ELENA DE TROYA

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LIII

Noche cerrada. Estaba sentada en lo más recóndito de mi alcoba, sin permitir entrar a nadie. Oí que Gelanor pedía que le dejaran entrar y que mi sirvienta lo despachaba. Oí que Evadne suplicaba lo mismo, pero la rechazaban. Yo estaba completamente sola, y así debía ser. La quietud de la noche invernal asolaba la habitación, dejando que las palabras de Paris resonasen en el frío. Al amanecer lucharían. Y al día siguiente, a esta hora, ¿quién yacería en silencio y sin vida? Sabía que sería Paris. Menelao era más fuerte y hábil en la lucha. Además le movían la ira y el deseo, alentados por la necesidad de venganza, mientras que Paris había perdido el ánimo hacía un tiempo; su ánimo había desaparecido con Troilo. Menelao lucharía contra un hombre que ya estaría muerto. Al día siguiente por la noche, a esta hora, Paris y Troilo caminarían juntos a través de los grises campos de asfódelos. Y yo sería una viuda en las orillas de la oscura y profunda Estigia, vería las sombras pero no podría cruzar. Menelao proclamaría su victoria y yo volvería como esposa suya y madre de su hija. Oscuridad. Oscuridad. El cielo continuaba oscuro como la tinta del calamar. No había amanecer. Todavía no. El amanecer llegó finalmente, y los grajos y cuervos graznaron para darle la bienvenida. Los ruidos ásperos que emitían parecían tambores funerarios. El sol salió triunfante por el cielo del este. Abajo, en la llanura, no había movimiento. Los griegos se habían puesto en marcha; las ruedas de los carros levantaban nubecillas de polvo pálido. Bajo mi ventana, veía y oía las idas y venidas de los troyanos preparándose para el espectáculo. Alguien preparaba a Paris para la lucha. Debía de haber sido yo, pero sabía que me habría rechazado, se habría negado a verme, al saber que probablemente iba a morir por una mujer a la que ya no amaba. Ansiaba verlo cuando partió, pero no confiaba en ser capaz de resistirme y no arrojarme a sus brazos, lo que le preocuparía y le minaría su capacidad de luchar. No, debía permanecer donde estaba. Sólo podría verlo una vez se hubiera marchado, allá abajo, en la llanura, sólo cuando ya fuera demasiado tarde. Me cambié de ropa, me envolví en un manto abrigado y me dirigí al tejado a mirar. Vi la espléndida hilera de soldados griegos y un contingente de troyanos que avanzaban a su encuentro bajo la luz rosácea del amanecer, y a continuación oí débiles vítores cuando la puerta Escea de Troya se abrió y salieron Príamo y Héctor en su carro, y luego, detrás de ellos, Paris en el suyo. Aún había un tercero que transportaba a heraldos y ofrendas propiciatorias. En semejante intercambio formal había que proclamar un tratado ceremonial y establecer sus términos. Se arremolinaron al reunirse todos, y ya no pude ver ni oír lo que estaba sucediendo. Oí un susurro tras de mí, me volví y vi a Evadne de pie. ¿Cómo había conseguido llegar hasta allí, hasta mis aposentos privados? —Helena, me has llamado —dijo en voz baja. Entonces vi la curva de su cuello y el resplandor en su mirada, y supe quién era: Evadne no, desde luego. Así le gusta a Afrodita burlarse de nosotros, creyéndonos ciegos y estúpidos. —Así es —dije, fingiendo que me creía su disfraz—. Hoy me siento tan ciega como tú —añadí con tristeza—. Ojalá pudiera ver lo que está pasando en esa espantosa llanura de ahí abajo. Y oír las palabras que dicen. —Como he perdido vista, he aprendido a mirar a lo lejos de un modo distinto —dijo. No habría podido distinguir su voz de la Evadne—. Cierra los párpados muy fuerte hasta que veas remolinos de colores y manchas, y