ELENA DE TROYA

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XXV

El resto de la noche, las estrellas giraron a nuestro alrededor mientras nosotros nos adormecíamos y nos despertábamos, y nos abrazábamos una y otra vez, hasta que no hubo forma de distinguir la vigilia del sueño ni el descanso del amor. Yo atisbaba el cielo a través de las aberturas de la rústica tienda que Paris había preparado para nosotros, los mantos empapados colgantes y revelando los cielos. Envolvía mis oídos el constante rumor del mar. Todos mis sentidos estaban tocados por la novedad: mis ojos con la desconocida vista de Cranae y de Paris desnudo; mi nariz con el aroma de las flores silvestres especiales de aquella isla y el olor de la piel de Paris con mi rostro apretado contra su cuerpo; mis manos, con el contacto de su cuerpo, tan esbelto y cálido, tan distinto del de Menelao; mi lengua, con el sabor de su cuello cuando lo besaba; mis oídos, con el murmullo de la voz de Paris, lenta y soñolienta, apenas discernible por encima del ruido del oleaje. La noche pareció durar eternamente, mucho más que una noche corriente. Yo sabía que los dioses pueden hacer días o noches mucho más largos, si lo deciden, y quizás ése fuese el regalo de bodas de Afrodita para nosotros. Gradualmente las estrellas fueron desapareciendo y el cielo se volvió gris. Con la luz creciente, veía a mi amado durmiendo, podía estudiar cada uno de sus rasgos. Di gracias a Afrodita por aquella oportunidad, porque nunca había podido mirarle de verdad, o más bien mirarle hasta hartarme. El tiempo que habíamos pasado juntos en Esparta había transcurrido en compañía de otros, otros ante quienes no podía traicionarme, o sea, que nunca había dejado que mis ojos se recreasen en él. No sentía vergüenza ni remordimiento, nada salvo una excitación salvaje y felicidad, una felicidad más allá de toda felicidad, un éxtasis absoluto. Era libre. Había tomado el regalo que se mostraba ante mí, había pasado la prueba del valor, la prueba de si realmente deseaba aquella recompensa. Ahora mi vida podía empezar. Me esforcé por levantarme y, tras echarme un manto por los hombros, salí de la tienda, dejé la calidez y la protección que me ofrecían. Fuera, el viento soplaba entre los pinos y levantaba el polvo por el camino. Unas nubes oscuras cruzaban veloces el cielo. Me puse de puntillas y miré hacia el mar. En el otro extremo de la isla podía haber visto Gitio, pero todavía no quería verlo. No quería ver el movimiento de los hombres en la costa, buscándome. Quería mirar al otro lado del agua abierta, hacia el horizonte, lo más lejos posible. Pero cuando salió el sol, emergiendo de las aguas y convirtiéndolas en un camino dorado y resplandeciente, unas formas se dibujaron entre la niebla. Y lejos, en el horizonte, vi una isla que flotaba. Debía de ser Citerea. Gelanor me había hablado de ella cuando la vi desde Gitio. De pronto, sentí la necesidad urgente de estar allí, aunque él me había dicho que no podía. Quería hacer todas aquellas cosas que me habían dicho que no podía hacer. —¿Me dejas tan pronto? Paris estaba de pie junto a mí, y me atrajo hacia él, por detrás. Noté que sus fuertes brazos me rodeaban. Por un momento, al ver cómo se enroscaban en torno a mí, pensé en la serpiente sagrada, incliné la cabeza y le besé el antebrazo. —Nunca —dije—. Nunca te dejaré. —Ni yo a ti —dijo—. Ni yo a ti. —¡Ya veo que estáis despiertos! —nos interrumpió la voz de Eneas—. Eso está bien, tenemos que ponernos en camino —dijo, y vino andando hasta nosotros. Vi que examinaba nuestros rostros, intensamente curioso por saber cómo habíamos pasado las horas, esas horas que le costarían tan caras a todo el mundo. Por pura costumbre desterré toda expresión de mi rostro, para que no pudiera leerlo—. Tenemos que estar muy lejos antes de que se dé la voz de alarma. Probablemente ahora se estén despertando y echándonos de menos. Me imaginé a mi madre abriendo los ojos, bostezando y levantándose; a mi padre que salía del lecho; a Hermíone, todavía soñando. Hermíone. ¡No debía pensar en ella ahora! Mientras abordábamos el barco, vi el mascarón de proa y me eché a reír: era Eros. —¿Cómo han tallado esa figura? —pregunté. Eneas le echó una mirada. —La encargó Paris —dijo él. Zarpamos. Los hombres izaron la vela cuadrada y corrimos ante el viento del sudoeste, que nos impulsaba hacia Citerea. Para darnos mayor velocidad, los remeros trabajaban también. Nos dirigíamos hacia mar abierto. —Tendremos que pasar la noche en alta mar —dijo el capitán—. No tenemos elección; no hay fondeadero entre aquí y Citerea. Roguemos a Poseidón que no nos alcancen las corrientes traicioneras cuando todavía estemos en la oscuridad. —¿Qué quieres decir? —le preguntó Paris. —El de Citerea es un paso peligroso —dijo—. Muchas corrientes rápidas y rocas ocultas. Ésos son los peligros naturales. Luego están los piratas, pero ésos tienden a andar muy cerca de la costa. Hay un dicho: «Rodea Malea y olvida tu hogar». Debemos pasar por el oeste del promontorio de Malea para llegar a Citerea. Paris me abrazó. —Querida mía, tú deseabas aventuras —dijo—. Y las tendremos. —Me dirigió hacia el pasamanos—. Si pudiéramos hacer el amor en alta mar... Pero sería un desafío, con todos esos movimientos y balanceos. Como hacer el amor a lomos de un caballo, imagino. —¿Cómo? ¿Lo has hecho? Él se echó a reír. —No, pero sería una cosa muy troyana. —¿Por qué? Él se volvió y me miró atentamente al rostro. —No lo sabes, ¿verdad? ¿Es que no te han enseñado nada? ¿Y ese mago de palacio, ese hombre que sabía tantas cosas? ¿No te enseñaba nada? Su acusación, aunque fuese cierta, dolía: dolía porque era cierta. —Gelanor me enseñó muchas cosas, pero sólo las cosas que tuve ocasión de preguntarle. No era mi tutor. —Lo siento. No quería acusar ni menospreciar a nadie. Es que..., bueno, Troya es famosa por sus caballos. Mi hermano Héctor es conocido como el «Domador de Caballos». De modo que, por supuesto, en Troya hay muchas hazañas relacionadas con la equitación. Probablemente hay alguien por ahí famoso por su habilidad para hacer el amor en un caballo al galope. Yo me eché a reír.


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