Liahona Mayo 2010

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la vida de sus hijos es incalculable” (Liahona, julio de 1993, pág. 41). Por designio divino, la crianza parece ser parte del legado espiritual dado a las mujeres. Lo he visto en mis hijas, y ahora lo veo en mis nietas; incluso antes de que aprendieran a caminar, querían sostener a sus muñecas y cuidarlas. En mi profesión de agricultor y ganadero, he observado de cerca el modo en que el afecto natural de una madre se manifiesta incluso en la naturaleza. Cada primavera llevamos una manada de vacas y sus nuevos becerros a lo largo de la ribera del río Snake de Idaho, donde pastan aproximadamente un mes; después de rodearlas, las llevamos por un camino que conduce al corral, donde las cargan en camiones que las llevan a las pasturas de verano en Montana.

Un día de primavera particularmente caluroso, yo estaba ayudando a rodear la manada y cabalgaba detrás de ella conforme iba por el polvoriento camino hacia el corral. Mi tarea era reunir a los becerros que se hubieran desviado del camino. La marcha era lenta y me daba tiempo para pensar. Debido a que hacía mucho calor, los becerritos constantemente corrían hacia los árboles en busca de sombra. Mis pensamientos se tornaron hacia los jóvenes de la Iglesia que a veces se desvían del sendero estrecho y angosto. También pensé en los que han dejado la Iglesia o quienes quizás sientan que la Iglesia se ha alejado de su corazón, mientras estaban distraídos. Se me ocurrió que una distracción no tiene que ser mala para ser eficaz: a veces puede ser simplemente sombra.

Después de varias horas de reunir becerros descarriados, y con la cara llena de sudor, les grité a los becerros con frustración: “¡Sigan a sus madres! ¡Ellas saben a dónde van! ¡Ya han andado por este camino!” Sus madres sabían que aunque por ahora el sendero estuviera caluroso y polvoriento, el final sería mejor que el principio. Tan pronto como metimos la manada al corral, nos fijamos que tres de las vacas caminaban nerviosamente enfrente del portón; no podían hallar a sus becerros y parecían percibir que se habían quedado en alguna parte del camino. Uno de los vaqueros preguntó qué debíamos hacer, y le dije: “Creo que sé dónde están; a medio kilómetro de aquí hay una pequeña arboleda; estoy seguro de que los encontraremos allí”. Y, como sospechaba, hallamos a los becerros perdidos dormidos bajo la sombra. Nuestra llegada los sobresaltó y se resistieron a que los rodeáramos. ¡Estaban atemorizados porque no éramos sus madres! Cuanto más nos esforzábamos por dirigirlos hacia el corral, más obstinados se ponían. Finalmente les dije a los vaqueros: “Lo siento, muchachos; sé que hay una manera mejor de hacerlo. Volvamos y dejemos que sus madres salgan del corral; las vacas vendrán y reunirán a sus becerros, y éstos las seguirán”. Estaba en lo correcto: las vacas supieron con exactitud a dónde ir para hallar a sus becerros, y los condujeron al corral, como yo lo esperaba. Hermanos y hermanas, en un mundo donde a todos se nos concede el albedrío, algunos de nuestros seres queridos podrán descarriarse por una temporada. Pero no podemos darnos nunca por vencidos. Debemos regresar a buscarlos siempre; nunca debemos dejar de hacerlo. Nuestro profeta, el presidente Thomas S. Monson, nos ha suplicado que rescatemos a nuestros seres queridos que estén perdidos (véase, por ejemplo, “Permanece en el lugar que se te ha designado”, Liahona, mayo de 2003, págs. 54–57). Con la ayuda de los líderes del sacerdocio, los padres deben seguir regresando a buscar a sus seres perdidos, Mayo de 2010

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