ELENA DE TROYA

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I

Helena. Antes de saber hablar ya oí mi nombre y supe que era Helena. Mi madre lo susurraba, pero no dulcemente. Lo susurraba como si fuera un feo secreto. A veces incluso lo siseaba junto a mi oído, y yo notaba su aliento cálido cosquilleando mi piel. Nunca lo murmuró, y nunca lo gritó tampoco. Los murmullos son para las ternezas, y los gritos para advertir a los demás. Ella no quería atraer la atención hacia mí de esa manera. Tenía otro nombre familiar para mí, «Polluelo», y cuando lo usaba sonreía, como si aquello le complaciese. Era algo privado, nuestro pequeño secreto, porque nunca lo usaba ante nadie más. Igual que las nieblas que se ciñen a las colinas gradualmente van clareando y desaparecen, y la forma sólida de las rocas y los bosques aparece, igual la vida toma forma en nuestros recuerdos más tempranos, que desaparecen después. Entre el remolino de memorias y sentimientos mezclados de mi niñez, recuerdo estar en un palacio donde vivía la familia de mi madre, y donde ella había crecido. Mi abuela y mi abuelo todavía vivían, pero cuando intento recordar sus rostros no puedo. Todos habíamos ido allí, huido allí más bien, a causa de los problemas con el trono de mi padre en Esparta. Lo habían expulsado de allí y ahora era un rey en el exilio, viviendo con la familia de su esposa. Ahora sé que todo eso fue en Etolia, aunque por supuesto yo no sabía nada de emplazamientos, lugares, nombres. Sólo sabía que nuestro palacio en Esparta, allá arriba en la colina, estaba más abierto al sol y al viento que el otro, que era oscuro y cerrado como una caja. No me gustaba estar allí y deseaba volver a mi antigua habitación. Le pregunté a mi madre cuándo sería aquello, cuándo podríamos volver a casa. —¿A casa? —me dijo ella—. ¡Ésta es nuestra casa! Yo no lo entendía y sacudía la cabeza. —Ésta era mi casa, donde yo crecí. Esparta nunca fue mi casa. —Pero es la mía —dije yo. Intenté no llorar al pensar que quizá no pudiera regresar nunca allí. Pensé que había detenido las lágrimas en los rabillos del ojo, pero mi labio tembloroso me delató. —¡No llores, niña! —dijo ella, cogiéndome el brazo—. ¡Las princesas no lloran, ni siquiera delante de sus madres! —Cuando se inclinó y su cara se acercó a la mía, tenía un aspecto odioso. Era larga y estrecha, y al fruncir el ceño parecía alargarse más aún, estirándose hasta parecer el hocico de un animal—. Pronto sabremos el tiempo que tenemos que estar aquí, y adónde iremos. Delfos nos lo dirá. El oráculo nos lo revelará. Íbamos dando sacudidas en una carreta por una tierra que era salvaje y boscosa. No se parecía en nada a la tierra en torno a Esparta, recogida en su suave valle verdeante. Allí las colinas ásperas, cubiertas de matorrales y árboles escuálidos, dificultaban nuestro viaje. A medida que nos aproximábamos a la montaña donde se escondía el lugar sagrado de Delfos, tuvimos que abandonar las carretas e ir caminando por un sendero con rodadas en un empinado ascenso. A cada lado de nosotros, unos árboles delgados y altos, con troncos como agujas, buscaban el cielo pero no producían sombra alguna, y teníamos que ir rodeando grandes peñascos y trepar por encima de los obstáculos. —Así cuando llegas es más especial —dijo uno de mis hermanos, Cástor. Tenía unos cinco años más que yo, y el pelo oscuro como el de nuestra madre, pero con un carácter amistoso y alegre. Era mi mejor amigo entre mis hermanos, animoso y alentador, divertido, aunque siempre cuidadoso y vigilante conmigo, la menor—. Si fuera fácil de encontrar, no sería una recompensa tan grande. —¿Recompensa? —Subiendo con nosotros, resoplando y dando