Liahona Mayo 2010

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hijo Christian a la Misión Rusia Moscú Sur. ¡Qué experiencias tan emocionantes que a la vez nos hicieron sentir humildes! Hace algunos años, cuando mi esposa y yo tuvimos el privilegio de presidir la Misión Nueva York Nueva York Norte, me maravillaba al ver llegar a los misioneros a la ciudad de Nueva York. Al entrevistarlos el primer día de su misión, sentía profunda gratitud por cada misionero. Sentía que su llamamiento a nuestra misión había sido diseñado por Dios para ellos, y para mí, como su presidente de misión. Al concluir nuestra asignación misional, el presidente Gordon B. Hinckley me llamó a servir como Setenta de la Iglesia. Como parte de mi capacitación inicial como nueva Autoridad General, tuve la oportunidad de sentarme con algunos miembros de los Doce cuando asignaban a misioneros para servir en una de las más de 300 misiones de esta gran Iglesia. Con el permiso del presidente Henry B. Eyring, y alentado por él, me gustaría contarles una experiencia muy especial que tuvimos hace varios años cuando él era miembro del Quórum de los Doce. Cada uno de 52

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los apóstoles tiene las llaves del reino y las ejerce bajo la dirección y asignación del Presidente de la Iglesia. El élder Eyring estaba asignando misioneros a sus respectivas áreas de trabajo y, como parte de mi capacitación, se me invitó a observar. Me reuní con el élder Eyring temprano por la mañana en un cuarto donde se habían preparado varios monitores grandes de computadoras para la sesión. También se encontraba allí un miembro del personal del Departamento Misional a quien se le había asignado ayudarnos ese día. Primero nos arrodillamos juntos en oración. Recuerdo que el élder Eyring utilizó palabras muy sinceras al pedir al Señor que lo bendijera para saber “perfectamente” a qué lugar se debía asignar a los misioneros. La palabra “perfectamente” indica mucho en cuanto a la fe que el élder Eyring mostró ese día. Para comenzar el proceso, aparecía en el monitor de la computadora la foto del misionero o la misionera a quien se daría la asignación. Al aparecer cada foto, me parecía como si el misionero o la misionera estuviera en el cuarto con nosotros. Entonces el élder Eyring saludaba al misionero con su voz gentil y agradable: “Buenos

días, élder Reier o hermana Yang. ¿Cómo está usted hoy?”. Me dijo que le gustaba imaginarse dónde concluirían su misión los misioneros; eso le ayudaba a saber a dónde se les debía asignar. Luego, el élder Eyring analizaba los comentarios de los obispos y los presidentes de estaca, las notas médicas y otros aspectos relacionados con cada misionero. Después, miraba otra pantalla en donde aparecían las áreas y las misiones alrededor del mundo. Finalmente, según le indicaba el Espíritu, asignaba al misionero o a la misionera a su área de trabajo. De otros miembros de los Doce he aprendido que ese método general es usual cada semana cuando los Apóstoles del Señor asignan a muchos misioneros a dar servicio por todo el mundo. En vista de que años atrás yo había prestado servicio como misionero en mi país, en la Misión de los Estados del Este, esa experiencia me conmovió profundamente. Además, al haber servido como presidente de misión, estaba agradecido de tener otra confirmación en el corazón de que los misioneros que había recibido en la ciudad de Nueva York se me habían enviado por revelación. Después de asignar a varios misioneros, el élder Eyring se dirigió a mí mientras reflexionaba sobre un misionero en particular y dijo: “Hermano Rasband, ¿a dónde cree que debe ir este misionero?”. ¡Me sobresalté! Le indiqué suavemente que no sabía, ¡y que tampoco sabía si yo podía saber! Me miró de frente y simplemente me dijo: “Hermano Rasband, preste más atención, ¡y también podrá saber!”. Después de eso, acerqué mi silla un poco más al élder Eyring y a los monitores, ¡y sí presté mucho más atención! Un par de veces más al continuar el proceso, el élder Eyring se volvió hacia mí y me preguntó: “Bueno, hermano Rasband, ¿a dónde siente que debe ir este misionero?”. Yo le nombraba una misión en particular y el élder Eyring me miraba pensativo y decía: “¡No, no es esa!”, y asignaba al misionero a la misión a la que él


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