El tiempo entre cerezas relatos

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El tiempo entre cerezas Relatos Pilar MartĂ­nez Ocio



El tiempo entre cerezas Relatos Pilar MartĂ­nez Ocio


A Carmen Abaigar Pepi Para que tu recuerdo no se pierda y tu presencia quede para siempre en nuestro pueblo, quiero, escribirte y contarte y guardar memoria de esta tarde de julio soleada y lĂ­mpida en la que regresaste para siempre a tu pueblo y paseaste lentamente sus calles.


A todos y cada uno de los mĂ­os, por su aliento.


© Pilar Martínez Ocio Fotografía de portada Sergio Fernández Calvo

Edita:

I.S.B.N.: 978-84-15933-24-3 2ª Edición septiembre 2014

Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


ÍNDICE

PRÓLOGO.......................................................................................... 9 LUCERO.............................................................................................. 11 EL ROSAL............................................................................................ 19 EN UN LUGAR DE LA RIOJA..................................................... 29 EL PALACIO....................................................................................... 39 LA CARCEL........................................................................................ 47 TRAS EL CRISTAL............................................................................ 57 LA TARDE QUE REGRESASTE.................................................. 61 PREGÓN FIESTAS FONZALECHE 2012................................. 85



PRÓLOGO

Escritos, en su mayor parte, entre 2005 y finales de 2007, alguno de los relatos que componen este libro han merecido el reconocimiento de distintos certámenes literarios. Del Ayuntamiento de Logroño en el caso de «EL ROSAL» (2006) y la Universidad Popular de Logroño (UPL) en el caso de «LUCERO» (2006) y «EN UN LUGAR DE LA RIOJA» (2007). La llegada de nuevas formas de vida ha hecho perder a nuestros pueblos, y al nuestro en concreto, la vitalidad que tuvo en otro tiempo no excesivamente lejano. En esa vitalidad viven los relatos de este libro porque el protagonista que subyace en todos ellos es Fonzaleche. Sus calles, sus costumbres, sus tradiciones, sus gentes. Y siempre, siempre, el efímero, magnífico e inolvidable tiempo de cerezas en Fonzaleche. Otros como «EL PALACIO» y «LA CARCEL», encuentran aquí acomodo porque, aunque ambientados en otros escenarios, se nutren de detalles y conservan el ritmo de la vida en nuestro pueblo. Por su parte, el relato dedicado a Carmen Abaigar, fue escrito en los días posteriores a su partida y ha encontrado la luz junto a este conjunto de relatos. O mejor dicho, han sido ellos los que han encontrado la luz gracias a él, por cuanto, en el origen de su publicación está el hacerles llegar a ustedes este postrero recuerdo. Gracias también al Excmo. Ayuntamiento de Fonzaleche, sin cuya colaboración no hubiera sido posible.

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LUCERO

Mi padre tiene un majuelito colgado de los montes de mi pueblo. Es un retal de tierra con unas pocas cepas viejísimas y una docena de melocotoneros que dan unas bolitas pequeñas, con muchas manchas marrones pero con un sabor y un olor intenso como sólo los melocotones de viña tienen. Por eso mi padre cada año hace un viaje costoso y largo a través de caminos imposible para llenar hasta los topes las alforjas que lleva nuestro burro. Papá nunca quiere llevarme, a pesar de que yo se lo pido con lágrimas en los ojos. Dice que sólo voy a ser una carga. Pero este año está mi prima la de Madrid. Viene todos los veranos con sus padres y la abuela en una moto con sidecar. Tarda dos días o más en llegar. La abuela y ella se quedan y sus padres vuelven a marcharse a Madrid hasta las fiestas de septiembre. Durante todo este tiempo yo me duermo con ella, en su casa, porque es hija sola y dice que yo soy su hermana aunque yo tengo dos de verdad. Esta tarde nos hemos puesto tan pesadas que, al fin, papá ha cedido. Nos ha hecho prometer que vamos a ir andando. “Coged la chaqueta para cuando salga el norte”, ha dicho. Salimos del pueblo y tomamos un camino estrecho y polvoriento, roto por las ruedas de los carros y de los primeros tractores. Papá camina delante con su boina negra de siempre y una bota de agua al hombro. Lleva de la mano el ramal con el que guía a Lucero. A los lados, los arroyos están llenos de juncos y de vez en cuando alguna rana salta al agua desde las hierbas de la orilla con un ruido sordo. El camino está bordeado de altos chopos que sisean en sus copas y producen un rumor de cuchicheos continuos. El Pipo aparece y 11


