Sin Limite de Tiempo

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Sin Límite de tiempo Crónicas de la lucha libre Universidad Autónoma Autónoma de de Nuevo Nuevo León León Universidad Secretaría de de Extensión Extensión y y Cultura Cultura Secretaría

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La lucha libre es, además de un deporte extremo, vértigo, lumbrera, salto al vacío, tirón de músculos, espectáculo, teatro, circo, mímica, toreo. Un mundo de explosión. Una vida en situación límite. Delirio. Deleite, catarsis: tobogán. Carne de gimnasio. Acuerdos desde antes. La lucha libre es literatura, periodismo. Y en este libro, Sin límite de tiempo, compendio de crónicas, toman presencia dos ámbitos poco frecuentes: la literatura y el periodismo de deportes. Conjunción atiborrada de malabarismos poco creíbles. La crónica, género periodístico, recupera la cobertura de eventos deportivos que poco acceden al terreno de la literatura que se pone el atuendo de luchadores y abre el campo a las posibilidades de la palabra escrita. Leer este libro a una función de lucha libre. El lector es espectador. Arnulfo Vigil Montemorelos, N.L. México, 1956. Es poeta, periodista y editor. Ha obtenido el premio Monterrey de Crónica Literaria con su libro Polka para un canto de cerveza. Es premio nacional de Poesía en dos ocasiones. Autor de varias recopilaciones: De tu querida presencia: poemas a Che Guevara, Poesía gay regiomontana, El ojo de vidrio: Antología de la crónica en Nuevo León, MMM Marilyn, Escalera al cielo. José Gandhy Mares Martínez “BLACK TERRY JR.” México D.F., 1984. Fotógrafo desde el 2003. Ha colaborado en diversas revistas del medio luchístico como: Luchas 2000, Dos de Tres, Enciclopedia de Máscaras, Grandes Figuras de la Lucha Libre y actualmenente en Box y Lucha. Ha participado en varios sitios de internet desde donde promueve su obra fotográfica. Su pasión por la lucha libre le viene desde la infancia, y se debe a que su padre es luchador profesional en activo desde la época del Toreo, de ahí su seudónimo “Black Terry Jr.”

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Sin L铆mite de tiempo Cr贸nicas de la lucha libre


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Sin Límite de tiempo Crónicas de la lucha libre Arnulfo Vigil Compilador

José Gandhy Mares Martínez Fotógrafo

Universidad Autónoma de Nuevo León Secretaría de Extensión y Cultura










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Los galanes enmascarados Arnulfo Vigil Pero toda lucha libre es en el fondo el retrato del concepto de moral pura: la libertad. ROLAND BARTHES

Para Facundo Ríos Leos, luchador del fotoreportaje

E Primera caída

spectáculo, obra de teatro, gimnasia, aerobics, ballet de músculos, auto sacramental laico, catecismo televisivo, deporte, circo, carnicería para caníbales chimuelos, terapia colectiva. La lucha libre reúne en su esencia una ristra grandísima de significación y puntos de vista. De ahí su importancia, su trascendencia en la historia y su preferencia entre el público, ubicado en las clases de medio y bajo talante e igual rol social. La lucha libre, además de todo, constituye una esquina sin telarañas, que sin duda alguna, forma parte del mosaico de elementos (disonantes) integrantes de la cultura –en ampliación– nacional, más allá de la identidad y demás metafísicas de cursos por correspondencia. Elemento, que en las situaciones límite, sigue perviviendo

