. Confío en el grabador, como si volver a escuchar la voz de este hombre me asegurara una buena nota. —El Presidente lo entendió o dígame, si no ¿para qué sacar ese cuadro? Por algo había que empezar, ¿no? Ese hombre deja de fregarse las manos y cierra ambas en un movimiento único. Así apretaba los puños antes de hablar. Y miro mis manos. Quietas. Y a los chicos que siguen jugando a la pelota en el baldío. —Pero, ¿sabe? —me dice— se lo hicieron a propósito: llevarse el original y ponerle una fotocopia ampliada. Ahora sí, pienso, y sin darme cuenta me enderezo, me acerco con el cuerpo hacia dónde él está. Lo sabía. Ese hombre sabía lo del rumor. Sería cierto, entonces. Antes de que pueda preguntarle si sabe dónde está el original, continúa. —Él lo supo a tiempo. Y no le importó. Auténtica o copia, ¿acaso hay diferencia? El asunto era atreverse a tocarlos. El Presidente dio la orden. Contundente: la mano extendida, la palma frente a sus ojos y la voz firme. Proceda, escucho una y otra vez. Imagino a las abuelas, las madres. Imagino a los que esperaron este momento. Pienso en mi viejo, su cara cuando le dije que sería periodista. No te olvides de dónde venís, me dio cómo único consejo. Ese hombre no dice nada. Yo tampoco. No nos miramos. Recordar lleva tiempo, pienso. Y olvidar también, si es posible hacerlo. Aprovecho a detenerme en las casas vecinas. Son todas bajas. Los techos de chapa atajan los últimos rayos de sol y pintan el barrio de color anaranjado. Ahora observo detenidamente a uno de los pibes: pisa la pelota con el pie y le amaga al contrincante con una sonrisa provocadora. El rival se calienta. Intenta un codazo y el otro lo esquiva, sin siquiera rozarlo, con pelota y todo. Sale corriendo y a cuatro metros del arco, en diagonal, hace un gol definitivo. El hombre parece no percatarse. Por unos segundos olvido por qué estoy ahí y quisiera meterme

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en la cancha. —Mi madre quería algo grande para mí —me dice—. Ella me consiguió el puesto en el Colegio. La patrona de su hermana era casada con un general y entré antes de terminar el secundario. No nací para pasar a la historia. El teniente general estaba subido a la escalera. El Presidente a unos pocos metros. No hubo ensayo. Él no lo hubiera permitido pero yo lo necesitaba: me paré esa misma mañana, bastante temprano, a unos pasos del cuadro, hice de cuenta que el teniente general me lo estaba pasando y despacio apoyé el cuadro en el piso. No podía errar. Habría muchos allí. Funcionarios, personalidades, esas mujeres. Y las fotos, cantidad de periodistas. Él me lo había dicho, ni una arruga, más impecable que nunca lo quiero. El hombre hace un breve silencio. Yo lo veo, lo imagino sosteniendo el cuadro apenas el teniente general se lo pasa. Me descubre en el pensamiento. Abre las manos y tengo la sensación de que lo sostiene. Lo acomoda en el aire y avanza por ese pasillo que nadie sabe a dónde conduce. —Hice todo tal como había practicado —continúa—. Después, los aplausos. Cuando el acto terminó, el teniente general me dijo llévelo a mi despacho. Lo imagino apoyando el cuadro lentamente en el piso para que el marco no se dañe. Lo imagino, también, dejando caer ese cuadro que revienta contra el piso y el vidrio estalla en cientos de pedazos. Los dos hacemos silencio. Quiero que me cuente qué hicieron después con esos cuadros porque eran dos aunque yo lo imagine bajando solo uno. Su mujer nos mira desde la puerta. Ya no se esconde detrás de las cortinas. El hombre se levanta y mientras acomodo la cámara, me dice: —Para un hombre, basta un gesto. Me sonrío. Suena a frase de un tango. Pienso en mi jefe, su suplemento homenaje. Me detengo en esas palabras que deslizó hace apenas unos segundos: no nací para pasar a la Historia. Tengo el título de la nota. —Eso también me lo decía mi padre —me aclara.

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—Me lo imaginaba. Del otro lado de la calle, un pelotazo revienta contra la medianera de una casa. El gol nos distrae a los dos. Algunos se agarran la cabeza, otros festejan. —¿Cuándo sale? —me pregunta con cierta timidez—. Por ella, digo —y mira hacia donde está su mujer—. Guardó todas las fotos de los diarios. Cada tanto las vuelve a mirar. Nunca me dice nada. Ante aquella confesión inesperada, me quedo atontado. Son apenas segundos. —Este domingo —le respondo, ahora de pie, dándole mi palabra de que las suyas no han sido en vano. Aunque no sepa qué piensa hacer mi jefe, si lo convencerá esta forma de homenaje. Si un hombre cualquiera alcanza para contar la historia.

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Ilustrador en "Microrrelatos"

colonia benítez, chaco (1975). Estudió pintura con Oscar Sánchez y Eduardo Medicci. Obtuvo becas de perfeccionamiento y producción de obras de la Fundación Antorchas y el Fondo Nacional de las Artes. Entre sus últimas exposiciones individuales se destacan las realizadas en el Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad de Bahía Blanca (2008), en el Centro Cultural de España de Buenos Aires (2009), en la Galería Braga Menéndez (2011) y en el Muba de Resistencia (2014). *Ilustraciones páginas: 15, 21, 29, 35, 43, 49, 57, 63, 69, 79.

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Ilustrador en "Cuentos"

buenos aires (1971). Inició sus estudios de diseño y dibujo en la Escuela Técnica "Fernando Fader", en el barrio porteño de Flores. En 1997 se gradúo en la Escuela Nacional de Bellas Artes "Prilidiano Pueyrredón" en la especialidad de pintura. Desde 1995 trabaja como diseñador gráfico y se especializa en el rubro editorial. Hace unos años comenzó a incursionar el mundo de la ilustración. Algunas de sus trabajos están publicados en: > www.pabloefeperez.blogspot.com.ar *Ilustraciones páginas: 89, 97, 109, 121, 133, 143, 155, 161, 169, 177.

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