Revista El Pensador # 04

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literatura

de Troa y compañía. Estos señores libreros supuestamente (muy supuestamente) cristianos no parece que tengan el más mínimo sentido del ridículo ni por supuesto una ligera idea de la grave responsabilidad que tienen entre manos. Dilapidan de modo tan escandaloso el buen nombre del santo fundador de los salesianos. Tiran por la cloaca la confianza apriorísticamente concedida a estos “honrados padres”. Y se ríen literalmente del lector-consumidor. ¿Son estas librerías un servicio de apostolado, un servicio de evangelización? ¿O un negocio más como el que tiene el señor Lara con la Casa del Libro? Habrá que recordarles eso de que no se puede servir a dos amos. No, no tienen las ideas claras. Pobrecitos. Se me viene a la mente aquella frase un día célebre de

eres lo que lees

A

veces, para animar a mejorar los propios hábitos alimenticios, el sector sanitario usa unas palabras que me producen cierta inquietud: “Eres lo que comes”. Me resisto a suscribirla, pero si lo haré con otra del mismo estilo: “Eres lo que lees”. Se puede decir que uno es los libros que ha leído, y también los libros que no ha leído. Por así decir, según pasa el tiempo, cada uno es responsable de su propio perfil intelectual. Aunque esté alejado de los quehaceres humanísticos, quien “cuida sus hábitos culturales” y pide además cierto consejo, puede gozar de una visión personal bien fundamentada de la realidad. Hace pocos días, un amigo que me conoce bien me hizo llegar una viñeta de Forges: un señor lee un libro en un sillón. Por detrás, alguien se acerca, extrañado, y le pregunta: “¿Qué haces?”. “Leer”, responde. Y el que llega insiste: “¿Por?...”. Para “entender” algo, hay que pensar. Para entender nuestra sociedad, sus riquezas y sus llagas, y para no confundir unas con otras, hay que pensar. “Leer”. “¿Por?...” Porque, como dice Langlois, “el que no lee ni escribe bien no puede tener sino los rudimentos más elementales del pensar”. Lo fácil es flotar, como en el Mar Muerto, leyendo titulares, “es verdad, lo ha dicho la televisión”, asintiendo a la dictadura de una manada donde no se permite la discrepancia. Es conocido cómo tres de los grandes libros futuristas del siglo XX (Farenheit 451, Un mundo feliz y 1984) ofrecen una radiografía similar del futuro: una sociedad que condena la lectura, y manipula a sus ciudadanos

Ricardo de la Cierva refiriéndose a don Adolfo Suárez: “¡qué error, qué inmenso error!”. Pero no es eso, no es eso. Es horror. Un horror que es consecuencia de la torpeza (no saben seleccionar) o de la pereza (no seleccionan porque no les da la real gana), o de una conjunción de una cosa y la otra. Vaya usted a saber. ¡Qué injustos los propios salesianos con la memoria de Don Bosco! ¡Qué vergüenza! ¡Si el fundador levantara la cabeza…! Señores lectores, un llamamiento a la caridad: ¡protestemos ante este tipo de situaciones para que no nos engañen (aunque sea sin querer)! ¡Hagamos evangelización, mediante la corrección fraterna, a los pseudolibreros cristianos y a los libreros pseudocristianos! Con todo, cuando mi esposa lea esto volverá a llamarme exagerado. Pues vale.

Santiago Herraiz CONSEJERO-DELEGADO DE EDICIONES RIALP

mediante una televisión intervenida y omnipresente. “Leer”. “¿Por?...” Porque, como dice Bradbury en su novela, “la mayoría de nosotros –se refiere a la resistencia, que para conservar los libros y transmitirlos a otros, los aprenden de memoria- no tenemos ocasión de viajar y conocer países, costumbres, ni viajar en el tiempo para conocer la historia y el hombre. Sin embargo, hay un modo de lograrlo, está en los libros”. La mitad de los españoles afirma no leer ni un libro al año. Es cierto que un 40% de la otra mitad lee a diario. Pero fijémonos en la primera mitad, la que no lee nada: su imaginación se alimenta de lo visual, que apenas deja tiempo a la reflexión en su veloz secuencia de imágenes enriquecidas. Su inteligencia, su creatividad, su sensibilidad… disminuyen, pues la velocidad no permite el poso, el nutriente, la hidratación. Ya lo advirtieron Huxley, Orwell y Bradbury en sus agudos análisis de futuro. “¿Para qué sirven los dientes, papá?”, preguntaba la niña a su padre. “Para dar de comer a los dentistas…”, pensaba su padre, aunque mintiera con otra explicación más pedagógica. ¿Para qué sirven los libros? Además de para dar de comer a autores, editores y libreros, ofrecen el mejor combustible para pensar, aunque ese ejercicio produzca suspicacia: “¿Por…?”. Si se me permite el consejo, daría cuatro. No son míos, sino de un sabio: tener siempre un libro cerca; armonizar pensamiento y creación, y clásicos con contemporáneos; y, por último, compartir lo leído con nuestro entorno familiar y afectivo. Pero –añado yo– sin pirateo.

JUL-SEP 2013

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