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inmaculado en su esencia aunque en sus accidentes manifieste ciertos afanes “cosmopolitas”, pero que, en el fondo, no es sino una de las características del llamado pancracio. (¿Cómo entender la lucha sin un gladiador oriental, sin un ninja?) En los bordes de la era cibergótica, cuando se revalúa toda la axiología usada, sólo la lucha libre sobresale con todo su cargamento de risas y aplausos, de iras y benevolencias, de odios y gratitudes, de diversión y tragedia, de misterio y claridad. En la era cibergótica la revisión es obligada, pero la lucha libre, llegado el turno, quedará como lo mismo, como siempre: espectáculo, obra de teatro, gimnasia aeróbica, auto sacramental... Si desde el punto de vista del psicoanálisis radioactivo –aquel que transmite y recibe, o, en otras palabras, ambidiestro– la lucha libre es la terapia que ayuda a las clases marginadas a desahogar su rencor y su impotencia, la triste realidad de saberse menos y comprender que así va a ser toda la vida porque no hay maneras eficientes de transformar el destino; desde la óptica del espectáculo, el deporte de los


costalazos es precisamente el costalazo como forma de hacer reír, de provocar hilaridad en un público que desembolsó en busca de eso y de algo más, de la contraparte de la hilaridad: la tragedia. Como espectáculo, la lucha libre grapa en sí misma la comedia y la tragedia, ingredientes que ninguna obra de teatro clásica conjunta con tan gran éxito. Ni siquiera el mejor Shakespeare lo logra. Como terapia y como espectáculo, la lucha libre logra la simpatía del público, porque le toca zonas importantes: la posibilidad de mentarle la madre al patrón personificado en el rudo (mientras más rudo más méndigo), la oportunidad de hacer algo por el prójimo maltratado al defender al técnico que ya no siente lo duro sino lo tupido, la opción de gritar, reír, aplaudir sin cortapisas ni tapujos, la chanza de ser felices y también de sufrir ante la certidumbre del triunfo del bien y la incertidumbre de la derrota del mal. Psicología y arte de masas. El resultado de la mezcla simbiótica: el descanso espiritual y la tranquilidad de la diversión garantizada. Como espectáculo de masas, la lucha libre no pretende convencer –como los filósofos racionalistas y dialéctico-personalistas y postneos y revisionistas de la misma habencia pírrica pensada en Cadereyta o en Zacazonapan– sino complacer y agradar – con su vertiente de desagrado–. De ahí su aceptación general y casi casi fanática. No sucede con una obra de teatro, ya que ésta, por el contrario, busca lucir, educar, sensibilizar, catequizar una conciencia que tan sólo

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quiere librarse de los catecismos laborales y familiares, además de otras rémoras de la vida cotidiana cuando no, de la misma rémora que es la vida cotidiana realizada entre los pagos en abonos y la amenaza de perder el empleo. En esta esquina, las ilusiones perdidas; en esta otra, la posibilidad de triunfar como árbitro: la triste realidad nacional de la crisis que en los linderos de la postmodernidad ya se ha convertido en algo de todos los días más que en un término meramente económico. Por una parte, la realidad ha devastado todos los intentos de recuperación económica y también las alternativas porque los elementos bursátiles están imposibles por la larga serie de requisitos que exigen para soltar un préstamo que reactive la producción; por otra parte, las alternativas sociales, políticas y económicas, autogestionarias o independientes, no alcanzan a construir una mínima metodología de trabajo, mucho menos una orquestación verdaderamente democrática y colectiva. En medio, como un árbitro de lucha libre, las instituciones oficiales se balancean en una cuerda floja que no alcanza a definirse bien. Pero en los momentos cruciales siempre beneficiará a los poderosos y a los perversos, porque, todos lo sabemos, en la lucha libre no hay árbitros honestos, ya no se diga imparciales. ¿Por qué gusta tanto la lucha libre en México? Por lo que se ve, porque es algo más que mera terapia y espectáculo. ¿Está usted de acuerdo? Entonces, quítese la máscara.