desaparece husmeando las hierbas a la caza de algún conejo, pero sólo consigue levantar alguna perdiz que no es capaz de alcanzar. Lucero tiene el pelo gris, es bajito y con las orejas puntiagudas. Lleva un trotecillo alegre, quizá porque el camino es fácil o igual es que tiene buen humor. No le gusta llevar a nadie encima y cuando tiene mal día se sienta y no se mueve hasta que no se baja la carga. Lucero es nuestro burro, el de mi abuelo, desde siempre, desde que tengo memoria, y antes, habrá habido otros Luceros porque en mi familia todos los burros se han llamado así, como los perros Pipo. Es una costumbre, perpetuarles aunque sólo sea en el nombre. Pipo es blanco con pintas negras y mucho pelo. Sigue a mi padre como a su sombra quizá, porque, a pesar de que es perro le trata muy bien. Los hemos tenido de todos los colores, canela, negros, con pintas marrones y blancas, casi todos, ratoneros con las orejas muy tiesas y el rabo corto, y todos con unos ojos tan llenos de entendimiento que parecen humanos. En lo que recuerdo sólo uno murió de viejo junto a la tumba de mi abuelo. Los demás han muerto bajo las ruedas de carros y tractores ajenos o propios. Mi padre les entierra debajo de nuestra casa, junto a una hilera de agua que se llama Val de los Huertos y busca alguien que le dé otro. A medida que avanzamos los arroyos se hacen más estrechos, sin apenas vegetación y los chopos se espacian hasta desaparecer. El calor se va haciendo más y más agobiante. Al fondo las peñas de Cellorigo desnudas, atadas con hebras de lana, dice siempre mi madre. Mi prima que es mayor que yo, estuvo con los amigos un día y porfía que eso de las hebras de lana es mentira. Yo le digo que si mi madre lo dice es porque ella las ha visto. Al final tercia mi padre y dice que “no es ni verdad ni mentira” ¡y ya está!, se queda tan pancho. Mi prima también dice que en la cumbre de la peña más alta hay un buzón para echar cartas. Ella mandó una postal a una amiga de Madrid pero “igual llegamos antes nosotras”, dice. Cuando sus padres vengan en septiembre vendrán con un nuevo coche que han comprado. Se llama 12


Gordini y es un coche de verdad. La abuela no quiere irse hasta que lleguen los primero fríos, por eso me llevarán a mí y me quedaré hasta que vengan a por ella. Dice mi madre que no importa que pierda escuela. Ya falta poco y cada día estoy más nerviosa El camino empieza a ascender suavemente. El agua, a los lados, corre ahora con prisa y produce una musiquilla suave en el silencio de la tarde. A la izquierda hay una planicie, siempre está llena de buitres. Hay muchos huesos secos dispersos y la mayoría están inclinados alrededor de algo. “Se le ha muerto la mula a Saturnino”, dice papá. Pasamos casi sin mirarlos. Me dan miedo. Nosotros tenemos una viña, ahí en la vaguada que se forma un poco más allá del plano y el año pasado tuve que cruzar con mi madre a llevar la comida en vendimias. Había muchos, unos pocos comían de un burro negro pero había huesos y pieles de ovejas desperdigadas y un olor irrespirable a carne podrida. Los demás estaban tiesos, inmóviles y nos acechaban fijamente con los ojos rojos y saltones que se movían como peonzas. Mi madre dijo que no tuviera miedo que estaban tan hartos de comer que no podían ni moverse y que por eso estaban tan quietos, pero yo sentía su mirada aterradora clavada en mi espalda. El sendero se hace más angosto y empinado. Papá lleva a Lucero del ramal. Envidio su trote uniforme y ligero y al fin me cuelgo de su brazo y le digo bajito que estamos cansadas. Él nos mira y su cara toda, dice sin palabras, “qué creíais”. Nos montamos felices. El Pipo va por delante, siempre olisqueando, siempre con la esperanza de encontrar algún conejo. A veces se pone nervioso y ladra y da pequeños saltos y viene corriendo mirando a mi padre, pidiéndole ayuda y vuelve a irse incapaz de aguantar su nerviosismo. Oímos los ruidos que salen de su garganta mientras olisquea y mi padre le incita, “venga Pipo, a por él”. Pero igual es algún topo lo que huele porque los ladridos se van espaciando y vuelve junto a mi padre con las orejas gachas. “Se ha escapado”, le susurra, mientras le rasca la cabeza. “Venga, busca otro 13