tumbos, venía el gemelo de Cástor, Polideuces. Era tan rubio como Cástor moreno, pero vivía en las sombras de la precaución y el peligro, que empañaban su bello aspecto—. No veo ninguna recompensa, sólo un ascenso seco y polvoriento por el monte Parnaso. ¿Y para qué? ¿Para que una vidente nos diga lo que debemos hacer? Sabes que si a nuestra madre no le gusta lo que oye, simplemente, lo ignorará. De modo que, ¿por qué nos molestamos en subir, cuando ella podía quedarse en su habitación, llamar a una adivina y que hiciera el rito de adivinación allí mismo? —Es nuestro padre quien debe saberlo —dijo Cástor—. Él dará mucho valor a lo que diga el oráculo, aunque nuestra madre no lo haga. Es su trono, después de todo, ésa es la cuestión. —Y es su hermano el que le ha expulsado de él. Y ahora, querido hermano, estrechemos las manos y juremos evitar luchas semejantes. —Podemos gobernar juntos. No veo nada que lo impida —se rio Cástor. —Si nuestro padre no recupera su trono, difícilmente podremos seguirle —dijo Polideuces. —Bueno, entonces nos ganaremos la vida boxeando y luchando, ganaremos todos los premios y tendremos mucho ganado y mujeres... —Siempre os las arreglaréis, de eso estoy seguro. —De pronto la mayor estaba junto a nosotros, nuestra hermana Clitemnestra—. Es un gran don. —Se volvió hacia mí—. ¿Estás cansada? Lo estaba, pero no pensaba admitirlo. —¡No, no, qué va! —Y me apresuré, para demostrarlo. Al anochecer llegamos a Delfos al fin. Habíamos subido y subido hasta que finalmente pasamos junto a una fuente donde otros, que parecieron salir de repente de la nada, se refrescaban y salpicaban agua en los rostros, y llenaban sus odres. La fuente desaguaba en un estanque, sombreado por unos árboles que se cernían por encima del borde, y el sol moteaba la superficie, jugando con ella. Era un lugar muy tranquilo y pacífico, y yo sumergí las manos en el agua sorprendentemente fría, dejando que me refrescase. Era demasiado tarde para acudir al oráculo, y por lo tanto pasamos la noche en los campos que había justo debajo de los edificios sagrados. Allí también había otros muchos que dormían al raso. Las estrellas sobre nosotros eran brillantes y frías. Las miré y me prometí a mí misma pedirles a mis hermanos que me contaran todas las historias sobre ellas. Pero aquella noche estaba tan cansada que me quedé dormida al instante. El sol me hería los ojos y me despertó muy temprano. No tenía que asomarse por encima de una montaña, como en Esparta, sino que inundaba el cielo con su luz en el instante en que aparecía. A mi alrededor otros se removían y doblaban sus mantas, enderezándose, ansiosos por descubrir los secretos de Delfos. Mi padre no era él mismo. Lo sabía por la forma que tenía de saludar a los peregrinos que nos rodeaban. Hablaba con ellos, pero no parecía oír sus respuestas. Y reaccionaba de una manera vaga, inconsecuente. —Debemos apresurarnos para llegar los primeros al oráculo. —Miró a su alrededor a todos los demás, examinándolos—. Sus preocupaciones son corrientes, no el futuro de un trono. —Nos empujó hacia el camino. El oráculo. El futuro. Augurios. Profecías. Hasta entonces, yo era libre. Era una niña sin importancia... o eso creía al menos. Después, gobernaron mi vida, los adivinos, los límites fijados por los dioses, los parámetros que me definían. Mi padre corría hacia el oráculo, inclinándose en contra del viento en su prisa por llegar el primero, cuando de repente resonó un chillido procedente de una roca en el camino. Encaramada a ella estaba una vieja, una mujer que, con sus ropajes oscuros y su capucha, parecía más un buitre o un cuervo que una persona.


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