Segunda caída – ¡Quítale la máscara! ¡Quítale la máscara! El Matemático aplica un fuerte candado a la peluda cabeza del temible Sangre Chicana que bufa de dolor como un animal herido. No duda ni un momento pegarle en las partes nobles al técnico encapuchado para soltarse de la llave. El público, encendido, abuchea la acción del rudo y también la actitud del réferi que se hace de la vista gorda, al tiempo que intenta despistar su “descuido” preguntándole al respetable qué sucedió, sin esperar otra respuesta más que la de rigor: una miríada de mentadas de madre. –¡Réferi vendido, ponte lentes! ¡A ver si no miras cuando yo faulé a tu hermana! El Matemático, hecho un ovillo fetal, jala aire desesperadamente. Sangre Chicana se da gusto pateándolo: no cabe duda que “el pocho maldito” no tiene instintos. El réferi, con remordimiento de conciencia, no se da abasto para detener la golpiza. La multitud ruge, aúlla, barrita; clama misericordia para El Matemático y el infierno eterno para Chicana. Éste, entusiasmado con la golpiza que propina, carbura su actuación y reparte más patadas y puñetazos sobre la tumefacta humanidad de El Matemático, que a estas alturas, de seguro, ya ni sabe qué significa el cero o qué suma dos más dos. No le queda otra y se va fuera del ring, a ordenar los pensamientos y a recuperarse de los trancazos. Sangre Chicana alza los brazos como un gladiador que ha vencido a la

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bestia, a cambio recibe una rechifla superextra, pero eso no basta para que ceje en su empeño de sentirse el más malo del mundo. Y ensimismado en sus malditez no se da cuenta de que El Matemático ha subido al ring, camina por la tercera cuerda, da dos vueltas en el aire y le cae en los hombros para aplicarle unas espectaculares tijeras con las cuales va dar a la lona con toda su maldad. Sangre Chicana ya no puede contener las consecutivas llaves, patadas voladoras y uno que otro golpe con el puño cerrado que el científico le propina hasta que le aplica una rana con candado al cuello de la que Chicana ya no puede zafarse. El réferi, en un gesto redentorio, levanta la mano al vencedor enmascarado mientras agradece el aplauso del público que así se libera del sufrimiento que pasó junto a El Matemático, cuando éste ya no rendía cuentas de su actuación. El público olvida todo y se vuelca en aspavientos felices. Y es que espectáculo, obra de teatro, gimnasia aeróbica, auto sacramental laico, catecismo televisivo, deporte, circo, carnicería para caníbales chimuelos, la lucha libre es la mejor parábola –escenificada con superhéroes que, por añadidura, son de carne y hueso– de la vida de las clases populares en el sentido de que conocen bien a bien las penalidades de la existencia pero saben que tarde o temprano habrá una recompensa satisfactoria, muy diferente a los trancazos que da la vida. – ¡Campeón! ¡Campeón! ¡Campeón! Además de esto, la lucha libre en México reúne en su esencia una fila grandísima de

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significaciones, unos más, otros menos, pero todos dados a conocer en su momento: psicología, teatro, espectáculo, cine, deporte. La lucha libre capta la psicología popular, ya que reúne una serie de giros entre el bien y el mal; la lucha libre es una obra de teatro porque los luchadores actúan; etc.

Tercera caída Sin embargo, la lucha libre en el intersticio de fin y de principio de siglo, cuando la reconversión industrial, el neoliberalismo, la realidad virtual, el tecnopaganismo, la estética andrógina y demás merengues cobran valor, sigue perviviendo inmaculada en su esencia que es la concreción de los poderes que todo mundo desea pero que pocos, por no decir ninguno, tiene, ya que los superhéroes no se producen a cada rato sino de vez en cuando, si es que. En otras palabras, la esencia de la lucha libre, por decirlo en términos escolásticos, tiene la virtud de poner en el plano cotidiano aquello que tan sólo se sueña, se lee en los comics, en la literatura, en la tele o en el cine. La lucha libre da héroes al público. Además, al mismo público lo pone en la órbita del mundo entero y de varias culturas: gladiadores orientales, yudokas, karatekas, monstruos, indígenas, vaqueros, etc. engendros, etc. superhéroes, cómicos, etc. extraterrestres, seres de ultratumba, vampiros, ciborgs, aliens. Y en los atavíos prevalece el color negro.