majo”, y marcha otra vez corriendo con las orejas tiesas y moviendo el rabo como un abanico. Lucero no es tan simpático. Se ha parado en seco y ha empezado a moverse de un lado a otro con la intención de echarnos de su lomo. Nos hemos caído las dos. Menos mal que como no es muy alto no nos hemos hecho mucho daño. Volvemos a subirnos pero vuelve a sacudirse y al final se sienta en el suelo con las cuatro patas. Mi padre nos dice que le dejemos porque si no, “no se moverá en toda la tarde”, asevera. Y nos tenemos que ir por delante de él para que nos vea. Papá saca un azucarillo que se guarda cuando toma café en el bar y lo pone en la palma de su mano. Lucero lo traga de un lengüetazo y cuando nosotras estamos ya lejos se levanta “Vaya burro” exclamamos las dos al unísono y aunque nos reímos a carcajadas, estamos rabiosas. La senda se hace por momentos más difícil, se eleva, se retuerce como un ovillo hasta dejar de parecerse en nada a un sendero. Mi prima y yo nos tenemos que agarrar a pequeños arbustos secos y trepar como cabras. Nos arañamos las piernas con cardos y ramas de tomillo que hay dispersas y las dos estamos ya arrepentidas de haber venido, pero al mirar hacia atrás sólo se ven campos secos recorridos por un laberinto de caminachos imposible de desentrañar. Al frente las peñas de Cellorigo están más cerca pero apenas si se ve un trocito de la parte de arriba. La luz del sol incide justo encima y parecen los lomos brillantes y lisos de dos elefantes jóvenes. Al fin llegamos, los melocotones cuelgan a cientos de los árboles. El olor invita a lanzarte sobre ellos y comer sin parar pero estamos tan cansadas que antes nos sentamos en el mismo borde del majuelo con los pies colgando en el terraplén. Papá ata a Lucero a un arbusto. Coge melocotones del suelo y se los pone a su alcance porque le gustan mucho. Le rasca entre las orejas y le da una palmadita en el lomo. Tira una suave brisa y los melocotones están buenísimos. “Vamos a darnos prisa antes de que salga el norte” dice papá, ¡pero estamos 14


tan cansadas! El Pipo recorre las escasas cepas y se come lo mejor de cada una. Cuando se sacia se tumba a nuestro lado con la cabeza aprovechando la sombra que proyectan nuestros cuerpos ¡Qué perro!, pienso para mí. A lo lejos, la línea azul de la Sierra de la Demanda se funde con el cielo. “El monte más alto que se ve es San Lorenzo”, señala papá que no para de echar melocotones en las alforjas, a punto ya de reventar. Las nivela para que Lucero lleve la misma carga en los dos lados. El sol empieza a caer tras las peñas de Cellorigo. La luz roja da a los elefantes un aspecto más viejo como de padres, o abuelos arrugados. El norte ha salido y ya no hace calor. Empezamos a bajar agarradas a los matojos. Caminamos muy despacio y Lucero también porque va muy cargado. Sólo se ven campos amarillos ya segados y pequeños majuelos colgados en las puntas de las lomas, en las laderas, los carasoles… Mi padre explica a mi prima que lo que no vale para otra cosa se hinca de viña. Tienen las hojas entre amarillas y rojas dependiendo del tipo de uva. Los árboles lo salpican todo. En los perdidos hay higueras, membrillares, almendros y zurbales frondosos y altos. Entre las cepas ciruelos, melocotoneros, perales, manzanos, guindos y sobre todo cerezos. Las cerezas ¡qué ricas! Papá tiene muchas y a él y a mí nos encantan. A la izquierda, confundida con el amarillo de los campos se ve la cumbre de la morena de paja. Es tan alta como una casa. Enseguida vendrán los pajeros a llevársela. No le digo nada a mi padre. No quiero que recuerde. El año pasado se quemó en los días de las fiestas de septiembre. Se conjuraron el fuego y el viento y todo el pueblo lo pasó muy mal. Papá el que más, porque nuestra casa estaba muy cerca de la morena. Fueron días terribles. Las cordadas de gente, de todos, con calderos desde la Fuente Dura. Los hombres apostados en los tejados, vigilantes para que las chispas que el viento echaba sobre el pueblo no prendieran en las vigas de madera de las casas. A mis her15


