Español 5to. Grado

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Olores dulces Enrique Lepe García

Al cuarto para la seis de la mañana sonaba triste el silbato del viejo corazón del pueblo, el ingenio de azúcar anunciaba a la gente que faltaba un cuarto de hora para que los obreros ingresaran al primer turno del día. A mí ya me había despertado mi madre desde antes del silbatazo pero yo había decidido caminar otros quince, diez, cinco, dos minutos más en el camino de los sueños. Pero había un despertador contra el que no podía: el olor del café que mi mamá me había preparado. De la cama iba directamente a la mesa como si el olor de aquella bebida se volviera un hilo que me jalaba de la nariz. Al pasar por el cuarto de mis hermanas alcanzaba a percibir el olor de sus profundos sueños, también se olía un poco la reciente ausencia de mi papá, pero ninguno de esos olores lograba cortar el hilo del café recién hecho que me jalaba hacia la mesa. Después del café, que yo tomaba en piyama, pasaba a darme un baño que me dejaba las fragancias que yo ahora le llamo “de adolescencia”, luego me vestía, me despedía de mi madre, quien me perfumaba con un beso y yo salía bendecido por los aromas familiares a vivir los olores del mundo. Nuestro pueblo nadaba en el olor pegajoso de la caña de azúcar, dulce verde de los cañaverales que rodeaban al pueblo, dulce quemado de incendios que preparaban la caña para el corte y la molienda, dulce del jugo de la caña molida, dulce del azúcar moreno que se iba acumulando en costales blancos, allá atrás de la fábrica. Yo iba por las calles de piedra de nuestro pueblo, de madrugada, nadando en los olores dulces que manaban del centro del corazón de Quesería.

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