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Bellezas crueles En el origen de los tiempos, cuando las civilizaciones ignotas empezaban a conocer la creación de los dioses, los guerreros disputaban la seguridad de los muros peleando a brazo partido contra demonios y criaturas monstruosas originadas por el choque de elementos químicos primarios. Entre esos guerreros, pronto despuntaron, por su rabia y coraje, mujeres gladiadoras que a falta de hombres se tenían que consolar consigo mismas, es decir, batirse en duelo contra seres fantasmales y uno que otro rival de carne y hueso. Eran hordas de mujeres que no usaban desodorante ni se depilaban para ir a la playa, al contrario, sus indumentarias decían de protección para días y noches de combate. A lo largo de la historia, cundo los humos de la creación se iban calcificando, las mujeres se apartaron a lugares secretos, remotos, protegiéndose y protegiendo los secretos que les permitían ser bellas y fuertes a la vez. En las noches realizaban furtivas salidas a los campos para asegurar bienes materiales que les permitieran la subsistencia, logrando acumular tesoros fabulosos y una que otra oferta de Sabritas para participar en los programas de concursos, obviamente disfrazadas de edecanes. Con el transcurrir de las eras, las mujeres, conocedoras de los encuentros de contacto, abordan nuevos espacios. Su misión: rescatar para las de su género los espacios arrebatados por el hombre, y más que eso, perdidos por



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la sumisión de las mujeres, contentas con tener los hijos que Dios les dio y lavar los molcajetes y metates con Fab limón ultrablanqueador. De esta manera, las mujeres se enfrentaban con rivales de su mismo sexo, cuestión que antes sólo hacían en la intimidad porque es necesario demostrar su ferocidad y ternura, su belleza y su fortaleza física, su temperamento y su sentimiento, su poder y su debilidad. Y eso fue lo que sucedió a principios de agosto del presente, en uno de los combates más memorables que se tienen registrados en los anales de la historia, cuando las gladiadoras Miss América y La Hija de Lizzy se enfrentaron a dos de tres caídas sin límite de tiempo, en el coso de la Arena Coliseo. No sólo saltaron chispas sino verdaderos chisguetes de luminosidad, y no sólo porque lucieron unas entalladas tangas deportivas sino porque las llaves y candados se sucedieron interminables en un desfile pasmoso y alebrestado. La Hija de Lizzy demostró porqué es la hija de tal, con una retahíla de mamporros y piquetes a los ojos, aunque Miss América, quien como debe ser en las aventuras ideologizadas del actual imperio, no cantó mal las gruperas, luciéndose con sus planchas... deportivas, por supuesto. La belleza se demostró a cada rato, la belleza de Miss América, desde luego, ya que la Hija de Lizzy, trae máscara, a lo mejor está más bonita, no sabemos, porque la gladiadora guarda con celo los secretos de su rostro.

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Indomables las dos. Apasionadas ambas. Total, un encuentro apoteósico, como no ha habido igual, quedando grabado en los criptogramas del tiempo.

La dura venadita En una tranquila aldea, rodeada de bosques tropicales y campos silvestres, donde pacen tranquilamente faceldomos, gasterópodos, colílidos, icmadófilos, chacmas (monos catirrinos de la familia de los cinocefálidos), Beatles y camionetas Lobo, llamada Ciudad Guadalupe, lejana a la gran metrópoli, surge una amazona bengala, tan gárgola, que se bate contra cualquier desconocido(a) que ose romper con la armonía de su bando. Lo más inverosímil de todo es que esta amazona tiene una peculiaridad que la hace diferente a las demás: su edad, apenas roza los 17 años. Es menuda como un soplo de gorrión, y más atractiva que una estrella de cine (por ejemplo Vitola) pero es hermosa, es decir, hermosa lo que se dice bella, tanto que hasta una caja de chocolate con menta se queda corta. Su nombre trae a la mente los recuerdos de los sones bucólicos y contagia la gracia y la elegancia, se hace llamar: “La Venadita”. Chaparrita pero valiente, de gran bravura, como son las venadas en el monte. Tan es así que se ha enfrentado con luchadoras de gran fiereza y experiencia, que son verdaderas demoledoras: Martha La


