Orsai Número 2

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GONZALO GARCÉS qué excusa, lo hizo de una manera que me consternó. Vino en una bicicleta de nena. Pintada de rosa, y con rueditas de esas para aprender a andar. Parece inventado pero fue así. Casciari podía ser un pedófilo que le había birlado la bicicleta a una niña después de violarla, podía ser un padre desconsiderado, posibilidad remota pero no desechable, que le sacaba la bici a su hija para ir al encuentro de un posible colega, incluso podía habérsela comprado. Y no parecía mostrar el menor pudor por eso. Casciari parecía, no diré un tipo feliz, pero sí un tipo seguro de lo que quería. Ese fue el primer enigma que me hizo sentir que Casciari sabía algo sobre la vida que yo no sabía. Lo segundo fue que después, en su casa, entre charla y charla, me leyó un cuento suyo que me descompensó el cerebro. Además de ser un potencial pedófilo, ese tipo escribía desde una zona de desesperación, y de aceptación de la desesperación, como pasa a veces en los sueños, que a mí se me escapaba por completo. Hablaba como un paisano, decía “¿Sabé, vo, que en este país hay chicos que se mueren de hambre?”, decía “Yo un día quiero tener un hijo pá jugá”. En uno o dos momentos me miró de una manera un poco temible, con una sonrisa que podía ser la de tu mejor amigo o la de un asesino a sueldo acostumbrado a métodos de descuartizamiento especialmente sañudos, la sonrisa de Robert de Niro en Taxi Driver, ahora que lo pienso, cómo puede ser que nadie haya notado hasta ahora que Casciari y De Niro son hermanitos que se separaron durante una excursión a la Pampa, pero que un día se van a juntar de nuevo. Esas cosas reforzaron mi certeza de que Casciari se guardaba unas cartas importantes en la manga. Y la tercera confirmación fue la chica. Cuando llevábamos un rato tomando mate en la cocina, llegó una chica, saludó a Casciari con un beso en la mejilla, y se sentó a charlar con nosotros. No puedo recordar si era linda, pero sé que me pareció bellísima, algo entre delicado y campestre, como una princesa enferma de tuberculosis que hubiera crecido en Albania. Y recuerdo un gesto, mientras Casciari leía su cuento, de asentir y al mismo tiempo ponerle la mano en el brazo, que me sugirió que habían sido novios, pero ya no. Y sin embargo, era evidente, esa chica lo quería. ¿Y cómo puede ser, pensaba yo? ¿Cómo se hace para perder el amor y conservar un lazo que, a juzgar por ese gesto, de alguna manera está por encima y más al

fondo que el amor? Después Casciari comentó que su amigo de siempre, el Chiri, debería haber venido también, pero quién sabe dónde andaba. Yo entonces bostecé, y Casciari me mostró el lugar donde yo iba a dormir esa noche. Me dijo que él iba a dormir en otro lado, así que yo podía usar su pieza, que daba a la calle, me dijo medio disculpándose que en verano era imposible dormir salvo dejando la ventana abierta, pero que no me preocupara porque nadie me iba a molestar, y me aconsejó que me durmiera una siestita. “Así estás descansado, después, para el corso”, dijo. ¡El corso! ¿Pero cómo alguien que escribía así, y que compartía un secreto tan crucial con una mujer, podía darle tanta importancia a un puto corso? En ese momento decidí, como se deciden las cosas a cierta edad, que si Casciari iba a convertirse en algo así como un amigo, si yo iba a entender qué clase de tipo era, tenía que entender cuál era el asunto con el corso. LA LITERATURA ES EL DESIERTO Y en este punto tengo que hacer otra digresión, no hay más remedio, aunque parezca que nos vamos por las ramas y que nada va a terminar por anudarse, de hecho para que algo tenga la posibilidad de anudarse, o de empezar a anudarse, y no solo en esta crónica sino también fuera de ella, tengo que explicar también que este texto me fue encargado en circunstancias especiales. Hace seis meses me separé de mi mujer. Una separación de manual, con dolor, con pesadillas, con gestos de confianza que de golpe se convierten en odio, con esos paisajes de ruinas que en los manuales se explican tan bien. Anduve loco, viajé, volví, y un día en Buenos Aires me encuentro con Hernán Casciari, el célebre bloguero y aguerrido editor, que me dice que están por cumplirse veinte años desde aquel corso en Mercedes y que por qué no me voy a Rio de Janeiro y me escribo una crónica sobre el carnaval, para conmemorarlo. Yo acepto encantado. Pero entonces empiezan los problemas, las dudas. Mi exmujer, que es francesa, decide regresar a Francia con nuestros hijos. Yo decido irme a vivir a Barcelona. Pero antes, por un trabajo, me voy a Iowa, y estando ahí me doy cuenta de que viajar desde ahí a Río y después a Barcelona puede ser un infierno. Así se lo comunico por mail a Casciari, y entonces a él se le ocurre que en vez de Río puedo viajar a

EL CARNAVAL ES UNA MÁSCARA ANTI-ACNÉ.

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