manas y a mí nos llevaron a casa de mi abuela, a medianoche, ante el peligro de que nuestra casa ardiera. Recuerdo que no nos dejaron ver las llamas que se elevaban cientos de metros y que prometían comerse el pueblo, pero no las olvidaré nunca porque se reflejaban en las lágrimas de mi madre y mi tía cuando bajaban del ventanillo del alto. Hasta los ojos de mi abuela siempre tan serenos tenían un velo de inquietud y el ímpetu de su voz estuvo por esos días más apagado. Los bomberos llegaron tres días después, cuando ya el pueblo se recuperaba del frenético esfuerzo y de la montaña de paja sólo quedaban unas pocas pavesas humeantes e inofensivas. Asoma, como saliendo de un hoyo, el campanario de la iglesia del pueblo. Arriba del todo el gallo que señala los vientos. “Ahora sopla el norte, ¿a qué sí papá?”, digo satisfecha. Mi padre sonríe. “Entonces, ¿para dónde mira el gallo?”. “Para Cellorigo, digo sin pensar”. No -me corrige él- el norte está más hacia tu izquierda, hacia Galbarruri”. “¡Mira, ahora llega la cigüeña!”, exclama mi prima sorprendida. Está de pie en el nido que tiene en el saliente del campanario”. Igual es el cigüeño”, apostillo. “No creo -dice mi padre- hace días que no le veo… sólo está la cría”. Desde casa le vemos pasar muchas veces al día cuando viene de los arroyos. Es como una vecina. “Ahí va la cigüeña”, decimos, como cuando vemos a las mujeres cruzar con los calderos de agua de la fuente. “¿Y dónde está el cigüeño tío…?”, pregunta mi prima. ¡Epa! exclama papá girándose hacia Lucero. Estamos tan entretenidos mirando la cigüeña que papá no se da cuenta que Lucero se ha parado hasta que siente el tirón del ramal. El burro hinca los cuartos traseros y luego las patas delanteras. Los melocotones saltan a borbotones de las alforjas y se precipitan por el sendero chocando unos con otros como un río amarillo buscando los remansos. Yo pego patadas a Lucero en los ijares “¡Burro tonto, tonto!”. Mi padre me detiene con un grito “¡Eh, eh… déjalo!”. Le miro sin comprender. “Ha tirado todos los melocotones”, grito furiosa, como si él no lo viera. “Sí -me recrimina- pero pegándole no los va a recoger”. Coge la bota 16


de agua que lleva colgada al hombro y nos la pasa para que bebamos. Él se sienta en una piedra, se rasca la cabeza, se acomoda la boina y observa, con una mirada entre contrariada y divertida, a Lucero que mastica, como si nada, un melocotón que ha pillado del reguero que recorre la abrupta senda. El sol ha dejado un rastro rojo tras las peñas de Cellorigo. Desde el este una cortina oscura avanza con rapidez hacia nosotros. El norte, que sopla con fuerza, barre el estrecho y polvoriento sendero y va cubriendo los melocotones de un fino polvillo blanco. El Pipo se ha cansado ya de buscar conejos y está acurrucado entre las piernas de papá. Nosotras arrebujadas en nuestras chaquetas tenemos frío y miramos a mi padre que mira a Lucero y el río de melocotones que cubre el camino y sigue rascándose la cabeza bajo la boina negra. A lo lejos, en el campanario de la iglesia, el tableteo acompasado de la cigüeña se confunde con las campanadas lentas y monótonas del reloj.

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EL ROSAL

La luz del sol de esta mañana fresca de primavera ilumina el rosal desnudo todavía, que cubre y envuelve como tela de araña la gran pared de piedras de sillería, se cuela por las puertas entreabiertas del balcón y calienta la mantita que protege las piernas de la anciana sentada frente a ella en un sillón. La cortina de antiguo y finísimo encaje tiembla y se ondula suavemente y su imperceptible murmullo lo ahoga el ruido mecánico que proviene del exterior. La habitación de techos altos, suelos de antiguas baldosas ajedrezadas, paredes blancas y muebles oscuros está entibiada por un radiador, único rasgo de modernidad. La anciana inmóvil pierde su mirada en el patio cuajado de cerezos florecidos donde una pala arranca la tierra a montones. Arriba, sobre la colina, el camposanto y más allá, a lo lejos, recortada por la negrura de los cipreses, la cumbre blanca de San Lorenzo. Sólo un pequeño temblor en sus manos, agarradas la una a la otra sobre la manta de cuadros, denota que está viva. La puerta tras de ella se abre con cuidado y una mujer entrada en años mete la cabeza con cautela, pero sorprendida entra y se dirige hacia la anciana con rapidez. -¡Madre!, ¿Cómo se ha levantado tan temprano? ¿Por qué no me ha llamado?... Ve la puerta del balcón abierta, corre presurosa hasta ella y la cierra. El ruido de la máquina se atenúa. Se vuelve y se acerca al sillón. -¿A santo de qué abre la ventana madre? Va a coger frío. Las mañanas son frescas todavía... Le toca las manos con suavidad y se acerca al radiador. Manipula los mandos y murmura “el radiador encendido y la ventana abierta”. Se vuelve hacia la anciana y la mira fijamente. 19