Sarapera, La Bruja y Polly Star, a quienes La Venadita les ha dado batalla. La Venadita se inició en la Escuela de Lucha Libre de Ciudad Guadalupe, siendo casi una niña, pero al paso del tiempo ha adquirido las enseñanzas de sus maestros, de tal manera que ahora tiene las herramientas necesarias para enfrentarse a cualquier enemigo(a). A lo largo de sus cortos días, ha desarrollado un trabajo sobre la lona de los cuadriláteros que le profetizan un futuro rico en triunfos, toda vez que no descuida el entrenamiento y pone en práctica las enseñanzas de los viejos brujos de la tribu. Hasta ahora, los aficionados la han convertido en su consentida puesto que reúne la fragilidad de una niña con la fiereza de una guerrera rural. Es natural en una persona que ha sabido sortear las dificultades de la vida con el tesón propio de los heraldos de la justicia. En el encordado ha sabido dar lo mejor de sí, es decir, ha sabido darse. En cada función los aplausos refrendan las ganas que le pone a los combates. Uno de los factores que le permiten vigilar la tranquilidad de su familia, es que, con verdadera devoción y fruición, realiza sus ejercicios diarios, no sólo aerobics sino levantamiento de pesas y otras rutinas que le permiten estar siempre en forma para lograr el fortalecimiento de las abdominales y los muslos y los bíceps y el cuello y las pompis y estar lista para enfrentar a sus rivales. Y, lo más importante, ha sabido hacer alianzas con otras amazonas de su bando que

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buscan lo mismo: la justicia en la lucha contra las eternas malvadas que merodean, cual lobas rabiosas, los sitios de tranquilidad y sosiego. Claro, ella es: La Venadita.

Tiffany: la bella y fuerte De las rosas se desprenden las espinas. En la Edad Media, las mujeres, mientras hacían la comida para sus esposos jornaleros, empuñaban las armas ante el acoso de las gavillas de bandoleros. De ahí se desprende la participación de la mujer en espacios no siempre al mismo nivel. La belleza se conjunta con la fiereza. ¡Oh, cielos!, la situación es realmente peculiar. De veras nos da gusto tener entre nosotros un campeón de lucha libre y más aún si es del ramo femenil, esto lo digo por Tiffany (la bella y la fuerte, la amazona y la madona, la emperatriz de lavapiés y la heroína, la aventada y la pudorosa, la temida y la confiable, la suculenta y la tierna, la grupi de sí misma y la admiradora de todos, la gentileza y la concupiscencia) la hermosa luchadora que se coronó como campeona nacional femenil tras derrotar a la tremenda gladiadora Martha Villalobos, alias la jamona, la fodonga, la subekilos, la matrona, la camelia, la señora de las robustas colinas, la piernudota, la feroz amante del Diablo mismo. Esta lucha fue de la siguiente manera, no por singular increíble: Tiffany apostaba su cabellera y Martha su campeonato, por lo que, si la Villalobos ganaba entonces Tiffany saldría


obviamente al estilo Sinead O’Connor, Ely Guerra y Marcela nuestra amiga actriz, pero si Tiffany triunfaba Martha perdía su cetro. Al final nuestra (m)amazona, Tiffany, se coronó monarca nacional y de paso salvó su brillante, sedosa, blonda crencha, lo que significa para nosotros un orgullo grandote tener a esta regiomontana campeona. Cabe mencionar que Tiffany es la primera luchadora de Monterrey que obtiene este codiciado cetro, más deseado que el báculo del Papa, el cinturón a nivel nacional, porque la joven esteta ha llegado al pináculo de la gloria y cómo no, si desde sus inicios le ha puesto

