ELENA DE TROYA

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LXV

Me maldije a mí misma por haberme embarcado en aquel viaje infructuoso. La bajada por las laderas de la montaña fue rápida porque se veía bien. Nuestros estómagos gritaban ansiando el alimento, los guardias que nos acompañaban iban refunfuñando, pero aun así pudimos bajar deprisa. Pronto estábamos en terreno llano y dirigiéndonos a Troya. Las murallas, bañadas en el resplandor del sol del amanecer, nos llamaban haciéndonos señas. Desde la distancia, Troya parecía igual que siempre: brillante, invencible. Su ciudadela, coronando las alturas, apenas era visible. Yo veía nuestro palacio, y el de Héctor, y el de Príamo, y el templo de Palas Atenea. Lo que no veía era lo que ocurría en su interior. Desde el exterior eran tan bellos como siempre; su vulnerabilidad no resultaba aparente, hasta que prendieran en ellos las llamas y cayeran. La puerta sur estaba abierta. Otra tregua en la lucha permitía a los troyanos dejar la ciudad, salir a los bosques a recoger hierbas y leña, pasto para los caballos y provisiones. Corrí hacia el interior de las puertas, ansiosa por ver a mi amado, y pronto conocí su estado por los guardias de la puerta: se aferraba a duras penas a la vida. Me agarré al hombro de Andrómaca. —¡No puedo soportarlo, no puedo soportarlo! —grité. —Sí, sí que puedes —dijo ella—. Si los dioses lo quieren, ¡ah, qué odiosos son!, deberás soportarlo. —¿Como tú? —Sí. Como yo. Eché a correr por la empinada calle hacia la ciudadela, pasando junto a las casas derruidas de la parte inferior de la ciudad. En parte veía que estaban desiertas, que sus propietarios habían huido, pero lo único que veía, en realidad, era a Paris. Paris, Paris. Con mi voluntad conseguiría que él viviese. Era imposible que muriese. No podía morir. No podía ser. Andrómaca y yo habíamos ido cogidas de la mano mientras subíamos hacia la ciudadela, pero entonces nos separamos y quedamos de pie entre su palacio y el mío. Me enfrenté a ella; ella, que lo había perdido todo en la vida, y yo, que todavía estaba en el borde del abismo. —Ven conmigo adentro —le rogué. Ella se llevó la mano a la boca. —Perdóname, Helena, pero no puedo. —Se mordió el puño—. No puedo presenciarlo otra vez. —Lo comprendo —dije, y era verdad. —Ve ahora —dijo—. Es posible que todo se haya arreglado. Lentamente, subí los escalones. A medida que me aproximaba a la habitación, el olor almizclado del incienso usado para disimular la enfermedad me envolvió. Y luego los inconfundibles sonidos de gente indefensa que corre de un lado a otro. Me quedé en la puerta y vi que los postigos estaban cerrados; recorrí la habitación y los abrí. Sí, yo abriría los postigos, Paris se incorporaría y me daría las gracias, volviendo la cara hacia el sol. De modo que yo otorgaba un poder curativo a los postigos; era prueba de mi total desesperación. Los sirvientes que atendían al enfermo se estremecieron al notar la puñalada de luz. Ésta dejó ver el humo del incienso que se enroscaba en el aire, de un azul grisáceo. Todavía no me había atrevido a mirar a Paris. Ahora ya no podía esperar más. Desde donde me encontraba, detrás de él, junto a la ventana, podía ver sus brazos rígidos y extendidos a ambos lados de la cama, como palos. Estaban tan tiesos que no podía doblarlos por el codo, y se habían hinchado de una forma horrible, como calabazas. Tenía las manos negras y tan tumefactas que no se distinguían los dedos separados. Con un grito, caí de rodillas junto a él y miré su rostro al fin. Lo que vi ya no era Paris, sino una máscara amoratada y magullada que antes fue un rostro. Ni siquiera su pelo era ya su pelo: el oro brillante colgaba en mechones turbios, como algas podridas. Los ojos se le habían hinchado en las órbitas, tenía la piel morada y casi negra. Hasta sus labios, agrietados y abiertos, eran negros, con fisuras rojas cruzándolos. —Helena... —Su voz era tan débil que tuve que agacharme para oírla, pero era todavía la suya—. ¿Ha dicho que no? —Sí, lo ha hecho, que su cuerpo se convierta en fango —dije—. Pero no la necesitamos. Ahora estoy aquí; ha sido una tontería buscar ayuda en otro lugar. Puedo... ¿Qué podía hacer yo? ¿Llamar a mi padre Zeus? ¿Era mi padre, acaso? —... buscar una ayuda mejor que la que ella te habría prestado. ¡Ah, querido mío, ojalá lo hubiese hecho desde el principio! Él intentó mover el brazo para tocarme la mano, pero éste no le obedeció, y permaneció tan tieso y sin respuesta como un palo. —Espera —dije. Me incliné y besé su frente. En lugar de notarla caliente, ahora estaba tan fría como el estanque de Enone. Sentí que me recorrían oleadas de miedo. Salí de la habitación a la carrera. No podía suplicar a Zeus allí. Busqué la privacidad de una habitación interior, difícil de encontrar, con tantos soldados y refugiados apiñados en nuestro palacio. Ya no quedaban espacios grandes. Al fin encontré una cámara vacía, pero era la que se usaba para almacenar las provisiones, no una habitación encantadora y aireada como la que merecía Zeus en toda su majestad. Había cogido un par de incensarios con su incienso, y los coloqué con manos temblorosas en el suelo. Me eché en el suelo ante ellos, notando la fría piedra bajo mi mejilla, mis pechos y mis piernas. «Zeus, hijo de Cronos, si en realidad eres mi padre, ten piedad de mí. Yazgo aquí ante ti en la mayor de las miserias, suplicando por la vida de mi marido, Paris. Tú puedes salvarle. Tú puedes devolverle la salud. Tú, el más poderoso de los dioses, puedes hacer o deshacer cualquier cosa a tu antojo. ¡Concédeme esto!» No noté nada, ninguna respuesta. ¿Significaba eso... que no había ningún Zeus? ¿Que no era mi padre? ¿Que no me había dirigido a él en los términos correctos? «No sé cuáles son las palabras adecuadas que debo usar, pero mira en mi corazón. Contempla mi auténtica sumisión. Si es posible..., déjame morir en lugar de él. ¡Sí, transfiere esta aflicción a mí! Tú permitiste a Alcestes ocupar el lugar de su esposo. ¡Permítemelo a mí!» Silencio. ¿No me oía, o acaso intentaba rechazar mi ruego, como si no lo hubiese oído? «¡Déjame morir en el lugar de Paris!» Me puse de rodillas, me dirigí a él en voz alta. —Déjame ocupar el lugar de Paris en la cámara de la muerte —dije—. Déjame intercambiar mi vida por la suya. Silencio.


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