luego ábrelos de nuevo. Concéntrate en lo que desees ver a lo lejos, y aparecerá ante ti. Seguí sus instrucciones, obediente, fingiendo aún y siguiéndole la corriente a la diosa. Cuando abrí los ojos de nuevo, era como si estuviera en medio de la llanura, junto a los hombres, incluso veía las nubecillas de vapor que salían de los ollares de los caballos, alzándose en el aire helado del amanecer. Príamo se adelantó desde su carro y se acercó a Agamenón. Los dos hombres se detuvieron a cierta distancia. Las largas sombras de la primera hora de la mañana les mostraban a los dos de la misma altura, pero la sombra de Agamenón era dos veces más recia que la de Príamo. Los heraldos acercaron los corderos sacrificiales, el vino mezclado en un cuenco resplandeciente, y vertieron agua en las manos de ambos reyes. Ambos se hicieron una seña, asintiendo, y luego Agamenón cortó un mechón de lana de la cabeza de los corderos; los heraldos lo distribuyeron a los capitanes de ambos bandos. Luego alzó las manos y pronunció una plegaria con aquella voz estridente que yo siempre había odiado. Invocó a Zeus, al sol, a los ríos, a la tierra y a los poderes del averno, para que fuesen testigos de su juramento y para que vieran que lo mantenía. —Si Paris mata a Menelao —bramó—, se le permitirá conservar a Helena y todas las riquezas que se llevó con ella, y nosotros partiremos de las costas de Troya. Pero si Menelao mata a Paris, los troyanos deberán entregar a Helena y su tesoro. Y además nos deberán compensar a todos nosotros por los gastos al venir aquí. Sí, tendrán que pagar una recompensa, y de una escala tal que las futuras generaciones lo recordarán. Y si no lo hacen, mantendré aquí mi ejército y destruiré Troya. Para mi sorpresa, Príamo accedió. ¿Acaso no veía que ninguna recompensa satisfaría nunca a Agamenón, y que le acababa de dar permiso para saquear Troya? Y en cuanto a las riquezas que aseguraba que yo me había llevado, era una mentira. —¡No! —grité, pero estaba demasiado lejos. Agamenón sacó su gran espada y cortó la garganta de los corderos. A continuación echaron vino en dos copas; él cogió una y le entregó la otra a Príamo, y ambos la vertieron en el suelo. Entonces, con una sola voz, los troyanos y los griegos pronunciaron una maldición: «Que los sesos de todo el que rompa este tratado queden aplastados en el suelo, sí, y los de sus hijos también, y que sus esposas sean entregadas como esclavas a unos forasteros». Temblando, Príamo murmuró que debía volver a Troya. —No puedo soportar quedarme aquí tan cerca y ver sufrir a mi hijo Paris. Mi único consuelo es que los dioses ya han elegido qué hombre ganará, y que todo lo que siga ya ha ocurrido —dijo, y, muy tieso, se volvió y se subió a su carro. Pero no antes de que tanto él como yo oyésemos a ambos ejércitos rogar que muriese Paris. —Que perezca el hombre que nos ha traído todos estos problemas —suplicaron a los dioses—. ¡Que baje a la casa de Hades, y traednos la paz! ¿Podía oír una plegaria peor un padre o una esposa? Qué idiotas eran si pensaban que aquello les traería la paz en verdad. Agamenón quería los tesoros de Troya, y éstos no me incluían a mí. Las nubes de polvo trazaron una línea mientras Príamo volvía a Troya, y las puertas se abrieron de par en par de nuevo para dejarle entrar. —Ha ocupado su lugar en la muralla —dijo el espíritu-Evadne—. Propongo que nos unamos a él. —Sus labios, extrañamente suaves y sin las arrugas que normalmente tenían a su alrededor, estaban curvados en una astuta sonrisa. Quise poner alguna objeción, pero acabé siguiendo sus instrucciones.


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