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muchas ganas a este deporte, además ella estuvo bajo las enseñanzas de su señor padre El Vasco (QEPD) con quien aprendió lo que es el buen luchar. Pero no hay historia de amor sin tragedia. Si bien Tiffany inició su carrera en el bando técnico y en ese estilo se convirtió en lo más sagrado para el público que tanto apreciaba, de repente –como Porfirio Muñoz Ledo en las pasadas elecciones– se cambió al lado de las rudas. Y fue precisamente aquí donde se transformó en un volcán en erupción destrozando a sus enemigas antes amigas, pero


siempre haciendo notar que como luchadora es lo máximo y ahora como campeona está demostrando toda su gran categoría. Tiffany pertenece a la generación de nuevas luchadoras que además de conjuntar sensualidad y músculos, delicadeza y artes marciales, tejen la mantilla aromática del deber conquistado. Sus nombres: Princesa Sugey, Diana La Cazadora, La Monster, Serpiente, Lucero, y muchas más. No cabe duda, la participación de las mujeres en los campos antes restringidos es cada día más evidente: en los deportes de contacto es donde más se muestra que las puertas se han abierto a la participación de las nuevas mentalidades. Esa es otra historia. Lo que aquí se suscribe es la lucha libre diaria de la mujer.

La “Ola Lila” Ahora es más fácil. Pero cuando la lucha libre iniciaba era prácticamente imposible hubiera cabida para atletas que tenían costumbres sexuales diferentes a las varoniles. Impostación, sí, pero también un viso de realidad. Si en el ejército, si en los seminarios religiosos, si en la Revolución Mexicana participaron guerrilleros que tenían otras preferencias sexuales (e incluso eran los más bravos) ¿por qué no podría haberlos en la lucha libre? Si bien se toma la medida de que el rudo deporte guarda sus amplias dosis de violencia, de fuerza física, de valentía, de esfuerzo

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extremo, también los homosexuales pueden ser luchadores y no le piden nada a nadie en el terreno del deporte. Los primeros combates de lucha libre, con estructura en condiciones elementales, combinaban la condición física con la espectacularidad, pero la principal lucha se desarrollaba abajo de la lona: atraer al público. Y si las máscaras y los nombres insólitos llamaban la atención y despertaban la fantasía colectiva, uno de los recursos fue presentar a luchadores con tendencias afeminadas que se conocerían posteriormente con el nombre de “exóticos”. Uno de los primeros fue Jorge El Hermoso, de procedencia estadounidense. En la década de los cuarentas aparece en el ring el que quizá sea el segundo luchador “exótico” de amplio cartel, inaugurando un estilo y un mote que se perpetuará en la historia de la lucha libre: Gardenia Davis. Aparecía con un ramo de gardenias que regalaba al público que sonreía entre sorprendido, nervioso y extasiado. El atuendo era evidentemente femenino, por los colores y el estilo de la costurera. Y su lucha era doble: por un lado tenía que vencer a sus oponentes arriba del ring, los cuales en su mayoría no podían ver que un ser del tercer bando se pusiera al tú por tú con ellos, y la otra, en términos sociales: vencer al machismo, caracterizado por la homofobia. En los cuarentas, ser homosexual era sinónimo de denuesto, depravación, de actos contra natura, de hechizos diabólicos, de turgencias mal encaminadas. Los homosexuales eran


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humillados, despreciados, golpeados y hasta detenidos por la policía, de tal manera que los luchadores exóticos representaban los súper héroes que simbólicamente los defendían contra los malvados. Los luchadores exóticos tuvieron el aplauso preferencial de aquellos que compartían las mismas “tendencias”. Flores para las flores. A la trayectoria de Davis se suma El Bello Kaliffa, quien subía al cuadrilátero con un edecán que lo perfumaba y lo peinaba. Iniciaba una saga que perdura hasta nuestros días y que ha tomado dimensiones de normalidad. Además de enfrentarse a sus odiados rivales, el Bello Kaliffa tenía que enfrentarse a un público respondón que sin saberlo, es decir, sin registro en sus aparatos gnoseológicos personales, manifestaba la fobia que en este caso es homofobia. A los insultos, El Bello Kaliffa respondía de dos maneras: como un verdadero luchador, con estilo, con elegancia, con dotes olímpicas, y con una simpatía que sobresalía a sus tendencias sexuales. Los asistentes, ante el espectáculo, brindaban aplausos y sonrisas: la simpatía de Kaliffa los atrapaba haciéndolos olvidar que estaban reconociendo a uno de “esos” que en la calle no podían ver. Hizo escuela. Al estilo de los dos antecesores se sumaron otros, cada vez más graciosos y cada vez mejores luchadores: Adorable Rubí, Rudy Reyna, Bello Filli, El Bello Perfumado, Sergio el Hermoso, El Bello David, El Bello Greco. Posteriormente, en recientes generaciones: May Flowers, Pimpinela

