ELENA DE TROYA

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XIX

Clitemnestra había venido para una de sus frecuentes visitas y estábamos sentadas juntas bajo el árbol de Hermíone. O quizá «debajo» sea un poco exagerado: en los cinco años transcurridos desde que se había plantado, había crecido más que mi cabeza, pero sus ramas inferiores todavía se hallaban demasiado cerca del suelo para que nos encontrásemos directamente debajo. Estábamos echadas en la blanda hierba del prado que quedaba junto al árbol en una agradable comida campestre, contemplando a nuestras hijas, que jugaban en la colina debajo de nosotras, corriendo y tirándose una pelota. Ifigenia tenía ocho años; Hermíone, cinco. —Ah, es una buena corredora, como tú —dijo Clitemnestra—. Mira cómo supera a Ifigenia. Las dos niñas corrían lo más deprisa que podían, entre la hierba. Yo temblé, recordando a mi envenenadora. —Mis días de carreras terminaron ya, me temo —dije. En realidad era una lástima que las competiciones de las mujeres terminasen con el matrimonio. Clitemnestra me parecía algo inquieta, y declinó el resto del vino. Así fue como lo supe. —¡Ah, estás embarazada! Ella asintió. —Sí. Agamenón está encantado, por supuesto, pero espera un hijo, al que quiere llamar Orestes..., «el montañero». Sólo Zeus sabe por qué ha elegido semejante nombre. Él no procede de las montañas. —Quizá crea que el nombre de alguna manera puede provocar el hecho. Que Orestes pueda escalar altas montañas. Ella se echó a reír. —Sólo quiere un hijo guerrero. Creo... que está ansioso de que haya una guerra. Se aburre, me parece. Supervisar un reino pacífico no le satisface. Lo que más deseaban todos los gobernantes era la paz, pensé yo, profundamente agradecida de que en los cinco años que Menelao llevaba como rey de Esparta las cosas hubiesen estado tranquilas. —Por supuesto, no soporta con paciencia la privación —dijo ella, muy bajito. Yo sabía lo que quería decir, y el habitual ramalazo de celos me invadió. Quería decir que ella y Agamenón, en la cama... Pero no podía pensar en aquello. A lo largo de los años, había intentado disimular mi frialdad en el lecho ante Clitemnestra, creyendo que era una forma de deslealtad hacia Menelao revelárselo. Lo que pasara (o no pasara) entre nosotros en la oscuridad era privado. Pero cada vez me resultaba más y más duro fingir, especialmente cuando se suponía que conocía cosas que en realidad desconocía. Se me daba muy bien fingir, pero me resultaba odioso. —¡Sí! —Intenté esbozar una sonrisa cómplice. —Me temo que se satisfará con alguna de las esclavas de palacio —murmuró ella. —Si es así, la olvidará al momento en cuanto vuelva de nuevo a ti. —Ah, por favor, teníamos que dejar aquel tema antes de que... —¿Nunca has tenido ese problema con Menelao? —Sus ojos buscaron los míos. —Yo..., yo... —Notaba que la sangre me invadía las mejillas. Ella se echó a reír. —¡Ah, perdóname! Olvidaba que eres muy modesta. Debes de estar por encima de estas... reticencias. —Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, tienes veintiún años y llevas casada ya seis años. ¿De qué otra cosa podemos hablar nosotras, las mujeres casadas? ¡Pues de cualquier cosa!, pensaba yo. ¡Por favor, de cualquier otra cosa! —Bueno, de nuestros hijos... Veo que Ifigenia es una niña muy buena, pero los poemas que compone para acompañarse con la lira son..., ¡bueno, Apolo debe de inspirárselos! Ella asintió. —Sí, es poeta. Me gusta mucho; es algo poco común. Realmente, como tú has dicho, un don de Apolo. Justo entonces las dos niñas vinieron corriendo, sin aliento, y se arrojaron en la manta. —¡Ella siempre gana la carrera! —dijo Ifigenia, señalando a Hermíone. —Igual que su madre —dijo Clitemnestra—. Pero, bueno, tú sabes hacer cosas que ella no sabe. Como componer para la lira. Ifigenia sonrió y se apartó un mechón de pelo de la sudorosa frente. Era una niña guapa, con el oscuro y rizado cabello de su padre y la piel clara de la madre. —Sí, eso me gusta más. Hermíone rodaba, sujetándose las rodillas despellejadas. Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre y no se acercaba ni de lejos a ninguna lira. Sus tíos, mis hermanos, se deleitaban en enseñarle a cabalgar y a disparar. Mi pequeña muñequita, que me había entregado mi madre, yacía olvidada. Menelao la adoraba, pero, por supuesto, asumía que al final tendría un hermano. —Ah, queridísima mía —dije, inclinándome hacia delante y pasándole la mano por los rizos. Su pelo era de un color oro brillante, como el mío, y a veces jugábamos a mezclar los mechones e intentar separarlos basándonos en el color. No podíamos, por supuesto, pero el hecho de ver que nuestro pelo era idéntico nos hacía sentir mucho más unidas. Miré a Clitemnestra y noté algo..., algo oscuro y opresivo. Era aquel don no solicitado de las serpientes, iluminando y señalando las cosas en el corazón de las personas. Veía algo en torno a ellos, podía oír ecos desde lo más profundo de su ser. Ahora lo vi en Clitemnestra. Había visto muchas cosas que no deseaba ver en los años transcurridos desde que las serpientes me lamieron los oídos; se me había concedido la visión de temas privados que debían estar vedados para mí. Y el sacerdote decía que podían ser tres los dones... Hasta el momento sólo aquél se había manifestado. Pero quizá, me consolé, no hubiese otros. —Clitemnestra, querida hermana —dije casi sin aliento—, ¿pasa algo? —No, desde luego que no. ¿Por qué me lo preguntas? Así que todavía no, todavía no. Y había que rogar a Zeus para que no fuese nunca. Pero el color que la rodeaba era oscuro y turbio. Un escalofrío de miedo me traspasó como un viento que soplase sobre un campo. Lo más crudo del invierno. Nada se movía en las aguas, los barcos permanecían fondeados en la costa, con los cascos llenos de pie dras para mantenerlos estables en la costa azotada por la lluvia, y sólo los más valientes o los más insensatos podrían arriesgarse a viajar en aquellos


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