ELENA DE TROYA

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—No quería que fuese así. —Pero lo parece. No sé por qué el valle del Eurotas es tan rico, o qué fue lo que vino primero, y no creo que importe. Lo que importa es que Deméter es nuestra diosa. Ella ha colmado de bendiciones esta tierra sobre la cual gobernamos, y, por lo tanto, nos ha otorgado sus bendiciones también a nosotros. —Pero ¿y si nosotros no hubiésemos tenido la tierra? ¿Nos habría bendecido a pesar de todo? —Después de todo, si yo me casaba y abandonaba Esparta, ya no estaría en aquella fértil tierra. ¿Me abandonaría entonces Deméter? Ella inclinó la cabeza y cerró los ojos. ¿Estaría enfadada? ¿La habría ofendido? Respiraba con fuerza, casi como si se hubiese quedado dormida. Pero cuando habló, su voz era serena y casi dubitativa. —Has dicho algo cierto —dijo—. A menudo los reyes son expulsados de sus tronos, pierden sus reinos. Tu padre casi ha perdido el suyo dos veces. Hubo reyes que se ahogaron en el Eurotas. En Micenas, una maldición recae sobre la familia por las luchas fratricidas por el trono. Se hicieron cosas terribles... —Se estremeció—. Quizás entonces los dioses nos abandonen —dijo—. A ellos no les gusta involucrarse en nuestros problemas. Habíamos estado sentadas en el luminoso patio del palacio, acariciadas por el sol diurno. En verano, la zona abierta era un susurro de hojas de los árboles ornamentales repartidos por allí, y las aves, esperando comida, saltaban de rama en rama. Eran tan mansas que caminaban a nuestros pies, picoteando nuestros dedos para coger una miga o dos. Luego piaban, saltaban hacia atrás y se alejaban volando con rapidez, subían por encima del techo del palacio y se iban. Cuando les vio volar, mi madre se rio con una risa profunda y llena de emoción, y yo la miré y vi que era muy hermosa. Sus ojos oscuros seguían el vuelo de las aves y yo podía seguirlo también mirándola a ella. —Ven conmigo, Helena —dijo, de pronto—. Tengo que enseñarte una cosa. —Se puso de pie y me tendió su esbelta mano, cargada de anillos. Cuando apretó mi mano, los anillos se me clavaron, dolorosamente. Obediente, la seguí de vuelta a las habitaciones. Ahora que me estaba haciendo mayor, era consciente de que sus habitaciones estaban amuebladas mucho más ricamente que el resto del palacio. Normalmente había unos pocos taburetes y las mesas eran sencillas, con tres patas, de tablero liso. Pero en las habitaciones de mi madre había sillas con brazos, divanes para tenderse de día, cubiertos de suaves colchas, mesas con incrustaciones de marfil, cajas con tallas ornamentales y cuencos de alabastro encima. Unas cortinas muy finas protegían la habitación del hiriente sol de mediodía, suavizándolo mientras ondeaban con la brisa. Al estar tan altos, siempre disfrutábamos de las mejores brisas, y las habitaciones de mi madre eran un refugio fresco y oscuro. En una de las mesas, apoyada contra una pared, guardaba sus objetos más preciados y favoritos: siempre vi allí varios recipientes y cajas redondas de oro puro, y su espejo con mango de marfil, boca abajo. Varias horquillas largas de bronce, con las puntas rematadas de cristal, estaban colocadas unas junto a otras entre ellas. Tuve el deseo de coger aquel espejo y mirarme la cara largamente. Ella vio que mis ojos iban en aquella dirección y meneó negativamente la cabeza. —Ya sé lo que estás pensando —dijo—. Deseas ver por ti misma cuál es el objeto de la curiosidad de tantos. Bueno, el día que estés prometida y que sepamos que estás a salvo, entonces podrás mirarte. Hasta entonces... tengo algo para ti. Abrió una caja oblonga y sacó una tela tan brillante que parecía una nube. Pero estaba unida a un aro de oro. La agitó a un lado y otro, de modo que la tela bailaba ante la luz del sol, que se filtraba a su través. Pequeños arcoíris se formaban en ella y desaparecían en un parpadeo. Me la colocó en la cabeza, presionando el aro hacia abajo. —Es el momento de que tengas un velo adecuado —dijo, mientras mi visión se emborronaba. Tiré de la tela y me lo quité. —¡No pienso llevarlo! ¡No hay necesidad aquí en palacio, todo el mundo me conoce, no puedo soportarlo! —Retorcí la tela entre mis manos, intentando estropearla. Pero por muy fuerte que la estrujara, se negaba a arrugarse, tal era la maravillosa calidad de aquella tela. —¿Cómo te atreves? —dijo ella, arrancándome el velo—. Esto cuesta una fortuna. ¡Lo hice tejer especialmente para ti, y el aro de oro podría haber sido una copa preciosa! —Pues no lo haré nunca más, no pienso esconderme detrás de un velo. Debe de haber algo malo en mí. Tú dices que soy bella, pero debo de ser un monstruo, para que me ocultes de la vista. «Por eso» no dejas que me mire en el espejo. ¡Bueno, pues ahora voy a hacerlo! Antes de que pudiera detenerme, salté al otro lado de la habitación y agarré el espejo. Corrí entre las columnas y más allá de las cortinas y durante un instante, antes de que ella me agarrase el brazo, vi mi rostro en la superficie brillante y pulida del bronce, lo vi a la luz del sol. O más bien vi parte de él..., los ojos, medio ocultos por unas espesas pestañas negras, y la boca y las mejillas. En aquel breve instante vi mi rostro sonrojado, el luminoso castaño verdoso de mis ojos. Y eso fue todo, porque me arrancaron el espejo de la mano y mi madre se quedó de pie ante mí. Esperaba que me golpease o me sacudiese, pero no lo hizo. Durante un instante me cruzó por la mente que ella me tenía miedo, en lugar de lo que sabría más tarde: que tenía miedo de hacerme daño si lo hacía, y que cuidaba muy bien de sus posesiones. —No, no eres un monstruo —dijo—, aunque a veces te comportas como si lo fueras. —Y entonces se echo a reír y, de pronto, el feo momento pasó—. Bueno, no tienes que llevar el velo aquí, pero debes prometerme que nunca abandonarás el recinto del palacio ni saldrás sin un guardia o sin tu instructor, y que, en ese caso, te cubrirás siempre. Ah, Helena..., hay mucha gente que nos desea todos los males, que sería capaz de raptar a una princesa con bastante facilidad. Y no queremos que pase eso, ¿verdad? Yo negué con la cabeza. Pero sabía que había algo más. Parecía que le preocupaba más que me raptaran a mí que a ninguno de los otros niños.


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