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Escarlata, Casandro, Orquídea Negra, Chica de Arabia, Alondra. Su manera de luchar, abajo y arriba del ring, la define El Bello Greco, en entrevista para la revista Espectacular: “La lucha, contra lo que creen algunas personas, no es una profesión para gente insignificante y vulgar, sino para seres muy especiales, como Sergio el Hermoso y yo, que llevamos doce años perfumando los cuadriláteros y demostrando que los aristócratas de este deporte-arte llenamos las arenas. A nuestro pueblo, que es señorial como nosotros, le gusta que sus ídolos huelan bien”. A la pregunta del reportero “¿Pero ustedes son rudos, cierto?”, el Bello Greco responde: “Rudos, pero elegantes, pues nuestra aristocracia en el ring no tiene igual. Somos la clase en la lucha. Condenamos a esos otros luchadores que suben al cuadrilátero sin bañarse y sin perfumarse. La lucha es un sacerdocio y como los sacerdotes de los templos más bellos oficiamos en el estado más limpio de cuerpo y alma”. Aún hay más. A la pregunta “¿Pero la lucha no deja para usar perfumes franceses?”, el Bello asienta: “Sí, a nosotros sí. No nos importa lo que ello cueste y la gente lo aprecia en todas las arenas donde nosotros oficiamos, es decir, luchamos. A la gente le agrada lo bien oliente y nosotros desde lejos olemos bien, muy bien. Antes de subir al ring, lo primero que exigimos es limpieza. Por eso repudiamos el olor a mugre de nuestros luchadores, que huelen a zorrillo, y si alguna vez nos ganan es por eso, por su mal olor que nos atonta”.

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Y más que con una huracarrana, los exóticos vencen a sus rivales con besos en la boca. Y el estimado público festeja.

Los réferis Más que las consabidas sal y pimienta y más que el acento en la i, y a un lado del papel de alfeñiques y chalanes, los réferis de la lucha libre son el otro espectáculo, la pura sabrosura, los que riegan la manteca, mientras se aferran a los dictámenes de un reglamento deportivo que es lacerado por la libertad que la misma lucha libre permite. La imparcialidad, esencia de todo juez, es rota por las simpatías o antipatías personales, y entonces el réferi ante la presencia del amigo, del compadre y del que de una forma u otra llegó a un arreglo, se vuelve compasivo o colabora con los rudos para detener las afrentas. Si los juzgados mercantiles, civiles o penales –donde supuestamente la justicia debe imperar– se convierten en mercados persas, donde el dinero es el único juez y la verdadera garantía de castigo o inocencia, los encuentros luchísticos no se quedan atrás, porque el réferi como casi todo agente del ministerio público, seducido por el signo de pesos, se convierte en cómplice de los culpables. El público grita furioso: ¡réferi corrupto! El réferi se convierte en aquel juez –mequetrefe abogado– que otorga fallos y sentencias por


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dinero, no por el juicio y el libre veredicto de la corte. Pero los réferis, como los burócratas tardantes, se defienden, alegan inocencia, imparcialidad, objetividad. En voz del popular Johnattan: “más que todo el réferi debe estar al tanto de lo que ocurre sobre el ring, sin voltear hacia otro lado, uno es la autoridad y hay que saber definir cada encuentro. Creo que sí es importante que un réferi entrene, puede ser una base para seguir activo”. Los réferis han sido luchadores. Y comparten el mundo de los atletas: participan en las giras, sufren lesiones, son vitoreados o vituperados, son la parte sensible del espectáculo. Y los nombres y las trayectorias se suceden en una espiral infinita: El mulato, El zorrillo, El güero Rangel, El qué pachó, Johnattan, Fifi Tovar, Nube Gris, Chucho Castillo, Eddy Cabrera, Apolo, Gato Montini, Tigre Hispano, Pedro “Mago” Septién, Miguel Linares, Arturo Rivera.

