Liahona Noviembre 2005

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ningún asiento desocupado. Cuando estaba a punto de irse, una hermana la invitó con un gesto amistoso a ir a sentarse a su lado y le hizo lugar en su asiento. Alicia me dijo: “Me pregunté qué pensaría de mí esa hermana, puesto que yo tenía el cuerpo lleno de perforaciones y olía a cigarrillo. Pero a ella no pareció importarle y sencillamente me hizo sitio a su lado”. Alicia, alentada por la caridad de esa hermana, volvió a ser activa en la Iglesia. Sirvió en una misión y hoy en día comparte esa misma clase de amor con las demás hermanas. La hermana de edad que compartió su asiento con ella sin duda entendía que hay lugar para toda mujer en la Sociedad de Socorro. Nos reunimos para fortalecernos y llevamos con nosotras todas nuestras debilidades e imperfecciones. Alicia me dijo algo que no olvidaré jamás. Me dijo: “Sólo hago una cosa para mí misma cuando voy a la Iglesia: Tomo la Santa Cena para mí. El resto del tiempo busco a quiénes me necesitan e intento ayudarles con cariño”. Hermanas, cuando llegamos a ser instrumentos en las manos de Dios, Él se vale de nosotras para efectuar Su obra. Al igual que Alicia, debemos volvernos hacia los que nos rodean y buscar las formas de ayudarles con cariño. Tenemos que pensar en los que asomen la cabeza a la puerta e invitarlos a nuestro lado, a fin de que todos lleguemos a sentarnos juntos en el cielo. No todas pensaremos que hay lugar para otra persona en nuestro asiento, pero siempre hay asientos que pueden hallarse si tenemos amor en el corazón. En 1856, Julia y Emily Hill, dos hermanas que, tras haberse unido a la Iglesia siendo adolescentes en Inglaterra, fueron rechazadas por su familia, por fin reunieron el dinero suficiente para costearse el viaje a América a donde llegaron, y casi habían llegado a su anhelado Sión; atravesaban las llanuras de Norteamérica con la Compañía de carros de mano de Willey cuando quedaron, junto con muchas otras personas, rezagadas por

el camino debido a una temprana tempestad que se desató en octubre. La hermana Deborah Christensen, bisnieta de Julia Hill, tuvo un conmovedor sueño de ellas, que relató así: “…Vi a Julia y a Emily desamparadas en la nieve, en la tempestuosa cumbre de Rocky Ridge con los del resto de la compañía de carros de mano de Willey. No tenían ninguna prenda de ropa gruesa para abrigarse. Julia yacía sentada en la nieve, temblando de frío, incapaz de dar un paso más. Emily, que también se estaba congelando, comprendió que si no ayudaba a Julia a ponerse de pie, ésta moriría. Cuando Emily estrechó entre sus brazos a su hermana para ayudarle a levantarse, Julia comenzó a llorar, pero sin lágrimas, sólo escaparon de sus labios débiles quejidos. Juntas caminaron lentamente hasta su carro de mano. Trece personas fallecieron aquella noche terrible. Julia y Emily sobrevivieron”4. Hermanas, si no se hubiesen tenido la una a la otra, lo más probable es que esas dos mujeres no hubieran sobrevivido. Además, ellas ayudaron a otras personas a sobrevivir a aquella devastadora parte del viaje, incluida una joven madre con sus hijos. Emily Hill Woodmansee compuso posteriormente la hermosa letra del himno “Sirvamos unidas”. La parte que dice “brindando servicio con sincero amor”5 adquiere nueva dimensión en su significado si uno se imagina lo que ella vivió allá en aquellas nevadas tierras.

Del mismo modo que las hermanas Hill, muchas de nosotras no sobreviviremos a las pruebas de la vida terrenal sin la ayuda de los demás. E igualmente cierto es que, al ayudar a los demás, elevamos nuestro propio ánimo. Lucy Mack Smith y las hermanas de los comienzos de la Sociedad de Socorro experimentaron el amor puro de Cristo, es decir, la caridad sin límites. Contaban con las verdades del Evangelio para guiar su vida; tenían un profeta viviente; tenían a nuestro Padre Celestial que oía y contestaba sus oraciones. Hermanas, también nosotras tenemos todo eso. Al bautizarnos, tomamos sobre nosotras el nombre de Jesucristo. Llevamos con nosotras ese nombre todos los días, y el Espíritu nos inspira a vivir de acuerdo con las enseñanzas del Salvador. Al hacerlo, llegamos a ser instrumentos en las manos de Dios y el Espíritu nos lleva a niveles más elevados de la bondad. La mayor manifestación de la caridad es la expiación de Jesucristo, que se nos ha otorgado como dádiva. Nuestra búsqueda diligente de esa dádiva requiere que no sólo estemos dispuestas a recibirla, sino que estamos dispuestas a compartirla también. Al compartir ese amor con los demás, surgiremos como “instrumentos en las manos de Dios para llevar a cabo esta grandiosa obra”6 y estaremos preparadas para llegar a sentarnos con nuestras hermanas en el cielo, juntas. Doy testimonio del Salvador, de que Él vive y nos ama. Él sabe lo que podemos llegar a ser… a pesar de nuestras imperfecciones actuales. En el nombre de Jesucristo. Amén. ■ NOTAS

1. Relief Society Minutes, 24 de marzo de 1842, Archivos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pág. 18–19. 2. Alma 26:3. 3. Relief Society Minutes, 28 de abril de 1842, pág. 39. 4. Debbie J. Christensen, “Julia and Emily: Sisters in Zion”, Ensign, junio de 2004, pág. 34. 5. Himnos, Nº 205. 6. Alma 26.3.

L I A H O N A NOVIEMBRE DE 2005

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