-¿Qué le pasa, madre?... ¿Está bien? La anciana no se mueve. Un suave refunfuño parece salir de su garganta. Su mirada traspasa los garabatos de la cortina y se pierde en los movimientos de la máquina. La mujer sigue su mirada. -¡Ah, es eso!, dice con un suspiro. Madre, ya sé que usted no quería, pero es una oportunidad. No quisimos decirle nada para que no se preocupara..., como usted se disgusta por todo… -Podíais haber esperado a que me muriera, dice con energía. -¡Jesús! Uno no se muere hasta que Dios no quiere. Nos hemos de morir nosotros antes... -¡Ahí tienes qué bobadas!, dice la anciana con rabia levantando la vista hacia la mujer. -¡Bobadas!, pues como que no estamos peor nosotros que usted. Yo ya les dije que a usted no le iba a gustar, pero cosa de muchos… -No tenía que haberos dado nada, dice con resignación paseando la mirada por la habitación. La mujer agacha la cabeza y se aleja hacia la puerta. -Voy a por el desayuno, dice bajito. Mira a la anciana de soslayo mientras abre la puerta y luego sale cerrando con suavidad. El runrún apagado de la máquina llena la habitación. La anciana vuelve a fijar la mirada en el exterior. La luz del sol sobre el acero le trae a la memoria el recuerdo de otra época, del vestido de terciopelo azul oscuro con el que llegó a aquel patio una mañana triste y fría de hace ya muchos años. Había saltado casi en un suspiro del colegio de La Salle de Burgos a la iglesia de Santa María de la Redonda de Logroño para unirse en una boda concertada por su padre a un hombre casi desconocido. Todo por amor a su padre. Se dejó llevar, como en un sueño. Sus protestas fueron luego doblegadas por él con veladas amenazas, con falsas promesas. ¡Si su madre hubiera estado!, pero... una noche dejó la 20


rueca de correr... “Tu madre... se muere...” Todavía se recuerda, el vestido de muselina blanco, el moño hecho un ovillo, bien prieto arriba de la nuca como habría de llevarlo el resto de su vida, el aplomo que siempre tuvo de sobra y la inocencia de sus pocos años mientras recita en el escenario del colegio. Sus ojos negros clavados en los negros de su padre. “Cerradas todas las puertas esto es una sepultura ¡ay!, ¡qué noche tan oscura!, ¡qué diferente de otras noches madre mía…!” Era una historia de malas madrastras con la que buscaba quitar al padre ilusiones vanas y que recitaba solo para él aunque hubiera frente a ella cientos de padres. Había ganado la batalla, pensó entonces…, pero no la guerra... No le dio madrastra, no; pero no le perdonó la afrenta y se lo cobró bien caro. Él también le mira otro día, sus ojos negros en los suyos, fijos, muy fijos y el susurro lento y frío que atraviesa el tiempo y sigue oyendo como entonces, “te casarás con él porque yo quiero… y si no…” “Y si no, ¿qué?…”, le diría ahora. Pero entonces… se casó. Su padre quiso endulzarle la boda o quizá acallar la conciencia con una gran celebración en el mejor hotel de Logroño; pero, pese a los años, recuerda con un dolor que le recorre las envejecidas entrañas, aquel día por la traición de su padre, ¡tan cariñoso! La dejó a su suerte. “Lo que tu marido diga” y su marido, su amo desde entonces la apartó de todo lo suyo. Atrás quedaron sus queridas primas de Zuñeda, las monjas, los estudios, los libros, el teatro en el comedor del colegio… Llegaron tres días después de la boda. Cruzaron la provincia en coche y luego a caballo. Ella sobre una hermosa yegua blanca. Entró en el pueblo ante la curiosidad de unas gentes que se echaron a la calle como si de una atracción de feria se tratará, porque así se sintió ella al paso firme de la yegua. Las calles atestadas de mujeres, hombres, niños oscuros y silenciosos que le miraban desde el suelo embarrado. La señorita del colegio y el tratante analfabeto, pensaban. Eso fue ella, un trato más de los muchos que su marido concertaba en las ferias de la comarca y Torrelavega, incluso. 21


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