Las edecanes Amazonas en tanga, actrices en ciernes, vedettes improvisadas, bailarinas sincronizadas, encueratrices convertidas en asistentes deportivas, en secretarias de los porrazos, las edecanes son la parte sensual del espectáculo. Entonces, deporte, músculos y sudor se emparentan con las curvas delineadas por la naturaleza generosa y una que otra manita de cirujano, y los silbidos se vuelven coro concupiscente y el ring se transforma por

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unos momentos en pasarela de burlesque. No importa, el público popular funciona con un deporte popular y en un espectáculo de vodevil popular. Si bien, en los primeros combates de lucha libre algunos luchadores subían al ring acompañados de una valet, que los peinaba, les retiraba y cuidaba el equipo, los consolaba, los animaba, ahora esa excepción se ha convertido en algo usual. En las funciones las edecanes lucen sus atributos y forman parte de la programación. Envidia de las mujeres y admiración del núcleo varonil, las edecanes han transitado ser mera apariencia a luchadoras de verdad. Algunas de ellas no se han quedado –como monolitos– en el puro lucimiento sino que han tomado los arreos y figuran como luchadoras. Pero ellas, como se dice, son el atractivo visual. Es su profesión y reciben su premio: una lluvia de aplausos del respetable. Sharo Aceves, edecán maravillosamente dotada, quien fuera reina de la lucha libre, saltó del ring a los escenarios, actuando en fotonovelas semipornográficas (“¡Ardiente!” Casos Reales No. 695; “Noches de orgías”, Casos Reales No. 692; “Seductora”, Casos Reales No. 680) y alguna película XXX. Sharo Aceves define su labor: “Subir como edecán al ring es parte de mi oficio de modelo, además me gusta. En esta profesión hay que hacer de todo, ser versátil, participar en las luchas, los deportes, la actuación, cantar, porque una artista completa hace de todo. No me siento utilizada como símbolo



sexual porque así es mi personalidad, yo soy así. Aunque me vistiera de monja no podría ocultar mi belleza. Una edecán necesita tener personalidad, estatura, algo que llame la atención. Pero eso no significa que nos exploten o usen, porque en mi caso, yo amo la lucha, siento que es un trabajo como cualquier otro”. (Sin máscara ni cabellera, Lola Miranda Fascinetto, Marc ediciones, México, 1992.) Si en la lucha libre ciertas llaves sugieren posiciones sexuales, las edecanes despiertan apetitos eróticos sin llave.

Sobre la presente compilación No hay trabajo de reunión literaria sin la voluntad colectiva, es decir, sin la aportación siempre generosa y desinteresada de quienes

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participan en la obra. Y no existe recopilación sin el acceso a fuentes documentales de difícil acceso. La mayor parte de las crónicas aquí compiladas han sido tomadas de revistas ya desaparecidas; otras han sido proporcionadas por sus autores; y otras más han sido solicitadas sin previo aviso. Quiero agradecer, con la mano en el corazón, el entusiasmo siempre en altas de José Celso Garza Acuña, quien se ha convertido en mi editor favorito; al amigo de tantos años Rogelio Villarreal Elizondo. Y a una caravana de personajes –de tan reales, ficticios– integrada por Andrés Pérez Sustaita, a Luciano, a Genaro Saúl Reyes, a Diana la Cazadora, a Polly Star, a Pablo Cuéllar, a David Casas, a Pedro García Treviño, a Fernando Cavazos, a Julio Roque Pérez. Y sobre todo a aquellos que se me escapan.


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